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Entre la ristra de trabajos que ha tenido Richard el Texano en su vida —y sé que estoy pasando muchos por alto— está el de minero de petróleo, conductor de un camión de esos de dieciocho ruedas, el primer distribuidor de calzado Birkenstock de las montañas Dakota, «saquero» en un depósito de residuos del Medio Oeste (lo siento, pero no tengo tiempo para explicar lo que es un «saquero»), obrero constructor de autopistas, vendedor de coches de segunda mano, soldado en Vietnam, «intermediario en operaciones financieras» (normalmente relacionadas con narcóticos mexicanos), yonqui y alcohólico (suponiendo que se pueda considerar una profesión), exyonqui y exalcohólico (profesión mucho más respetable), granjero hippy en una comuna, actor de doblaje radiofónico y, por último, un exitoso vendedor de material médico de alta gama (hasta que su matrimonio se fue al garete y dejó el negocio a su ex y se quedó «con el culo al aire, con lo blanco que lo tengo»). Ahora se dedica a arreglar casas viejas en Austin.

—Nunca he tenido vocación para las carreras y eso —dice—. Por eso he ido haciendo lo que me iba saliendo.

A Richard el Texano no le preocupan muchas cosas en esta vida. No se puede decir que sea un neurótico. No, señor. Pero yo sí soy un poco neurótica y por eso le acabo teniendo un cariño enorme. La presencia de Richard en este ashram me da una gran seguridad, aparte de divertirme mucho. Tiene una monumental pachorra que me aplaca ese nerviosismo inherente y me recuerda que todo va a salir bien. (Y, si no sale bien, al menos será cómico). Había una serie de dibujos animados donde salía un gallo chuleta que se llamaba Foghorn Leghorn. El caso es que Richard se le parece, y yo me convierto en su charlatana colega, la gallina Chickenhawk. Como diría Richard en su propio lenguaje: «La Zampa y yo nos pasábamos el día matados de risa».

La Zampa.

Ése es el mote que me ha puesto Richard. Le dio por llamarme así la noche en que nos conocimos, cuando vio lo mucho que era capaz de comer. Intenté defenderme («¡Si estaba concentrada en comer con disciplina y voluntad!»), pero me quedé con el nombrecito.

Puede que Richard el Texano no sea el típico yogui. Aunque, por lo que he visto en India, no está tan claro lo que es «el típico yogui». (No quiero explayarme sobre el granjero de la Irlanda rural al que conocí el otro día, o la exmonja surafricana). Richard entró en contacto con este tipo de yoga por una exnovia que lo llevó en coche de Texas al ashram de Nueva York para ir a una conferencia de la gurú. Richard lo explica así: «El ashram me parecía el sitio más raro del mundo y estaba seguro de que tenían un cuarto donde te obligaban a darles todo tu dinero y las escrituras de la casa y los papeles del coche, pero no me pasó nada de eso…».

Después de esa experiencia, que fue hace unos diez años, a Richard le dio por rezar. Siempre pedía lo mismo. Le suplicaba a Dios: «Por favor, por favor, ábreme el corazón». Eso era lo único que quería: un «corazón abierto». Cuando acababa la oración para pedírselo a Dios, siempre decía: «Y, por favor, mándame una señal cuando suceda». Ahora, al recordar aquella época, siempre dice: «Ten cuidado con lo que pides, Zampa, porque puede que te lo den». Y después de pasarse varios meses pidiendo un corazón abierto, ¿qué le pasó a Richard? Pues, sí, una operación urgente a corazón abierto. Le abrieron el pecho de arriba abajo, literalmente, separándole las costillas para que le entrase la luz del sol en el corazón, como si Dios le dijera: «Conque una señal, ¿eh? ¡Pues toma señal!». Desde entonces Richard se toma con bastante cautela el asunto de las oraciones, según me cuenta. «Hoy en día, cuando pido algo, siempre acabo diciendo: “Oye, Dios, una cosa más. Trátame con cariño, ¿vale?”».

—¿Y qué hago con el tema de la meditación? —le pregunto a Richard un día mientras me mira fregar el suelo del templo.

(Él ha tenido suerte. Trabaja en la cocina y como pronto tiene que aparecer por allí una hora antes de la cena. Pero le gusta verme fregar el suelo del templo. Le hace gracia).

—¿Por qué le das tantas vueltas a ese tema, Zampa?

—Porque es un asco lo mal que lo hago.

—No será para tanto.

—No consigo tener la mente quieta.

—Acuérdate de lo que nos dice la gurú. Si te sientas con la intención pura de ponerte a meditar, lo que te pase a partir de ahí no es cosa tuya. Así que ¿por qué te ha dado por juzgar tu experiencia?

—Porque el yoga no puede ser como yo lo experimento.

—Zampa, cielo. No tienes ni la menor idea de lo que está sucediendo aquí.

—Jamás tengo visiones ni experiencias trascendentes.

—¿Quieres ver colores bonitos? ¿O quieres saber la verdad sobre ti misma? ¿Cuál es tu intención?

—Cuando intento meditar, lo único que hago es discutir conmigo misma.

—Eso no es más que tu ego, que quiere mantener el control. Ésa es precisamente la función del ego. Hacerte sentir distinta, darte una sensación de dualidad, intentar convencerte de que eres imperfecta y defectuosa en lugar de un ser completo.

—Pero ¿eso de qué me sirve?

—No te sirve de nada. La función del ego no es servirte a ti. La única función del ego es tener el control. Y en este momento tu ego está aterrorizado, porque estás a punto de bajarlo de rango. Es un chico malo y sabe que como sigas con tu camino espiritual, nena, sus días están contados. Dentro de poco se va a quedar sin trabajo y será tu corazón el que tome todas las decisiones. Y ahora está en plena lucha por su vida; por eso juega con tu mente, para imponer su autoridad, encerrarte en una jaula y alejarte del resto del universo. No lo escuches.

—¿Qué se hace para no escucharlo?

—¿Alguna vez has intentado quitarle un juguete a un niño pequeño? No les gusta nada, ¿verdad? Enseguida se ponen a gritar y patalear. La mejor manera de quitar un juguete a un niño es distraerlo, darle otra cosa con la que jugar. Distraerlo. En lugar de intentar sacar pensamientos de tu mente por las malas, dale un juguete mejor para tenerla distraída. Algo más sano.

—¿Como qué?

—Como amor, Zampa. Amor puro y divino.