La lluvia caía sin cesar sobre el viejo cobertizo en que los Proscritos estaban reunidos. Habían tenido la intención de pasarse la tarde buscando nidos y lo habían hecho, a pesar de la incesante lluvia, hasta que Pelirrojo se había hecho un agujero tan grande en el pantalón, que dijo:
—Sí, a vosotros os da igual. Sólo os está lloviendo encima de la ropa. Pero a mí me está cayendo el agua de verdad encima, por el agujero, y hace mucho frío y yo me marcho a casa.
Su amenaza de irse a casa mal podía tomarse en serio. No era fácil que ninguno de los Proscritos perdiera las preciadas horas de medio día de fiesta en un lugar tan desprovisto de toda esperanza de aventura como el hogar.
—Bueno —dijo Guillermo, el jefe (en cuyo rostro severo y mugriento la lluvia había trazado canales de limpieza), con irritación—. Bueno. ¡Hay que ver el jaleo que armas porque te caen cuatro gotas de agua encima del pellejo! ¿Qué harías tú si fueses piel roja y tuvieses que estar al aire libre en todo tiempo y con casi todo el pellejo desnudo?
—Bueno, pero no llueve en los climas de los pieles rojas —dijo Pelirrojo—, para que te enteres. No quieras ser demasiado listo. No llueve en los climas de los pieles rojas.
Guillermo quedó parado un instante; luego reunió todas sus energías de luchador.
—¿Cómo lo sabes tú? —exclamó—. ¿Has estado alguna vez allí? Pues yo no sabía que habías estado nunca en un clima piel roja. Pero me alegro mucho de saberlo. Es muy interesante y muy raro que no te mataran y te comieran, permíteme que te diga.
La pesada arma del sarcasmo de Guillermo siempre dejaba aturdidos a sus amigos.
—No veo yo que importe que haya estado yo en un clima piel roja o no —respondió Pelirrojo—; aunque hubiera estado, no por eso dejaría de sentirme mojado ahora, ¿no te parece?
—Bueno, ¿y qué harías si fueras un buzo —prosiguió Guillermo— si tanto miedo tienes a mojarte un poco? Tal vez, como sabes tanto de los climas pieles rojas, dirás que no se está mojado dentro del mar. Claro, si tú nos dices eso te creeremos. ¡Oh, sí! Te creemos todos si nos dices que no se está mojado dentro del mar. Supongo que eso es lo que dirás después, tú que tanto sabes de los climas pieles rojas…
En aquel momento la lluvia se hizo torrencial y los Proscritos se alzaron el cuello y echaron a correr hacia el cobertizo que era teatro de muchas de sus actividades.
—Me sorprende verte correr a ti así —le dijo Pelirrojo a Guillermo—. Yo creí que te gustaría mojarte, después de todo lo que has dicho de los buzos y de los pieles rojas.
Guillermo cerró la puerta del cobertizo y se secó el mojado cabello de los ojos.
—Creí que eras tú el que sabía todo lo que había que saber de que los climas pieles rojas y el mar no eran mojados —dijo con severidad—. Me parece a mí que tú no sabes de qué estás hablando a veces. Tan pronto dices que el mar no está mojado…
—Yo no he dicho que el mar no está mojado. Lo que pasa es que tú no escuchas lo que yo digo. No haces más que hablar y hablar y no escuchas como es debido lo que dicen los demás. Lo entiendes todo al revés. Te pones a hablar y hablar de los pieles rojas y de los buzos.
Pero Enrique y Douglas estaban ya muy hartos del asunto.
—¡Oh! ¡Haced el favor de callaros! —exclamó Enrique, irritado.
—¿A quién dices tú que se calle? —preguntó Guillermo, agresivo.
—A los dos —dijo Douglas.
Pelirrojo y Guillermo se abalanzaron sobre los otros dos y empezó una de aquellas escaramuzas que encantaban a los Proscritos. Al terminar, Pelirrojo estaba sentado encima de Enrique y Guillermo encima de Douglas, y todos ellos habían entrado un poco en calor y se sentían menos irritados. El tópico de pieles rojas y buzos fue abandonado por tácito acuerdo.
Llovía más que nunca. Entraba el agua por el techo en el otro extremo del cobertizo.
—¿Qué haremos? —preguntó Pelirrojo, desconsolado, quitándose de encima de su víctima.
Hasta aquel momento, la tarde no había sido muy animadora. Con su característico optimismo, habían decidido recoger cuarenta huevos antes de la hora de tomar el té. Todos ellos habían sufrido serias caídas de los árboles, estaban mojados hasta los huesos, arañados, rotos y magullados, y el resultado total había sido un huevo cascado, de un nido abandonado, que Pelirrojo más tarde dejó caer y pisó sin querer cuando saltaba un seto. Este incidente había hecho que Pelirrojo perdiera popularidad durante un buen rato. Había provocado el sarcasmo de Guillermo.
—Eres muy amable, te lo aseguro. Sí; nos tomamos todas esas molestias nada más que para que pudieras tener tú el placer de pisarlo. ¡Oh, sí!; nos sentimos completamente recompensados por todo nuestro trabajo ahora que has tenido tú la bondad de pisarlo. ¿Te podemos proporcionar alguna otra cosa para que la pises? Estoy seguro de que le resulta muy agradable al pobre pájaro el pensar que se ha dado todo el trabajo de poner ese huevo nada más que para que tú lo pises…
Esta retórica había tenido como resultado una pelea entre Guillermo y Pelirrojo, al final de la cual ambos se habían caído dentro de la cuneta. La cuneta no estaba seca; pero como ellos estaban mojados ya, el baño aquel poca diferencia hacía.
—¿Hacer? —exclamó Enrique, indignado—. Dinos tú qué puede hacerse encerrado aquí en este sitio. ¿Hacer? ¡Hum!
—Yo sé lo que podemos hacer —dijo Guillermo, de pronto—; podemos inventar un cuento por turnos.
Estaban sentados sobre los dos cajones con que habían amueblado su punto de reunión. Entre ambos, se deslizaba un pequeño arroyuelo que nacía debajo del agujero del techo, al otro lado del cobertizo, y que iba a salir por debajo de la puerta. Los Proscritos tenían metidos los pies despreocupadamente en él. Se animaron un poco al oír lo que proponía Guillermo.
—Bueno —dijo Enrique—, empieza tú.
—Bueno —contestó Guillermo con modestia—. No me importa empezar. Érase una vez un hombre que fue arrojado a una isla desierta.
—¿Por qué? —preguntó Pelirrojo—, ¿por qué fue arrojado a una isla desierta?
—Si vas a seguir interrumpiendo para hacer preguntas tontas… —dijo Guillermo, con severidad.
—Bueno —dijo Pelirrojo, pacíficamente—, bueno, sigue.
—Fue arrojado a una isla desierta —repitió Guillermo—, y la isla desierta estaba llena de caníbales salvajes que le persiguieron alrededor de la isla hasta que se subió a un árbol y todos ellos lo rodearon dando aullidos feroces…
—¿Qué era lo que aullaban? —preguntó Enrique con interés.
—¿Cómo iba a saber nadie lo que aullaban a menos que entendiesen el idioma? —contestó Guillermo con impaciencia—. ¿Sabes tú el idioma de los caníbales? No; y el hombre ese tampoco. Conque, ¿cómo quieres que supiera lo que aullaban?
—Bueno, pero el que cuenta el cuento debiera saberlo —insistió Enrique—. Tú debieras saberlo. El que está contando el cuento debiera saber todo lo que hay en el cuento…
—Bueno, pues yo lo sé —respondió Guillermo con aplastante desdén—; pero no pienso decirte a ti qué era lo que aullaban, conque anda. Y cuando hayáis tenido todos la bondad de dejar de interrumpirme, tendré yo la bondad de seguir. —Hizo una pausa y luego prosiguió—. Estaban todos debajo del árbol soltando aullidos feroces, que yo sé lo que querían decir, pero que no lo os lo diré a vosotros, cuando él dio un salto enorme desde el árbol y cayó de cabeza al mar otra vez y se agarró a una ballena que pasaba; se subió encima de ella y se agarró muy fuerte a sus aletas…
—No creo que una ballena tenga aletas —observó Douglas, dubitativo.
—Me tiene sin cuidado que las demás ballenas tengan o no —dijo Guillermo, con firmeza—: esta que yo digo las tenía. Y no hacía más que encabritarse y dar vueltas para tirar al hombre; pero el hombre seguía agarrado muy fuerte y… ahora, Enrique, sigue tú; te toca a ti.
—Bueno —dijo Enrique—; pues siguió y siguió encima de la ballena hasta que llegó a un barco y saltó al barco desde la ballena…
—No podía hacer eso —dijo Douglas, con convencimiento.
—¿Qué?
—No podía haber hecho eso… No podía haber saltado de encima de la ballena hasta el barco tan alto.
—Pues sí que lo hizo —aseguró Enrique—, conque es inútil discutir si podría hacerlo o no. Si lo hizo es que podía, creo yo —el sarcasmo de Guillermo era contagioso. Bueno, pues descubrió que era un barco pirata y le esposaron y le hicieron echar a andar por una tabla que sobresalía del barco y, en el preciso momento en que llegaba a la punta de la tabla y que iba a caerse al agua… ahora, Pelirrojo, sigue tú.
—Vaya, en valiente lío me has metido —dijo Pelirrojo, con amargura—, y supongo que ahora querrás que lo saque yo de él… ¡perseguido por caníbales y ahora en la punta de una tabla! Bueno pues fuiste tú quien le metió en ese atolladero y yo no pienso preocuparme de él. Yo no lo empecé y no me gusta. Prefiero soldados y batallas y todo eso. Y, ¿qué puedo hacer yo con él cuando está a punto de caerse al mar? Estoy harto ya de ese hombre. Y ni siquiera tiene nombre. Bueno, pues en el preciso momento en que llegó a la punta de la tabla, se cayó al mar y la ballena se lo comió y se murió.
—¡No hay derecho! —exclamó Douglas, indignado—. ¡No hay derecho a matarle antes de que me haya llegado a mí la vez! ¿Qué voy a hacer yo ahora con este lío?
—Pues contar que alguien cogió a la ballena y encontró al hombre muerto dentro —contestó, tranquilamente, Pelirrojo.
—¿Ah, sí? Pues no pienso hacerlo.
—No; porque no sabes —dijo Pelirrojo, burlón—. No sabrías acabarlo aunque te lo dejáramos de otra manera.
—¿Que no? —exclamó Douglas.
Se abalanzaron el uno sobre el otro. Guillermo y Enrique contemplaban la lucha sin el menor recelo.
El cuello de Douglas había quedado arrancado por completo de su traje y dos de los rotos que había ya en la chaqueta de Pelirrojo se habían extendido hasta unirse. Volvieron a sentarse en los cajones.
—Aún llueve —observó Enrique.
—Apuesto a que tu madre tendrá algo que decir de ese roto —le dijo Guillermo a Pelirrojo con severidad.
—Bueno, pues pierdes la apuesta, porque mi madre se ha marchado a Londres a ver la Exposición.
—¡Mira que ir a Londres a ver una exposición! —exclamó Guillermo con desdén—. ¿Qué va a ver allí?
—¡Oh!, indígenas —contestó Pelirrojo—; negros, ¿sabes?, y sitios indígenas y jarros, y cosas que hacen los indígenas.
—¿Nada más?
—Bueno, hay diversiones y cosas; pero no es más que eso en realidad. Uno paga dinero y las ve y nada más. ¡Troncho! —exclamó Guillermo.
Retorció el rostro en feroz mueca que en él representaba un esfuerzo; un esfuerzo mental. Luego se iluminó su semblante.
—Oíd —dijo—; hagamos una exposición. Si la madre de Pelirrojo es capaz de ir a Londres a ver una exposición pues… pues sería ahorrarles dinero a la gente el hacer una exposición aquí.
—Ya hemos hecho cosas así —dijo Enrique, con melancolía—. Hemos dado funciones y todo eso, y siempre nos han salido mal.
—Nunca hemos hecho una exposición —dijo Guillermo—. Una exposición es distinto. No podrá ir mal y ganaríamos la mar de dinero.
—No me convencen tus ideas para ganar dinero —dijo Enrique—; siempre pasa algo.
—Está bien —contestó Guillermo, con severidad—; no te metas en ella. Tú no te metas en ello y haz lo que te diga.
—¡Oh, sí! —se apresuró a decir Enrique—; prefiero meterme en ella aunque salga mal. Prefiero estar metido en una cosa que salga mal que no estar metido en nada.
—¿De dónde sacaremos indígenas? —preguntó Pelirrojo.
—¡Oh!, cualquiera puede parecer un indígena —dijo Guillermo, despreocupadamente—. Eso es fácil a más no poder.
—¿Qué la llamaremos? —preguntó Douglas.
—La de Londres se llama Wembly —afirmó Pelirrojo, como para demostrar cuán vastos eran sus conocimientos.
—¿Y si la llamáramos «Pequeña Wembly»? —propuso Enrique.
—Eso es una tontería —aseguró Guillermo—; eso es decirles que es más pequeña que Wembly antes de que hayan venido a verla siquiera. Aunque sea más pequeña que Wembly, no hay necesidad de decírselo.
—Llamémoslo Wembly a secas —dijo Douglas.
—No; resultaría un lío que las dos se llamaran igual. La gente no sabría de cuál de las dos se hablaba.
—Cuando estuve yo pasando unos días con mi tía —dijo Pelirrojo, lentamente—, había un sitio que se llamaba Cinematógrafo de Luxe. Podemos llamar a la Exposición Wembly de Luxe.
—¿Qué quiere decir «de luxe»? —inquirió Guillermo, con desconfianza.
—Supongo que querrá decir de lujo —contestó Pelirrojo, acertando por casualidad.
—Bueno —asintió Guillermo—; eso irá bien para el nombre. Ahora, ¿cómo haremos para que se entere la gente de que hemos hecho una exposición?
—¿Cómo hicieron para que la gente se enterara del otro Wembly? —preguntó Enrique.
—Pusieron anuncios en los periódicos y todo eso —dijo Pelirrojo, que empezaba a considerarse la máxima autoridad existente sobre el asunto de la Exposición de Wembly.
—Nosotros no podemos hacer eso —dijo Enrique—; los periódicos no publicarán el aviso aunque se lo mandásemos. Lo sé, porque una vez mandé yo una cosa a un periódico y no la publicaron.
—Bueno, pues entonces —dijo Guillermo, sin darse por vencido—, escribiremos cartas a la gente. Tendrán que leerlas por si hay algo de importancia dentro. Y, escuchad, casi ha dejado de llover ya. Vamos a ver si podemos encontrar más huevos.
Una semana más tarde, los Proscritos estaban sentados alrededor de la mesa del que en otros tiempos había sido cuarto de juego de los niños en casa de Pelirrojo. En silencio y tensión, escribieron la carta cuyo borrador había preparado Guillermo y del que cada uno de ellos tenía una copia delante. La mesa estaba cubierta de manchas de tinta, igual que la cara, el pelo, la lengua, el cuello y los dedos de todos ellos. Casi todos escribían despacio y penosamente, sacando la lengua, manchada de tinta, por entre entintados dientes.
«QUERIDO SEÑOR O SEÑORA (decía el borrador); El sabado vamos a tener un Wembly, no el de Londres, sino uno aquí para aorrarles gastos de viaje habrá indijenas bestidos de indijena con jarros indijenas y dibersiones y otras cosas que son secretos asta el día ese la entrada baldrá un penike y la salida gratis las dibersiones baldrán un penike esperando bernos onrrados con su compañía quedamos de Vds, attos. ss. ss.
LA COMISIÓN DE WEMBLY.
P. D. —Es un secreto quienes somos.
P. P. D. —Seguramente sera en el prado al lado del covertizo pero lla se pondrán carteles».
Después de escribir las cartas, los Proscritos se quedaron agotados física y mentalmente. Eran capaces de correr, luchar y gatear por los árboles durante todo un día sin sentir el menor cansancio; pero una sola página de escritura bastaba para dejarles completamente exangües. Como decía Guillermo.
—Es el tener que sujetar una pluma incómoda y pensar y mirar el papel y estar sentado sin cambiar la postura. Es… bueno; preferiría ser piel roja donde no haya colegios.
Las cartas fueron repartidas personalmente por los Proscritos después de anochecer, para ocultar mejor su identidad. No mandaron carta alguna a su familia ni a ningún amigo de ella. Sus familias acostumbradas a sus travesuras eran bastante desconfiados y no eran dadas a animar. Los Proscritos consideraban a sus respectivas familias como obstáculos colocados en su camino por un Destino cruel y maligno.
Por fin, cansados y manchados de tinta, se despidieron.
—Debiera salir la mar de bien después de todo el trabajo que nos estamos dando —dijo Pelirrojo, con amargura—. Estoy hecho polvo de tanto escribir y andar y meter cartas por los buzones. Estoy completamente deshecho.
—Yo creo que voy a marearme muy pronto —dijo Enrique, con cierta resignación—, después de haberme tragado tanta tinta.
—Nadie te dijo que te tragaras la tinta —observó Guillermo cuyo cargo de responsabilidad empezaba a hacerle algo irritable—. Hablas como si hubiésemos querido que te tragaras la tinta. Si has estado desperdiciando la tinta de Pelirrojo tragándotela, no tienes por qué echarnos la culpa a nosotros.
No tiene la culpa Pelirrojo de que te hayas tragado su tinta, ¿verdad?
—Sí que la tiene —contestó Enrique—; se subió por todo su portaplumas hasta mis dedos y yo no tuve más remedio que lavármelos para quitarla y eso es lo que hace sentirme mareado. Bueno, pues la tinta corriente no me marea. Debe ser algo que tiene la tinta de Pelirrojo, me parece a mí. Es…
—¡Enrique! —gritó una iracunda voz materna en la oscuridad—. ¿Cuándo vas a entrar? Hace horas que debieras estar en la cama.
Los Proscritos, asustados, se dispersaron apresuradamente…
* * *
Los Proscritos habían decidido celebrar la exposición en el prado del labrador Jenks, detrás del cobertizo. El labrador Jenks era mortal enemigo de los Proscritos. Los echaba frecuentemente de sus prados con furiosos gritos, denuestos, piedras y perros. En cierta ocasión había intrigado a Guillermo diciéndole que le «sacaría el hígado». Esto había impresionado profundamente a los Proscritos y Guillermo se había sentido muy orgulloso de la fama que semejante amenaza le proporcionara. No podía resistir la tentación de meterse por los terrenos del labrador Jenks, porque la carrera que se armaba siempre era mucho más emocionante que una carrera corriente.
—Bueno, pues no me lo ha sacado aún —acostumbraba a decir con orgullo, después de cada carrera.
Pero, por entonces, Jenks se hallaba ausente, visitando a un hermano y la señora Jenks estaba en cama, y los jornaleros, con muy buen acierto, preferían dejar en paz a los Proscritos. Conque estos consideraban, cada día más, aquel prado del labrador Jenks, como propiedad particular suya.
La tarde de la exposición era mucho más cálida que de costumbre. La exposición se abrió a las dos. En la puerta del prado que daba a la carretera, había colgado el siguiente cartel:
Y, por encima del agujero practicado en el seto, por el que se esperaba que entraran los espectadores al prado del labrador Jenks, habían prendido otro aviso:
A las dos y media, hora anunciada para la apertura oficial un grupo de cuatro niños desconfiados se habían reunido junto a la puerta del prado. Guillermo, con la cara y las piernas cubiertas de una gruesa capa de betún y envuelto en un saco, salió a su encuentro, frunciendo el entrecejo en señal de contrariedad.
—Un penique cada uno; hacer el favor —dijo, agresivo—. Y yo soy parte de la exposición y soy un indígena y venid por aquí, haced el favor, y daos prisa.
Hubo algo de regateo por parte del niño más alto que se negó a dar más de medio penique, diciendo que podía embetunarse él y mirarse al espejo gratis si eso era todo lo que había en una exposición; y hubo algo de escándalo por una niña pequeña que se negó a pagar entrada y que, sin embargo, se empeñó en acompañarles a pesar de las severas protestas de Guillermo y que por fin siguió al grupo aullando indignada:
—Yo no soy una tramposa, niño negro desagradable y feo… y no te daré un penique y entraré en tu exposición, conque rabia. ¡Boooo!
Guillermo condujo al pequeño grupo por el agujero practicado en el seto. Luego se colocó detrás de un pedazo de madera sobre el que había alineado unos trozos de masilla medio seca, retorcidos en formas extrañas. Con un gesto dramático, Guillermo se quitó de encima el saco y apareció enfundado en un traje de baño viejo, azul pálido, que había sido de su hermana Ethel cuando era niña.
—Ahora podéis mirarme a mí primero —dijo con voz profunda—. Soy un indígena de África del Sur, vestido con traje de un indígena y estos adornos indígenas que he hecho yo y podéis comprar los adornos por un penique cada uno —agregó sin gran esperanza.
—Sí —dijo el niño más alto—; y podemos quedarnos sin comprarlos y tan tranquilos.
—Sí; y yo prefiero que no los compréis —dijo Guillermo muy orgulloso pero muy poco sincero—, porque valen más de un penique y seguramente me darán un chelín por cada uno de ellos antes de que cierre la exposición.
—¡Uf! —exclamó el otro, con desdén—. Bueno, y ¿qué viene después? Lo visto no vale un penique.
—Si hubiera valido un penique esto solo —dijo Guillermo—, ¿crees tú que os hubiera dejado verlo todo por un penique? ¿Por qué no hablas con un poco de sentido común?
La niña pequeña que iba la última, aún no había dejado de sollozar indignada.
—Yo no soy una tramposa. ¡Booooo… 000! Y no le daré a este niño tan antipático mi penique. No. Quiero comprar caramelos con él y yo no soy una tramposa. ¡Booooooo!
—Bueno —exclamó Guillermo, fuera de sí ya—; no lo eres y no me lo des y cállate.
—Estás siendo muy malo conmigo —dijo la pequeña, pesimista, lanzando otro gemido.
Más allá de Guillermo había otras tres figuras tapadas con sacos, cada una de ellas detrás de una tabla sobre la que se veían objetos pequeños.
—Ahora soy un guía —dijo Guillermo, volviendo a usar aquella voz ronca forzada—. Por aquí, señoras y caballeros, y todos estaríamos muy agradecidos si la señora tuviera la bondad de callarse.
Estas palabras hicieron que la «señora» en cuestión estallara en nuevos sollozos.
—Este —prosiguió Guillermo, tirando del primer saco, con gesto teatral, y dejando al descubierto a Pelirrojo que iba envuelto en una cortina y que llevaba todas las partes del cuerpo que se le veían pintadas con betún—; este es un indígena de Australia y estos son adornos indígenas de madera hechos por él. Habla en australiano, indígena.
«—Este es un indígena de Australia.»
El encierro debajo del saco había sido austero. El día era cálido y el sudor, al mezclarse con el betún, daba al rostro de Pelirrojo un aspecto moteado. Delante de él había unos objetos de madera cortados en formas que podían haber representado casi cualquier cosa. Como ejemplos de arte, pertenecían, indudablemente, a la Escuela Primitiva.
—Anda, Peli…, indígena…, quiero decir. Habla australiano —ordenó Guillermo.
—Anki panki danki tinki —dijo Pelirrojo—, y troncho, ¿verdad que hace calor?
—¿A eso llamáis australiano? —exclamó el auditorio indignado.
—Bueno —contestó Guillermo con aire de superioridad—; ha aprendido algo de inglés al venir aquí, como es natural.
Luego, cogiendo uno de los pedazos de madera de forma bastante extraña, se lo entregó a la niña pequeña.
—Toma; te doy esto si te callas. Vale mucho dinero, te lo aseguro yo. Es de mucho valor.
Ella se lo cogió, sonriendo a través de las lágrimas.
—Supongo que alguno de vosotros querrá comprar alguno, ¿verdad? —dijo Guillermo.
Su auditorio se apresuró a rechazar con indignación semejante suposición.
—¿Qué hago yo ahora? —inquirió Pelirrojo.
—Aguarda a que venga el segundo lote —dijo Guillermo, volviendo a taparle con el saco.
Pelirrojo volvió a sentarse murmurando desconsoladoramente, quejándose del calor que hacía.
Enrique era un canadiense y Douglas un egipcio. Ambos estaban cubiertos de betún y brillaban de sudor. Enrique llevaba puesta la funda de cretona de un cojín y Douglas un mandil viejo. Los dos hablaban en su idioma nativo. Douglas, que estaba estudiando latín, dijo: «Bonus, bona, bonum, bonum, bona, bonum» con gran rabia e indignación de los que le escuchaban.
Delante de Enrique había unas bolas de barro húmedo; delante de Douglas, ramitas atadas en formas curiosas. Los expectadores rechazaron cuantas insinuaciones hizo Guillermo para que compraran.
—En vosotros estaba pensando —aseguró este—; si os vais a casa sin llevaros estas cosas interesantes hechas por indígenas, os arrepentiréis, y entonces será demasiado tarde… Y si las compráis, podríais ponerlas en un museo… y siempre serían interesantes.
El niño más pequeño se dejó emocionar por la elocuencia de Guillermo hasta el punto de comprar una bola de barro; pero se arrepintió inmediatamente y exigió que le devolvieran el dinero.
Fue en el curso de esta discusión que se presentó Violeta Isabel.
—Quiero zer una indígena como Pelirrojo: toda negra —exigió a voz en grito.
Guillermo, que estaba ocupado discutiendo con el arrepentido comprador del objeto indígena, se volvió hacia ella con severidad.
—Debías de pagar un penique por haber entrado en esta exposición —dijo.
—Yo entré por un agujero diztinto, por un agujero mío, conque no pagaré —aseguró Violeta Isabel—. Y quiero zer indígena como Pelirrojo, y Enrique, y Douglas…, toda pintada de negro.
—Bueno, pues no puedes serlo.
Se anegaron sus ojos en llanto y alzó la voz.
—¡Quiero zer una indígena! —aulló.
—Bueno —contestó Guillermo con desesperación—; sé una indígena. Me da igual. Sé indígena. Pídele el betún a Pelirrojo y no me eches la culpa a mí luego. Ahora vienen otras cuantas diversiones, señoras y caballeros.
Había tres diversiones. La primera consistía en subirse a un árbol y descolgarse de la primera rama con ayuda de una cuerda que Guillermo se había encargado de atar a ella. La segunda era dar una vuelta al prado en una carretilla empujada por Guillermo. La tercera, en ponerse de pie en una tabla que flotaba en la laguna, y que Guillermo se encargaba de empujar con un palo desde tierra. Cada una de estas diversiones valía un penique.
—Sí —dijo el niño más alto, indignada—; ¿y si uno se cae de la tabla al agua?
—Eso es parte de la diversión —aseguró Guillermo.
El niño más pequeño decidió, después de pensarlo mucho, dar una vuelta por el prado en la carretilla.
La señora Bott caminaba, muy orgulloso, carretera arriba. Llevaba a remolque, no a un marqués exactamente, pero sí un hombre emparentado lejanamente con un marqués. Fuera como fuese, el caso era que pertenecía a la buena sociedad; de eso no cabía la menor duda. Hasta aquel momento, la buena sociedad había resistido con éxito cuantos esfuerzos hiciera la señora Bott por meterse en ella. La señora Bott se había encontrado con aquel pariente de un marqués, le había capturado, y se le estaba llevando a casa a tomar el té. Había hecho caso omiso de todas sus excusas. El pobre hombre caminaba a su lado con desaliento, mirando a su alrededor en busca de algún sitio por donde escaparse. La señora Bott estaba casando ya mentalmente a Violeta Isabel con uno de sus sobrinos. (Llegó, a pesar suyo, a la conclusión de que él personalmente, sería ya demasiado viejo cuando Violeta Isabel tuviera edad de contraer matrimonio). Y, mentalmente también, estaba matando a todos sus parientes en grupos mediante terremotos, inundaciones, naufragios y epidemias para asegurarse de que el título de marqués fuese a parar a su yerno. Violeta Isabel iría vestida de ‘‘charmeuse» marfil, naturalmente, y las damas que la acompañaran al altar, de «georgette» azul pálido…
De pronto llegaron a donde había un cartel colgado de la puerta de un prado.
El pariente lejano del marqués se animó. Se acarició el microscópico bigote.
—Oiga —dijo—, ¿verdad que es muy gracioso?
La señora Bott, que había adoptado una expresión de refinado asco, se apresuró a cambiarla por otra de democrática tolerancia.
—Sí —contestó con el tono afectadísimo y cursi que creía refinado a más no poder—; ¿verdad que sí? Siempre procuramos interesarnos en las actividades del pueblo.
—¿Sabe? Me parece que voy a entrar a ver.
Esperaba que así podría quitársela de encima; pero, como estratagema, resultó un verdadero fracaso.
—¡Oh, sí! —dijo ella—, ¡entremos! Me parece una buena idea que el pueblo se dé cuenta de que la gente de la alta sociedad se tome interés por él.
El agujero del seto resultó demasiado pequeño para la corpulencia de la señora Bott; pero el desanimado pariente del marqués encontró uno más grande un poco más allá.
Entraron en el prado.
Guillermo, cayéndole el betún y el sudor en gruesas gotas sobre el traje de baño azul pálido, acababa de dar fin al paseo en carretilla. Estaba desgreñado. Miró a los recién llegados frunciendo el entrecejo.
—¿Han venido ustedes a la exposición? —preguntó con severidad—; porque tienen que pagar un penique de entrada.
El excelentísimo Marmaduke Morencey sacó una moneda de seis peniques y se la entregó a Guillermo.
—Si vienen ustedes conmigo —dijo—, yo les guiaré. Yo soy el guía… un guía indígena. Yo soy un sudafricano.
—¿De veras? —murmuró el excelentísimo.
—¡Cuán curioso! —suspiró la señora Bott, con una sonrisa bondadosa—. Cuánto me hubiera gustado que estuviese mi niñito aquí. Le hubiera encantado. Pero yo no la dejo que se mezcle con los niños vulgares. ¡Se la guarda tan cuidadosamente…! Está en el jardín con su aya en estos momentos. Es una criatura muy hermosa y se la ha cuidado y guardado mucho desde que nació.
Le fue quitando el saco de encima a Enrique y el excelentísimo Marmaduke sonrió con hastío, y la señora Bott imitó cuidadosamente la sonrisa, aunque no con mucha exactitud.
Fue presentado Pelirrojo, y la sonrisa de excelentísimo expresó menos hastío.
Fue presentado Douglas, y el excelentísimo casi se echó a reír. Desde luego, murmuró:
—Hombre… ¡Caramba…! ¿Sabe…? ¿Verdad? ¡Vaya, vaya!
Hasta el propio Guillermo comprendió que no podía esperarse mayor alabanza que esa, tratándose de semejante personaje.
—Ojalá hubiese estado aquí mi Violeta Isabel —dijo la señora Bott—. Le hubiera interesado tanto… pero, claro, siempre he procurado tenerla guardada y separada de los niños vulgares.
De pronto, la última figura tiró su cubierta y dio un salto. Vestía corpiño y un pantaloncito corto con volantes. Tenía el cabello, la cara, los brazos y las piernas cubiertas de betún. (Guillermo se había apropiado de una buena cantidad del armario de su casa. Nunca le gustaba hacer las cosas a medias).
—Yo zoy una india —chirrió Violeta Isabel, saltando alegremente—. Zoy una nindia indígena con veztido nindio indígena y voy a bailar un baile nindio indígena. ¡Zoy un nindio! ¡Zoy una nindia!
«—Yo zoi una india —chirrió Violeta Isabel, saltando alegremente.»
Dando un alarido que rasgó hasta el propio cielo, la señora Bott alargó el brazo para coger bien fuerte a su hija.
En aquel instante sonó un bramido de rabia al otro extremo del prado, bramido que ahogó incluso a la voz de la señora Bott. Los Proscritos, paralizados de horror, vieron a su temido enemigo avanzar furioso hacia ellos. El labrador Jenks había vuelto inesperadamente a casa.
—¡Grrr! —rugía al correr—. ¡Os… os… grr! ¡So granujas…! ¡Os… grrr! ¡A ellos, «Rover»! ¡Mátalos, «Rover»…! ¡Granujas…! ¡Os… grrr!
Los Proscritos no aguardaron explicaciones. Como otras tantas veces en iguales circunstancias corrían como centellas, se habían metido por el agujero del seto y se hallaban ya cerca de la puerta.
Detrás de ellos, jadeando, exclamando «¡Caramba! ¡Hombre! ¡La verdad!», corría el lánguido aristócrata. Viendo al perro «Rover» detrás de él, se disipó toda su languidez y corrió como jamás había corrido hasta entonces en su aristocrática vida. «Rover» los persiguió hasta la puerta del prado, luego retrocedió sobre sus pasos, mascando pensativo, un trozo de pantalón arrancado de las aristocráticas posaderas.
La «india indígena», al oír el maternal alarido, había puesto pies en polvorosa, dando la vuelta al prado muy pegada al seto, seguida de cerca por su iracunda madre. El labrador Jenks, viendo que se le habían escapado las otras víctimas, se puso a perseguir a la señora Bott dando un rugido feroz. A los pocos momentos «la india indígena» había encontrado otro agujero en el seto y se hallaba camino de su casa.
La señora Bott, descubriendo de pronto que la perseguía un hombre feroz, se sentó en medio del prado y tuvo un ataque de histeria.
* * *
Los Proscritos volvieron a reunirse en la carretera. Se habían puesto la ropa y quitado, parcialmente, el betún. Como decía Pelirrojo, el lavarlo sólo parecía servir para extenderlo. Retrocedía del centro de la cara y se refugiaba en el pelo y en cuello. Estaban la mar de cansados y sentían un calor enorme.
El sol seguía azotando despiadadamente al mundo.
Contemplaron con tristeza las ganancias; una moneda de seis peniques y otra de dos. Habían perdido él otro penique y el medio penique en su huida.
—Ocho peniques —dijo Pelirrojo, con amargura—, nos hemos hecho polvo con esta exposición para no sacarle más que ocho peniques. ¿Qué podemos hacer con esto?
—Podemos bebemos un vaso de limonada de dos peniques cada uno —dijo—. Vamos.