Y ahora vuelvo a la isla de Gili Meno en unas circunstancias totalmente distintas. Desde la última vez que estuve aquí he dado la vuelta al mundo, solucionado el asunto de mi divorcio, superado la separación de David, eliminado de mi organismo los fármacos neurológicos, aprendido un idioma, vivido en India la experiencia inolvidable de sentarme en la mano de Dios, estudiado las enseñanzas de un curandero indonesio y comprado una casa a una familia que necesitaba desesperadamente un lugar donde vivir. Soy feliz, tengo salud y he hallado el equilibrio. Y, por si fuera poco, voy en barco con mi amante brasileño a una hermosa isla tropical perdida en los mares. ¡Un final —tengo que admitirlo— tan de cuento de hadas que es casi ridículo, como el sueño de toda ama de casa o algo así! (Puede que hasta sea una página de uno de mis sueños de hace años). Pero si no me pierdo totalmente en el relumbrón de un cuento de hadas es gracias a esta sólida verdad, una verdad que me ha osificado los huesos durante los últimos años: a mí no me ha salvado ningún príncipe; de mi rescate me he encargado yo sola.
Recuerdo una cosa que leí una vez, una máxima del budismo zen que dice que un roble lo crean dos fuerzas simultáneas. Evidentemente, la primera es la bellota, la semilla que contiene la promesa y el potencial, que al crecer se convierte en el árbol. Eso está clarísimo. Pero son pocos los que reconocen otra fuerza importante, la del árbol futuro, cuya ansia de existir es tan enorme que hace eclosionar y brotar la bellota, llenándola de vigor, guiando la evolución desde la nada hasta la madurez. Hasta tal punto que, en opinión de los filósofos zen, es el propio roble quien crea la bellota de la que nace.
Pienso en cómo es la mujer en que me he convertido, en cómo es mi vida y en las ganas que tenía de ser esta persona y vivir esta vida, liberada al fin de la farsa de querer ser otra distinta. Pienso en todo lo que he aguantado hasta llegar donde estoy y me pregunto si habré sido yo de verdad —me refiero a la mujer feliz y equilibrada que va medio dormida en la cubierta de esta barquita pesquera indonesia— quien ha tirado de mi yo joven, confuso e inseguro durante todos estos años tan difíciles. Mi yo joven era la bellota llena de vigor, pero ha sido mi yo mayor, ese roble ya existente, quien ha repetido una y otra vez: «¡Sí, crece! ¡Cambia! ¡Evoluciona! ¡Ven donde estoy yo, que ya tengo plenitud y madurez! ¡Tienes que crecer para unirte a mí!». Y quizá fuera esa versión mía —totalmente actualizada hoy— la que sobrevolaba por encima de la chica casada que lloriqueaba en el suelo del cuarto de baño y quizá fuera ese yo quien susurró cariñosamente al oído de esa chica desesperada: «Vuélvete a la cama, Liz», sabiendo perfectamente que todo iba a salir bien, que nos acabaríamos encontrando aquí. Precisamente aquí, justo en este momento. Como si ese yo feliz y tranquilo llevase toda la vida esperando a mi otro yo, esperando a que llegase para reunirse de una vez.
Y en ese momento Felipe se despierta. Llevamos toda la tarde quedándonos dormidos y volviéndonos a despertar, abrazados sobre la cubierta de este bote indonesio. El mar nos acuna bajo la tibia luz del sol. Mientras sigo con la cabeza apoyada en su hombro, Felipe me cuenta que se le ha ocurrido una idea mientras dormía.
—Sabes que yo tengo que vivir en Bali, porque tengo mis negocios aquí y porque está muy cerca de Australia, donde viven mis hijos. También tengo que ir a Brasil a menudo para importar las gemas y porque mi familia vive allí. Y tú tienes que vivir en Estados Unidos, evidentemente, porque es donde tienes tu trabajo y donde tienes la familia y los amigos. Así que he pensado que… podemos intentar montarnos la vida entre Estados Unidos, Australia, Brasil y Bali.
No me queda más remedio que reírme, la verdad, pero… ¿qué nos impide probarlo? Es una locura tan grande que puede que funcione. Una vida así puede parecer una demencia absoluta, un disparate total, pero es justo mi tipo de rollo. Pues claro que sí. Es una idea más llevadera de lo que parece. Y también me gusta desde el punto de vista poético, eso sí. Lo digo literalmente. Después de pasar un año entero explorando las intrépidas e individualistas íes de Italia, India e Indonesia Felipe acaba de sugerirme una nueva teoría viajera:
Australia, América, Bali, Brasil = A, A, B, B.
Como la rima de un poema clásico, como dos pareados.
El bote de pesca atraca en la playa de Gili Meno. La isla no tiene muelle. Tienes que remangarte los pantalones, saltar del barco y vadear hasta llegar a la arena. Esto es imposible hacerlo sin empaparte o, incluso, rasparte con los arrecifes de coral, pero merece la pena, porque la playa tiene una hermosura única. Así que mi amante y yo nos quitamos los zapatos, nos ponemos las bolsas encima de la cabeza y nos disponemos a saltar juntos del barco al mar.
Curiosamente, el único idioma romántico que Felipe no habla es el italiano. Pero se lo digo de todas formas, justo cuando vamos a saltar al agua.
—Attraversiamo —le digo.
Crucemos al otro lado.