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Lo de Wayan se va al traste. El terreno que le ha encontrado Felipe tampoco sirve. Cuando le pregunto por qué, me cuenta una historia bastante confusa sobre unas escrituras que no aparecen; ya empiezo a no creerme nada de lo que me dice. Pero lo importante es que el tema no ha salido. Me empieza a entrar el pánico con todo este asunto de la casa. Intento que lo entienda, diciéndole:

—Wayan, en menos de dos semanas me voy de Bali y vuelvo a Estados Unidos. A ver cómo les digo a mis amigos, que me han dado muchísimo dinero para ti, que aún no tienes una casa.

—Pero, Liz, si un sitio no tiene un buen taksu

En este mundo la prisa no es igual para todos.

Pero varios días después Wayan llama a casa de Felipe entusiasmada. Por fin ha encontrado un terreno y éste le encanta. Es una parcela de arrozales color verde esmeralda en una carretera tranquila cerca de la ciudad. Tiene un taksu estupendo por todas partes. Wayan nos cuenta que el terreno pertenece a un granjero, un amigo de su padre, que necesita dinero desesperadamente. Tiene siete aros en venta, pero (como necesita dinero) está dispuesto a darle los dos aros que ella busca. A Wayan le encanta la parcela. A mí me encanta la parcela. Hasta a Felipe le encanta. A Tutti —que gira como una peonza por la hierba con los brazos abiertos, como una Julie Andrews balinesa— también le encanta.

—Cómprala —le digo a Wayan.

Pero pasan un par de días y no acaba de decidirse.

—¿Quieres vivir ahí o no? —le pregunto.

Sigue dando largas y ahora cambia un poco la historia. Esta mañana, según dice, el granjero la ha llamado para decirle que no sabe si sólo le puede vender dos aros; dice que quizá tenga que vender intactos los siete aros… La culpa la tiene su mujer… El hombre tiene que consultarle si no le importa que divida la parcela…

Y entonces Wayan dice:

—Quizá con más dinero…

Santo Dios. Quiere que le consiga dinero para comprarse la parcela entera. Ni siquiera sé de dónde me voy a sacar los 22 000 dólares que nos faltan de momento, así que le digo:

—Wayan, eso no lo puedo hacer. No tengo más dinero. ¿No puedes llegar a un acuerdo con el granjero?

Entonces Wayan, que ya no me está mirando a los ojos, se inventa una historia muy complicada. Me cuenta que hace unos días fue a ver a un mago y el mago le dijo que tiene que comprar este terreno de siete aros para abrir un centro de salud…, que es su destino…, que el mago también le ha dicho que si consigue el terreno entero quizá pueda construirse un buen hotel de lujo algún día…

¿Un buen hotel de lujo?

Ah.

Ahí es cuando me quedo sorda y los pájaros dejan de trinar y veo a Wayan mover la boca, pero ya no la escucho, porque sólo veo esta idea, escrita claramente dentro de mi cabeza: SE ESTÁ DESCOJONANDO DE TI, ZAMPA.

Entonces me levanto, digo adiós a Wayan, echo a andar muy despacio y cuando llego a casa pregunto a Felipe a bocajarro:

—¿Se está descojonando de mí?

Él no me ha dado su opinión sobre la historia de Wayan en ningún momento.

—Cariño —me dice amablemente—, pues claro que se está descojonando de ti.

Al oírle, me quedo completamente hecha polvo.

—Pero no lo hace aposta —añade Felipe rápidamente—. Tienes que entender la mentalidad de Bali. Siempre intentan sacar todo el dinero que pueden a los turistas. Es su medio de vida. Por eso te ha contado esa historia del granjero. Cariño, ¿cuántos hombres balineses consultan con sus mujeres antes de hacer un negocio? Mira, el tipo está deseando venderle la parcela pequeña. Ya lo ha dicho. Pero ella quiere el terreno entero. Y quiere que se lo compres tú.

Me quedo horrorizada por dos motivos. Primero, me horroriza pensar que Wayan pueda ser así. Y en segundo lugar, me horrorizan las connotaciones culturales de su discurso, el tufo a Hombre Blanco Colonialista, su actitud condescendiente de «esta-gente-es-así».

Pero Felipe, precisamente por ser brasileño, no es un colonialista.

—Escúchame —me explica—. Yo nací en América del Sur en una familia pobre. ¿Crees que no entiendo cómo es la mentalidad de los pobres? Le has dado a Wayan más dinero del que ha visto en toda su vida y se ha vuelto medio loca. Te considera su mecenas milagrosa y habrá pensado que ésta es su única oportunidad de salir adelante en la vida. Por eso quiere sacarte todo lo que pueda antes de que te vayas. Por el amor de Dios, hace cuatro meses esa pobre mujer no tenía dinero para dar de comer a su hija, ¿y ahora quiere un hotel?

—¿Y qué hago?

—Pase lo que pase, no te enfades. Si te enfadas, la vas a perder y eso sería una pena, porque es una persona maravillosa y te quiere. Para ella esto es una cuestión de supervivencia y tienes que saber aceptarlo. No pienses que no es una buena persona ni que ella y sus hijas no necesitan tu ayuda de verdad. Pero no permitas que se aproveche de ti. Cariño, esta situación es muy típica. Los occidentales que llevan mucho aquí se dividen en dos grupos. La mitad de ellos juegan a ser los eternos turistas, tipo: «Ay, los balineses, qué dulces son, qué educados», y se dejan timar a todas horas. La otra mitad odia a los balineses, porque les cabrea que hayan sido capaces de timarles tanto. Y es una pena, porque pueden ser gente maravillosa.

—Pero ¿qué hago?

—Tienes que recuperar el control de la situación. Juega con ella igual que ella está jugando contigo. Amenázala para que se ponga en marcha de una vez. En realidad, le estás haciendo un favor, porque necesita una casa donde vivir.

—Es que no quiero jugar con ella, Felipe.

Por toda respuesta, me da un beso en la cabeza.

—Entonces no puedes vivir en Bali, cariño —me dice.

A la mañana siguiente pienso un plan. No me lo puedo creer. Aquí estoy: después de un año de estudiar lo que es la virtud y esforzarme en llevar una vida honesta voy a contar una mentira como la copa de un pino. Estoy a punto de mentir a mi balinesa favorita, a la que quiero como una hermana y que, por si fuera poco, me ha desinfectado los riñones. ¡Por el amor de Dios, voy a contar una trola a la madre de Tutti!

Voy andando a la ciudad y entro en la tienda de Wayan. Cuando se acerca a darme un abrazo, me aparto, fingiendo estar enfadada.

—Wayan —le digo—, quiero hablar contigo. Tengo un problema grave.

—¿Con Felipe?

—No. Contigo.

Me mira como si estuviera a punto de desmayarse.

—Wayan —le digo—, mis amigos americanos están muy enfadados contigo.

—¿Conmigo? ¿Por qué, cariño?

—Porque hace cuatro meses te dieron un montón de dinero para comprarte una casa y no te la has comprado. Me mandan emails todos los días, preguntándome: «¿Dónde está la casa de Wayan? ¿Qué ha pasado con mi dinero?». Piensan que les has robado y que estás usando el dinero para otra cosa.

—¡No he robado!

—Wayan —prosigo—, mis amigos americanos dicen que eres… una cabrona.

Traga aire como si le hubieran dado un puñetazo en la tráquea. Se queda tan horrorizada que me falta poco para darle un abrazo y decirle: «¡No, no! ¡No es verdad! ¡Me lo he inventado!». Pero tengo que acabar lo que he empezado. El caso es que se ha quedado totalmente hecha polvo. Cabrón es una palabra que cualquier balinés entiende perfectamente, pero que tiene un significado muy fuerte para ellos. Es una de las peores cosas que puedes llamar a alguien: «un cabrón». En un país donde la gente se despierta haciendo cabronadas, donde te hacen cabronadas a docenas, donde hacer cabronadas es un deporte, un arte, una costumbre y una desesperada técnica de supervivencia, la palabra «cabrón» es un insulto tremendo. Es algo que en la vieja Europa habría supuesto batirse en duelo.

—Cielo —me dice con los ojos llenos de lágrimas—, ¡no soy una cabrona!

—Lo sé, Wayan. Por eso estoy tan triste. Quiero que mis amigos americanos sepan que Wayan no es una cabrona, pero no se lo creen.

Me pone una mano encima de la mía.

—Siento meterte en un lío, cielo.

—Wayan, has armado un buen lío. Mis amigos están furiosos. Dicen que tienes que comprarte un terreno antes de que yo me vaya a Estados Unidos. Dicen que, si no te lo compras en esta semana, voy a tener que… devolverles el dinero.

Ahora ya no parece a punto de desmayarse. Parece a punto de morirse. Me siento como la mayor canalla de la historia de la humanidad al contar esta historia a una pobre mujer que —entre otras cosas— no sabe que no estoy capacitada para sacarle el dinero de la cuenta por mucho que quiera; vamos, que es como si me empeñara en quitarle la nacionalidad indonesia. Pero ¿cómo lo iba a saber? Le he hecho llegar el dinero mágicamente a su cuenta, ¿verdad? Entonces, podría hacerlo desaparecer exactamente igual, ¿no?

—Cielo —me dice—, créeme. Voy a encontrar la tierra ya. Tranquila, que encuentro la tierra muy rápido. Por favor, no te preocupes. En tres días está hecho. Te lo prometo.

—Tienes que hacerlo, Wayan —le pido con una seriedad no del todo falsa.

Lo cierto es que tiene que hacerlo. Sus hijas necesitan una casa. Están a punto de echarla de la tienda. No es el mejor momento para ponerse cabrona.

—Me voy a casa de Felipe —le digo—. Llámame cuando te hayas comprado la parcela.

Entonces me alejo de mi amiga, sabiendo que no me quita ojo, pero sin volverme a mirarla. Durante todo el camino de vuelta rezo a Dios esta extraña oración: «Por favor, que sea verdad que ha estado jugando conmigo». Porque si resulta que es incapaz de comprarse un terreno con 18 000 dólares en la cuenta entonces la cosa es grave y no sé cómo vamos a lograr sacarla de la pobreza. Pero, si está jugando conmigo, entonces existe un rayo de esperanza. Quiere decir que tiene algo de malicia y que será capaz de buscarse la vida en este puñetero mundo, aunque no lo parezca.

Vuelvo a casa de Felipe con el corazón en un puño.

—Si Wayan supiera —le digo— la historia que me he tenido que montar…

—… para conseguir que sea feliz y tenga éxito en la vida… —dice él, acabando la frase por mí.

Cuatro horas después —¡cuatro breves horas!— suena el teléfono en casa de Felipe. Es Wayan. Hablando atropelladamente, me dice que el asunto está resuelto. Acaba de comprar los dos aros del granjero (a cuya «mujer» ya no le importa tener que dividir la propiedad). Según parece, ya no hacen falta sueños mágicos ni bendiciones sacerdotales ni mediciones de la radioactividad del taksu. ¡Wayan tiene en sus manos hasta la escritura de propiedad! ¡Y la ha autorizado un notario! Además, me asegura, ya ha encargado los materiales de construcción y los trabajadores van a empezar a construir la casa la semana que viene, antes de que me vaya. Así podré ver el proyecto en marcha. Espera que no esté enfadada con ella. Me dice que me quiere más de lo que quiere a su propio cuerpo, más que a su vida, más que al mundo entero.

Le digo que yo también la quiero. Y que estoy deseando que me invite a pasar unos días en su hermosa casa nueva. Y que me gustaría que me diera una fotocopia del certificado de propiedad.

Cuando cuelgo el teléfono, Felipe me dice:

—Bien hecho.

No sé si se refiere a ella o a mí. Pero abre una botella de vino y brindamos por nuestra querida amiga Wayan, la terrateniente balinesa.

Entonces Felipe dice:

—¿Ya podemos irnos de vacaciones, por favor?