Puede que no le sepa ver la gracia a este asunto. Porque es bastante curioso y entretenido intentar entender toda esta historia. O puede que esté disfrutando tanto de este momento tan surrealista de mi vida porque resulta que me estoy enamorando y eso siempre hace que el mundo parezca maravilloso por absurda que sea la realidad.
Felipe siempre me ha gustado. Pero su manera de afrontar la Saga de la Casa de Wayan nos une durante el mes de agosto como si fuésemos una pareja de verdad. Es obvio que le trae sin cuidado lo que le pueda suceder a esta curandera balinesa medio chalada. Él es un empresario. Ha conseguido llevar cinco años viviendo en este país sin haberse metido para nada en la vida de nadie ni participar en los complejos rituales de estas gentes, pero de pronto se ve metido hasta las rodillas en el barro de los arrozales y buscando un sacerdote que pueda dar a Wayan una fecha favorable…
—Yo llevaba una vida aburrida y muy feliz hasta que apareciste tú —dice sin parar.
Es verdad que se aburría en Bali. Llevaba una vida lánguida y sólo le interesaba matar el tiempo, como un personaje sacado de una novela de Graham Greene. Esa indolencia desapareció desde el momento en que nos presentaron. Ahora que estamos juntos, Felipe me cuenta su versión de cómo nos conocimos, una historia deliciosa que nunca me canso de oír. Dice que esa noche me vio de espaldas y que no le hizo falta verme la cara para saber en lo más profundo de sus entrañas que «Ésa es mi mujer. Haré lo que sea para tenerla».
—Y fue fácil conseguirte —me dice—. Sólo tuve que rogar y suplicar durante varias semanas.
—No rogaste ni suplicaste.
—Es que no me viste rogar y suplicar, ¿o qué?
Me cuenta que cuando fuimos a bailar, la noche en que nos conocimos, se dio cuenta de que me atraía el galés guaperas y se le vino el mundo abajo. Al vernos juntos, pensó: «Aquí estoy yo, haciendo tanto esfuerzo para seducir a esta mujer y resulta que el tío ese tan guapo me la va a quitar y le va a complicar la vida totalmente sin que ella llegue a sospechar cuánto amor puedo darle».
Y es verdad que sabe querer. Es un cuidador nato, que se mueve a mi alrededor en una especie de órbita, convirtiéndome en el centro de su brújula, perfecto en su papel de caballero andante. Felipe es uno de esos hombres que necesitan desesperadamente tener una mujer en su vida, pero no para que lo cuide, sino para poder cuidar él de alguien, para poder consagrarse a alguien. Como llevaba sin vivir una relación así desde que acabó su matrimonio, había ido a la deriva, pero ahora se está organizando en torno a mí. Es una maravilla que te traten así, pero también da miedo. A veces lo oigo abajo, haciéndome la cena mientras yo estoy arriba, leyendo tan contenta, y mientras silba una alegre samba brasileña me dice desde abajo:
—Cariño, ¿quieres otro vaso de vino?
Entonces me pregunto si sabré ser el sol de su universo, serlo todo para él. ¿Estoy lo suficientemente centrada para ser el centro de la vida de alguien? Pero, cuando por fin le saco el tema una noche, me dice:
—¿Te he pedido yo que seas esa persona, cariño? ¿Te he pedido que seas el centro de mi vida?
Y entonces me da mucha vergüenza ser tan vanidosa como para dar por hecho que quiere quedarse conmigo toda la vida, colmándome de caprichos hasta el fin de los tiempos.
—Perdona —le digo—. Soy un poco arrogante, ¿no?
—Un poco —admite—. Pero no tanto, en realidad. Cariño, tenemos que hablar de ese tema, porque la verdad es que estoy locamente enamorado de ti.
Y al verme palidecer, se sale por la tangente para intentar tranquilizarme:
—Aunque lo digo hipotéticamente, claro —bromea, añadiendo después en tono serio—: Mira, tengo 52 años. Créeme, sé cómo funciona el mundo. Sé que aún no me quieres como yo te quiero, pero la verdad es que me da igual. Por algún motivo, contigo me pasa lo mismo que me pasaba con mis hijos cuando eran pequeños. Sabía que no eran ellos los que me tenían que querer a mí, sino yo a ellos. Tú puedes encauzar tus sentimientos como quieras, pero yo te quiero y siempre te querré. Aunque no nos volvamos a ver, me has hecho revivir y eso es mucho. Por supuesto, me gustaría compartir mi vida contigo. Lo malo es que aquí en Bali tampoco te puedo ofrecer una gran vida.
La verdad es que yo también me he planteado ese tema. He visto cómo es la vida social de los expatriados que viven en Ubud y sé perfectamente que no me interesa. La ciudad está llena de personajes todos cortados por el mismo patrón, occidentales tan vapuleados y hartos de su vida que han decidido rendirse y acampar aquí en Bali indefinidamente, donde viven en una casa preciosa por 200 dólares al mes con un joven balinés o balinesa como acompañante, donde pueden ponerse a beber antes de las doce de la mañana sin que nadie se escandalice, donde pueden ganar algo de dinero exportando muebles con un socio. Pero, en general, lo que les interesa es que nadie les vuelva a exigir nada serio en toda su vida. Y no son gente cutre ni mucho menos. Son un grupo multinacional de alto nivel, inteligentes y con talento. Pero me da la sensación de que todos ellos fueron algo alguna vez (estuvieron «casados» o «trabajaban»), pero ahora lo que los une es la ausencia de algo que han abandonado para siempre: la ambición. Obviamente, todos beben mucho.
Desde luego, la bonita ciudad balinesa de Ubud no es un mal sitio para hacer el vago, ignorando el paso del tiempo. Supongo que en eso se parece a otros sitios como Key West, en Florida, u Oaxaca, en México. La mayoría de los expatriados de Ubud son incapaces de decirte cuánto tiempo llevan viviendo aquí. Para empezar, no están seguros de cuánto tiempo ha pasado desde que se mudaron a Bali. Pero tampoco parecen tener muy claro que realmente vivan aquí. No pertenecen a ninguna parte; están desanclados. A algunos les gusta imaginar que sólo están pasando el rato, como si estuvieran en un semáforo en punto muerto, esperando a que se ponga verde. Pero al cabo de diecisiete años, por ejemplo, uno se plantea si alguien se marchará de aquí alguna vez.
Es muy agradable hacer el vago con ellos, pasar las tardes de domingo alargando la comida, bebiendo champán sin hablar de nada concreto. Pero llega un momento en que me siento como Dorothy en los campos de amapolas de Oz. ¡Cuidado! ¡No te tumbes en estos prados narcóticos, que puede que te pases el resto de la vida durmiendo!
¿Y qué será de Felipe y de mí? Porque ya hay un «Felipe y yo», según parece. Hace poco me dijo: «A veces me encantaría que fueras una niña perdida, para poder tomarte entre mis brazos y decirte “Vente a vivir conmigo y cuidaré de ti para siempre”. Pero no eres una niña perdida. Eres una mujer con una carrera y con ambición. Eres el caracol perfecto: llevas tu vida a cuestas. Deberías conservar esa libertad todo lo que puedas. Yo lo único que te digo es esto: si quieres tener un hombre brasileño, ya lo tienes. Soy todo tuyo».
No sé muy bien lo que quiero. Sí sé que, en el fondo, siempre he querido oír decir a un hombre: «Déjame cuidarte para siempre», pero ninguno me lo había dicho hasta ahora. Habiendo desistido de encontrarlo, en los últimos años había aprendido a decírmelo a mí misma, sobre todo cuando estaba asustada. Pero oírselo decir a otra persona, a una persona sincera…
Anoche, cuando Felipe se quedó dormido, me puse a pensar en todo esto; acurrucada a su lado, me planteaba qué sería de nosotros. ¿Qué futuros posibles nos esperan? ¿Qué hacemos con el asunto de la geografía? ¿Dónde íbamos a vivir? Y también está el tema de la edad. Aunque cuando llamé a mi madre el otro día para contarle que he conocido a un hombre estupendo, pero «¡A que no sabes qué, mamá! Tiene 52 años», no le impresionó lo más mínimo. Lo único que me dijo fue: «Pues te voy a dar un notición, Liz. Tú tienes 35». (Tienes toda la razón, mamá. Bastante suerte tengo de haberme conseguido un hombre, a mi edad caduca). Aunque la diferencia de edad me da igual, la verdad. Me gusta que Felipe sea mucho mayor que yo. Me parece muy sexy. Me hace sentirme… francesa o algo así.
¿Qué será de nosotros?
¿Y por qué me habrá dado por pensar en este tema?
¿Aún no tengo claro lo inútil que es preocuparse por las cosas?
Así que, al cabo de un rato, dejo de pensar y me abrazo a él, que está dormido. Me estoy enamorando de este hombre. Y me quedo dormida a su lado y tengo dos sueños memorables.
Los dos son sobre mi gurú. En el primer sueño mi gurú me informa de que va a cerrar sus ashram y que ya no va a dar conferencias ni clases ni va a escribir más libros. Da a sus estudiantes una última charla, en la que dice: «Con lo que sabéis tenéis de sobra. Ya os he enseñado todo lo necesario para que podáis ser libres. Ha llegado el momento de que os lancéis al mundo y seáis felices».
El segundo sueño es aún más confirmatorio. Estoy con Felipe en un magnífico restaurante de Nueva York. Estamos tomando una comida estupenda (chuletas de cordero, alcachofas y un buen vino) y hablamos y nos reímos alegremente. Entonces miro al otro lado de la sala y veo a Swamiji, el maestro de mi gurú, que murió en 1982. Pero esa noche está vivo, está aquí, en uno de los restaurantes neoyorquinos de moda. Está cenando con un grupo de amigos y ellos también parecen estar pasándolo bien. De pronto nuestras miradas se encuentran y Swamiji me sonríe y levanta su vaso de vino para hacer un brindis.
Entonces —con toda claridad— este enclenque gurú indio que apenas ha hablado inglés en toda su vida mueve los labios para pronunciar una sola palabra desde la otra punta de la habitación:
Disfruta.