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A la mañana siguiente Mario me ayuda a comprar una bicicleta. Como buen pseudoitaliano, me dice: «Conozco a un tío que las vende» y me lleva a la tienda de su primo, donde compro una estupenda bici todoterreno, un casco, un candado y una cesta por algo menos de cincuenta dólares estadounidenses. Ya estoy motorizada en la ciudad de Ubud, o al menos me puedo desplazar por estas carreteras estrechas, llenas de curvas y baches y abarrotadas de motos, camiones y autobuses llenos de turistas.

Por la tarde voy en bici al pueblo de Ketut a ver a mi amigo el curandero para… lo que sea que vayamos a hacer juntos. La verdad es que no lo tengo muy claro. ¿Clases de inglés? ¿Clases de meditación? ¿Sentarnos en el porche a pasar el rato? No sé lo que me tendrá reservado Ketut, pero me alegro de que me haya invitado a formar parte de su vida.

Cuando llego, veo que tiene invitados. Es una pequeña familia de campesinos balineses que han traído a su hija de un año para que Ketut la ayude. A la pobre le están saliendo los dientes y lleva varias noches llorando. El padre es un joven guapo que lleva un sarong y tiene las pantorrillas musculosas, como las de una estatua de un héroe soviético. La madre es guapa y tímida y me mira cohibida con los párpados entornados. En pago por sus servicios a Ketut le traen 2000 rupias, unos 25 centavos estadounidenses, en una cesta de hojas de palma del tamaño de un cenicero de hotel. En la cesta también hay una flor y unos granos de arroz. (Su pobreza contrasta totalmente con la familia adinerada que viene a ver a Ketut a última hora de la tarde, cuya madre lleva en la cabeza un cesto de tres pisos con fruta, flores y un pato asado; un tocado tan magnífico e impresionante que Carmen Miranda habría hecho una humilde reverencia al verlo).

Totalmente relajado, Ketut trata a sus invitados con cordialidad. Escucha a los padres mientras le cuentan los problemas de su hija. Después abre un pequeño baúl que tiene en el porche y saca un cuaderno viejísimo con las páginas llenas de sánscrito balinés, escrito en una letra diminuta. Consulta el libro con la actitud de un sabio, buscando alguna combinación de palabras que le satisfaga mientras habla y ríe con los padres sin parar. Entonces arranca una página en blanco de un cuaderno con un dibujo de la Rana Gustavo y escribe «una receta» para la niña que, según diagnostica, es víctima de un demonio menor, además de sufrir la incomodidad física propia de la dentición. Para esto último aconseja a los padres que simplemente le froten las encías con el jugo de una cebolla roja. Para aplacar al demonio tienen que sacrificar un pollo pequeño y un cerdo pequeño, con un pedazo de tarta, mezclado con las especias que su abuela sin duda tendrá en su vergel. (Esta comida no se malgastará; tras el rito correspondiente a las familias balinesas se les permite comerse sus ofrendas a los dioses, pues se trata de un acto más metafísico que literal. En su opinión, a Dios le corresponde el gesto, mientras al ser humano le corresponden los alimentos).

Tras escribir la receta, Ketut nos da la espalda, llena un cuenco de agua y entona en voz baja un mantra espectacular aunque algo siniestro. Entonces bendice al bebé con el agua santificada. Aunque sólo tiene 1 año, la niña ya sabe recibir una bendición como dicta la tradición balinesa. En brazos de su madre saca sus manitas para recibir el agua, que bebe una vez, dos veces, antes de salpicarse la cabeza con ella, cumpliendo con el rito a la perfección. No tiene ningún miedo al hombre desdentado que le canturrea palabras incomprensibles. Ketut vierte el agua sobrante en una bolsa de plástico del tamaño de un sándwich y se la entrega a los padres para que puedan usarla más tarde. La madre se lleva la bolsa de plástico como si hubiese ganado un pez de colores en la feria de ese año, pero lo hubiese olvidado.

Por unos veinticinco centavos Ketut ha dedicado a esta familia cuarenta minutos de su tiempo. Si no hubieran tenido dinero que darle, habría hecho lo mismo, pues es su deber como curandero. No puede rechazar a nadie o los dioses le quitarán sus poderes de curandero. Ketut recibe unas diez visitas diarias como ésta, de balineses que precisan consuelo o un consejo sobre algún asunto religioso o médico. En los días sagrados, cuando muchos buscan una bendición, puede recibir más de cien visitas.

—¿No te cansas? —le pregunto.

—Pero ésta es mi profesión —me dice—. Es lo mío, ser curandero.

Por la tarde aparecen un par de pacientes más, pero también pasamos un rato solos en el porche. Me siento muy a gusto con este curandero, tan tranquila como si fuese mi abuelo. En mi primera lección de meditación balinesa me explica que hay muchas formas de hallar a Dios, aunque la mayoría son demasiado complicadas para un occidental, así que me va a enseñar la técnica fácil. En lo que consiste, esencialmente, es en esto: hay que sentarse en silencio y sonreír. Me encanta. Él lo sigue tan al pie de la letra que se ríe mientras me lo explica. Sentarse y sonreír. Perfecto.

—¿Estudiaste yoga en India, Liss? —me pregunta.

—Sí, Ketut.

—Puedes hacer yoga —me dice—. Pero es muy duro.

Y aquí se contorsiona hasta ponerse en una retorcida postura de loto con la cara arrugada en un cómico gesto como de estreñimiento. Después, recuperando su languidez habitual, me pregunta:

—¿Por qué siempre tan serios en el yoga? Si tú con cara seria como ésta, asustas a la buena energía. Para meditar, sólo falta una sonrisa. Sonrisa en la cara, sonrisa en la mente y así viene la energía buena y se lleva la energía mala. También sonrisa en el hígado. Hoy debes probar en tu hotel. No con prisa, no con demasiado trabajo. Si estás tan seria, te pones enferma. Puedes llamar a la buena energía con una sonrisa. Hemos acabado hoy. Hasta luego, cocodrilo. Vuelve mañana. Me alegro mucho de verte, Liss. Deja que tu conciencia te guíe. Si tus amigos occidentales vienen a Bali, tú dices que yo leo la mano. Desde la bomba tengo el banco muy vacío.