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—¿Por qué hacemos yoga?

Una vez, en Nueva York, durante una clase de yoga bastante difícil, mi profesor nos hizo esa pregunta. Estábamos todos contorsionados, intentando aguantar en una agotadora postura de triángulo lateral y llevábamos así mucho más tiempo del habitual.

—¿Por qué hacemos yoga? —volvió a preguntarnos—. ¿Para estar más ágiles que nuestros vecinos? ¿O puede que tengamos un motivo más elevado?

La palabra «yoga», que viene del sánscrito, puede traducirse por «unión». La raíz lingüística es yuj, que significa «ponerse el yugo»; es decir, dedicarse a una labor con la disciplina de un buey. Y la labor del yoga es hallar la unión entre la mente y el cuerpo, entre el individuo y su dios, entre nuestros pensamientos y la fuente de nuestros pensamientos, entre el maestro y el alumno e, incluso, entre uno mismo y esos vecinos a veces tan poco ágiles. En Occidente se tiene la idea de que el yoga consiste en hacer unos complicados ejercicios en los que hay que retorcer mucho el cuerpo, pero eso sólo se hace en el hatha yoga, una rama de la filosofía general. Los primeros maestros del yoga no desarrollaron estos ejercicios para estar en buena forma física, sino para desentumecer el cuerpo y prepararlo para la meditación. Al fin y al cabo es difícil pasar muchas horas quieto si te duele la cadera, impidiéndote contemplar tu divinidad intrínseca porque sólo puedes pensar: «Joder, cómo me duele la cadera».

Pero el yoga también puede ser intentar encontrar a Dios mediante la meditación, el estudio, la práctica del silencio, el culto religioso o el mantra; es decir, la repetición de palabras sagradas en sánscrito. Pese a que algunas de estas palabras tienen derivaciones de aspecto bastante hindú, el yoga no es sinónimo del hinduismo ni todos los hindúes son yoguis.

El auténtico yoga no compite con ninguna religión ni pretende ser excluyente. El yoga —la práctica disciplinada de una unión sagrada— se puede emplear para acercarse a Krisna, a Jesús, a Mahoma, a Buda o a Yahvé. Durante la temporada que pasé en el ashram conocí a devotos que se identificaban como fervientes cristianos, judíos, budistas, hindúes e, incluso, musulmanes. También conocí a otros, sin embargo, que preferían no dar a conocer sus convicciones religiosas, hecho del que no se les puede culpar, dado lo contencioso que es este mundo nuestro.

Uno de los objetivos del yoga es desentrañar los fallos inherentes a la condición humana, que definiré sencillamente como una desoladora incapacidad para la satisfacción. A lo largo de los siglos las sucesivas escuelas filosóficas han ido dando explicaciones a esa esencia aparentemente defectuosa del ser humano. Los taoístas lo llaman desequilibrio, los budistas lo achacan a la ignorancia, el islam imputa nuestra miseria a la rebelión contra Dios y la tradición judeocristiana atribuye todo nuestro sufrimiento al pecado original. La escuela freudiana afirma que la infelicidad es el resultado inevitable del choque entre nuestros impulsos naturales y las necesidades de la civilización. (La explicación psicológica de mi amiga Deborah es: «El deseo es el fallo del diseño»). Los yoguis, sin embargo, afirman que el descontento humano es un sencillo caso de falsa identidad. Sufrimos cuando nos consideramos un simple individuo que se enfrenta en solitario a sus miedos, defectos y resentimientos y, ante todo, a su mortalidad. Creemos, equivocadamente, que nuestro pequeño y limitado ego constituye toda nuestra naturaleza. No hemos logrado hallar nuestro carácter divino, que se halla a un nivel más profundo. No nos damos cuenta de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un Ser Supremo que disfruta de una paz eterna. Ese Ser Supremo es nuestra identidad verdadera, universal y divina. Según los yoguis, antes de conocer esta verdad estaremos siempre sumidos en la desesperación, noción que expresa perfectamente esta frase del estoico griego Epicteto: «Pobre desgraciado, que llevas a Dios en tu interior y no lo sabes».

El yoga es un intento de experimentar nuestra divinidad personal y conservarla para siempre. El yoga está relacionado con el autocontrol y el inmenso esfuerzo que supone dejar de lamentarnos continuamente de nuestro pasado y de preocuparnos a todas horas por nuestro futuro para buscar, por el contrario, una eterna presencia desde la que poder contemplarse pacíficamente a uno mismo y a su entorno. Solamente desde ese punto de equilibrio mental se nos revelará la verdadera naturaleza del mundo (y la nuestra). Los verdaderos yoguis, sentados en sus tronos de paz y equilibrio, contemplan el mundo entero como una manifestación total de la energía creativa de Dios: hombres, mujeres, niños, lechugas, chinches, corales… Todo forma parte del disfraz de Dios. Pero para un yogui la vida humana es una oportunidad singular, porque sólo encarnados en un cuerpo humano y con una mente humana podemos darnos cuenta de nuestra esencia divina. Las lechugas, las chinches y los corales nunca llegarán a saber lo que realmente son. Nosotros, en cambio, sí tenemos esa oportunidad.

«Nuestro único cometido en esta vida», escribió San Agustín con el talante de un maestro yogui, «es procurar ver a Dios con los ojos de nuestro corazón».

Como sucede con todos los grandes conceptos filosóficos, esto es sencillo de entender, pero casi imposible de asimilar. De acuerdo, así que todos formamos parte de un gran todo, y la divinidad reside en todos nosotros por igual. Muy bien. Entendido. Pero ahora veamos si somos capaces de vivir con esa idea. Intentemos poner en práctica ese concepto las veinticuatro horas del día. No es tan fácil. Por eso en India se da por hecho que para hacer yoga se necesita un maestro. A no ser que se nazca siendo uno de esos santos resplandecientes que vienen a esta vida totalmente actualizados, lo normal es dejarse guiar en el camino hacia la iluminación. Si tienes suerte, darás con un gurú vivo. Por eso India lleva años llenándose de peregrinos. En el siglo IV a. C. Alejandro Magno envió un embajador a India con el encargo de hallar a uno de esos célebres yoguis y regresar a la corte con él. (Al parecer, el embajador informó de que había encontrado un yogui, pero no pudo convencerlo de hacer el viaje). En siglo I d. C. Apolonio de Tiana, filósofo y matemático griego, escribía narrando su viaje por India: «Vi brahmanes indios que vivían en la Tierra, pero sin estar del todo en ella; que estaban amurallados sin murallas; que no poseían nada, pero tenían las riquezas de todos los hombres». El propio Gandhi siempre quiso estudiar con un gurú, pero siempre se lamentó de no haber tenido el tiempo ni la oportunidad de hallarlo. «Creo que es muy cierta la creencia de que la verdadera sabiduría no puede alcanzarse sin un gurú», escribió.

Un gran yogui es quien ha alcanzado un estado permanente de felicidad iluminada. Un gurú es un gran yogui capaz de comunicar ese estado a los demás. La palabra gurú se compone de dos sílabas sánscritas. La primera significa «oscuridad»; la segunda significa «luz». Es decir, el paso de la oscuridad a la luz. Lo que el maestro traspasa al discípulo se llama la mantravirya: «La potencia de la conciencia iluminada». Acudimos a un gurú, por tanto, no sólo para que nos comunique su sabiduría, como cualquier maestro, sino para que nos traspase su estado de gracia.

Estas transferencias de la «gracia» pueden darse hasta en un encuentro de lo más fugaz, tratándose de un gran ser. Una vez fui a ver a Thich Nhat Hanh —un gran monje, poeta y pacifista vietnamita—, que daba una conferencia en Nueva York. Era una noche entre semana y se había armado el típico barullo de gente empujando para abrirse paso hacia el auditorio, donde casi se respiraba la tensa inquietud del nerviosismo colectivo de los asistentes. En ese momento apareció el monje en el escenario. Estuvo un buen rato en silencio antes de empezar a hablar y, de repente, la gente del público —casi se veía cómo les iba afectando, fila tras fila, a aquella masa de neoyorquinos estresados— se quedó colonizada por la tranquilidad de aquel hombre. En cuestión de segundos en la sala no había ni el menor revuelo. En unos diez minutos aquel vietnamita diminuto había logrado atraernos a todos hacia su silencio. O quizá sea más preciso decir que nos había atraído hacia nuestro propio silencio, hacia esa paz que cada uno de nosotros posee de manera inherente sin haberla descubierto ni reclamado. Su capacidad para comunicarnos ese estado —con su mera presencia en la sala— es un don divino. Y por eso se acude a un gurú, con la esperanza de que los dones del maestro nos revelen nuestra propia grandeza oculta.

Según la sabiduría india tradicional hay tres factores que nos indican si un alma está bendecida con la suerte más poderosa y beneficiosa del universo:

1. Haber nacido en forma de ser humano, capaz de llevar a cabo una indagación consciente.

2. Haber nacido con —o haber desarrollado— una necesidad de entender la naturaleza del universo.

3. Haber hallado un maestro espiritual vivo.

Existe la teoría de que, si anhelamos hallar un gurú con la suficiente sinceridad, nuestro anhelo se cumplirá. El universo se altera, las moléculas del destino se reorganizan y nuestro camino pronto se cruzará con el del maestro buscado. Apenas había pasado un mes después de la noche en que recé desesperada en el suelo del cuarto de baño —una noche llorosa en que supliqué a Dios que me diera alguna respuesta— cuando encontré a mi gurú al entrar en el apartamento de David y darme de bruces con la foto de aquella asombrosa mujer india. Por supuesto, aún no tenía claro el concepto de tener un gurú. Es una palabra que a los occidentales, por norma general, no nos acaba de convencer. En la década de 1970 hubo una serie de occidentales inquietos, ricos, inocentes y susceptibles que acabaron en manos de un puñado de gurús indios tan carismáticos como caraduras. Las aguas se han calmado ya, pero aún resuenan los ecos de aquel malentendido. Pese al tiempo transcurrido yo también desconfío de la palabra gurú. A mis amigos indios no les sucede, porque han crecido en la cultura del gurú, por así decirlo, y están acostumbrados a ello. Como me dijo una chica india: «¡En India todo el mundo casi tiene un gurú!». Estaba claro lo que quería decir (que, en India, casi todo el mundo tiene un gurú), pero yo me sentí más identificada con la frase de ella, porque a veces me da la sensación de que casi tengo un gurú. Es decir, hay ocasiones en que me cuesta admitirlo, porque, como buena ciudadana de Nueva Inglaterra que soy, mi herencia intelectual se basa en el escepticismo y el pragmatismo. En cualquier caso, tampoco se puede decir que saliera conscientemente de compras en busca de un gurú. Apareció y punto. Y la primera vez que la vi me dio la sensación de que me miraba desde la foto —con esos ardientes ojos negros llenos de compasión inteligente— y me decía: «Me has llamado y aquí estoy. ¿Quieres seguir adelante o no?».

Olvidándome de las bromas nerviosas y las inquietudes propias de un cruce de culturas, siempre habré de recordar lo que le respondí aquella noche: un sincero y descarnado sí.