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Este año el cumpleaños de Luca Spaghetti cae en el día de Acción de Gracias estadounidense, así que quiere celebrarlo con un pavo asado. Nunca se ha comido un buen pavo asado de esos grandes y rollizos, al estilo americano, aunque los ha visto en películas. Está convencido de que hacer un banquete así tiene que ser sencillo (sobre todo si lo ayudo yo, una auténtica americana). Dice que podemos usar la cocina de sus amigos Mario y Simona, que tienen una casa enorme y preciosa en la sierra de Roma, donde Luca siempre hace sus fiestas de cumpleaños.

Y éste era su plan para la fiesta: él me pasaba a buscar sobre las siete de la tarde, al salir de trabajar, para ir los dos juntos a la casa de su amigo —al norte de Roma, a una hora en coche—, donde nos íbamos a reunir con los demás invitados a la fiesta para beber unos vinos y conocernos un poco antes de las nueve de la noche, más o menos, cuando empezaríamos a asar un pavo de diez kilos de peso…

Tuve que explicar a Luca cuánto se tarda en asar un pavo de diez kilos. Le dije que, con ese plan suyo, el pavo de su fiesta de cumpleaños estaría listo para la madrugada del día siguiente. Se quedó destrozado.

—¿Y si compramos un pavo muy pequeño? ¿Un pavo recién nacido?

—Luca —le dije—, lo mejor es no meterse en líos y comer pizza, como hacen todas las familias americanas disfuncionales el día de Acción de Gracias.

Pero sigue hecho polvo con ese tema. Y la verdad es que estos días hay un ambiente tristón en toda Roma. Ha llegado el frío. Los basureros y los empleados de tren y el personal de las líneas aéreas se han puesto todos en huelga a la vez. Acaban de publicar un estudio donde se dice que el treinta y seis por ciento de los niños italianos tienen alergia al gluten de la pasta, la pizza y el pan, así que la cultura italiana se va al garete. Peor aún, hace poco he visto un artículo con un titular chocante: «Insoddisfatte 6 Donne su 10!». Es decir, que seis de cada diez mujeres italianas están sexualmente insatisfechas. Por otra parte, un treinta y cinco por ciento de los hombres italianos tienen dificultades para mantener un’erezione, cosa que tiene perplejos a los científicos y que me hace plantearme si el sexo puede seguir considerándose la palabra de la ciudad de Roma o no.

En cuanto a malas noticias, pero serias, diecinueve soldados italianos han muerto recientemente en la guerra de los Americanos (como la llaman aquí) en Irak. Es el mayor número de bajas por motivos bélicos desde la Segunda Guerra Mundial. Los romanos se quedan espantados y la ciudad entera guarda luto el día que entierran a los jóvenes soldados. La mayoría de los italianos no quieren tener nada que ver con la guerra de George Bush. Su participación se debe a la decisión de Silvio Berlusconi, el primer ministro italiano (a quien la gente llama l’idiota). Este hombre de negocios antiintelectual, dueño de un equipo de fútbol y envuelto en una pátina engominada de corrupción y sordidez, que suele avergonzar a sus conciudadanos haciendo gestos soeces en el Parlamento europeo, que domina el arte de fate l’aria fritta (marear la perdiz), que manipula astutamente los medios de comunicación (cosa fácil si eres el dueño) y cuya conducta habitual no es la de un líder mundial, sino la de un alcalde de Waterbury (eso es un chiste local que sólo entenderán los ciudadanos de Connecticut, lo siento), ahora ha involucrado a los italianos en una guerra con la que no se identifican en absoluto.

—Han dado la vida por la libertad —dijo Berlusconi en el entierro de los diecinueve soldados italianos, aunque la mayoría de los romanos tienen otra opinión: Han muerto por una vendetta personal de George Bush. Este trasfondo político podría derivar en cierta hostilidad hacia un estadounidense de visita en Italia. De hecho, cuando llegué, esperaba encontrarme con cierto resentimiento, pero la mayoría de los italianos se solidarizan conmigo. Cuando sale a relucir George Bush, lo relacionan con Berlusconi y dicen: «Te entendemos de sobra. Aquí tenemos uno que es igual».

Yo he pasado por eso.

Dadas las circunstancias, resulta extraño que Luca quiera celebrar su cumpleaños como un día de Acción de Gracias estadounidense, pero la verdad es que a mí me gusta la idea. Es una festividad agradable, de la que un americano puede sentirse orgulloso y, además, es de las pocas conmemoraciones nacionales que no se han comercializado del todo. Es un día espiritual, de agradecimiento, de unión y también, eso sí, de placer. Por eso puede que nos venga bien a todos en este momento.

Mi amiga Deborah ha venido de Filadelfia a pasar este fin de semana en Roma y a celebrar Acción de Gracias conmigo. Deborah es una psicóloga de renombre internacional, además de escritora y teórica feminista, pero yo la sigo considerando mi clienta favorita, porque la conocí cuando yo era camarera de un restaurante en Filadelfia y ella venía a comer y pedía Coca-Cola light sin hielo y hacía comentarios ingeniosos desde el otro lado de la barra. La verdad es que le daba un toque chic al tugurio ése. Somos amigas desde hace más de quince años. Quien también va a la fiesta de Luca es Sofie, que es amiga mía desde hace unas quince semanas. A una cena de Acción de Gracias puede ir cualquiera. Y sobre todo si es el cumpleaños de Luca Spaghetti.

Al anochecer salimos en coche de la exhausta y estresada ciudad de Roma, subiendo hacia la sierra. A Luca le encanta la música pop americana, así que vamos oyendo a los Eagles a todo meter y cantando: «Take it… to the limit… one more time!!!!», una banda sonora californiana que desentona un poco con los olivares y los vetustos acueductos. Llegamos a casa de los amigos de Luca, Mario y Simona, que tienen dos gemelas de 12 años, Giulia y Sara. Paolo —un amigo de Luca al que ya conozco de los partidos de fútbol— también está con su novia. Obviamente, también está la novia de Luca, Giuliana, que ha venido a primera hora de la tarde. La casa es una belleza, rodeada de olivos y mandarinos y limoneros. La chimenea está encendida. El aceite de oliva es casero.

Ya se sabe que no hay tiempo para asar un pavo de diez kilos, pero Luca saltea unas estupendas pechugas de pavo y yo dirijo un comando relámpago encargado de hacer el relleno típico de Acción de Gracias, procurando acordarme de la receta, hecha de migas de un exquisito pan italiano con una serie de concesiones culturales irremediables (dátiles en lugar de albaricoques; hinojo en lugar de apio). Curiosamente, sale genial. A Luca le preocupaba el asunto de la conversación, dado que la mitad de los invitados no sabe inglés y la otra mitad no sabe italiano (y Sofie es la única que habla sueco), pero resulta ser una de esas cenas milagrosas en que todos se entienden con todos perfectamente y, si no, la persona de al lado te ayuda a traducir esa palabra que se te escapa.

He perdido la cuenta de cuántas botellas de vino de Cerdeña bebemos antes de que Deborah nos sugiera, una vez sentados, que sigamos esa costumbre estadounidense tan estupenda de darnos todos la mano y que vayamos diciendo —por turnos— lo que más agradecemos en nuestra vida. Y es así como se desarrolla, en tres idiomas, esta ceremonia de gratitud, un testimonio tras otro.

Deborah empieza diciendo que agradece que Estados Unidos pueda elegir un nuevo presidente en breve. Sofie dice (primero en sueco, luego en italiano y, por último, en inglés) que agradece a los italianos su grandeza de corazón y los cuatro meses de placer que ha experimentado en este país. Las primeras lágrimas se ven cuando Mario —nuestro anfitrión— llora abiertamente al agradecer a Dios el trabajo que le ha permitido tener esta hermosa casa de la que disfrutan su familia y sus amigos. Paolo nos arranca una carcajada al decir que él también agradece que Estados Unidos tenga en breve la posibilidad de elegir un nuevo presidente. Todos nos sumimos en un respetuoso silencio cuando la pequeña Sara, una de las gemelas de 12 años, nos dice valientemente que se alegra de estar aquí esta noche con una gente tan amable, porque en el colegio lo está pasando mal últimamente —algunos de sus compañeros de clase la han tomado con ella—, «así que os doy las gracias por ser simpáticos conmigo y no bordes, como ellos». La novia de Luca dice que da las gracias a Luca por tantos años de lealtad y por el cariño con el que ha cuidado de la familia de ella en los malos tiempos. Simona —nuestra anfitriona— llora incluso más que su marido al dar las gracias por esta nueva costumbre, esta ceremonia de agradecimiento que han traído a su casa unos americanos desconocidos, que no son tan desconocidos, porque, si son amigos de Luca, son gentes de paz.

Cuando me toca el turno a mí, empiezo diciendo «Sono grata…» y entonces me doy cuenta de que soy incapaz de expresar mis verdaderos sentimientos. Es decir, que doy las gracias por verme libre esta noche de la depresión que llevaba años royéndome por dentro, una depresión que me había perforado el alma hasta tal punto que, en los peores momentos, no habría podido disfrutar de una velada tan hermosa como ésta. Pero no digo nada de todo esto, porque no quiero asustar a los niños. En cambio, digo una verdad más sencilla: que doy las gracias por tener amigos antiguos y amigos nuevos. Que doy las gracias, sobre todo esta noche, a Luca Spaghetti, a quien deseo un feliz trigésimo tercer cumpleaños y también una larga vida para servir así como ejemplo de hombre generoso, fiel y cariñoso. Y también digo que espero que a nadie le moleste verme llorar mientras hablo, aunque no creo que les importe, porque todos ellos también están llorando.

Luca está tan sobrecogido por la emoción que le faltan las palabras y sólo consigue decirnos:

—Vuestras lágrimas son mis oraciones.

El vino de Cerdeña sigue fluyendo. Y mientras Paolo lava los platos y Mario acuesta a sus hijas agotadas y Luca toca la guitarra y los demás canturreamos canciones de Neil Young con lengua estropajosa y acentos variados, Deborah, la psicóloga feminista americana, me mira y me dice en voz baja:

—Fíjate en lo buenos que son estos hombres italianos. Mira con qué facilidad expresan sus sentimientos y el cariño con el que participan en sus labores familiares. Mira el respeto y la consideración con que tratan a sus mujeres e hijos. No creas lo que lees en la prensa, Liz. Este país va por el buen camino.

La fiesta se alarga casi hasta la madrugada. Al final resulta que podíamos haber asado ese pavo de diez kilos y habérnoslo tomado para desayunar. Luca Spaghetti se da el paseo hasta la ciudad para llevarnos a casa a Deborah, a Sofie y a mí. Para que no se duerma mientras sale el sol le cantamos villancicos. Noche de paz, noche de amor, noche santa, cantamos una y otra vez en todos los idiomas que conocemos de camino hacia Roma.