Esta mañana me he quedado dormida. Vamos, que como soy una vaga de mucho cuidado me he quedado adormilada en la cama hasta pasadas las cuatro de la madrugada. Cuando me desperté, faltaban un par de minutos para que empezara el Gurugita, así que me levanté a regañadientes, me eché agua en la cara, me vestí y —sucia, malhumorada y resentida— me dispuse a salir de mi habitación en la negrura previa al amanecer… encontrándome con la desagradable sorpresa de que mi compañera de cuarto, que ya se había ido, me había dejado encerrada.
La verdad es que hacer una cosa así se las trae. La habitación no es muy grande y fijarte en que la otra sigue metida en la cama no parece tan complicado. Mi compañera de habitación es una mujer responsable y práctica, una australiana que tiene cinco hijos. No le pega nada hacer una cosa así. Pero lo ha hecho. Me ha dejado encerrada —con candado— en nuestro cuarto.
Lo primero que he pensado es: Si estabas buscando una buena excusa para no ir al Gurugita, aquí la tienes. ¿Y lo segundo? Pues lo segundo no ha sido un pensamiento, sino un acto.
He salido por la ventana.
Más concretamente, me he subido a la barandilla de mi ventana del segundo piso, agarrándome a ella con manos sudorosas y quedándome colgada a oscuras durante unos minutos, antes de hacerme una pregunta de lo más sensata: «¿Por qué estás saltando por la ventana de esta casa?». Una voz impersonal me responde con una convicción feroz: Tengo que llegar al Gurugita. Entonces me dejo caer a oscuras y caigo de espaldas unos cuatro o cinco metros hasta llegar a la acera de cemento, rozando algo que me arranca una larga tira de piel de la pierna derecha, pero no me importa. Me levanto y corro descalza con el pulso latiéndome en las sienes, hasta el templo, donde encuentro un asiento libre, abro el devocionario justo cuando estaba empezando el cántico y —sangrando sin parar— me pongo a cantar el Gurugita.
Cuando ya llevábamos varios versos, al fin recuperé el aliento y pude pensar lo que pensaba todas las mañanas instintivamente: No quiero estar aquí. Y la carcajada de Swamiji me tronó por toda la cabeza mientras su voz me decía: Pues tiene gracia, porque parece que quieres estar aquí a toda costa.
Y yo le contesté: Muy bien. Tú ganas.
Me quedé ahí sentada, cantando, sangrando y pensando que quizá había llegado el momento de plantearme cambiar mi relación con este ejercicio espiritual en concreto. El Gurugita debía ser un himno de amor puro, pero algo me estaba impidiendo ofrecer ese amor de una manera sincera. Así que al ir cantando los versos me di cuenta de que necesitaba algo —o alguien— a quien dedicar este himno para hallar el amor puro en mi interior. Fue al llegar al verso vigésimo cuando se me ocurrió: Nick.
Nick, mi sobrino, es un niño de 8 años, delgaducho para su edad, tan listo, ocurrente, sensible y complicado que da casi miedo. Pocos minutos después de nacer, de todos los recién nacidos que berrean en la unidad infantil, el único que no llora es él, que mira a su alrededor con una mirada adulta, sabia y sensible, como si ya hubiera pasado por el trance varias veces y no le quedaran muchas ganas de repetirlo. Es un niño a quien la vida no le resulta sencilla, un niño que oye, ve y siente las cosas intensamente, un niño que a veces tiene arrebatos emotivos que nos desquician a todos. Yo le tengo un cariño enorme y, además, me saca el instinto protector. Caí en la cuenta —calculando la diferencia horaria entre India y Pensilvania— de que estaría a punto de irse a la cama. Así que canté el Gurugita a mi sobrino Nick para ayudarlo a dormir. A veces le cuesta dormirse, porque tiene una mente muy inquieta. Por eso le dediqué las palabras piadosas del himno a Nick. Llené el cántico con todo lo que hubiera querido enseñarle de la vida. Procuré usar cada frase para explicarle que el mundo a veces es duro e injusto, pero que él tiene la suerte de ser un niño muy querido. Está rodeado de personas dispuestas a hacer lo que sea para ayudarlo. Y no sólo eso, sino que en el fondo de su ser tiene una sabiduría y una paciencia que se van a revelar con el tiempo y lo van a sacar de cualquier apuro. Mi sobrino es un regalo de Dios para todos nosotros. Usé el viejo texto sánscrito para contárselo a él y al poco tiempo vi que estaba llorando unas lágrimas frías. Pero, cuando iba a secármelas, me di cuenta de que el Gurugita había acabado. La hora y media había pasado ya. Y a mí me habían parecido diez minutos. Asombrada, comprendí que era Nick el que me había guiado. Ese pequeño ser al que había querido ayudar me había ayudado a mí.
Caminé hacia el altar del templo y me arrodillé hasta tocar el suelo con la frente para dar las gracias a mi Dios, al poder revolucionario del amor, a mí misma, a mi gurú y a mi sobrino, entendiendo de golpe a nivel molecular (no a nivel intelectual) que todas esas palabras, ideas y personas eran, en realidad, lo mismo. Entonces me metí en la cueva de meditación, me salté el desayuno y pasé casi dos horas notando vibrar el silencio. Obviamente, Richard el Texano hizo todo lo posible para burlarse de mí por haber saltado por la ventana, pues me decía todas las noches después de cenar: «Mañana nos vemos en el Regurgita, Zampa. Pero, una cosa, procura bajar por las escaleras esta vez, ¿vale?». Y, por cierto, cuando llamé a mi hermana una semana después, me contó que, inexplicablemente, Nick había empezado a dormirse sin ningún problema. Y, cómo no, varios días después estaba en la biblioteca leyendo un texto sobre el santo indio Sri Ramakrishna, cuando me topé con la historia de una devota que vino a ver al gran maestro y le confesó que temía no tener la suficiente fe ni el suficiente amor a Dios. Y el santo le dijo: «¿No hay nada que ames?». La mujer admitió que adoraba a su joven sobrino más que a nada en el mundo. El santo le respondió: «Pues bien. Él será tu Krisna; será tu venerado. El culto que rindas a tu sobrino será tu culto a Dios».
Pero todo esto tiene poca importancia. El suceso verdaderamente sorprendente ocurrió el mismo día en que salté por la ventana. Esa tarde me encontré con Delia, mi compañera de cuarto. Le conté que me había dejado encerrada en nuestra habitación. Se quedó atónita.
—¡Pero cómo he podido hacer eso! —exclamó—. Además, llevo toda la mañana pensando en ti. Anoche soñé contigo y las imágenes se me han quedado marcadas. Llevo todo el día acordándome.
—Cuéntamelo —le pedí.
—Te veía envuelta en llamas —me confesó Delia—. Y tu cama estaba incendiada también. Yo me levantaba de mi cama para ayudarte, pero al acercarme ya no quedaba de ti más que un montoncillo de ceniza blanca.