La llegada de mi hermana a Roma me ayuda a distraerme de la tristeza por lo de David y a recuperar mi ritmo vital. Mi hermana lo hace todo deprisa, con una energía que parece recorrerle el cuerpo como unos ciclones en miniatura. Es tres años mayor que yo y mide nueve centímetros más. Es atleta, intelectual, madre y escritora. Mientras estuvo en Roma se estaba preparando para un maratón, es decir, que se levantaba al amanecer y ya había corrido veintisiete kilómetros cuando yo sólo había conseguido leerme un artículo en el periódico y tomarme dos capuchinos. La verdad es que cuando corre parece un ciervo. Estando embarazada de su primer hijo, una noche se hizo un lago entero a nado. Yo, que ni siquiera estaba embarazada, me negué a ir con ella. Me daba miedo. Pero a mi hermana no le da miedo casi nada. Estando embarazada de su segundo hijo, una comadrona le preguntó si tenía miedo a que sucediera algo inesperado, como que el niño naciera con alguna tara genética o que el parto fuese complicado. Y mi hermana contestó: «Lo único que me da miedo es que mi hijo se haga republicano».
Mi hermana se llama Catherine. Es la única hermana que tengo. Nos criamos juntas en el campo de Connecticut, en una granja donde vivíamos con nuestros padres las dos solas. No había más niños en los alrededores. Y ella, que era fuerte y poderosa, dominaba mi vida entera. Su presencia me sobrecogía y atemorizaba; la única opinión que importaba era la suya. Llegué a hacer trampas al jugar a las cartas, a perder aposta para que ella no se enfadara conmigo. No siempre nos llevábamos bien. Yo la sacaba de quicio y ella me estuvo dando miedo, si mal no recuerdo, hasta que cumplí 28 años y me harté. Ése fue el año en que por fin le planté cara y ella reaccionó diciéndome algo así como: «Pero ¿por qué has tardado tanto?».
Estábamos empezando a cincelar los contornos de nuestra relación recién estrenada cuando mi matrimonio se fue al garete. Para Catherine habría sido muy fácil hacer leña del árbol caído. Yo siempre había sido la mimada y la afortunada, la preferida de la familia y la elegida por los dioses. El mundo siempre había sido un lugar más agradable y acogedor para mí que para ella; mi hermana siempre ha plantado cara a la vida y a veces la vida parecía desquitarse dándole palos bastante duros. Ante el asunto de mi divorcio y mi depresión Catherine podía haber respondido con un: «¡Ja! ¡Mírala, doña Sonrisas, quién la ha visto y quién la ve!». En lugar de eso me apoyó como una jabata. Cuando la llamaba agobiada, cogía el teléfono en plena noche y me consolaba con unos gruñiditos muy amables. Y me acompañó en mi investigación de los motivos de mi tristeza. Durante muchísimo tiempo vivió mi tristeza casi en cuerpo propio. Después de cada sesión la llamaba para darle un informe de todo lo sucedido en la consulta del psicólogo y ella interrumpía lo que estuviera haciendo y decía: «Ah… Eso aclara el tema bastante». Aclara el tema para las dos, para ella también, claro.
Ahora hablamos por teléfono casi todos los días; bueno, me refiero a antes de venirme a Roma. Y cuando una de nosotras va a subirse a un avión, la otra la llama por teléfono y le dice: «Ya sé que esto es un poco truculento, pero sólo quiero decirte que te quiero. Sabes…, por si acaso…». Y la otra contesta: «Ya, ya lo sé… Por si acaso…».
Mi hermana llega a Roma preparada a tope, como siempre. Se ha traído cinco guías, ya leídas, y ya tiene un mapa de la ciudad en la cabeza. Antes de salir de Filadelfia ya sabía orientarse por aquí. Éste es un ejemplo clásico de lo distintas que somos. Yo soy la que dedicó las primeras semanas en Roma a dar vueltas, noventa por ciento perdida y cien por ciento feliz, viéndolo todo como un maravilloso misterio inexplicable. Pero así es como yo veo el mundo siempre. A ojos de mi hermana no hay nada que no tenga explicación si uno tiene acceso a una biblioteca con buenos libros de referencia. Estamos ante una mujer que tiene la enciclopedia Columbia en la cocina, junto a los libros de recetas, y que la lee por puro placer.
Hay un juego al que me encanta jugar con mis amigos y que se llama «¡Ya verás!». Cuando nos surge un tema del que no sabemos nada, por ejemplo, «¿quién era San Luis?», yo digo «¡Ya verás!», agarro el teléfono más cercano y llamo a mi hermana. A veces la cojo en el coche, yendo a buscar a los niños al colegio, y entonces me dice meditabunda: «San Luis… Pues fue un rey francés que llevaba prendas de arpillera, y es interesante, la verdad, porque…».
Por eso, cuando mi hermana viene a verme a Roma —mi ciudad adoptiva—, es ella quien me enseña la ciudad a mí. Me enseña una Roma al estilo Catherine. Llena de datos y fechas y detalles arquitectónicos que yo no había visto, porque mi cabeza no funciona así. Lo que yo quiero saber de los sitios y de las personas es la historia; eso es lo único que me interesa, jamás busco los detalles estéticos. (Sofie vino a mi apartamento cuando yo ya llevaba un mes y cuando me dijo: «Me gusta tu cuarto de baño rosa» fue la primera vez que me paré a pensar que, efectivamente, era rosa. Rosa chillón, de suelo a techo, con baldosines rosas por todas partes… Pues juro que no me había dado cuenta). Pero el ojo experto de mi hermana capta los rasgos góticos, románicos o bizantinos de un edificio, el dibujo del suelo de la iglesia o el sombrío bosquejo del fresco inacabado que asoma tras el altar. Sale a recorrerse Roma con sus largas piernas (antes la llamábamos «Catherine la de los fémures de un metro de largo») y yo correteo detrás, como he hecho desde que éramos pequeñas, dando dos animosos saltitos por cada una de sus zancadas.
—¿Lo ves, Liz? —me dice—. ¿Ves como han plantado una fachada del siglo XIX encima de ese adobe antiguo? Seguro que si doblamos la esquina veremos que… ¡Ahí está!… ¿Lo ves? Han conservado los monolitos romanos como vigas de soporte, probablemente porque no tenían mano de obra para moverlos… Sí, me gusta bastante el popurrí arquitectónico de esta basílica…
Ella lleva el mapa y la guía verde Michelín y yo llevo la comida (dos bollos de pan tamaño pelota de béisbol, salchichas especiadas, banderillas de aceitunas con sardinas escabechadas, un paté de setas que sabe a bosque, bolas de mozzarella ahumada, rúcula asada a la pimienta, tomates cherry, queso pecorino, agua mineral y una botella de medio litro de vino blanco) y, mientras me planteo dónde sería un buen sitio para sentarnos a almorzar, ella se pregunta en voz alta: «¿Por qué la gente habla tan poco del Concilio de Trento?».
Me hace entrar en docenas de iglesias romanas, cuyos nombres no consigo recordar: San Fulano y San Merengano y San No-sé-cuántos de los Penitentes Descalzos del Bendito Misterio… Pero que sea incapaz de memorizar los nombres y los detalles de toda esa retahíla de contrafuertes y cornisas no significa que no me encante ir a ver esos monumentos con mi hermana, cuyos ojos color cobalto parecen verlo todo. No me acuerdo de cómo se llamaba una iglesia que tenía unos frescos muy parecidos a esos murales heroicos que patrocinaba el Gobierno en tiempos del New Deal, pero sí recuerdo a Catherine señalándomelos y diciendo: «Seguro que te encantan esos Papas tipo Franklin Roosevelt de ahí arriba». También hubo una mañana en que nos levantamos temprano para ir a misa en la iglesia de Santa Susana y, cogidas de la mano, oímos a las monjas entonando sus cantos gregorianos al amanecer, las dos llorando de la emoción ante aquella música celestial. Mi hermana no es una persona religiosa. De hecho, ningún miembro de mi familia lo es. (Yo me he bautizado como la «oveja blanca» de la familia). A Catherine le interesan mis investigaciones espirituales por pura curiosidad intelectual.
—Ese tipo de fe me emociona —me susurra en la iglesia—. Pero yo me siento incapaz. No puedo…
Voy a contar otra anécdota que ilustra lo distintas que son nuestras filosofías de la vida. Recientemente, una familia del vecindario de mi hermana sufrió la doble tragedia de que tanto a la joven madre como a su hijo de 3 años les diagnosticaron un cáncer. Cuando Catherine me lo contó, sólo pude decir espantada: «Santo Dios, esa familia necesita un milagro». A lo que ella me contestó convencida: «Lo que esa familia necesita es comer caliente» y puso en marcha al vecindario entero para prepararles la cena, por turnos, todas las noches sin faltar una durante un año entero. Lo que no sé es si mi hermana se ha dado cuenta de que eso es un auténtico milagro.
Una vez fuera de la iglesia de Santa Susana me dice:
—¿Sabes por qué a los Papas les dio por urbanizar las ciudades en plena Edad Media? Pues porque todos los años llegaban nada menos que dos millones de peregrinos católicos, procedentes de todo Occidente, para hacer el trayecto entre el Vaticano y San Juan de Letrán, a veces de rodillas, y, claro, había que tener infraestructuras para esa gente.
En lo que tiene fe mi hermana es en el conocimiento. Su sagrada escritura es el diccionario Oxford. Cuando inclina la cabeza sobre el texto, pasando las páginas con sus raudos dedos, está con su Dios. Ese mismo día, horas después, veo a mi hermana rezar de nuevo: hincándose de rodillas en mitad del foro romano, aparta unas basurillas que hay en el suelo (como si limpiara una pizarra) y con una piedra me dibuja en la tierra un boceto de una basílica romana clásica. Señala primero a su dibujo y después a la ruina romana que tenemos delante para hacerme entender (¡hasta yo, con mis limitaciones visuales, consigo entenderlo!) cómo debió de ser ese edificio hace dieciocho siglos. Con el dedo traza en el aire los arcos que faltan, la nave central, las ventanas desaparecidas tiempo ha. Cual niño con un lápiz de colores, rellena el cosmos vacío con su imaginación, sanando a las ruinas del paso del tiempo.
En italiano hay un tiempo verbal poco usado que se llama el passato remoto, que se usa para describir hechos sucedidos en un tiempo muy, muy lejano, cosas sucedidas hace tanto tiempo que ya no tienen ninguna influencia en nuestras vidas, como, por ejemplo, la historia antigua. Pero mi hermana, si supiera italiano, no usaría este tiempo verbal para hablar de historia antigua. En su mundo el foro romano no es remoto ni pertenece al pasado. A ella le resulta tan presente y cercano como yo misma.
Catherine se marcha al día siguiente.
—Oye —le digo—. Acuérdate de llamarme cuando aterrice tu avión, ¿vale? No me quiero poner truculenta, pero…
—Ya lo sé, cariño —me contesta—. Yo también te quiero.