30

Cuando me paro a pensarlo, me sorprende mucho que mi hermana sea esposa y madre y yo, no. No sé muy bien por qué, pero siempre pensé que sería al revés. Estaba convencida de que era yo la que iba a acabar con una casa llena de botas sucias y niños gritones y que Catherine viviría sola, apartada del mundanal ruido, leyendo en su cama vacía por la noche. No somos las mujeres que parecía que íbamos a ser de pequeñas. Mejor así, creo yo. Contra todo pronóstico, nuestras vidas respectivas son las que más nos convienen. Ella, con su carácter solitario, necesita una familia que le haga compañía; y yo, que soy sociable por naturaleza, nunca estaré sola, ni siquiera en mis periodos de soltería. Me alegra pensar que ella ha vuelto al calor de su familia y que a mí me quedan nueve meses de viaje en los que podré dedicarme a comer y leer y rezar y escribir.

Sigo sin saber si alguna vez querré tener hijos. Me he quedado atónita al descubrir que a los 30 no quiero tenerlos; tanto me he sorprendido a mí misma que no me atrevo a imaginarme qué me puede pasar a los 40. Sólo puedo decir cómo estoy en este momento: contenta de estar sola. También sé que no voy a tener hijos sólo para no arrepentirme de no haberlos tenido; no me parece un motivo suficiente para traer más niños a este mundo. Aunque supongo que habrá gente que se reproduzca por eso, como una especie de seguro contra el arrepentimiento futuro. Creo que los niños se tienen por todo un abanico de razones: para presenciar y alimentar una nueva vida, porque no queda más remedio, para intentar conservar a un ser amado o tener un heredero, o por las buenas, sin darle muchas vueltas al tema. Pero los motivos por los que no se tienen hijos también son muy distintos. Y no todos son necesariamente egoístas.

Esto lo digo porque sigo afrontando la acusación que me hizo muchísimas veces mi marido mientras nuestro matrimonio se desmoronaba. Me refiero al egoísmo. Cada vez que lo decía yo lo admitía a pies juntillas, aceptaba tener toda la culpa; compraba todo lo que había en la tienda, por así decirlo. Por Dios, si aún no había tenido hijos y ya me sentía culpable de haberlos abandonado y de anteponer mis intereses a los suyos. Ya era una mala madre. Los susodichos niños —unos niños fantasmas— salían mucho en nuestras conversaciones. ¿Quién se iba a hacer cargo de los niños? ¿Quién se iba a quedar en casa con los niños? ¿Quién iba a pagar los gastos de los niños? ¿Quién iba a levantarse a atender a los niños por la noche? Recuerdo que, cuando mi matrimonio ya era insoportable, le dije a mi amiga Susan:

—No quiero que mis hijos crezcan en una casa como ésta.

—¿Qué tal si no mezclas a los supuestos niños con todo lo demás? —me contestó Susan—. Si ni siquiera existen todavía, Liz. ¿Qué tal si admites que eres la que no quiere ser infeliz? Mejor dicho, a los dos os pasa lo mismo. Y más vale darse cuenta ahora que en la sala de partos cuando ya hayas dilatado cinco centímetros.

Recuerdo que, por esas fechas, fui a una fiesta en Nueva York. Una pareja de artistas de éxito acababa de tener un hijo y la madre inauguraba una exposición de sus obras más recientes. Tengo grabada la imagen de aquella mujer, la madre recién estrenada, mi amiga la artista, intentando hacer de anfitriona (la fiesta era en su loft) mientras cuidaba de su hijo y hablaba de su labor profesional. Nunca había visto a nadie con tanta cara de cansancio. Me parece estar viéndola en su cocina, pasadas las doce de la noche, los brazos metidos hasta los codos en una pila llena de cacharros sucios, dispuesta a hacerlo todo ella sola. Entretanto, su marido (siento tener que contarlo y sé perfectamente que su caso no es generalizable) estaba en la habitación de al lado, viendo la tele con los pies encima de la mesa, literalmente. Cuando ella por fin le pidió que la ayudara a recoger la cocina, él le contestó: «Anda, déjalo, cielo, ya lo hacemos mañana». En ese momento el niño se echó a llorar otra vez. Mi amiga tenía el vestido de cóctel manchado de la leche que le rezumaba del pecho.

Es muy probable que el resto de los asistentes a la fiesta se llevaran impresiones distintas de la mía. Quizá hubo una serie de invitadas bastante envidiosas de esa mujer tan guapa, con un niño tan sano, una carrera artística de éxito, un marido tan simpático, un buen piso, un bonito vestido de cóctel. Habría personas en aquella fiesta que habrían cambiado su vida por la de ella en cuestión de segundos si hubieran podido. Hasta ella misma recordará aquella noche —si es que se acuerda— como una velada agotadora, pero provechosa en el satisfactorio conjunto de su vida como madre, esposa y artista. Pero yo, en cambio, me pasé toda la fiesta temblando de miedo y pensando: Si no te das cuenta de que éste es el futuro que te espera, Liz, es que estás ciega. No dejes que esto te suceda a ti.

Pero ¿yo había aceptado la responsabilidad de formar una familia? Santo Dios. La responsabilidad. La palabra me agobió hasta que la encaré, la estudié cuidadosamente y la dividí en las dos palabras que componen su verdadera definición: la capacidad de responder. Y ante lo que no me quedaba más remedio que responder era ante el hecho de que todos los átomos de mi ser me decían que tenía que dar puerta a mi matrimonio. En mi interior se había activado un sistema de alerta precoz que me avisaba de que, si seguía metida en ese berenjenal, iba a acabar desarrollando un cáncer. Y si tenía hijos a pesar de todo, sólo por la pereza o la vergüenza que me daba revelarme como la mujer poco práctica que soy, eso sí sería una irresponsabilidad grave.

Pero al final me guié por una cosa que me dijo mi amiga Sheryl esa misma noche, en la fiesta de marras, cuando me vio atrincherada en el cuarto de baño del lujoso loft de nuestra amiga, remojándome la cara y temblando de miedo. Por aquel entonces Sheryl no sabía que mi matrimonio se iba a pique. Nadie lo sabía. Y esa noche no se lo conté. Lo único que me salió fue decirle: «No sé qué hacer». Recuerdo que ella me agarró de los hombros y, mirándome a los ojos con una serena sonrisa, me dijo, sencillamente: «Di la verdad, di la verdad, di la verdad».

Y eso fue lo que intenté hacer.

Pero acabar con un matrimonio es muy duro, y no sólo por las complicaciones legales/financieras o por el monumental cambio de vida. (Como me dijo sabiamente mi amiga Deborah: «Que yo sepa, nadie se ha muerto por partir muebles en dos»). Es el impacto emocional lo que te da el palo, el susto de apearte de un estilo de vida convencional y perder las maravillosas comodidades por las que muchos siguen en ese carril para siempre. Formar una familia con un cónyuge es una opción muy común para dar a la propia vida una continuidad y un sentido; esto es así en la sociedad estadounidense y en casi todas las demás. Me reafirmo en ello siempre que voy a una reunión de la familia de mi madre en Minnesota y veo a mis parientes firmemente instalados en los mismos puestos de siempre. Primero eres un niño pequeño, después un adolescente, un recién casado, un padre o madre, un jubilado, un abuelo… En cada etapa sabes quién eres, sabes cuáles son tus obligaciones y sabes dónde tienes que sentarte en la reunión. Te sientas con los correspondientes niños, adolescentes, padres, madres o jubilados. Hasta que al final acabas sentado a la sombra con los ancianos de 90 años, contemplando a tu progenie con satisfacción. ¿Quién eres? Pues está clarísimo. Eres la persona que ha creado todo cuanto te rodea. La satisfacción que te produce esa idea es inmediata y, ante todo, universalmente reconocida. ¿A cuántas personas hemos oído decir que sus hijos son su mayor logro y el gran consuelo de su vida? Siempre están ahí para animarnos cuando nos da la crisis metafísica o si nos entran las dudas sobre nuestra propia trascendencia. Aunque no haya hecho nada más en la vida, al menos he educado bien a mis hijos.

Pero ¿qué sucede si, por voluntad propia o por necesidad reticente, resulta que no participas en esta reconfortante órbita familiar? ¿Qué sucede si te sales del círculo? ¿Dónde te sientas en la reunión? ¿Cómo puedes dejar huella en los anales del tiempo para no pasar por esta tierra sin relevancia alguna? Tendrás que hallar otro propósito, otro baremo con el que juzgar si has triunfado como ser humano o no. A mí me encantan los niños, pero ¿qué pasa si no tengo hijos? ¿Qué tipo de persona soy entonces?

Virginia Woolf escribió: «Sobre el amplio continente de la vida de una mujer se proyecta siempre la sombra de una espada». Una de las caras de esa espada, según ella, es la de las convenciones, las tradiciones y el orden, donde «todo es correcto». Pero la otra cara de esa espada, si estás tan loca como para elegirla y llevar una vida ajena a las convenciones, es donde «todo es confusión» y «nada sigue un curso normal». En su opinión, si una mujer rebasa la sombra de esa espada, puede llevar una vida mucho más interesante, pero también será más peligrosa.

Yo me alegro de que, al menos, tengo lo que escribo. Eso la gente lo entiende. Ah, se separó de su marido para dedicarse a su carrera artística. Pues es verdad aunque no lo sea del todo. Muchos escritores tienen una familia. A Toni Morrison, por poner un ejemplo, tener un hijo no le impidió ganar esa fruslería conocida como el premio Nobel de Literatura. Pero Toni Morrison siguió su camino y yo he de seguir el mío. El Bhagavad Gita —la base sánscrita fundamental del yoga— mantiene que más vale vivir tu propio destino imperfectamente que vivir a la perfección el destino de otra persona. Por eso he comenzado a vivir mi propia vida. Por imperfecta y torpe que me parezca, al fin empieza a asemejarse a mí, la mire por donde la mire.

Pero, dicho todo esto, tengo que admitir que —comparada con la vida de mi hermana, que tiene una casa, un buen marido y unos hijos— yo me siento bastante inestable últimamente. Ni siquiera tengo una dirección habitual y eso, a la provecta edad de 34 años, es casi un crimen. Ahora mismo todas mis pertenencias están en casa de Catherine, en cuyo último piso tengo un aposento provisional (al que todos llamamos el «cuarto de la tía soltera» por la ventana abuhardillada perfecta para mirar los páramos vestida de novia caduca, añorando la juventud perdida). Catherine parece encantada con esta solución, que a mí me parece estupenda, aunque soy consciente de que, si me paso haciendo de trotamundos, corro el peligro de convertirme en «la rara de la familia». Aunque, bien mirado, puede que ya lo sea. El verano pasado mi sobrina de 5 años estaba jugando con una amiguita en casa de mi hermana. Cuando pregunté a la niña por su fecha de cumpleaños, me dijo que el 25 de enero.

—Huy, huy —le dije—. ¡Eres Acuario! He salido con muchos Acuarios y sé que sois bastante complicados.

Las dos niñas me miraron entre perplejas y asustadas, con un desconcierto propio de sus 5 años. De pronto me asaltó la imagen de la mujer que puedo acabar siendo como no tenga cuidado: «tía Liz, la Loca». Esa divorciada que lleva una túnica mumu hawaiana y el pelo teñido de rojo; la que no come productos lácteos, pero fuma mentolados; la que siempre acaba de volver de un crucero astrológico o se acaba de separar de su novio «el de la aromaterapia»; la que lee el tarot hasta a los niños pequeños y dice cosas como: «Si traes a la tía Liz otro tinto de verano, cielo, te dejo ponerte mi sortija anímica…».

Puede que, en breve, tenga que volver a ser una ciudadana consistente, eso lo sé.

Pero aún no… por favor. Todavía no.