Ahora mis días se dividen en tercios naturales. Paso las mañanas con Wayan, en su tienda, riendo y comiendo. Las tardes las paso con el curandero Ketut, riendo y tomando café. Las noches las paso en la soledad de mi jardín, sin hacer nada, tranquilamente, o leyendo un libro, o a veces hablando con Yudhi, que viene a tocar la guitarra. Por la mañana medito mientras sale el sol por encima de los arrozales y antes de acostarme hablo con mis cuatro hermanos espirituales y les pido que me protejan mientras duermo.
Sólo llevo aquí un par de semanas, pero ya tengo la sensación de haber cumplido una misión. Lo que pretendo hacer en Indonesia es buscar el equilibrio, pero me da la sensación de que ya no lo necesito, porque se me ha restablecido el equilibrio de una manera natural. No es que me haya vuelto balinesa (como tampoco me volví italiana, ni india), pero tengo una cosa muy clara. Noto la paz que llevo dentro y me gusta el ritmo de mi vida diaria, alternando la disciplina de los ejercicios espirituales con el placer de disfrutar de la hermosura del paisaje, la compañía de mis amigos y la buena comida. Últimamente he rezado mucho con serenidad y frecuencia. Cuando más ganas de rezar me entran es al volver en bici de casa de Ketut, mientras pedaleo por la selva de los monos viendo los arrozales iluminados por los últimos rayos del sol. También rezo para que no me atropelle un autobús ni me ataque un mono o me muerda un perro, pero eso es superfluo; la mayoría de mis oraciones son para expresar mi agradecimiento por la plenitud de mi felicidad. Es la primera vez en mi vida que no me agobia estar viva en un mundo como éste.
Tengo muy presente lo que me ha enseñado mi gurú sobre la felicidad. Ella dice que la felicidad es un golpe de suerte, casi como el buen tiempo, que parece más una bendición que otra cosa. Pero la felicidad, de hecho, no funciona así. La felicidad es consecuencia de un esfuerzo personal. Luchas para conseguirla, te la trabajas, insistes en encontrarla y hasta viajas por el mundo buscándola. Participas incansablemente en la manifestación de tus propios dones. Pero, cuando alcanzas la felicidad, tienes que luchar a brazo partido para mantenerla, procurando nadar siempre a favor de la corriente en el río de tu felicidad, para mantenerte a flote. Si no lo haces, perderás tu alegría innata. Rezar es bastante fácil cuando estás triste, pero seguir rezando después de una crisis nos sirve para afianzar los logros espirituales.
Voy recordando estas enseñanzas mientras pedaleo por las carreteras de Bali al atardecer, repitiéndome unas oraciones que son más bien juramentos, mostrando mi armonía a Dios y diciéndole: «Esto es lo que quiero tener siempre. Te ruego que me ayudes a memorizar esta sensación de alegría para conservarla constantemente». Es como meter mi felicidad en la caja de seguridad de un banco, protegida no sólo por el servicio de vigilancia, sino por mis cuatro hermanos espirituales, como una especie de seguro que me ampara de las futuras vicisitudes de la vida. Esta práctica la he bautizado con el nombre de «Alegría Diligente». Mientras me concentro en la Alegría Diligente, también me acuerdo de una cosa que me contó mi amiga Darcey un buen día. Es una idea muy simple: el sufrimiento y los problemas de este mundo los producen las personas infelices. Y no sólo al nivel monumental de Hitler y Stalin, sino en las pequeñas dosis individuales de cada uno. Por ejemplo, yo sé perfectamente cuáles han sido los tramos infelices de mi vida que han producido sufrimiento, pena o (en el mejor de los casos) molestias a las personas que me rodean. Por tanto, no buscamos la felicidad sólo por nuestro propio bien y para poder seguir vivos, sino que es un generoso regalo que hacemos al mundo. Si te limpias por dentro para librarte del sufrimiento, es como si te quitaras de en medio. Dejas de ser un obstáculo, no sólo para ti mismo, sino para todos los demás. Sólo entonces estarás libre para poder servir a otros y disfrutar de ellos.
En este momento la persona de la que más disfruto es Ketut. El anciano —que es verdaderamente una de las personas más felices que conozco— me ha abierto todas sus puertas, dándome plena libertad para hacerle preguntas sobre la divinidad y la naturaleza humana. Me gustan las técnicas de meditación que me ha enseñado, la cómica sencillez de «la sonrisa en el hígado» y la tranquilizadora presencia de los cuatro hermanos. El otro día Ketut me contó que conoce dieciséis tipos de meditación distintos y muchos mantras, cada uno con una función distinta. Algunos sirven para lograr la paz o la felicidad, otros nos mejoran la salud, pero hay unos puramente místicos, que él usa para transportarle a otros niveles de conciencia. Me habla de una meditación, por ejemplo, que le hace entrar «en arriba».
—¿En arriba? —le pregunto—. ¿Qué es «en arriba»?
—Subo siete niveles —me dice—. Voy al cielo.
Al oírle mencionar los «siete niveles», le pregunto si se refiere a que la técnica de meditación pasa por los siete chakras sagrados del cuerpo (que estudia el yoga).
—Chakras, no —me dice—. Son lugares. Esta meditación me lleva a siete lugares del universo. Arriba y arriba. El último lugar es el cielo.
—¿Has estado en el cielo, Ketut? —le pregunto.
Sonríe. Por supuesto que ha estado, me dice. Es fácil ir al cielo.
—¿Y cómo es?
—Bonito. Todo allí es bonito. Cada persona es bonita. Y toda la comida bonita está allí. Todo es amor. El cielo es amor.
Después Ketut me cuenta que conoce otra técnica de meditación, que va «en abajo». Esta meditación hacia abajo le hace descender siete niveles por debajo del mundo. Es más peligrosa. No es para los principiantes; sólo para los maestros.
—Entonces, si subes al cielo con la primera meditación, ¿con la segunda bajas al…?
—Al infierno —dice, acabando mi frase.
Qué interesante. El cielo y el infierno no son conceptos típicos del hinduismo. El elemento básico del universo hindú es el karma, que genera un movimiento constante de seres que no acaban su vida «en arriba» ni en ningún sitio como el cielo o el infierno, sino reciclados en alguna otra forma terrenal para solucionar los procesos o los errores que hayan dejado incompletos. Cuando un ser logra llegar a la perfección, se «licencia», por así decirlo, abandonando por completo el ciclo de la vida terrena y fundiéndose con el vacío. La noción del karma implica que el cielo y el infierno sólo se hallan aquí, en la Tierra, donde tenemos capacidad para crearlos, ya que generamos el bien o el mal dependiendo de nuestro destino y nuestro carácter.
Siempre me ha gustado la noción del karma. Pero no literalmente. Vamos, que no me creo la mucama reciclada de Cleopatra ni nada de eso, sino que el asunto me interesa simbólicamente. La filosofía kármica me atrae a nivel metafórico, porque es evidente que en nuestra vida repetimos a menudo los mismos errores, cayendo una y otra vez en las mismas adicciones y compulsiones, provocando los mismos resultados lamentables y a menudo catastróficos, hasta que conseguimos parar y solucionarlo. Ésta es la gran lección que nos enseña el karma (y la psicología occidental, por cierto). Es decir, soluciona tus problemas ahora o los vas a tener que sufrir más adelante, la próxima vez que metas la pata. Y eso de volver a pasar por el mismo sufrimiento… es infernal. En cambio, salir de esa repetición incesante y pasar a un nuevo nivel de entendimiento es celestial.
Pero mi amigo Ketut me habla de un cielo y un infierno distintos, como si fueran sitios de verdad, donde él ha estado. Por lo que dice, creo que se refiere a eso.
Para intentar aclararlo, le pregunto:
—¿Tú has estado en el infierno, Ketut?
Sonríe. Por supuesto que ha estado.
—¿Cómo es el infierno?
—Igual que el cielo —me dice.
Al ver mi gesto de perplejidad, intenta explicármelo.
—El universo es un círculo, Liss.
No sé si lo he entendido del todo.
—Vas arriba, vas abajo. Todo es lo mismo al final.
Creo recordar una máxima cristiana que decía: En las alturas como en las bajuras.
—¿Y en qué se distingue el cielo del infierno?
—En la manera de llegar. Cuando subes al cielo, pasas por siete lugares felices. Cuando bajas al infierno, pasas por siete lugares tristes. Por eso es mejor que tú subas, Liss —me asegura con una carcajada.
—¿Quieres decir que más te vale pasarte la vida subiendo al cielo, pasando por los siete lugares felices, porque nuestro destino final, sea el cielo o el infierno, es el mismo?
—Lo mismo-mismo —me dice—. El final es el mismo, así que mejor si el viaje es feliz.
—Entonces, si el cielo es amor, el infierno es…
—Amor también —me aclara.
Me quedo un rato callada, intentando encajar el rompecabezas.
Ketut suelta una carcajada, dándome una palmadita cariñosa en la rodilla.
—¡Para una persona joven siempre es difícil entenderlo!