81

No sé qué edad tiene mi amigo el curandero. Se lo he preguntado, pero no está seguro. Creo recordar que, cuando estuve aquí hace dos años, el traductor dijo que tenía 80. Pero Mario se lo preguntó el otro día y le dijo: «Creo que 65, no estoy seguro». Cuando le pregunté en qué año nació, me dijo que no recordaba haber nacido. Sé que ya tenía sus años cuando los japoneses ocuparon Bali durante la Segunda Guerra Mundial, así que ahora debería tener en torno a 80. Pero, cuando me contó la historia de que se había quemado el brazo de joven, le pregunté en qué año fue y me dijo: «No lo sé. ¿En 1920?». Suponiendo que tuviera veinte años en 1920, ¿qué tendría ahora? ¿Unos 105 o así? Vamos, que está en algún punto entre los 65 y los 105 años.

También he descubierto que dice tener más o menos años según el humor del que esté ese día. Cuando está muy cansado, suspira y dice: «Puede que 85 hoy», pero, si está más contento, dirá: «Creo que hoy tengo 60». Bien pensado, es un sistema para calcular la edad tan bueno como cualquiera. Es decir, a juzgar por cómo te encuentras, ¿qué edad dirías que tienes? ¿Hay algo más que tenga alguna importancia? A pesar de todo no pierdo la esperanza de llegar a averiguarlo. Una tarde decido ir al grano y le pregunto por las buenas:

—Ketut, ¿cuándo es tu cumpleaños?

—El jueves —contesta.

—¿Este jueves?

—No. Este jueves, no. Un jueves.

El dato parece prometedor…, pero ¿no hay más información que ésa? ¿Un jueves de qué mes? ¿En qué año? Vete a saber. Además, en Bali es más importante el día de la semana en que uno nace que el año. Por eso, Ketut, aunque no sabe la edad que tiene, me explica que el santo de los niños nacidos en jueves es Siva el Destructor y también los protegen dos espíritus animales: el león y el tigre. El árbol oficial de los niños nacidos en jueves es el banyán. El ave es el pavo real. El nacido en jueves habla mucho, interrumpe a los demás, puede ser agresivo y tiende a ser guapo («un ligón o ligona», según Ketut), pero tiene bastante buen carácter, una memoria excelente y la sana intención de ayudar a los demás.

Cuando sus pacientes vienen a verlo con problemas serios de salud, dinero o pareja, él siempre les pregunta en qué día de la semana han nacido para poder prepararles el ensalmo o el medicamento adecuado. Porque, según Ketut, hay personas que «tienen enfermo el cumpleaños» y hay que hacerles un reajuste astrológico para que recuperen el equilibrio. El otro día una familia del barrio de Ketut llevó a su hijo a verlo. El niño tendría unos 4 años o así. Cuando le pregunté qué pasaba, Ketut me explicó que a la familia le preocupaba que «este niño muy agresivo. Este niño no obediente. Portarse mal. No hacer caso de nada. Todos en su casa, hartos. Y también, el niño, a veces, muy mareado».

Ketut pidió a los padres que le dejaran tener al niño en brazos. Se lo sentaron en el regazo y el niño apoyó la espalda en el pecho del anciano, tranquilo y sin miedo. Tratándolo con cariño, Ketut le puso la mano abierta en la frente y cerró los ojos. Después le puso la mano abierta en la tripa y cerró los ojos. Entretanto, sonreía al niño y le hablaba en voz baja. El reconocimiento se acabó enseguida. Ketut devolvió el niño a sus padres y los tres se marcharon poco después con una receta y un recipiente de agua bendita. Entonces Ketut me contó que les había preguntado en qué circunstancias nació el niño y le habían dicho que con «mala estrella» y en sábado, un día auspiciado por espíritus potencialmente malignos, como el de un cuervo, un búho, un gallo (que convierte al niño en «peleón») y una marioneta (que lo hace estar «mareado»). Pero no todo era malo. Al haber nacido en sábado, el cuerpo del niño también tenía el espíritu de un arco iris y el de una mariposa, cuya presencia convenía fortalecer. Había que hacer una serie de ofrendas para que el niño pudiera recuperar el equilibrio.

—¿Por qué le has puesto la mano en la frente y en la tripa? —le pregunté—. ¿Para ver si tenía fiebre?

—Le miro la mente —me dice Ketut—. Para ver si tiene malos espíritus en la mente.

—¿Qué clase de malos espíritus?

—Liss —me contesta—. Soy balinés. Creo en la magia negra. Creo que los malos espíritus salen de los ríos y van contra las personas.

—¿Ese niño tiene malos espíritus?

—No. Sólo tiene enfermo el cumpleaños. Su familia va a hacer un sacrificio. No hay problema. ¿Y tú, Liss? ¿Tú haces práctica de meditación balinesa todas las noches? ¿Tienes limpia la mente y limpio el corazón?

—Todas las noches —le aseguré.

—¿Tú aprendes a sonreír hasta con el hígado?

—Hasta con el hígado, Ketut. Tengo una gran sonrisa en el hígado.

—Bien. Esta sonrisa te hará una mujer guapa. Te dará energía para ser muy guapa. Puedes usar esta energía, la «energía guapa», para conseguir las cosas que quieres en la vida.

—¡Energía guapa! —repito, encantada con la expresión, como una Barbie mística—. ¡Yo quiero tener energía guapa!

—¿También haces todavía meditación india?

—Todas las mañanas.

—Bien. No olvides tu yoga. Es bueno para ti. Es bueno que tengas las dos formas de meditación: la india y la balinesa. Las dos diferentes, pero buenas de igual manera. Es lo mismo-mismo. Si piensas en la religión, casi todo es lo mismo-mismo.

—No todos están de acuerdo en eso, Ketut. A la gente le gusta discutir sobre Dios.

—No es necesario —me dice—. Tengo una buena idea para usar si conoces a alguien de una religión distinta que quiere discutir sobre Dios. Mi idea es, tú escuchas todo lo que la persona te dice de Dios. Nunca discutas sobre Dios. Lo mejor es decir «Estoy de acuerdo contigo». Entonces vas a tu casa y rezas lo que tú quieres. Ésta es mi idea para que las personas estén en paz con la religión.

Me doy cuenta de que Ketut va siempre con la barbilla levantada y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, hecho que le da un aire entre enigmático y elegante. Como un impertinente rey anciano, contempla el mundo por encima del hombro. Tiene la piel lustrosa, de un tono dorado oscuro. Está casi totalmente calvo, pero lo suple con unas cejas excepcionalmente largas y algodonosas que parecen a punto de salir volando. Aparte de los dientes que le faltan y la quemadura del brazo derecho, parece estar en plena forma. Me ha contado que de joven bailaba en las ceremonias del templo y que era un hombre bello. Le creo. Sólo come una vez al día, el típico guiso balinés de arroz con pato o con pescado, un plato muy sencillo. También toma todos los días una taza de café con azúcar, sobre todo para celebrar el hecho de que puede permitírselo. Cualquiera de nosotros llegaríamos a los 105 años con una dieta como la suya. Según me cuenta, se mantiene fuerte meditando todas las noches antes de acostarse para atraer la energía sana del universo hacia el centro de su cuerpo. Dice que el cuerpo humano no contiene nada más, ni nada menos, que los cinco elementos de la creación —agua (apa), fuego (tejo), viento (bayu), cielo (akasa) y tierra (pritiwi)— y sólo hay que concentrarse en esta realidad durante la meditación para recibir la energía de todos estos elementos que nos mantendrán fuertes. Demostrando que tiene muy buen oído para las expresiones idiomáticas en inglés, me dice: «El microcosmos se convierte en el macrocosmos. Tú, el microcosmos, te conviertes en lo mismo que el universo, el macrocosmos».

Hoy ha estado muy ocupado, rodeado de pacientes balineses que se apiñaban en su patio como cajas, todos ellos con niños y ofrendas en el regazo. Había granjeros y comerciantes, padres y abuelas. Había matrimonios con niños que vomitaban la comida y ancianos embrujados con magia negra. Había hombres jóvenes torturados por la agresividad y la lujuria, y mujeres jóvenes que buscaban pareja, y niños doloridos que se quejaban de un sarpullido. Todos ellos habían perdido el equilibrio y necesitaban recuperarlo.

Pero en el patio de la casa de Ketut siempre reina la paciencia. Es normal que la gente tenga que esperar tres horas a ser atendidos, pero jamás tamborilean con el pie en el suelo ni ponen los ojos en blanco de la desesperación. Igual de extraordinaria es la serenidad con que esperan los niños, apoyados sobre sus hermosas madres, jugando con los dedos para entretenerse. Por eso me impresiona enterarme de que los padres de estos niños tan tranquilos los han traído a ver a Ketut porque han decidido que son «malos» y necesitan una cura. ¿Esa niñita? ¿Esa niña de 3 años que lleva cuatro horas sentada al sol sin quejarse ni merendar ni jugar? ¿Esa niña es mala? Me dan ganas de decirles: «Gente, si queréis saber de qué va el tema, venid conmigo a Estados Unidos y veréis lo que es un niño malo de verdad». Pero está claro que el concepto de buena conducta es distinto en este país.

Ketut trata a todos los pacientes con cortesía, sin agobiarse, dedicándoles toda la atención necesaria y sin importarle cuánta gente le queda por ver. Ese día tenía tanto trabajo que ni siquiera pudo tomarse el almuerzo, que es su única comida del día, sino que se quedó clavado en su porche. Por respeto a Dios y a sus antepasados pasó horas ahí sentado, curando a las gentes que lo necesitaban. Al caer la noche tenía los ojos tan enrojecidos como los de un médico de guerra. El último paciente del día era un balinés de mediana edad que estaba muy agobiado porque llevaba semanas sin dormir; decía que se le repetía una pesadilla en la que soñaba que se «ahogaba en dos ríos a la vez».

Hasta esta noche no he tenido claro qué pintaba yo en la vida de Ketut Liyer. Todos los días le pregunto si no le molesta que aparezca por su casa, pero siempre me insiste en que tengo que venir y pasar un rato con él. Tengo mala conciencia por hacerle perder el tiempo a diario, pero siempre parece quedarse triste cuando me marcho a última hora de la tarde. La verdad es que no le estoy enseñando nada de inglés. Lo que aprendió hace no sé cuántas décadas lo tiene tan metido en la cabeza que cuesta hacerle correcciones o empeñarse en que aprenda vocabulario nuevo. Bastante me cuesta que diga: «Me alegro de verte» cuando llego en lugar de: «Me alegro de conocerte».

Esta noche, cuando se acaba de ir el último paciente y Ketut está claramente agotado, con un aspecto decrépito tras haber cumplido con su deber, le pregunto si quiere que me marche para dejarlo descansar un poco, pero me contesta:

—Siempre tengo tiempo para ti.

Y me pide que le cuente historias de India, de América, de Italia, de mi familia. Es entonces cuando me doy cuenta de que no soy la profesora de inglés de Ketut Liyer ni su discípula de teología, sino que le proporciono a este anciano curandero el más simple y puro de los placeres: le hago compañía. Disfruta hablando conmigo porque quiere saber qué pasa por ese mundo que no ha tenido oportunidad de ver.

Durante las horas que hemos pasado juntos en este porche Ketut tan pronto me pregunta cuánto vale un coche en México como cuáles son las causas del sida. (Procuro contestarle ambas preguntas aunque los correspondientes expertos le habrían sabido responder mejor). Ketut no ha salido de la isla de Bali en su vida. A decir verdad, ha pasado muy poco tiempo fuera de este porche. Una vez hizo una peregrinación al monte Agung, el volcán mayor de Bali (y el más importante desde el punto de vista espiritual), pero dice que la energía que se notaba era tan fuerte que no se atrevió a meditar por miedo a que le consumieran las llamas sagradas. Va a los templos cuando se celebra alguna ceremonia importante y sus vecinos lo invitan a oficiar bodas o mayorías de edad, pero la mayor parte del tiempo lo pasa aquí, sentado en su estera de bambú, con las piernas cruzadas, rodeado de las enciclopedias médicas de su bisabuelo —escritas en hojas de palmera—, curando a la gente, alejando a los demonios y conformándose con saborear un café con azúcar de vez en cuando.

—Anoche sueño contigo —me dice hoy—. Anoche sueño que vas en tu bicicleta a ninguna parte.

Como hace una pausa, le sugiero una corrección gramatical.

—¿Te refieres a que has soñado que iba en bicicleta a todas partes?

—¡Sí! Anoche sueño que vas en tu bicicleta a ninguna parte y a todas partes. ¡Qué contenta estás en mi sueño! Por todo el mundo vas en tu bicicleta. ¡Y yo voy detrás!

Tal vez le hubiera gustado, pienso.

—Quizá puedas venir a verme a Estados Unidos, Ketut —le sugiero.

—No puedo, Liss —dice, agitando la cabeza, aceptando su destino con resignación—. Me faltan dientes para ir en avión.