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Cuando volvemos a Ubud, voy directamente a casa de Felipe y no salgo de su dormitorio en un mes aproximadamente. Y no estoy exagerando demasiado. Nunca en toda mi vida me habían amado y adorado así, nunca con tanto placer, energía y dedicación. Nunca me habían desvelado, revelado, desplegado y transportado de semejante manera durante el acto del amor.

Lo que está claro es que en la intimidad existen ciertas leyes naturales que gobiernan la experiencia sexual entre dos personas y que estas leyes no pueden alterarse, como tampoco se puede alterar la gravedad. El hecho de sentirse físicamente a gusto con el cuerpo de otra persona no depende de nosotros. Tiene muy poco que ver con lo que piensan, hacen, dicen o parecen las dos personas en cuestión. Hay un imán misterioso que puede estar ahí, enterrado en las profundidades del esternón, o no. Cuando no existe ese imán (cosa que sé por mi dolorosa experiencia propia), no se puede forzar, como un médico no puede obligar al cuerpo de un paciente a aceptar un riñón del donante equivocado. Según mi amiga Annie, todo se reduce a una pregunta muy sencilla: «¿Quieres pasarte el resto de la vida restregándote la tripa con esa persona, o no?».

Felipe y yo, como descubrimos con enorme placer, somos un caso de pareja perfectamente combinada, genéticamente programada para frotarnos la tripa estupendamente. Todas las partes de nuestros cuerpos son perfectamente compatibles sin que haya el más mínimo síntoma de alergia. Nada es peligroso, nada es difícil, nada es imposible. Todo nuestro universo sensual se complementa simple y totalmente. Y también se cumplimenta.

—Mírate —me dice Felipe, poniéndome ante un espejo después de hacer el amor por enésima vez, enseñándome mi cuerpo desnudo y mi pelo, que parece recién salido de una centrifugadora espacial de la NASA—. Mira lo hermosa que eres…, cada línea de tu cuerpo es una curva…, pareces un paisaje lleno de dunas…

(Efectivamente, no creo haber tenido el cuerpo así de relajado en la vida, bueno, puede que a los seis meses estuviera igual de esponjada, cuando mi madre me hacía fotos en la encimera de la cocina después de haberme dado un buen baño en la pila).

Y entonces me vuelve a llevar hacia la cama, diciéndome en portugués:

Vem, gostosa.

Ven conmigo, deliciosa.

Felipe es un maestro en el terreno de los cariñitos. En la cama me ama en portugués, así que he pasado de ser su «cielito bonito» a convertirme en su queridinha, que viene a ser lo mismo. Estando en Bali me ha dado pereza ponerme a estudiar indonesio o balinés, pero el portugués se me da bastante bien. Bueno, sólo estoy aprendiendo el lenguaje de la cama, pero es un apartado interesante.

—Cariño, vas a acabar harta —sentencia él—. Te vas a acabar aburriendo de que te acaricie tanto, de que te diga sin parar lo guapa que eres.

Porque tú lo digas, encanto.

Los días se me pasan casi sin darme cuenta, como si desapareciese entre sus sábanas, entre sus manos. Me gusta la sensación de no saber qué día es. Mis maravillosos horarios se han ido al garete. Eso sí, después de muchos días sin verlo, una tarde hago una visita a mi amigo el curandero. Nada más verme, Ketut me lo nota en la cara sin que yo haya abierto la boca.

—Tienes novio en Bali —me anuncia.

—Sí, Ketut.

—Bien. Cuidado, no te pongas embarazada.

—De acuerdo.

—¿Es hombre bueno?

—Tú sabrás, Ketut —le digo—. Le leíste la mano. Me prometiste que era un hombre bueno. Lo dijiste unas siete veces.

—¿Yo? ¿Cuándo?

—En junio. Yo lo traje aquí. Un hombre brasileño. Mayor que yo. Me dijiste que te había caído bien.

—Yo, no —insiste y no hay manera de sacarlo de ahí.

A veces a Ketut se le olvidan las cosas, como nos pasaría a todos, si tuviéramos entre 65 y 112 años. Suele estar coherente y atento, pero hay días en que me da la sensación de haberlo sacado de otro nivel de conciencia, casi de otro universo. (Hace unas semanas me dijo, de repente, sin venir a cuento para nada: «Tú eres una buena amiga mía, Liss. Amiga fiel. Amiga cariñosa». Y luego suspiró, se le nubló la mirada y añadió con tono de tristeza: «No como Sharon». ¿Quién demonios es Sharon? ¿Qué le habrá hecho? Cuando intenté sonsacarle, no hubo manera. De golpe fingió no saber de quién le hablaba. Como si fuese yo la que había sacado el tema de la maldita traidora de la Sharon).

—¿Por qué nunca traes a tu novio para yo conocerlo? —me pregunta ahora.

—Si lo traje un día, Ketut. De verdad. Y me dijiste que te caía bien.

—No recuerdo. ¿Es hombre rico, tu novio?

—No, Ketut. No es rico, pero tiene dinero suficiente.

—¿Medio rico? —pregunta el curandero, que quiere detalles, cifras, datos.

—Tiene suficiente dinero.

Mi respuesta parece indignarle.

—Si tú pides dinero a este hombre, ¿te lo da o no? —me pregunta.

—Ketut, no quiero su dinero. Nunca he pedido dinero a un hombre.

—¿Duermes todas noches con él?

—Sí.

—Bien. ¿Te mima?

—Mucho.

—Bien. ¿Y meditas todavía?

Sí, sigo meditando todos los días de la semana. Me salgo a escondidas de la cama de Felipe y me instalo en el sofá en silencio para intentar dar las gracias por todo lo que me ha sucedido. En el jardín, al borde del porche, una bandada de patos se pasea por los arrozales, soltando graznidos y chapoteando. (Felipe dice que los patos balineses siempre le recuerdan a las mujeres brasileñas que se pasean por las playas de Río de Janeiro, chillando, interrumpiéndose unas a otras sin parar y meneando el trasero vanidosamente). Ahora estoy tan relajada que me deslizo al reino de la meditación como si fuese un baño de espuma preparado por mi amante. Desnuda bajo el sol de la mañana, con una ligera manta sobre los hombros, estoy en un estado de gracia, encaramada sobre el vacío como una pequeña concha marina metida en una cucharilla.

¿Por qué lo habré pasado tan mal en la vida?

Un día llamo a mi amiga Susan a Nueva York y la oigo contarme, con las sirenas de la policía aullando al fondo, los últimos detalles de su último fracaso amoroso. Con una voz suave y sensual, como la de una locutora de un programa de jazz nocturno, le digo que tiene que relajarse, tía, que tiene que descubrir que las cosas son perfectas aunque no lo parezcan, que el universo es generoso, nena, que todo es paz y armonía…

No me hace falta verla para saber que ha puesto los ojos en blanco mientras dice, alzando la voz sobre las sirenas de la policía: «Hablas con la voz de una mujer que ya ha tenido cuatro orgasmos en lo que va de día».