La mañana siguiente, mientras medito, vuelvo a encontrarme con todos mis pensamientos cáusticos y odiosos. Son como esos agentes de telemarketing, que siempre llaman en el momento más inoportuno. Lo que más me asusta de la meditación es descubrir que mi mente no es ese sitio fascinante que a mí me parecía. La verdad es que sólo pienso en un par de cosas, siempre las mismas, y pienso en ellas sin parar. Creo que el término más común es «comerse el coco». Me como el coco con mi divorcio, el drama de mi matrimonio, las cosas en las que me equivoqué, las cosas en las que se equivocó mi marido y al final (y siempre me atasco en este tema espinoso) empiezo a comerme el coco con David…
Esto último me da bastante vergüenza, la verdad. Porque aquí estoy, en un templo sagrado de India, ¿y no hago más que pensar en mi exnovio? Pero ¿quién soy? ¿Una colegiala, o qué?
Y entonces recuerdo la historia que me contó mi amiga Deborah, la psicóloga. En la década de 1980 el Ayuntamiento de Filadelfia le pidió que diera asistencia psicológica a un grupo de refugiados camboyanos que acababan de llegar —en barcos abarrotados— a la ciudad. Deborah es una psicóloga excelente, pero ese trabajo le supuso un verdadero reto. Los camboyanos aquéllos habían sufrido los peores padecimientos que los humanos pueden infligirse unos a otros: genocidio, violación, tortura, inanición, la contemplación del asesinato de sus parientes, largos años de encierro en campos de refugiados y arriesgadas travesías en barco hacia Occidente con peligro de morir ahogados y devorados por los tiburones. ¿Qué podía hacer una psicóloga como Deborah para ayudar a unas personas así? ¿Cómo iba a poder comprender el nivel de sufrimiento que habían padecido?
—¿A que no sabes de qué quería hablar esta gente cuando les dijeron que iban a tener asistencia psicológica? —me preguntó Deborah.
Lo único que decían era: Conocí a un tío cuando estaba en el campo de refugiados y nos enamoramos. Yo creía que él me quería, pero nos tocó ir en barcos separados y él se enrolló con mi prima. Se ha casado con ella, pero dice que me quiere a mí y no hace más que llamarme, y sé que le debería decir que me deje en paz, pero le sigo queriendo y no puedo dejar de pensar en él. Y no sé qué hacer…
Así es como somos los seres humanos. Colectivamente, como especie, ése es nuestro paisaje sentimental. Una señora muy mayor, que tenía casi 100 años, me dijo: «A lo largo de la historia las dos preguntas que han traído de cabeza a la humanidad son éstas: ¿Cuánto me quieres? y ¿Quién manda aquí?». Todo lo demás tiene solución, pero el asunto del amor y el control nos saca lo peor, nos desquicia, nos lleva a la guerra y nos hace padecer enormes sufrimientos. Y ambos temas desgraciadamente (o puede que obligadamente) afloran de manera constante en el ashram. Cuando me siento en silencio y me contemplo la mente, me pongo a pensar en cosas relacionadas con la nostalgia y el control, y me agobio, y ese agobio me impide evolucionar.
Esta mañana, después de pasar una hora sufriendo por los pensamientos que me venían a la cabeza, intenté meditar usando una idea nueva: la compasión. Le pedí a mi corazón que, por favor, le diera a mi alma una mayor generosidad a la hora de juzgar el funcionamiento de mi mente. En lugar de considerarme una fracasada, ¿no podía considerarme un ser humano más (y bastante normal, por cierto)? Los pensamientos afloraron como siempre —muy bien, así será— y después salieron los sentimientos reprimidos. Empecé a sentirme frustrada y a verme como una persona solitaria y amargada. Pero entonces brotó una enfurecida respuesta de las profundidades de mi corazón y me dije a mí misma: «Esta vez no te voy a juzgar por pensar eso».
Mi mente intentó protestar, diciendo: «Sí, pero eres una fracasada, una perdedora, y nunca llegarás a nada…».
Y, de repente, fue como si me rugiera un león dentro del pecho, ahogando con su furia todos aquellos disparates. Una voz me bramó por dentro, una voz atronadora que no había oído en mi vida. Era tan potente —internamente, eternamente— que me tapé la boca con la mano por miedo a que si la abría y dejaba salir el sonido resquebrajaría los cimientos de todos los edificios de aquí a Detroit.
Y esto fue lo que bramó la voz:
¡NO TIENES NI LA MENOR IDEA DE LO FUERTE QUE ES MI AMOR!
La galerna que acompañaba a esta frase desperdigó la cháchara negativa de mi mente; las ideas huyeron como pájaros y liebres y antílopes, largándose aterrorizadas. Y se hizo el silencio. Un silencio intenso, vibrante y estremecido. El león de la selva de mi corazón miró su apaciguado reino con aire satisfecho. Entonces se relamió, cerró sus ojos dorados y se durmió otra vez.
Y entonces, en medio de ese regio silencio, al fin empecé a meditar sobre (y con) Dios.