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Lo que voy a coordinar, para ser exactos, es una serie de jornadas espirituales que se van a celebrar en el ashram en primavera. A cada una de ellas va a asistir en torno a un centenar de fieles procedentes de todos los países del mundo, que van a pasar entre una semana y diez días perfeccionando sus técnicas de meditación. Mi trabajo consiste en ocuparme de esas personas mientras estén aquí. Durante la mayor parte del tiempo los participantes van a estar en silencio. Los que no hayan experimentado el silencio como ejercicio espiritual descubrirán lo intenso que puede ser. Pero yo seré la única persona del ashram con la que van a poder hablar en caso de que tengan algún problema.

Es decir, que mi labor oficial es conseguir que se comuniquen.

Los participantes en las jornadas vendrán a contarme sus problemas y yo procuraré resolverlos. Es posible que tengan que cambiar de compañero de habitación porque ronque o puede que tengan que ir al médico por alguna molestia digestiva relacionada con la comida india. El caso es que me va a tocar a mí intentar solucionarlo. Tendré que saberme el nombre de todos y de dónde son. Iré a todas partes con una libreta, donde tomaré notas de todo lo que vaya sucediendo. Soy como Julie McCoy, la relaciones públicas de Vacaciones en el mar, pero en este caso el crucero es por el mundo del yoga.

Ah, por cierto, una de las prebendas del cargo es que llevo un busca.

Cuando empiezan las jornadas espirituales, resulta evidente que soy la idónea para ese trabajo. Estoy sentada tras la «mesa de bienvenida», con un cartel de esos de Hola, me llamo Merenganita en la solapa y va llegando gente procedente de treinta países distintos, bastantes de ellos budistas veteranos, aunque hay muchos que nunca han estado en India. A las diez de la mañana ya hay una temperatura de 38 grados centígrados y la mayoría de ellos llevan toda la noche metidos en un vuelo chárter. Algunos llegan al ashram con pinta de haber dormido en el maletero de un coche y no tener ni idea de lo que están haciendo aquí. Por mucha necesidad de trascendencia que tuvieran cuando se apuntaron a estas jornadas, hace tiempo que la han olvidado, probablemente cuando perdieron el equipaje en Kuala Lumpur. Tienen sed, pero aún no saben si el agua del grifo es potable. Tienen hambre, pero no saben a qué hora se come aquí ni dónde está la cafetería. Llevan ropa poco adecuada: materiales sintéticos y botas abrigadas que dan mucho calor en un clima tropical como éste. Además, no saben si aquí habrá alguien que hable ruso.

Resulta que yo hablo una pizca de ruso…

Y puedo ayudarlos. Soy la ayudante perfecta. Las «antenas» que he ido desarrollando a lo largo de mi vida me sirven para adivinar los sentimientos de la gente y tengo la intuición propia de una hija menor hipersensible, por no hablar de la capacidad para escuchar que adquirí como camarera complaciente y periodista preguntona; y, además, tengo un complejo maternal típico de quien lleva años siendo esposa o novia. Todo ello me sirve para ayudar a esta gente a sobrellevar la difícil tarea que se han impuesto. Según van llegando de México, Filipinas, África, Dinamarca, Detroit, cada vez me acuerdo más de esa escena de Encuentros en la tercera fase en que Richard Dreyfuss y un grupo de devotos han acabado en un descampado de Wyoming, sin saber por qué, atraídos por la llegada de una nave espacial. También me asombra su valentía. Estas personas han decidido olvidarse de sus familias y vidas durante unas semanas para hacer un retiro espiritual en India, rodeados de absolutos desconocidos. No todo el mundo tiene valor como para hacer eso, ni siquiera una sola vez en la vida.

Automáticamente, les tomo a todos un cariño incondicional. Hasta a los típicos pesados que dan la matraca. Tras la coraza de su neurosis intuyo que tienen pánico a lo que puedan experimentar cuando se pasen siete días dedicados a meditar en silencio. Contengo la risa al escuchar las quejas de un hombre indio en cuya habitación hay una figurilla de quince centímetros del dios indio Ghanesa, pero le falta uno de los pies. Indignado, me dice que es un mal presagio y pide que un sacerdote brahmán se la lleve tras haber celebrado el correspondiente rito de purificación. Lo escucho, procuro tranquilizarlo y aprovechando la hora de la comida mando a mi amiga Tulsi a su cuarto para que se lleve la figurilla. Al día siguiente le envío una nota diciéndole que espero que se encuentre mejor, ahora que le hemos retirado la figurilla rota y pidiéndole que se ponga en contacto conmigo si le surge algún otro problema; el hombre me premia con una enorme sonrisa de alivio. Lo que estaba era asustado. También hay una mujer francesa que está al borde del ataque de pánico porque tiene alergia al trigo. Lo suyo también es una cuestión de miedo. Un argentino quiere reunirse con todo el departamento de Hatha yoga para que le aconsejen sobre la postura en que debe sentarse al meditar para que no le duela el tobillo. Otro que está asustado. Todos están asustados, porque se van a sumergir en las profundidades del alma y de la mente. Es un terreno desconocido hasta para un veterano de la meditación. Es un lugar donde todo es posible. La guía espiritual de estas jornadas es una mujer maravillosa, una mística de cincuenta y tantos años, que encarna la compasión en cada uno de sus gestos y palabras. Sin embargo, todos siguen estando asustados, porque la guía —por muy cercana que sea— no va a poder acompañarlos en su viaje. Ni ella ni nadie.

Cuando estaban empezando las jornadas, recibí una carta de un amigo estadounidense que hace documentales de naturaleza para la revista National Geographic. Había ido a una cena de gala en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York en honor a los socios del Club de Exploradores y me contaba lo mucho que le había impresionado conocer a personas tan valientes, capaces de jugarse la vida una y otra vez para descubrir las cordilleras, desfiladeros, ríos, cuencas oceánicas, islas polares y volcanes más inaccesibles del mundo. Me decía que a muchos de ellos les faltaba alguna parte del cuerpo: narices y dedos de las manos y los pies, pequeños fragmentos que se les habían congelado o les había arrancado un tiburón en uno de los peligrosos viajes que llevaban años haciendo.

La carta de mi amigo decía: «En tu vida has visto tantas personas valientes reunidas en un mismo sitio».

Y al leerlo, pensé: «Eso lo dirás tú, Mike».