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Para entender lo que fue esa experiencia, lo que sucedió ahí dentro («dentro de la cueva de la meditación» y «dentro de mí»), hay que sacar un tema algo esotérico y salvaje; es decir, el tema del kundalini shakti.

Todas las religiones del mundo tienen un subconjunto de fieles que anhela una experiencia directa y trascendente con Dios, rechazando la lectura fundamentalista y el estudio dogmático de las escrituras para buscar un encuentro personal con lo divino. Lo interesante de estos místicos es que, al describir sus experiencias, todos acaban describiendo exactamente el mismo suceso. Normalmente, su unión con Dios se produce en un estado meditativo y se canaliza a través de una fuente de energía que llena el cuerpo entero de una luz eléctrica y eufórica. Los japoneses llaman a esta luz el ki; los budistas chinos, el chi; los balineses, el taksu; los cristianos, el Espíritu Santo; los bosquimanos del desierto de Kalahari, el n/um (que sus curanderos describen como una energía que sube como una serpiente por la columna dorsal y taladra la cabeza para dejar entrar a los dioses). Los poetas sufíes islámicos llamaban a esa energía divina El Venerado y le escribían poesía piadosa. Los aborígenes australianos describen una serpiente que desciende del cielo y entra en el curandero, dándole un enorme poder sobrehumano. La cábala judía dice que esta unión con lo divino se produce en sucesivas etapas de ascensión espiritual, con una energía que asciende por la columna mediante una serie de meridianos invisibles.

Santa Teresa de Ávila, la figura católica más mística, describe su unión con Dios como la ascensión física de una luz a través de las siete «moradas» de su ser, tras lo cual se presentaba como una explosión ante el Ser Supremo. Mediante la meditación entraba en un éxtasis místico tan profundo que sus compañeras monjas no le encontraban el pulso. Ella les rogaba que no contaran a nadie lo que habían presenciado, pues era un suceso tan extraordinario que daría mucho que hablar. (Por no hablar de la posible intervención del Tribunal de la Inquisición). Lo más difícil, escribió la santa en sus memorias, es no emplear el intelecto durante la meditación, pues cualquier pensamiento de la mente —hasta la más fervorosa oración— apaga el fuego de Dios. Según Santa Teresa, «en esta obra de espíritu quien menos piensa y quiere hacer hace más», porque, si la molesta mente empieza a componer discursos y soñar argumentos, tarda poco en darse aires de importancia. Pero, si se logra superar esos pensamientos y ascender hacia Dios, se llega a un «glorioso desatino», a una «celestial locura» que permite encontrar la verdadera sabiduría. Sin saberlo, Santa Teresa decía lo mismo que el poeta sufí persa Hafiz, quien se preguntaba por qué, si Dios nos ama tantísimo, no estamos todos ebrios de amor. En Las moradas Teresa exclamaba que si esas experiencias divinas eran un arrebato de locura, entonces, «¡Oh, qué buena locura, si nos la diese Dios a todos!».

Casi da la sensación de que la última parte del libro la escribe conteniendo la respiración. Al leer a Santa Teresa hoy, nos la imaginamos saliendo de esa experiencia delirante para darse de bruces con la represión política de la España medieval (uno de los regímenes religiosos más tiránicos de la historia), teniendo que disculparse sobria y obedientemente por haber tenido una vivencia tan intensa. Escribe pidiendo perdón por su «atrevimiento» y reitera que nadie debe prestar atención a su necia palabrería, pues, como «no tenemos letras las mujeres», somos comparables con «una alimaña» despreciable. Nos parece estar viéndola, alisándose los faldones del hábito de monja y remetiéndose los mechones sueltos del pelo, guardándose para ella el secreto divino de ese fuego oculto.

El yoga indio clásico llama a este secreto divino el kundalini shakti y lo representa como una serpiente que permanece enrollada en la base de la columna hasta quedar liberada por la mano de un maestro, o por un milagro, ascendiendo entonces a través de los siete chakras, o ruedas (que también podríamos llamar las siete mansiones del alma), hasta llegar a la cabeza, donde se produce la explosión de la unión con Dios. Estos chakras no existen en el cuerpo físico, según los yoguis, así que no es ahí donde deben buscarse; sólo existen en el cuerpo sutil, ese cuerpo al que se refieren los maestros budistas cuando animan a sus estudiantes a sacar de sí mismos un ser distinto del cuerpo físico, como si sacaran una espada de su vaina. Mi amigo Bob, que es estudiante de yoga y neurocientífico, me explicó lo mucho que le inquietaba la idea de los chakras, que habría que ver en una autopsia para poder creer en su existencia. Pero después de una experiencia meditativa particularmente trascendente empezó a entender el asunto de otra manera. Decía: «Igual que en la literatura existe una verdad literal y una verdad poética, en un ser humano también existe una anatomía literal y una anatomía poética. Una se ve; la otra, no. Una está hecha de huesos y dientes y carne; la otra está hecha de energía y memoria y fe. Pero ambas son igual de verdaderas».

Me gusta que la ciencia y la religión tengan puntos de intersección. Hace poco leí en el New York Times un artículo sobre un equipo de neurólogos que habían cableado el cerebro a un monje tibetano que se presentaba voluntariamente al experimento. Querían observar, desde el punto de vista científico, la conducta de un cerebro trascendente en un momento de iluminación. La mente de una persona que piensa con normalidad tiene un mecanismo en constante movimiento, una tormenta eléctrica de ideas e impulsos que el escáner registra en forma de manchas brillantes amarillas y rojas. Si el sujeto está furioso o agitado, las manchas rojas brillarán con mayor intensidad. Pero a lo largo del tiempo y en las culturas sucesivas los místicos siempre han descrito un momento de la meditación en que la mente se queda quieta y detallan el momento de la unión íntima con Dios como una luz azul que irradian desde el centro del cráneo. El yoga clásico llama a esto «la perla azul» y la meta de todo aspirante a místico es hallarla. Efectivamente, cuando escanearon al monje tibetano mientras meditaba, tenía la mente tan apaciguada que no aparecían manchas rojas ni amarillas. De hecho, toda la energía neurológica de este señor acabó concentrada en el centro de su cerebro —se veía perfectamente en el monitor—, formando una pequeña y nítida perla de color azul. Tal y como los yoguis la habían descrito siempre.

Éste es el destino del kundalini shakti.

La mística india tradicional y muchas de las culturas chamanísticas consideran que el kundalini shakti es una fuerza peligrosa para manejarla sin supervisión; un yogui inexperto podría volarse la cabeza con ella literalmente. Hace falta un maestro —un gurú— para guiarte por esta senda y, en el mejor de los casos, un lugar seguro —un ashram— en el que practicarlo. Se dice que es la mano del gurú (en persona o mediante un encuentro más sobrenatural, como un sueño) la que libera la energía kundalini presa en la base de la espina dorsal y le permite iniciar su viaje ascendente hacia Dios. Este momento de liberación se llama shaktipat, iniciación divina, y es el mayor don de un maestro iluminado. Tras ese contacto con el gurú el estudiante puede tardar años en lograr la iluminación, pero al menos ha iniciado el viaje. Ha liberado la energía.

Mi shaktipat, mi iniciación, fue hace dos años, cuando conocí a mi gurú en Nueva York. Fue durante un retiro en su ashram de los montes Catskill. Si he de ser sincera, no noté nada especial. Medio esperaba tener un encuentro resplandeciente con Dios, algo así como un relámpago azul o una visión profética, pero al buscar efectos especiales en mi cuerpo, lo único que noté fue que tenía un poco de hambre, como siempre. Recuerdo haber pensado que no debía de tener la fe suficiente como para experimentar algo tan salvaje como un kundalini shakti liberado. Pensé que era demasiado cerebral, poco intuitiva y que mi senda espiritual tendría que ser más intelectual que esotérica. Rezaría, leería libros, tendría ideas interesantes, pero no lograría ascender a la felicidad meditativa que describe Santa Teresa. Aunque me daba igual, porque me seguía gustando meditar. El kundalini shakti no era lo mío y punto.

Al día siguiente, sin embargo, me pasó una cosa interesante. Nos volvimos a reunir con la gurú para que nos guiara en nuestra meditación. En medio de la historia yo me quedé dormida (o algo parecido) y tuve un sueño. Me veía en una playa ante el mar. Las olas eran enormes y terroríficas y cada vez había más. De repente un hombre aparecía a mi lado. Era el maestro de la gurú, un yogui poderoso al que me referiré como Swamiji (que significa «monje venerado» en sánscrito). Swamiji había muerto en 1982 y yo sólo lo había visto en las fotos que había por el ashram. Cuando lo miraba —he de admitirlo—, siempre me parecía un tío bastante temible, demasiado poderoso, demasiado candente para mi gusto. Desde el primer momento había procurado huir de él, huir de sus ojos penetrantes, que parecían mirarme desde la pared. Me abrumaba, la verdad. No era mi tipo de gurú. Siempre había preferido a mi hermosa maestra, una mujer sensible, femenina y que, además, estaba viva, a aquel personaje difunto, pero terrorífico.

Pero Swamiji se me había aparecido en sueños; lo tenía a mi lado en la playa en plena posesión de su energía. Lo miré aterrorizada. Él señaló hacia las olas y dijo con voz seria: «Quiero que me digas qué se puede hacer para frenar eso». En pleno ataque de pánico yo sacaba un cuaderno y me ponía a dibujar inventos para impedir avanzar las olas del océano. Dibujaba enormes diques y canales y presas. Pero todos mis diseños eran estúpidos e inútiles. Sabía perfectamente que aquello me rebasaba (¡no soy ingeniera!), pero tenía a Swamiji mirándome, impaciente y severo. Al final acabé rindiéndome. Ninguno de mis inventos era lo bastante inteligente, ni lo bastante fuerte, como para evitar el ímpetu de las olas.

Fue entonces cuando oí reírse a Swamiji. Miré a aquel hombrecillo indio vestido de naranja y me di cuenta de que se estaba tronchando de la risa, estaba literalmente doblado, restregándose los ojos para secarse las lágrimas.

—Dime, querida mía —me dijo, señalando hacia el océano colosal, poderoso, interminable y agitado—. Dime una cosa, si eres tan amable, ¿cómo, exactamente, pensabas parar eso?