—Porque —dijo Jameson Jameson— todos somos seres humanos. Ese es un punto muy importante. Reconoceréis que todos somos seres humanos, ¿verdad?
Jameson Jameson, de diecinueve años y nueve meses de edad, hablaba con mucha elocuencia. Hizo una pausa, más por efecto retórico que porque necesitase confirmación alguna. Su auditorio, compuesto de muchachos de menos de diecinueve años todos ellos, asintieron roncamente y con unanimidad.
Todos eran seres humanos. Lo reconocían.
—Pues bien —prosiguió Jameson, con creciente animación—; en nuestra cualidad de seres humanos, todos somos iguales. Y, siendo iguales, supongo que todos tenemos los mismos derechos. ¿Hay alguno que lo niegue?
Roberto Brown, de diecisiete años de edad, en cuyo cuarto se celebraba la reunión, se inclinó hacia adelante con avidez. Estaba gozando con aquella reunión. El único inconveniente era la presencia de su hermano menor Guillermo, que contaba once años. Por error, alguien había permitido la entrada al muchacho y, por error mayor aún, nadie le había echado. Y en aquel momento era demasiado tarde ya para hacerlo. No daba motivo alguno, ni pretexto, para que lo echasen. Estaba sentado inmóvil, con las manos en las rodillas, los ojos, bajo la desgreñada mata de pelo, fijos en el orador, y la boca abierta de par en par. No cabía la menor duda de que se hallaba vivamente impresionado. Pero Roberto hubiera querido que no se hallase allí. Se le antojaba que la presencia de un niño resultaba un insulto para la madura inteligencia de los que le rodeaban, la mayoría de los cuales asistían ya al primer año de la Universidad.
Pero a ninguno parecía importarle, con que se conformó con sentarse de manera que le fuera imposible ver a Guillermo.
—Entonces —continuó Jameson Jameson—, ¿por qué no somos iguales? ¿Por qué son algunos ricos y otros pobres? ¿Por qué trabajan algunos y otros no? Contestadme a eso.
No hubo contestación. Sólo una exclamación de asombro y admiración.
Jameson Jameson (a quien sus padres le habían gastado la suprema broma de darle el apellido por nombre de pila, de suerte que, cuando alguien le llamaba por su nombre completo, parecía estarse burlando de él), descargó un puñetazo sobre la mesa.
—Pues alguien tiene el deber de hacernos iguales.
Después de todo, eso no sería más que hacer justicia, ¿no os parece? ¿Estáis de acuerdo conmigo? A los que no tienen dinero hay que darles dinero y a los que tienen demasiado hay que quitarles parte. Queremos Igualdad. Muera la Tiranía. El obrero ha de tener libertad. Y… ¿quién va a hacerlo?
Se puso la mano en el pecho con un gesto evocador del difunto político inglés Gladstone y dirigió una mirada feroz a su auditorio.
—¡Ah! ¿Quién? —exclamó el auditorio.
—¡Es aquí donde entran los bolcheviques!
—¿Bolcheviques? —murmuró Roberto, boquiabierto.
—A los bolcheviques se les ha juzgado con demasiada ligereza y se las ha… er… difamado bastante —repuso Jameson con emoción—; se les ha difamado vergonzosamente y… —no estaba muy seguro de haberlo dicho bien la primera vez, conque acabó diciendo en lugar de repetir la palabra dudosa…— y lo que dije antes. No me hallo —confesó, con franqueza— en comunicación directa con ellos, pero he leído algo sobre el asunto en una revista y he aprendido algo así. Los bolcheviques quieren repartir las cosas de forma que todos seamos iguales. Y eso es justo, ¿no os parece? Porque todos somos seres humanos y, como tales, tenemos los mismos derechos. Eso está bien claro, ¿no? ¿Hay alguno —agregó, clavando una mirada feroz en los que le rodeaban— que desee contradecirme?
Ninguno había. Guillermo, que estaba sentado en una corriente de aire, estornudó y fue aniquilado por una mirada de Roberto.
—Pues bien —prosiguió el orador—, propongo la fundación de una Sociedad Bolchevique para empezar. Porque, ¿sabéis?, los bolcheviques han sido demasiado extremistas; pero nosotros ingresaremos en el partido bolchevique y… y le expurgaremos… eliminaremos de él todo lo que tiene de malo ahora. ¿Quién está dispuesto a ingresar en la Sociedad?
Como seres humanos con iguales derechos, todos se mostraron deseosos de ingresar. La elocuencia de Jameson Jameson les había llegado al alma. Hasta Guillermo se adelantó a dar su nombre; pero Roberto le ordenó severamente, que se retirase.
—Pero… ¡si yo creo todo lo que creéis vosotros…! —protestó el niño, suplicante—. ¡Yo también creo eso de querer el dinero de los demás y de no trabajar!
—Me has comprendido mal, muchacho —aseguró Jameson Jameson, con un suspiro—; pero necesitamos socios en cantidad. Que yo vea, no existe motivo alguno para no…
—Si este chico ingresa no ingresaré yo —interrumpió Roberto, con determinación.
—Podríamos tener un grupo de Juventudes… —sugirió uno.
Y así se acordó, finalmente. Guillermo se convirtió en «Juventudes de la Sociedad de Bolcheviques Reformados». Y, como era solo se convirtió en presidente, secretario, comité y socios todos en una pieza. Le molestaba toda sugerencia de que ampliara las juventudes. Prefería integrarlas él sólito. Celebró reuniones de las Juventudes al amparo de los laureles del jardín y dirigió elocuentes discursos a un auditorio compuesto de unos cuantos asfódelos marchitos y, a veces, del gato de la casa vecina.
El gato se rascó la oreja y guiñó un ojo lentamente.
—Todos hemos de ser iguales —anunciaba con gesto feroz—; todos tenemos que tener el dinero a espuertas. Todos somos seres humanos. Eso es sentido «común», ¿no os parece? ¿Es sentido «común» o no?
El gato se rascó la oreja y guiñó un ojo, lentamente.
—Pues «entonces» —prosiguió Guillermo—, alguien «debiera» hacer algo.
La Sociedad de Bolcheviques Reformados se reunió el mes siguiente en el cuarto de Roberto. Guillermo no había dejado nada al azar. Le había oído decir a Roberto que él se encargaría de que ningún niño se colase en aquella reunión, con que se instaló debajo de la cama de Roberto antes de que llegara nadie. Roberto dirigió una mirada penetrante y amenazadora a su alrededor antes de conducir a Jameson Jameson al sillón presidencial o, mejor dicho, a la cama que de tal hacía las veces. Se declaró abierta la reunión.
—Camaradas —empezó a decir Jameson Jameson—, espero que todos habremos dedicado estos días pasados en reflexionar acerca del estado de la Sociedad y a hacernos devotos de la causa. Pero ahora ha llegado el momento de obrar. Tenemos que «hacer» algo. Si tuviéramos más dinero que la miseria que nuestros padres nos pasan, podríamos dar una sacudida al público… podríamos…
En tan crítico momento, Guillermo, que acababa de aspirar una bocanada de polvo, estornudó ruidosamente y Roberto alargó el brazo debajo de la cama. En el forcejeo que siguió, Guillermo hincó los dientes profundamente en el tobillo de Jameson y ambos juraron vengarse.
—Bueno, y… ¿por qué no puedo asistir yo? ¡Yo soy bolchevique como todos vosotros!
—Ya tienes tus Juventudes —le recordó Roberto, furioso.
Jameson Jameson, seguía haciendo equilibrios sobre una pierna, mientras se sujetaba la otra con las dos manos, adornado su semblante con una expresión de angustia, afortunadamente muda.
—¡Mira! —prosiguió Roberto—. ¡A lo mejor le has inutilizado para toda la vida! Y es el alma y vida de la Causa. Y… ¿qué podrá hacer con una pierna estropeada? Tendrás que mantenerle de por vida si resulta lisiado y, cuando los bolcheviques asalten el poder, se vengará cruelmente… y no seré yo quien lo sienta —concluyó, con gesto siniestro.
Jameson Jameson sonrió, débilmente, como quitándole importancia.
—No te preocupes, camarada —dijo—, no guardo rencor alguno. Puedo soportar esto y mucho más por la Causa.
Guillermo fue depositado en el pasillo, junto a la escalera.
—Puedes dedicarte a tus Juventudes y no molestarnos más —le disparó Roberto, a guisa de despedida.
Fue entonces cuando Guillermo se dio cuenta de la fuerza del número. Decidió, inmediatamente, ampliar las Juventudes.
Frotándose el costado sobre el que había aterrizado en el pasillo y frunciendo el entrecejo, bajó la escalera y salió a la calle. Cerca de la puerta del jardín se hallaba Víctor Jameson, el hermano menor de Jameson Jameson, con la vista fija en la ventana de la alcoba de Roberto, que se veía por entre las ramas de los árboles.
—Está ahí arriba hablando —murmuró, con desdén—. Cuidado que «habla», ¿verdad?
El dejo despectivo de su voz surtió efecto de bálsamo para los sentimientos de Guillermo.
—Acabo de pegarle un buen mordisco —murmuró, con modestia.
Los dos se dieron el brazo afectuosamente y echaron a andar calle abajo. En la esquina se encontraron con Jorge Bell. Guillermo había dejado a Ronaldo Bell, hermano mayor de Jorge, apoyado en la repisa de la chimenea del cuarto de Roberto y contemplándose en el espejo. Se estaba dejando crecer el bigote y tenía la esperanza de que ya empezaba a notársele.
—¿Qué están «haciendo» en tu casa? —preguntó Jorge, con curiosidad—. No me quiere decir una palabra. Dice que es un secreto. Dice que nadie ha de saberlo ahora; pero que día llegará en que lo sepa todo el mundo. Eso es lo que «dice».
—«¡Huh!» —exclamó Víctor, con desprecio—; «hablan». Eso es lo único que hacen. «Hablan».
—Busquemos a unos cuantos más —dijo Guillermo—, y os lo contaré todo.
Como era sábado por la tarde, no tardaron en reunir unos cuantos más y todos ellos volvieron al invernadero situado a un extremo del jardín de Guillermo. El grupo se componía, principalmente, de hermanos menores de los socios reunidos en la casa.
Guillermo se puso en pie para dirigirles la palabra, con una mano sobre el pecho, copia fiel de la postura adoptada por Jameson Jameson.
Conque ahora sois todos juventudes, ¿os enteráis?
—Tienen una Sociedad —explicó— y a mí me han hecho una Juventud, conque puedo haceros a todos vosotros Juventudes. Conque ahora sois todos Juventudes, ¿os enteráis? Bueno, pues dicen que todos somos seres humanos e iguales. Y dicen que si somos iguales, no debiéramos de tener menos dinero y cosas que los demás ni más trabajo que hacer y todo eso. Eso es lo que les oí decir.
En este punto, el gato de la vecina, atraído por la voz conocida de Guillermo, se asomó al invernadero y fue despedido, «ipso facto», por un palo disparado con buena puntería. Dirigió una mirada de reproche a Guillermo, al marcharse.
—Y hoy dijeron —prosiguió Guillermo— que ha llegado el momento de «obrar» y que el único dinero que teníamos era la miseria que nos daban nuestros padres; y entonces me encontraron, y le mordí la pierna, y me echaron fuera, y apuesto a que tengo un chichón como una casa en el costado, y apuesto a que él tiene un mordisco más grande aún en la pierna.
Tomó asiento, entre grandes aplausos y Jorge, obrando con una generosidad hija de un brusco sentimiento de camaradería, sacó un bastón de caramelo de bolsillo y lo hizo circular para que cada uno le diera una chupada. Esto turbó, hasta cierto punto, la armonía de la reunión, porque a Pelirrojo, el más íntimo amigo de Guillermo, se le acusó de quitarle un trozo, al bastón, de un mordisco y su explicación de que se le «había roto en la boca», no fue admitida por su iracundo propietario que empezaba a arrepentirse ya de su generosidad. Guillermo separó a los combatientes y se selló la paz pasando de mano en mano una botella de agua de regaliz propiedad de Víctor Jameson.
Luego Guillermo volvió a ponerse en pie para dar principio a otro discurso.
—Bueno, pues todos somos Juventudes, conque hagamos lo mismo que ellos. Ellos van a hacerse iguales porque son seres humanos; conque vamos a probar y hacernos iguales también.
—¿Iguales a qué? —inquirió Douglas, cuyo hermano mayor había ingresado en la sociedad Jameson Jameson y se había comprado, en secreto, una corbata roja que no se atrevía a usar en público pero que se ponía detrás de un árbol, camino de casa de Guillermo, y se quitaba en el mismo sitio al regreso.
—Iguales a «ellos» —contestó el interpelado—. Fijaos en la de cosas que tienen. Tienen la mar de dinero, ¿no…? mucho más que nosotros. Y pueden comprar lo que les dé la gana y acostarse tarde y salir por la noche y comer lo que se les antoje sin que nadie les diga que más vale que no lo hagan o de ninguna manera, o qué ocurrió la última vez, y fuman, y no van al colegio, y van al «cine», y tienen muchas más cosas que nosotros… bicicletas y «grafómofos» y «estilogáfricas» y relojes y cosas que nosotros no tenemos. Bueno, pues somos seres humanos también y debiéramos ser iguales y… ¿por qué no hemos de ser iguales…? Y ¡ahora ha llegado el momento de «obrar»! Ellos mismos lo dijeron.
Hubo un momento de silencio.
—Pero… —dijo Douglas lentamente—, no podemos «coger» las cosas así, sin más ni más…
—Sí —contestó Guillermo—; sí que podemos si somos bolcheviques. Ellos mismos lo dijeron. Y todos somos Juventudes Bolcheviques. Ellos me hicieron a mí y yo os he hecho a vosotros. ¿Comprendéis? Conque podemos coger lo que sea para hacernos iguales, ¿os dais cuenta? Tenemos que hacernos iguales.
En aquel momento se interrumpió la reunión, porque vieron salir a los bolcheviques mayores, por la puerta excusada, con la determinación reflejada en su semblante. El hermano de Douglas se manoseaba la corbata roja, con ostentación; Ronaldo se caló la gorra hasta los ojos con aire de conspirador; Jameson Jameson cojeaba levemente y sonreía con paciencia y conciliador escuchando a Roberto que aún estaba haciendo esfuerzos por excusar a Guillermo. Sus palabras llegaron a oídos de los niños en alas de la brisa primaveral:
—El martes próximo, pues.
Luego las Juventudes se pusieron a discutir los detalles. Eran prácticos en grado sumo. Tras cosa de un cuarto de hora se marcharon, calándose, cada uno de ellos, la gorra hasta los ojos y frunciendo el entrecejo. Al despedirse murmuraban:
—El martes próximo, pues.
Amaneció el martes siguiente con el cielo completamente despejado, sin que nada indicara que fuese aquel uno de aquellos días en que se decide la suerte del mundo.
Los bolcheviques mayores se reunieron por la mañana. Discutieron la posibilidad de ponerse en contacto con los dirigentes rusos; pero ninguno conocía exactamente su dirección ni lo que valía el franqueo a Rusia, conque no se dio paso alguno definitivo.
Durante la tarde, Roberto entró en la biblioteca detrás de su padre. Su rostro reflejaba la determinación.
—Escucha, papá —dijo—, hemos estado pensando… algunos de nosotros. Las cosas no parecen ser justas. Todos somos seres humanos. Ha llegado el momento de obrar. Todos hemos acordado hablar hoy a nuestros padres y hacerles comprender las cosas. Siempre se les ha juzgado mal y se les ha calumniado; pero nosotros vamos a expurgarlos. Porque todos somos seres humanos, ¿comprendes? y ha llegado el momento de obrar. Todos estamos de acuerdo en eso. Tenemos los mismos derechos, porque todos somos seres humanos.
Hizo una pausa, se introdujo un dedo entre la garganta y el cuello de la camisa, como si la presión le resultara insoportable; luego se alisó el cabello. Por su aspecto hubiérase dicho que estaba a punto de ser víctima de un ataque de apoplejía.
—No sé si me hago comprender bien —empezó a decir, de nuevo.
—Ni pizca, muchacho; no tengo la menor idea de lo que quieres decir —aseguró el padre, con dulzura—. ¿Sientes el calor, quizá…? ¿la primavera…? Debieras de tomar un refrescante y echarte unas horas.
—Tú no comprendes —exclamó Roberto, con desesperación—. Es cuestión de vida o muerte para la civilización. Es que, ¿sabes?, todos somos seres humanos y tenemos iguales derechos y, sin embargo, algunos lo tienen todo y otros no tienen nada. ¿Sabes? Decidimos que todos empezaríamos por nuestra propia casa y haríamos que hubiera más justicia en ella y que nuestros padres repartieran el dinero con más igualdad y nos dieran la parte que, en realidad, nos corresponde. Entonces podríamos dedicarnos a enseñar a la otra gente a ceder cosas a los demás e igualar un poco más las cosas. Hemos de empezar por nuestra propia casa, ¿comprendes? y así empezaremos con más justicia. Todos somos seres humanos con iguales derechos.
—Eres tan modesto en tus pretensiones… —dijo el padre de Roberto—. ¿Tendrías suficiente con la mitad? ¿Estás seguro de que no querrías un poco más?
Roberto desterró el ofrecimiento con un gesto.
—No —repuso—; tú tienes a los demás de la familia que mantener, ¿comprendes? Pero todos hemos decidido pedirles nuestros derechos a nuestros padres hoy mismo, para poder empezar como es debido y tener fondos con qué mantenernos. ¡Una sociedad sin fondos tropieza con tantas dificultades…! Y resultaría un buen ejemplo para otros padres en el mundo entero. Porque…
En aquel momento entró la madre de Roberto.
—¡En qué estado está tu cuarto, Roberto! ¡Dios quiera que no haya estado Guillermo revolviéndolo!
Roberto palideció.
—¡Guillermo! —exclamó.
Y salió corriendo a investigar.
Regresó a los pocos momentos casi mudo de rabia.
—¡Mi reloj! —gritó—. ¡Mi portamonedas! ¡Han desaparecido! ¡Voy a buscarle!
Cogió el sombrero y se dirigió a la puerta. Su padre se quedó de pie en el umbral de la puerta de la biblioteca, sonriendo al verle marchar.
Llegó a sus oídos un gemido, procedente del jardín, al cruzarlo su hijo.
—¡Mi bicicleta! ¡Ha desaparecido también! ¡El cobertizo está vacío!
En la calle, Roberto se encontró con Jameson Jameson.
—¡Ladrones! —dijo este—. ¡Ha desaparecido todo mi dinero! Y mi máquina fotográfica. ¡Los sinvergüenzas! Voy a buscarles por todos los alrededores.
Aparecieron varios otros socios de la Sociedad Bolchevique, todos furiosos y quejándose de la desaparición de cuanto poseían.
—No puede tratarse de ladrones —dijo Roberto—, porque… ¿por qué había de ocurrirnos esto a nosotros nada más precisamente?
—¿Crees tú que alguno del Gobierno averiguaría que éramos bolcheviques y que habrá intentado intimidarnos?
Uno llevaba una cámara fotográfica, otro fumaba un cigarrillo…
A Jameson le pareció muy probable y lo discutieron animadamente en mitad del arroyo, algunos de ellos sin sombrero, otros cubiertos, y todos hablando con precipitación. De pronto, apareció, por el otro extremo de la calle, un grupo de niños, niños felices y alborozados. Todos llevaban paquetes de caramelos que comían a dos carrillos y que se regalaban unos a otros con prodigalidad. Uno llevaba una máquina fotográfica o, mejor dicho, los restos, cuyo mecanismo había estado investigando, momentos antes, todo el grupo. Otro llevaba puesto un reloj de pulsera grande. Este andaba (o saltaba más bien), apoyado en un bastón con puño de plata. Aquel, el más callado de todo el grupo, fumaba un cigarrillo. A un lado, cerca de la cuneta, una media docena de ellos montaban, por turnos, una bicicleta. La caída de bicicleta y ciclista en la cuneta era saludada con sonoras carcajadas. Los niños aquellos se sentían muy felices. Cantaban al andar.
—Hemos estado en el «cine».
—En butaca.
—Hemos comprado la mar de caramelos y una armónica.
—Tenemos una máquina fotográfica, y una bicicleta, y dos relojes, y una «estilogáfrica», y una máquina de afeitar y un balón, y la mar de cosas.
Pálidos de ira, los bolcheviques mayores cargaron contra ellos. Los bolcheviques menores aguantaron la embestida con firmeza, excepción hecha del que había estado fumando y que, por consiguiente, se sentía cobarde, más por razones físicas que morales. Este se arrastró camino de su casa, abandonando, de buena gana, su pitillo a medio fumar. En la homérica batalla que siguió, se cruzaron acusaciones y justificaciones en el transcurso de la lucha.
—¡Ladronzuelos sinvergüenzas!
—Dijisteis que éramos iguales y ¿por qué habían de tenerlo todo algunos?
—¡Malos bichos!
—Somos seres humanos y tenemos que «coger» cosas para ser iguales. «Vosotros» lo dijisteis.
—¡Devuélveme eso!
—¿Por qué has de tenerlo tú, y yo no? Dijisteis que había llegado la hora de obrar.
—¡Lo has «estropeado»!
—Bueno, pues es tan mío como tuyo. Tenemos iguales derechos. Todos somos humanos.
Pero todas las ventajas estaban del lado de los mayores y las Juventudes, después de haber renunciado a su botín y de recibir el castigo, huyeron a la desbandada. Los mayores, acariciando afectuosa y tristemente sus maltrechos bienes, subieron, lentamente y en silencio, la carretera.
* * *
—En cuanto a vuestra Sociedad se refiere… —empezó a decir el señor Brown después de comer.
—No —le interrumpió Roberto—; todo eso se acabó ya. Lo hemos dejado después de todo. No nos parece que valga la pena. A ninguno. Hemos cambiado de opinión.
—¡Con lo entusiasmado que estabas esta tarde…! Un reparto equitativo y todo eso…
—Sí —contestó Roberto—; todo eso está muy bien. Está muy bien cuando puede uno llevarse su parte de las cosas de los demás; pero cuando los demás quieren llevarse su parte de las cosas de uno, eso es harina de otro costal.
—¡Ah! —murmuró el señor Brown—; ¡ahí duele! ¡Ese es el punto flaco, precisamente! Me alegro que hayáis dado con él.