95

Por fin me siento con Wayan y le cuento lo del dinero que he reunido para que se compre una casa. Le explico lo de mi cumpleaños, le enseño la lista con los nombres de mis amigos y le digo la cifra final que he logrado reunir: 80 000 dólares estadounidenses. Al principio se queda tan atónita que su rostro se convierte en una mueca de pánico. Es extraño pero cierto que a veces una emoción intensa nos puede hacer reaccionar ante una noticia rompedora de un modo exactamente contrario al que parecería dictar la lógica. Así es el valor absoluto del sentimiento humano. Los sucesos alegres a veces aparecen en la escala de Richter como un trauma absoluto; otras veces, algo espantoso nos puede hacer soltar una carcajada. A Wayan le resultaba tan difícil asimilar la noticia que la percibía más bien como algo triste. Por eso tuve que quedarme con ella durante varias horas, enseñándole las cifras una y otra vez, hasta que acabó aceptando la realidad.

Lo primero que consiguió decir (antes de echarse a llorar al darse cuenta de que iba a tener un jardín) fue lo siguiente, con un tono de mucha preocupación:

—Por favor, Liz, debes explicar a todos los que ponen el dinero que ésta no es la casa de Wayan. Es la casa de todos los que ayudan a Wayan. Si alguna de estas personas viene alguna vez a Bali, nunca van a un hotel, ¿vale? Tú les dices que vienen a mi casa, ¿vale? ¿Prometes decirlo? La llamamos Casa del Grupo…, la Casa de Todos…

Entonces se da cuenta de que va a tener un jardín y se echa a llorar.

Después, a su ritmo, va descubriendo cosas aún mejores. Era como poner boca abajo un bolso del que salían todo tipo de cosas, sentimientos incluidos. Si tuviera una casa, ¡podría tener una pequeña biblioteca donde guardar sus manuales de medicina! ¡Yuna botica para sus remedios tradicionales! ¡Y un restaurante auténtico con mesas y sillas de verdad (tuvo que vender sus mesas y sillas buenas para pagar al abogado que le llevó el divorcio)! Si tuviera una casa, por fin podría salir en la lista del programa televisivo Lonely Planet, que quiere citarla, pero no puede porque no tiene una dirección permanente que puedan dar. Si tuviera una casa, ¡Tutti podría hacer una fiesta de cumpleaños!

Al rato deja de pensar y se pone muy seria.

—¿Cómo puedo darte las gracias, Liz? Te doy cualquier cosa. Si tuviera un marido al que quisiera y tú necesitaras un hombre, te daría a mi marido.

—Quédate con tu marido, Wayan. Lo que tienes que hacer es asegurarte de que Tutti vaya a la universidad.

—¿Y qué haría yo si tú no hubieras venido a Bali?

Pero si yo siempre iba a venir. Recuerdo uno de mis poemas sufíes preferidos. Dice que, hace siglos, Dios dibujó un círculo en la arena justo donde está uno ahora. Nunca iba a dejar de venir. Eso no va a suceder.

—¿Dónde te vas a hacer la casa, Wayan? —le pregunto.

Como un niño que lleva años mirando un guante de béisbol en un escaparate, o una chica romántica que lleva desde los 13 diseñando su vestido de boda, resultó que Wayan sabía perfectamente dónde le gustaría tener la casa. Es en el centro de un pueblo cercano, con abastecimiento de agua y electricidad, un buen colegio para Tutti y bien situado para que sus pacientes y clientes vayan a su consulta a pie. Sus hermanos pueden ayudarla a construir la casa, según me dice. Menos el color de la pintura de su dormitorio, lo tiene casi todo pensado.

Vamos juntas a ver a un expatriado francés que es asesor financiero y experto en operaciones inmobiliarias, que tiene la amabilidad de indicarnos la mejor manera de transferir el dinero. Sugiere que lo mejor es que yo haga un giro telegráfico para pasar el dinero de mi cuenta a la de Wayan y que ella se compre la finca o la casa que quiera. Así me evitaré el lío de tener que registrar una propiedad en Indonesia. Si hago envíos nunca superiores a 10 000 dólares, el Departamento de Hacienda estadounidense y la CIA nunca pensarán que estoy lavando dinero procedente del narcotráfico. A continuación vamos al pequeño banco de Wayan, cuyo director nos explica el modo de hacer un giro telegráfico. Al final, resumiendo perfectamente la situación, el director del banco dice:

—Mira, Wayan. En unos días, cuando te llegue la transferencia, tendrás en tu cuenta unos 180 millones de rupias.

Wayan y yo nos miramos y nos da un ataque de risa casi infantil. ¡Qué cantidad de dinero! Intentamos mantener la compostura, porque estamos en el elegante despacho de un director de banco, pero no podemos parar de reírnos. Salimos por la puerta como dos borrachas, agarrándonos para no caernos.

—¡Nunca he visto un milagro tan rápido! —exclama—. Paso mucho tiempo pidiendo a Dios ayuda para Wayan. Y Dios también pide a Liz ayuda para Wayan.

—¡Y Liz también pide a sus amigos ayuda para Wayan! —apostillo.

Cuando volvemos a la tienda, Tutti acaba de volver del colegio. Poniéndose de rodillas, Wayan agarra a la niña y le dice:

—¡Una casa! ¡Una casa! ¡Tenemos una casa!

Al oírlo, Tutti finge un desmayo maravilloso, desplomándose en el suelo como un personaje de dibujos animados.

Mientras las tres nos reímos, veo a las niñas huérfanas contemplando la escena desde la cocina y me doy cuenta de que me miran con algo semejante al… miedo. Mientras Wayan y Tutti dan saltos de alegría, me planteo lo que pueden estar pensando ellas. ¿Por qué estarán tan asustadas? ¿Temerán quedarse fuera de la historia? ¿O les doy miedo porque me ven capaz de sacar mucho dinero de debajo de las piedras? (Como es una cifra casi impensable, ¿creerán que hago magia negra?). Habiendo llevado una vida tan inestable como la de estas dos niñas, puede que cualquier cambio resulte terrorífico.

Cuando veo que los ánimos se apaciguan algo, pregunto a Wayan, sólo para cerciorarme:

—¿Qué pasa con Ketut Grande y Ketut Pequeña? ¿También son buenas noticias para ellas?

Wayan vuelve la cabeza hacia la cocina, donde están las niñas, y ve en sus caras el mismo temor que he visto yo, porque se acerca a ellas y las abraza y les susurra palabras tranquilizadoras con la boca pegada a sus cabezas. Al oírla, las niñas parecen relajarse. Entonces suena el teléfono y Wayan intenta apartarse de ellas, pero los brazos huesudos de las dos Ketut se agarran implacablemente a su madre extraoficial. Clavándole la cabeza en la tripa y las axilas, pasan muchos minutos en los que se niegan —con una ferocidad que no les he visto hasta ahora— a soltarla.

Mientras tanto, voy yo a contestar al teléfono.

—Centro de Medicina Balinesa Tradicional —digo—. ¡Vengan a vernos, que hay grandes rebajas por cierre del establecimiento!