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Esta mañana estaba haciendo el vago en la tienda de Wayan otra vez mientras ella pensaba en la manera de hacerme tener un pelo más largo y tupido. Como ella tiene una maravillosa mata de pelo reluciente que le llega hasta el culo, le da mucha pena que yo sólo tenga cuatro pelajos rubios. Como curandera que es, sabe de un remedio para hacerme tener el pelo más tupido, pero no va a ser fácil. Primero tengo que encontrar un platanero y cortarlo, yo misma, en persona. Después tengo que «quitar la parte de arriba del árbol» y vaciar la parte del tronco y las raíces (que siguen metidas en la tierra) para hacer un agujero grande y profundo, «como una piscina». Entonces tengo que tapar la concavidad con una madera para que no entre el agua de la lluvia ni el rocío. Al cabo de varios días, cuando vuelva, veré que el hueco se ha llenado de un líquido cargado de nutrientes de las raíces del platanero. Esto tengo que meterlo en unos frascos y llevárselos a Wayan, que irá a bendecirlo al templo para poder untármelo en la cabeza todos los días. En unos meses tendré un pelo como el de Wayan, tupido, brillante y largo hasta el culo.

—Aunque seas calva, con esto tienes pelo —me dice.

Mientras hablamos, la pequeña Tutti, que acaba de llegar del colegio, está sentada en el suelo dibujando una casa. Últimamente le ha dado por dibujar casas. Está deseando tener una casa propia. En sus dibujos, en último término, siempre hay un arco iris. Y una familia muy sonriente con padre y todo.

Así se nos pasan las horas en la tienda de Wayan. Mientras Tutti hace sus dibujos, Wayan y yo cotilleamos y hacemos bromas. A Wayan le encanta decir burradas, hablar de sexo y reírse de mí porque estoy soltera. Cada vez que pasa un hombre por delante de su tienda suelta algo sobre lo grande o pequeña que la tiene. Dice que va todas las tardes al templo a rezar para que yo conozca a un buen hombre que sea mi amante.

—No, Wayan. Mejor que no —le digo por enésima vez esta mañana—. Ya me han roto el corazón muchas veces.

—Sé un remedio para corazón roto —dice.

Con la autoridad que le da ser una curandera va contando con los dedos los seis elementos de su Tratamiento Infalible para Curar el Corazón Roto.

—Vitamina E, dormir mucho, beber mucho agua, viajar lejos de la persona amada, meditar y decirle a tu corazón que es cosa de tu destino —recita.

—Justo lo que he hecho yo, quitando lo de la vitamina E.

—Entonces, tú ya curada. Ahora necesitas hombre nuevo. Yo te lo traigo, rezando.

—Yo no rezo para conseguir un hombre, Wayan. Lo que quiero ahora es estar en paz conmigo misma.

Wayan pone los ojos en blanco como diciendo Ya, vale. Lo que tú digas, tía rara y blancucha.

—Esto es porque tú tienes mala memoria —me dice—. Ya no recuerdas lo bueno que es el sexo. Cuando estoy casada, también tengo mala memoria. Siempre que veo hombre guapo por la calle olvido que tengo marido en casa.

Le da tanta risa que casi se cae de la silla.

—Todos necesitan el sexo, Liz —me dice, poniéndose seria.

En ese momento entra en la tienda una mujer muy elegantona que sonríe como un faro. Levantándose de un salto, Tutti se lanza a sus brazos, gritando: «¡Armenia, Armenia, Armenia!», que resulta ser el nombre de la mujer, no un extraño eslogan nacionalista. Después de presentarme me pongo a hablar con ella y me cuenta que es de Brasil. Efectivamente, su dinamismo tiene algo de brasileño. Armenia es guapa, va bien vestida, despliega todo el encanto de esas mujeres que parecen no tener edad y, por si fuera poco, es tremendamente sensual.

Me entero de que es una amiga de Wayan que viene mucho a comer a la tienda y también a hacerse tratamientos de belleza y medicina tradicional. Se sienta y pasa una hora con nosotras, cotilleando de cosas de chicas. Sólo va a estar en Bali una semana más, porque tiene que irse a África, o volver a Tailandia, a ocuparse de sus negocios. Resulta que la tal Armenia ha tenido una vida medio glamourosa. En sus tiempos trabajó en las Naciones Unidas, en el Alto Comisionado para los Refugiados, el famoso ACNUR. En la década de 1980 la enviaron a las selvas de El Salvador y Nicaragua, en plena guerra, usando su belleza, su carisma y su inteligencia para aplacar a los generales y los rebeldes a ver si entraban en razón. (¡Otra con energía guapa!). Ahora tiene una agencia internacional llamada Novica, que vende por Internet obras de una serie de artistas indígenas del mundo entero. Habla unos siete u ocho idiomas y lleva los zapatos más elegantes que he visto desde que estaba en Roma.

Mirándonos a las dos, Wayan me dice:

—Liz, ¿por qué tú nunca vistes sexy, como Armenia? Eres una mujer guapa. Tienes suerte de tener bonita cara, bonito cuerpo, bonita sonrisa. Pero siempre vas con camiseta rota y vaqueros rotos. ¿No quieres ser sexy, como ella?

—Wayan —le digo—, Armenia es brasileña. Su caso es completamente distinto.

—¿Distinto en qué?

—Armenia —digo, volviéndome hacia la mujer que acabo de conocer—. Por favor, ¿puedes explicarle a Wayan lo que significa ser una mujer brasileña?

La aludida suelta una carcajada, pero luego se pone seria y dice:

—Bueno, yo siempre voy arreglada y femenina, hasta en las zonas de guerra y en los campos de refugiados de América Central. Aunque estés en una situación trágica o una crisis, no veo motivos para empeorar la situación yendo sin arreglar. Ésa es mi filosofía. Por eso siempre he ido a la selva maquillada y con alguna joya. Nada extravagante tampoco. Una pulsera de oro bonita, unos pendientes, los labios pintados y un buen perfume. Para dejar claro que me respeto a mí misma, nada más.

A su manera, Armenia me recuerda a esas grandes damas viajeras de la época victoriana que decían que en África hay que ponerse lo mismo que en un salón londinense. La tal Armenia es una mariposa social. Nos explica que se va porque tiene que trabajar, pero antes me invita a una fiesta que hay esta noche. Tiene un amigo, otro brasileño trotamundos que ha acabado viviendo en Ubud, según me cuenta, que da una cena en un restaurante muy agradable. Va a hacer una feijoada, un típico plato brasileño que consiste en grandes cantidades de cerdo con frijoles. Y todo aderezado con cócteles brasileños, claro. Va a haber muchos expatriados de todas partes del mundo, que viven en Bali. Armenia me pregunta si me apetece ir. Puede que luego se vayan a bailar a algún sitio. No sabe si me gusta ir a fiestas o no, pero…

¿Cócteles? ¿Bailar? ¿Cerdo con frijoles?

Por supuesto que voy.