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No quiero contárselo a Wayan hasta que haya logrado reunir todo el dinero. Es difícil guardar un secreto tan importante como éste, con lo mucho que le preocupa su futuro, pero no quiero darle esperanzas hasta que sea oficial. Así que aguanto una semana entera sin contarle mis planes y para entretenerme salgo a cenar casi todas las noches con Felipe el brasileño, al que no parece importarle que sólo tenga un vestido elegante.

Me parece que me gusta. Después de salir unas cuantas veces a cenar con él estoy bastante segura de que me gusta. Es bastante más de lo que parece este «cabronazo» —como él se llama— que conoce a todo Ubud y parece el alma de todas las fiestas. Un día pregunto a Armenia por él. Hace bastante que se conocen.

—El tal Felipe… es más persona que los demás, ¿no? —le pregunto—. Es más complicado de lo que parece, ¿verdad?

—Ah, sí —me contesta—. Es un hombre bueno y amable. Pero ha pasado por un divorcio difícil. Creo que se ha venido a Bali para recuperarse.

Anda. Pues es un tema del que no me ha contado nada.

Pero tiene 52 años. ¿Será que he llegado a una edad en la que un hombre de 52 años está en el terreno de lo posible? El caso es que me gusta. Tiene el pelo plateado y está perdiéndolo, pero con un atractivo aire picasiano. En su cara de piel suave destacan sus amables ojos castaños y, además, huele maravillosamente. Es un hombre de verdad, por así decirlo. El macho adulto de la especie, lo que supone toda una novedad para mí.

Lleva unos cinco años viviendo en Bali. Importa piedras preciosas de Brasil, que los artesanos locales engastan en plata para venderlas en Estados Unidos. Me gusta el hecho de que pasara casi veinte años fielmente casado antes de que su matrimonio se fuese al garete por una serie de motivos bastante complicados. También me gusta saber que tenga hijos, a los que ha sabido educar y que lo quieren mucho. Además, fue él quien se quedó en casa cuidando de sus hijos mientras su esposa australiana trabajaba. (Es un buen marido feminista, según dice, «que quería estar en el bando correcto de la historia social»). Otra cosa que me gusta es lo cariñoso que es y esa espontaneidad brasileña que tiene. Cuando su hijo australiano cumplió 14 años, no le quedó más remedio que decirle: «Papá, ahora que tengo 14, mejor que no me des un beso en la boca cuando me lleves al colegio». También le admiro por hablar perfectamente cuatro idiomas o más. (Dice que no sabe indonesio, pero le oigo hablarlo a todas horas). Me gusta saber que ha viajado por más de cincuenta países en su vida y que el mundo le parece un sitio pequeño y fácilmente manejable. Me gusta cómo me escucha, acercándose, interrumpiéndome sólo cuando me interrumpo a mí misma para preguntarle si le estoy aburriendo, a lo que siempre me contesta: «Tengo todo el tiempo del mundo, cielito mío». Y me gusta que me llame «cielito mío». (Aunque a la camarera se lo diga también).

La última noche que lo vi me dijo:

—¿Por qué no te buscas un amante mientras estés en Bali, Liz?

En su honor diré que no se refería a sí mismo, aunque tampoco creo que le hiciese ascos al tema. Me asegura que Ian —el galés guapete— hace buena pareja conmigo, pero tiene más candidatos. Dice que conoce a un cocinero neoyorquino, «un tío alto, musculoso y seguro de sí mismo», que me gustaría. La verdad es que en Bali hay todo tipo de hombres que se dejan caer por Ubud, trotamundos que vienen a esta comunidad de «apátridas sin fortuna», según los llama Felipe, muchos de los cuales estarían dispuestos a proporcionarme «un verano de lo más agradable, cielito mío».

—Me parece que aún no me ha llegado el momento —sentencio—. Me da pereza todo el tema del amor, ¿me entiendes? No me apetece tener que afeitarme las piernas todos los días ni tener que enseñarle el cuerpo al enésimo amante. No quiero ponerme a contarle mi vida a nadie ni preocuparme por si me quedo embarazada. Además, puede que ya no sepa hacerlo. Creo que tenía más claro lo del sexo y el amor a los 16 que ahora.

—Pues claro —me dice Felipe—. Entonces eras joven y estúpida. Sólo los jóvenes estúpidos tienen claro lo del sexo y el amor. ¿Tú crees que alguno de nosotros sabe lo que hace? ¿Crees que los seres humanos pueden quererse sin complicaciones? Deberías ver cómo funciona la cosa aquí en Bali, cariño. Los hombres occidentales vienen aquí huyendo de sus siniestras vidas familiares y, hartos de las mujeres occidentales, se casan con una jovencita balinesa dulce y obediente. Una chica así de guapa tiene que hacerles felices y darles buena vida. Pero yo siempre les digo lo mismo: Buena suerte. Porque, aunque sea joven y balinesa, es una mujer. Y él es un hombre. Son dos seres humanos intentando convivir y eso siempre se complica. El amor es complicado siempre. Pero las personas tienen que procurar amarse, cariño. A veces te toca que te rompan el corazón. Es una buena señal, que te rompan el corazón. Quiere decir que has hecho un esfuerzo.

—A mí me lo rompieron tanto la última vez que aún me duele —le digo—. ¿No es una locura tener el corazón roto casi dos años después de que se acabe una historia?

—Cariño, yo soy del sur de Brasil. Puedo pasarme diez años con el corazón destrozado por una mujer a la que no he llegado a besar.

Hablamos de nuestros matrimonios y divorcios, pero no en plan amargado, sino para consolarnos. Comparamos los correspondientes abismos a los que llegamos durante la depresión posterior al divorcio. Bebemos vino, comemos bien y nos contamos uno al otro alguna anécdota cariñosa de nuestros respectivos excónyuges para quitar hierro a la conversación.

—¿Quieres hacer algo conmigo este fin de semana? —me pregunta.

Y le contesto que sí, que me gustaría. Y la verdad es que me apetece.

De las noches en que me ha llevado a casa, ha habido dos en que Felipe se ha acercado a mí en el coche para darme un beso de despedida y las dos veces he hecho lo mismo. Acercándome, agacho la cabeza en el último momento y le apoyo la mejilla en el pecho, dejándole que me abrace durante unos segundos. De hecho, más tiempo del habitual para dos amigos. Noto cómo me acerca la cara al pelo mientras yo le apoyo la cabeza en alguna parte del esternón. Huelo su suave camisa de algodón. Me gusta mucho cómo huele. Tiene los brazos fuertes y el torso ancho. En Brasil fue campeón de atletismo. Eso fue en 1969, el año en que yo nací, pero en fin. Se nota que tiene un cuerpo fuerte.

Lo de agacharme cada vez que me quiere besar es como si me escondiera. Estoy huyendo de un simple beso de buenas noches. Aunque, por otra parte, no me escondo. Dejándole que me abrace durante un buen rato al final de la noche, estoy dejando que alguien me toque.

Y eso hacía mucho tiempo que no me pasaba.