La señora de Adolfo Crane era prima segunda de la mamá de Guillermo y madrina de Guillermo. Entre todas las instituciones estúpidas de las personas mayores, la de madrinas y padrinos le parecía a Guillermo la más estúpida de todas. Además, la señora de Adolfo Crane era rica e inmensamente seria, la última persona del mundo que el Destino debiera haber escogido para madrina suya. Afortunadamente vivía lejos y así no se veía en la dura necesidad de ser testigo de los horribles delitos que cometía Guillermo a diario. Los encuentros del niño con ella no habían sido muy afortunados, hasta la fecha, a pesar de los grandes deseos de la familia de que Guillermo causara en ella una impresión favorable.
Habían tenido un encuentro terrible, cosa de dos meses antes. Guillermo estaba echando una carrera con uno de sus amigos. Era una carrera muy original, inventada por el propio muchacho. Los concursantes llevaban la boca llena de agua y ganaba aquel de ellos que pudiera correr más lejos sin tragarse el agua o escupirla. Guillermo, en plena carrera, se encontró con la señora de Adolfo Crane, que iba camino de la casa del muchacho para hacerle una visita por sorpresa. Le reconoció y le dirigió un saludo bondadoso y lleno de afecto. Naturalmente, si hubiera tenido tiempo de estudiar el asunto desde todos los puntos de vista, tal vez se le hubiera ocurrido la idea de tragarse el agua antes de contestar. Pero, como explicó más tarde, no tuvo tiempo de pensar. Lo peor del caso era que el doloroso incidente fue presenciado por casi toda la familia de Guillermo desde la ventana de la sala. La visita de la señora de Adolfo Crane fue muy corta en aquella ocasión. Parecía algo distanciada. La opinión general era que debía hacerse algo para granjearse, nuevamente, sus simpatías. Guillermo se negó a aceptar responsabilidad alguna.
—Bueno, yo no tengo la culpa. No «tengo» la culpa. Me tiene sin cuidado. De veras que me tiene sin cuidado serle antipático. Y no me importa un comino que no vuelva por aquí.
—Pero, Guillermo, ¡si es tu madrina…!
—Bueno; pues de «eso» yo no tengo la culpa. Yo no la «hice» madrina mía.
Cuando llegó el cumpleaños de la señora de Adolfo Crane, la mamá de Guillermo volvió a la carga.
—Debías de regalarle algo, Guillermo, ¿sabes? sobre todo teniendo en cuenta la forma en que la trataste la última vez que estuvo aquí.
—No tengo nada que darle —contestó Guillermo, sencillamente—. Puede quedarse con ese libro que tío Jorge me regaló, si quiere. Sí; puedo regalárselo. Ya sabes cuál. El de Historia Antigua. No me importa ni pizca regalárselo.
—Pero… ¡si tú no lo has leído!
—No me importa no leerlo —contestó el niño, con generosidad—. Me… me gustaría regalárselo.
Pero fue la señora Brown quien tuvo la gran inspiración.
—Le sacaremos un retrato a Guillermo, para mandárselo.
Era muy fácil decir eso y era sencillísimo pedir hora al fotógrafo; pero el conseguir escolta para el niño era otra cuestión. La señora Brown estaba acatarrada; el señor Brown estaba en la oficina; Roberto, hermano mayor de Guillermo, se negó, rotundamente, a acompañarle. Conque, después de una conversación que duró cerca de una hora, logró conseguirse de Ethel, hermana mayor de Guillermo, principalmente por medio del soborno, que acompañara al niño a casa del fotógrafo. Pero la joven se llevó consigo a una amiga que sirviese, por decirlo así, de tope.
Guillermo, a la hora convenida, se hallaba en un estado de furia mal reprimida. Para él, no podía existir mayor humillación que dejarse fotografiar. La señora Brown había empleado la mar de tiempo en ponerle en condiciones. Le había lavado, cepillado, peinado y arreglado las uñas hasta el punto de dejarle completamente abatido. Para Guillermo, la limpieza perfecta era incompatible con la felicidad. Se le había enfundado en el traje de domingo —un traje de paño duro y poco flexible— y ¡horror! le habían puesto un cuello duro.
—¿No daría lo mismo un jersey? —preguntó, quejumbroso—. Con toda seguridad este traje me pondrá enfermo… este cuello tan duro y tan apretado me dejará en carne viva o algo así… y yo no quisiera ponerme enfermo… por no darte a ti trabajo…
La señora Brown se conmovió; era la única persona del mundo que nunca perdía la fe en Guillermo.
—Pero… ¡si lo llevas puesto todos los domingos querido! —protestó.
—Los domingos es distinto. Todo el mundo lleva cosas estúpidas en domingo; pero… pero… ¡figúrate que me encontrara con alguien por el camino…!
Su horror resultaba patético.
—Pues te sienta la mar de bien, querido. ¿Dónde tienes los guantes?
—«¿Guantes?» —exclamó el niño, indignado.
—Sí; para que conserves las manos limpias hasta que lleguemos allí.
—¿Me va a dar alguien algo por hacer todo eso?
La madre suspiró.
—No, querido. Es para complacer a tu madrina. Yo sé que a ti te gusta hacer feliz a la gente.
Guillermo guardó silencio, reflexionando acerca de aquel nuevo aspecto de su carácter.
Emprendió el camino con Ethel y su amiga Blanche. Amigos íntimos suyos, con jersey, manos y caras sucias normales, pasaron a su lado y le miraron con estupefacción.
Les saludó con una simple mirada fría y fija. De ordinario, él mismo era una figura conocida en toda la calle y llevaba también jersey, e iba gloriosamente sucio. En tales ocasiones, hubiese saludado a sus amigos lanzando un alarido y dándoles un puñetazo amistoso. Pero en aquel momento era un proscrito, un paria, algo aparte de los demás, un niño que llevaba traje de fiesta y guantes de ante en un día de trabajo.
El fotógrafo les aguardaba. Guillermo correspondió a su sonrisa de bienvenida con una mirada torva.
—Conque este es nuestro amiguito, ¿eh? —murmuró el fotógrafo—. Y… ¿cómo se llama?
Guillermo se congestionó.
Ethel empezó a divertirse.
—Guillermitín —contestó.
Guillermo había aprendido a soportar muchos insultos con aparente ecuanimidad, pero aquel no era uno de ellos. Ethel sabía perfectamente los sentimientos que despertaba en su hermano el nombre de «Guillermitín». Lo había dicho con toda la mala intención del mundo, para vengarse de él por haberla hecho perder toda una mañana. Además, Ethel tenía varias cuentas pendientes con Guillermo y no se le presentaba todos los días una ocasión de tenerle completamente a merced suya.
Guillermo soltó un gruñido. Esta es la única palabra que puede dar idea del sonido que emitió.
—Bonito nombre para un niño bonito —contestó, alegremente, el fotógrafo.
Ethel y Blanche apenas pudieron contener la risa. Guillermo, ceñudo y hosco, les dirigió miradas malévolas.
—Adelántate —le invitó el fotógrafo—. ¿Hay que hacer algún preparativo? ¿Algún disfraz?
—Creo que no —contestó Ethel, con una risa ahogada.
—Tengo unos trajes muy bonitos —insistió el otro—. ¿Un pajecito? ¿Un niño haciendo pompas de jabón? Pero quizás el cabello no resulte muy apropiado para representar esos papeles. ¿Cupido? Tengo unas alas preciosas y todo lo necesario. Pero tal vez la expresión del niño apenas sea… No; no lo creo —agregó, precipitadamente, al encontrarse con la mirada fija, intensa y torva de Guillermo—. Quítate la gorra y los guantes, nenito.
Examinó de arriba abajo la inmaculada figura del niño.
—¡Ah, muy bien…!
Hizo una señal a Ethel y a Blanche para que se sentaran.
—Ahora, nene…
Condujo al enfurecido Guillermo hacia un decorado que representaba un bosque.
—Ponte aquí… Así… No; no tan rígido… y… no; no tan encogido, hijo mío… las manos que descansen con más naturalidad… creo yo que será mejor que pongas una en la cadera… con naturalidad… «Así»… pero no; no creo yo que… No frunzas el entrecejo… Y… ah, no… una mueca no… estropearía una buena fotografía… los pies «así»… y la cabeza «así»… el cabello algo en desorden… así está mejor.
Que conste, en honor de Guillermo, que resistió la tentación de morderle al fotógrafo la mano que le despeinó. Por fin quedó arreglada su postura y el fotógrafo se acercó a la máquina; pero, en el intervalo, Guillermo movió pies, manos y cabeza para estar más cómodo. El fotógrafo exhaló un suspiro.
—¡Ah! ¡Se ha movido! Guillermitín se ha movido. ¡Qué lástima! Tendremos que empezar de nuevo.
Volvió al lado de Guillermo y, con mucha paciencia, le colocó bien los pies, las manos y la cabeza.
—Los pies vueltos hacia fuera, no hacia adentro, Guillermitín, ¿comprendes? «así»; y la cabeza ligeramente ladeada… «así»… no; no echada del todo sobre el hombro… ah, eso es… ¡qué encanto…! Resultará una fotografía deliciosa.
En aquel momento, Ethel, llorando de risa, asomó la cabeza…
Ethel se había retirado tras un biombo, casi histérica de risa.
El fotógrafo regresó, de nuevo, junto a la máquina. Guillermo se colocó, inmediatamente, en una postura más cómoda.
—¡Ah! ¡Qué lástima! Guillermitín ha vuelto a moverse. Tendremos que volver a empezar.
Volvió a ladearle la cabeza al niño, a colocarle una mano en la cabeza y a moverle los pies a un ángulo donairoso.
Otra vez a la máquina. Guillermo mantenía la postura con férrea determinación. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de poner fin a su tortura.
—¡Ah! ¡Bien! —comentó el fotógrafo—. ¡Magnífico! «Muy» bonito. La cabeza una miajita más ladeada. La expresión un poquitín menos… melancólica. Una sonrisa, por favor… una sonrisita chiquirritina. ¡Ah, no! —se interrumpió, al enseñar el niño los dientes, con ferocidad—; quizá sea mejor sin la sonrisa… —Detrás del biombo se oyeron risas mal contenidas. Ethel estaba abrazada a Blanche, convulsionada—. Una «pose» más… Me parece que será mejor «sentado» esta vez. Las piernas cruzadas… con naturalidad, sin forzar la postura… «así». El codo apoyado en el brazo del sillón… la mejilla descansando en la palma de la mano… «así». —Se retiró un poco para examinar el efecto a distancia, con la cabeza ladeada—. La postura está un poco estropeada por el gesto, quizá… pero es muy linda… La expresión un poquitín menos… ah… feroz y perdona la palabra.
Guillermo se dignó hablar en aquel momento.
—No sé poner una cara diferente a esta —observó, con frialdad.
—Tú piensa en las cosas que te vaya diciendo —prosiguió el fotógrafo, animadamente—. ¿Caramelos? ¡Ah! —Miró, alegremente, la expresión de ferocidad que adornaba el semblante del niño—. ¿Es una sonrisita simpática lo que estoy viendo?
En realidad, no estaba viendo tal cosa, porque, en aquel momento, Ethel, llorando de risa, asomó la cabeza por el biombo para echarle otra mirada al cuadro sin rival que constituía Guillermo con su traje de gala, emulando la postura del Bardo de Avon[1]. Tropezando con la mirada de ira reconcentrada que le dirigió Guillermo, se retiró, precipitadamente.
—¿La playa con cubo y pala? —continuó el fotógrafo, sin dejar de mirar la expresión invariable del niño—. ¿Pantomimas? ¿El lindo gatito que tienes en casa?
Pero viendo que la expresión de Guillermo cambiaba de ira despectiva en rabia nabucodonosoriana, se apresuró a darle al obturador de la máquina y sacar la fotografía por si ocurría algo peor.
La descripción que hizo Ethel de lo ocurrido durante la mañana, sirvió para animar enormemente a su familia mientras comían. La señora Brown fue la única que no coreó las carcajadas.
—Pues yo creo que debe de estar la mar de bien, querida —dijo—. Estoy deseando ver las pruebas.
—Te aseguro que fue delicioso —afirmó Ethel—. Mucho más cómico que una comedia. No me hubiera perdido yo ese buen rato por nada del mundo. Aunque pasen muchos años, cada vez que me sienta abatida, procuraré acordarme del aspecto de Guillermo esta mañana. ¡Qué cara ponía…! ¡Qué cara!
Guillermo se defendió:
—Mi cara es igual que la de cualquier otra persona —exclamó, indignado—. No sé por qué os estáis riendo todos. Mi cara no tiene nada de cómica. Nunca le he «hecho» nada. No se diferencia en nada de la demás gente. A «mí» no me hace reír.
—Claro, querido —murmuró, conciliadora, la señora Brown—; está muy bien… pero que muy bien. Y estoy segura de que la fotografía resultará muy hermosa.
Las pruebas llegaron a la mañana siguiente. La familia de Guillermo las apreció una barbaridad. Había dos «poses» distintas. En una de ellas, Guillermo en actitud de contemplación intelectual, miraba torvamente hacia la máquina desde un fondo artístico. En la otra, estaba de pie, rígido, con una mano en la cadera, los pies (a pesar de todo), vueltos hacia adentro y en su rostro se veía una expresión de ferocidad y de desafío. La señora Brown estaba encantada.
—Está muy bien —dijo— y ¡tan elegante y tan limpio…!
Guillermo, intrigado por la recepción que Ethel y Roberto habían dispensado a sus retratos, se los llevó a su cuarto y los estudió largamente y con sinceridad.
—Pues yo no veo qué tienen de «graciosos» —dijo por fin, medio indignado, medio intrigado—. «Yo» no les encuentro la gracia por ninguna parte.
—Tendrás que escribirle una carta a tu madrina —le dijo la señora Brown, al aproximarse la fecha del cumpleaños de la señora de Adolfo Crane.
—«¿Yo?» —exclamó Guillermo, con amargura—. Me parece a mí que ya he hecho «bastante» por ella.
—No —respondió su madre, con firmeza—; «tienes» que escribirle.
—No sé qué «decirle».
—Di le lo que se te ocurra.
—No sé cómo se escriben todas las palabras que se me ocurren.
—Yo te ayudaré, querido.
No viendo forma alguna de escaparse, Guillermo se sentó, melancólico, a la mesa y le fueron suministrados pluma, tinta y papel. Miró a su alrededor con desaprobación.
—¿Y si desgastara la plumilla? —murmuró, tristemente.
La señora Brown se apresuró a colocarle una caja de plumillas al alcance de la mano. El niño suspiró con hastío. A veces no valía la pena seguir viviendo.
Después de mucho pensar, escribió: «Querida madrina». Se pasó los diez minutos siguientes averiguando hasta dónde podían doblarse las puntas de una plumilla sin romperlas. Luego de haber roto seis, se cansó de la diversión y volvió a ocuparse de la carta. Con fruncido entrecejo y la lengua fuera, reanudó sus esfuerzos. «Felicidades en el día de tu cumpleaños. Hespero que tarás mui vien. Llo estoi mui vien y también están vien papá, Ethel y Roberto». Dirigió una mirada a la ventana y mascó la punta del lapicero, haciéndole astillas. Se tragó parte de él, se le quedó pegado a la garganta y tuvo que retirarse a beber un poco de agua. Luego pidió un lapicero nuevo. Después de unos quince minutos volvió a sus esfuerzos epistolarios.
«No está yobiendo oy», escribió, tras madura reflexión. Luego: «no yobió haller y esperamos que no yoberá mañana».
Habiendo agotado el tópico, se rascó la cabeza, desesperado, frunció el entrecejo y volvió a mascar la punta del lapicero.
«Tengo un aujero en la media», puso después. «Me e retratado y te mando un retrato como regalo de cumpleaños. A alguna gente le parece cómico; pero a mí me parece vien. Espero que te gustará. Tu querido aigado, Guillermo».
A la señora de Adolfo Crane le conmovió la carta no menos que la fotografía.
—Debo de haberme equivocado —murmuró, contrita—. ¡Está tan «bien»! Y ¡tiene su cara un «algo» tan triste…!
Invitó a Guillermo a la fiesta que daba para celebrar su cumpleaños. Para el niño, esto resultaba la culminación de una serie de insultos.
—Pero… ¡si yo no «quiero» tomar el té con ella! —exclamó, cariacontecido.
—Pero… ¡si ella quiere que vayas, querido! —contestó la señora Brown—. Supongo que le gustó tu retrato.
—No iré —afirmó Guillermo, irritado—, si van a estarse todos riendo de mi retrato continuamente. Estoy harto de que la gente se ría de mi retrato.
—Claro que no se reirán, querido. Es un retrato muy bonito. Pareces un poco… desanimado en él, nada más.
—Bueno, pues eso «maldita» la gracia que tiene —exclamó el niño, indignado.
—Claro. Te portarás bien, ¿verdad?
—Me portaré de la forma corriente —respondió, con frialdad—; pero no quiero ir. No quiero ir porque… porque… porque… —se devanó los sesos buscando una excusa que convenciera a una persona mayor. Luego, sintiéndose inspirado—: …porque no quiero que se me desgaste el traje de los días de fiesta.
—No creo que se desgaste, querido. No te preocupes de eso.
Guillermo, sumamente abatido, prometió, no preocuparse.
La tarde del cumpleaños de la señora de Adolfo Crane se presentó despejada y Guillermo, resignado y convertido en mártir, emprendió el camino. Llegó temprano y se le hizo pasar al magnífico salón de la señora de Adolfo Crane. Un aire de magnificencia ministerial derramaba melancolía por toda la casa de la buena señora. La señora de Adolfo Crane, tan ministerial, magnífica, melancólica y enorme como su casa, apareció.
—Buenas tardes, Guillermo. Te tengo reservada una sorpresa agradable. —El rostro del niño se animó visiblemente—. He puesto tu retrato en mi álbum. ¡Vaya! ¡Qué honor para un niño!
He puesto tu retrato en mi álbum.
El rostro de Guillermo recobró su primitiva expresión de melancolía.
—Puedes mirar el álbum mientras yo me preparo y, luego, cuando los invitados lleguen, puedes enseñárselo detenidamente a todos. ¿Verdad que eso te gustará?
Y salió del cuarto.
Guillermo estaba acorralado; acorralado en un salón enorme y horrible, por una mujer enorme y horrible, y no tendría más remedio que permanecer allí dos horas por lo menos. ¡Y Pelirrojo y Enrique habían salido a buscar nidos…! ¡Horrible situación la suya! ¿Por qué le escogía el Destino para hacerle víctima de semejante penitencia? Experimentó una brusca ira hacia el arte de la fotografía en general. Cuando alguna cosa despertaba en Guillermo una furia repentina, tenía que desahogarse inmediatamente.
Conque, con ayuda de un lápiz, examinó el álbum de la señora de Adolfo Crane mientras esta se arreglaba. Luego llegó la señora y, poco después, los invitados o, mejor dicho, aquellos de los invitados que no habían tenido la serenidad de inventar excusas para ausentarse. Porque las fiestas de la señora de Adolfo Crane resultaban entierros. La animación y la alegría caían como fulminadas por el rayo, en la puerta de su casa. Los invitados entraron, melancólicamente, en el salón y la señora de Adolfo Crane irradió la melancolía desde el lado de la chimenea. Su voz era baja y profunda.
—¿Cómo está usted…? Agradecida… Dudo que viva para celebrar otro… sí; ¡mis «nervios»…! A propósito… mi ahijadito…
Se volvieron a mirar a Guillermo que estaba sentado, silenciosamente melancólico, en un rincón, con las manos sobre las rodillas. Devolvió sus miradas de interés con ceñuda expresión. En la silla, a su lado, se hallaba el álbum.
—¿Han visto ustedes las fotografías de mi familia? —prosiguió la señora de Adolfo Crane—. Es un álbum muy interesante. Mírenlo ustedes y ya verán.
Unos cuantos invitados se agruparon, tristemente, a su alrededor y uno de ellos lo abrió. La señora de Adolfo Crane no se acercó a ellos. Se conocía el álbum de memoria. Sacó sus agujas de hacer media, se sentó en un diván junto a la chimenea y empezó a recitar.
—El primer retrato es el de tío-abuelo Josué —dijo—, un anciano magnífico. En toda su larga vida ni una vez probó el alcohol ni el tabaco.
Contemplaron a tío-abuelo Josué. Estaba sentado, con expresión severa. Una de sus manos descansaba sobre la mesa. Pero una pipa, dibujada a lápiz recientemente, adornaba su boca, y su mano parecía asir una jarra de cerveza. Bruscamente el grupo reunido en torno del álbum se animó. Empezaron a decirse que iban a divertirse después de todo.
—A continuación está mi pobre querida mamá.
La pobre y querida mamá, llevaba un monóculo grande con una cinta negra y un penacho de plumas indio. El grupo reunido en torno al álbum se hizo más numeroso. Parecía existir cierto atractivo magnético allí.
Tío paterno Jaime puede que hubiera sido un hombre muy guapo antes de que le alargasen, a lápiz, la nariz varias pulgadas y le curvaran los labios en enorme sonrisa que descubría gigantescos dientes. Fumaba una pipa grande y ordinaria.
—Y tenía un carácter muy hermoso también —prosiguió la señora, recitando el catálogo de su familia.
Los invitados fueron mirando, uno por uno, los retratos que la señora mencionaba. Todos ellos estaban embellecidos a lápiz. Algunos tenían pipas en la boca; otros narices azuladas; estos, ojos hinchados, aquellos, gigantescas gafas; esotros, sombreros fantásticos. Algunos habían sido objeto de más atención que otros. Tía Julia, «una santa mujer», lucía una nariz enorme y un ojo a la funerala. Entre los labios llevaba un cigarro puro. El álbum circuló de mano en mano. Reinaba una alegría desacostumbrada, y no dejaba de aumentar el grupo.
La señora de Adolfo Crane estaba sorprendida; pero se sentía adulada. Su fiesta parecía tener más éxito que de costumbre. Y la gente parecía estarse fijando mucho en Guillermo, por añadidura. Un pastor protestante muy joven, que había llorado de risa viendo el álbum, le metió disimuladamente media corona [2] en la mano a Guillermo. Un extraño instinto parecía decirle que el niño era el autor del ultraje. A la señora de Adolfo Crane no se le ocurrió examinar su álbum hasta varios meses después y, aún entonces, ni por un momento soñó con que pudiera ser Guillermo el que había hecho todo aquello. Pero aquella tarde se le metió en la cabeza que la animación que reinaba en la fiesta se debía al niño y, por consiguiente, se mostró la mar de afable con él.
—¡Ha sido «más» bueno! —le dijo a la señora Brown cuando se presentó esta a recoger a Guillermo—. Ha contribuido a que la fiesta haya tenido un éxito sin precedentes.
La señora Brown disimuló su asombro lo mejor que pudo.
—Pero… ¿qué «hiciste», Guillermo? —le preguntó, camino de casa, cuando el niño caminaba a su lado, con las manos en los bolsillos, acariciando la media corona que le habían regalado.
—¿Quién? ¿Yo? —exclamó el muchacho, como si fuera incapaz de romper un plato—. ¡Nada!