Una de las primeras personas con quienes compartí habitación en el ashram fue una instructora de meditación afroamericana de mediana edad, una piadosa baptista de Carolina del Sur. Posteriormente compartiría habitación con una bailarina argentina, una homeópata suiza, una secretaria mexicana, una australiana madre de cinco hijos, una joven programadora informática de Bangladesh, una pediatra de Maine y una contable filipina. También habría otros, que vendrían y se irían al irse cumpliendo sus respectivas estancias.
Este ashram no es un sitio al que se pueda venir de visita sin previo aviso. En primer lugar, no es demasiado accesible. Está lejos de Mumbai, en un camino de tierra junto a una aldea bonita pero elemental (formada por una calle, un templo, un puñado de tiendas y una población de vacas que se pasean a sus anchas, entrando a menudo en la sastrería a echarse la siesta). Una noche vi una bombilla de sesenta vatios colgada precariamente de un cable en mitad del pueblo; es la farola del lugar. El ashram potencia la economía local, por llamarle algo, y es el gran orgullo del pueblo. Fuera de los muros del ashram todo es mugre y pobreza. Dentro, todo son jardines regados, parterres de flores, orquídeas ocultas, trinos de pájaros, mangos, árboles del pan, anacardos, palmeras, magnolias y árboles banyán. Los edificios son bonitos, pero no extravagantes. El comedor es sencillo, tipo cafetería. La extensa biblioteca contiene textos religiosos del mundo entero. También hay varios templos para los distintos tipos de reuniones. Tienen dos «cuevas» para la meditación, unos oscuros y silenciosos sótanos abiertos día y noche, llenos de cómodos cojines, que sólo pueden usarse para meditar. En el pabellón cubierto del jardín es donde se dan las clases de yoga por la mañana y hay una especie de parque rodeado de un sendero ovalado donde los estudiantes pueden correr si quieren hacer ejercicio. Yo duermo en un enorme dormitorio de cemento.
Mientras yo estuve, en el ashram nunca hubo más de doscientos huéspedes. Estando presente la gurú, esa cifra habría aumentado considerablemente, pero no coincidí con ella durante toda mi estancia en India. La verdad es que me lo esperaba; parecía ser que iba mucho a Estados Unidos, precisamente, pero tenía la costumbre de aparecer de repente, por sorpresa. No se considera esencial estar en su presencia —literalmente— para estudiar sus enseñanzas. Obviamente, vivir en el mismo lugar que un maestro de yoga es una experiencia única que da una energía especial, cosa que ya he vivido. Pero muchos de los devotos veteranos están de acuerdo en que también puede ser una distracción; si no tienes cuidado, puedes dejarte llevar por la emoción y el aura de popularidad que rodea al gurú, olvidando tus auténticas intenciones. Sin embargo, si te limitas a estar en uno de sus ashrams y te disciplinas para practicar sus enseñanzas con austeridad, te puede resultar más fácil comunicarte con tu maestra mediante estas meditaciones solitarias que abrirte paso entre hordas de estudiantes fanáticos para poder soltarle un par de palabras en persona.
En el ashram hay algún que otro empleado fijo, pero la mayor parte del trabajo la hacen los propios estudiantes. También hay paisanos de la aldea, unos a sueldo y otros, los devotos del gurú, que viven aquí. Uno de ellos, un joven indio que andaba por el ashram, me tenía verdaderamente fascinada. Había algo en su (siento usar la palabra, pero…) aura que resultaba arrebatador. Para empezar, era increíblemente delgado (aunque eso es bastante común en este país; si en este mundo hay algo más escuálido que un niño indio, me daría hasta miedo verlo). Iba vestido como se vestían en mi colegio los forofos informáticos cuando iban a un concierto de pop: pantalones oscuros y una camisa blanca bien planchada y grandona, con un pescuezo delgado y larguirucho que le asomaba del cuello como una margarita solitaria plantada en una maceta gigante. El pelo siempre lo llevaba mojado y repeinado. El cinturón de hombre le daba dos vueltas en torno a una cintura que mediría cincuenta centímetros, como mucho. Todos los días llevaba lo mismo. Estaba claro que era su único atuendo. Seguro que se lavaba la camisa todas las noches y la planchaba por la mañana. (Aunque este esmero en la vestimenta también es típico de aquí; al poco de llegar, los atuendos almidonados de los estudiantes indios me hicieron avergonzarme de mis vestidos de campesina arrugados y empecé a ponerme ropa más mirada y discreta). Pero ¿qué me pasaba con ese chico? ¿Por qué me impresionaba tanto ese rostro, un rostro tan impregnado de luminiscencia que parecía recién llegado de unas largas vacaciones en la Vía Láctea? Acabé preguntando a una estudiante india quién era el chico. La chica me contestó sin rodeos: «Es el hijo de los tenderos del pueblo. Son una familia muy pobre. La gurú lo ha invitado a quedarse aquí. Cuando ese chico toca el tambor, suena como la voz de Dios».
En el ashram hay un templo abierto al público general adonde acuden muchos indios, a todas horas del día, a rendir tributo a una estatua del siddhayogui (o «maestro perfeccionado») que estableció esta forma de enseñanza allá por la década de 1920 y que aún es venerado en India como un gran santo. Pero el resto del ashram es sólo para estudiantes. No es un hotel ni un complejo turístico. Se parece más a una universidad. Para venir, hay que enviar una solicitud y sólo aceptan como residentes a quienes demuestren que llevan un tiempo estudiando yoga en serio. La estancia mínima que se requiere es de un mes. (Yo he decidido quedarme seis semanas y después recorrer India por mi cuenta, visitando otros templos, ashrams y lugares de culto).
Los estudiantes que hay aquí se dividen, casi a partes iguales, en indios y occidentales (que a su vez se dividen en dos grupos casi equivalentes de estadounidenses y europeos). Los cursos son en hindi y en inglés. Al enviar tu solicitud debes incluir un ensayo escrito, una serie de referencias personales y responder a varias preguntas sobre tu salud mental y física, incluido cualquier posible historial de drogadicción o alcoholismo, además de garantizar una estabilidad económica. La gurú no quiere que la gente aproveche su ashram para huir del caos en que hayan podido convertir sus vidas; estos casos no benefician a nadie. También mantiene que, si tu familia y tus seres queridos tienen algún motivo poderoso para resistirse a que estudies con un gurú y vivas en un ashram, no debes hacerlo, porque no merece la pena. Más te vale seguir con tu vida normal y ser una buena persona. No hay ningún motivo para convertir esto en un dramón.
La enorme sensatez de esta mujer siempre me ha resultado de lo más reconfortante.
Para venir aquí, por tanto, hay que demostrar que uno también es un ser humano sensato y práctico. Debes dejar claro que estás dispuesto a trabajar, porque se espera de ti que contribuyas al funcionamiento general del lugar con unas cinco horas de seva o «labor desinteresada». La dirección del ashram también te ruega que si has tenido algún trauma sentimental grave en los últimos seis meses (divorcio, muerte de un pariente), por favor, pospongas tu visita, porque es muy probable que no logres concentrarte en tus estudios y, si tienes una crisis o algo así, lo único que vas a conseguir es distraer a tus compañeros. En mi caso, acabo de pasar el periodo estipulado para recuperarme del divorcio. Y cuando pienso en la angustia mental que pasé justo después de poner fin a mi matrimonio, no tengo ninguna duda de que habría sido un enorme estorbo para los residentes del ashram si hubiera venido en ese momento. Mucho mejor haber descansado en Italia primero, haber recuperado la energía y la salud, y haber venido ahora. Porque, estando aquí, me va a venir bien disponer de todas mis energías.
Te piden que vengas aquí estando fuerte, porque la vida que se lleva en un ashram es dura. No sólo físicamente, empezando la jornada a las tres de la madrugada y acabando a las nueve de la noche, sino psicológicamente. Todos los días vas a dedicar horas y horas a la meditación y la contemplación, en absoluto silencio, sin nada que te distraiga o alivie del mecanismo de tu mente. Vas a vivir en un espacio reducido con absolutos desconocidos en plena India rural. Hay insectos, serpientes y ratones. El clima puede ser agobiante; a veces llueve a cántaros durante varias semanas seguidas, a veces hace más de cuarenta grados a la sombra antes de desayunar. Aquí la vida se puede poner crudamente real, por así decirlo, en cuestión de segundos.
Mi gurú siempre dice que si vienes al ashram sólo te pasa una cosa: que descubres quién eres de verdad. Así que, si estás al borde de la locura, prefiere que te ahorres el viaje. Porque, francamente, nadie quiere tener que sacarte de aquí con una cuchara de madera entre los dientes.