La semana pasada conocí a una chica australiana que —mochila al hombro— está recorriendo Europa por primera vez. Le indiqué dónde está la estación de tren. Iba hacia Eslovenia sólo para echarle un vistazo. Cuando me contó sus planes, acuciada por un tonto arrebato de envidia, pensé: ¡Quiero ir a Eslovenia! ¿Por qué a mí nunca me toca ir a ningún sitio?
Tal vez a primera vista parezca que lo que yo estoy haciendo es viajar. Y querer viajar cuando ya se está de viaje es, lo admito, una especie de exceso avaricioso. Es un poco como fantasear con hacértelo con tu estrella de cine favorita mientras te lo haces con tu otra estrella de cine favorita. Pero el hecho de que esa chica me preguntara a mí (considerándome una ciudadana normal) indica que, técnicamente, no estoy de viaje por Roma, sino que vivo aquí. Por pasajera que sea mi estancia, de momento soy una paisana más. Es más, cuando me topé con la chica por la calle, había salido para pagar la factura de la luz, que no es precisamente a lo que se dedica la viajera típica. La energía-para-viajar-a-un-sitio y la energía-para-vivir-en-un-sitio son esencialmente distintas y, cuando me encontré a esa chica australiana de camino hacia Eslovenia, me entró el gusanillo de la carretera y manta.
Por eso llamé a mi amiga Sofie y le dije:
—¡Vámonos a Nápoles a pasar el día y a comernos una pizza!
Inmediatamente, en cuestión de horas, estamos en el tren y de repente —como por arte de magia— ya hemos llegado. Nápoles me gusta desde el primer momento. Precisamente por lo salvaje, estridente, sucia y desvergonzada que es. Un hormiguero metido en una madriguera, todo el exotismo de un bazar de Oriente Medio con un toque del vudú de Nueva Orleans. Un manicomio desquiciado, peligroso y jaranero. Mi amigo Wade vino a Nápoles en la década de 1970 y lo atracaron… en un museo. La ciudad entera está decorada con la ropa que cuelga de todas las ventanas y ondea en todas las calles; las camisetas y los sujetadores recién lavados de todo el mundo aletean al viento como las banderolas místicas de los tibetanos. No hay en todo Nápoles una sola calle sin un muchachote de pantalón corto y calcetines desparejados berreando desde abajo a otro gamberro subido a un tejado. Como no hay un solo edificio en toda la ciudad sin al menos una anciana enclenque atisbando recelosa desde su ventana todo cuanto sucede en la calle.
Todos ellos están increíblemente sintonizados con su ciudad ¿y por qué no iban a estarlo? Ésta es la ciudad que nos dio no sólo la pizza, sino también el helado. Las mujeres napolitanas, en concreto, son un tropel de señoras gritonas, malhabladas, generosas y entrometidas que te mangonean, se cabrean y siempre te la arman, pero resulta que sólo quieren ayudarte; por Dios, ¿es que nadie ve lo hartas que están de cargar ellas con todo, todo, todo? El acento de Nápoles es como un golpe burlón en la oreja. Es como pasearse por una ciudad llena de camareros de barra, todos desgañitándose a la vez. También conservan un dialecto propio y tienen un diccionario líquido del efervescente argot local pero, por algún motivo, los napolitanos son los italianos con los que mejor me entiendo. ¿Por qué será? Pues porque ellos quieren que los entiendas, maldita sea. Hablan en voz alta y enfáticamente y, si no consigues entenderlos por lo que les sale de la boca, puedes acabar deduciéndolo por el gesto. Como esa colegiala canija que iba de paquete en la moto de su primo y que me dedicó un gesto obsceno con la mano —eso de enseñar el dedo central— mientras me sonreía encantada, como diciendo: «Eh, que no pasa nada, señora. A mis 7 años ya puedo decirte que eres una imbécil total, pero, tranqui, que no estás mal del todo y, aunque tengas cara de lerda, me caes bien. Las dos sabemos que te encantaría ser como soy yo, pero lo siento, es imposible. Así que trágate mi chulería del dedo, que te diviertas en Nápoles y ¡ciao!».
Como pasa en toda Italia, en cualquier lugar público hay un grupo de niños pequeños, quinceañeros y hombres jugando al fútbol, pero en Nápoles la cosa tiene su miga. Hoy, por ejemplo, me he encontrado con unos niños —me refiero a un hatajo de niños de 8 años— que, con unas destartaladas cajas de verduras, habían hecho unas mesas y unas sillas y estaban jugando al póquer en plena piazza con tanta concentración que llegué a temerme que uno de ellos pudiera morir acribillado a balazos.
Giovanni y Dario, mis gemelos del «Intercambio Tándem», son de Nápoles, cosa que me cuesta creer. No consigo imaginarme a Giovanni —tan tímido, estudioso y sensible— pasando su niñez en este entorno tan mafioso, y nunca mejor dicho. Pero es napolitano, de eso no hay duda, porque estando aún en Roma me dio el nombre de una pizzería napolitana que tenía que probar, porque es donde dan la mejor pizza de Nápoles, según él. Aquello me llenó de alborozo porque, dado que la mejor pizza italiana se come en Nápoles y la mejor pizza del mundo es la italiana, la pizzería en cuestión tendría que tener… por superstición casi no me atrevo ni a decirlo… ¿la mejor pizza del mundo? Giovanni me dijo el nombre del sitio con tal seriedad y apasionamiento que por un momento me pareció estar entrando en una sociedad secreta. Escribió el nombre en un pedazo de papel, me lo puso en la palma de la mano y me dijo, como si me confiara un grave secreto: «Por favor, ve a esta pizzería. Pide la pizza margarita con doble ración de mozzarella. Si vuelves de Nápoles sin haber probado esta pizza, por favor, miénteme y dime que sí la has probado».
Así que Sofie y yo hemos venido a la Pizzeria da Michele y las pizzas que acabamos de pedir —una para cada una— nos tienen loquitas. Lo mío ha sido un caso de amor a primera vista y, en pleno delirio, estoy convencida de que mi pizza también se ha enamorado de mí. Vamos, que estoy interactuando tanto con esta pizza que lo nuestro parece una historia de amor. Mientras tanto, Sofie, al borde del llanto y en plena crisis metafísica, me pregunta:
—¿Cómo se atreven a llamar «pizza» a lo que hacen en Estocolmo? ¿Y cómo nos atrevemos los suecos a comerlo?
La Pizzeria da Michele es un sitio pequeño con dos salas y un horno que funciona sin parar. Está a un cuarto de hora de la estación de tren y, si te coge lloviendo, no te lo plantees: date el paseo. Más te vale llegar a media mañana, porque a veces se quedan sin harina, cosa que te parte el alma. A la una del mediodía las calles que rodean la pizzería están abarrotadas de napolitanos que intentan entrar, abriéndose paso a codazos, como si quisieran subirse a un bote salvavidas. El sitio no tiene un menú. Sólo hay dos tipos de pizza: normal y con doble ración de queso. Aquí no se andan con tonterías; nada de aceitunas y tomates secados al sol, ni esas pijadas new age del sur de California. La masa —cosa que descubro cuando llevo media pizza comida— sabe más a nan indio que a otra cosa. Es suave y maleable y chiclosa, pero la superficie es increíblemente ligera. Siempre había pensado, en cuanto a pasta de pizza, que sólo teníamos dos opciones: la ligera y crujiente, y la amazacotada y tierna. ¿Cómo iba yo a imaginar que en este mundo había una masa ligera y tierna a la vez? ¡Loados sean los cielos! El paraíso de la pizza ligera, tierna, consistente, chiclosa, sabrosa y condimentada. Encima de eso va una salsa de tomate dulce y cremosa que burbujea al derretir la mozzarella de búfala fresca, y la ramilla de albahaca colocada justo en el centro parece dar a todo el invento un resplandor campestre, del mismo modo que una radiante estrella de cine contagia su glamour a todos los invitados de una fiesta. Eso sí, debo decir que es técnicamente imposible comerse esta pizza. Cuando intentas dar un mordisco a la porción de turno, la masa chiclosa se dobla y el queso fundido se desparrama como la capa de arena superior en un corrimiento de tierras, poniéndote hecha una cerda a ti y a todo lo que te rodea, pero te aguantas y sigues comiendo.
Mientras, los tíos responsables de este milagro meten y sacan de un horno de leña una pala cargada de pizza; y la verdad es que parecen unos caldereros cargando de carbón los ardientes fogones de las bodegas de un enorme barco. Con las mangas remangadas asomando bajo los antebrazos sudorosos y la cara roja del esfuerzo entrecierran el ojo más cercano al fuego y tensan los labios para sujetar el cigarrillo que les cuelga de la boca. Sofie y yo pedimos otra ronda —una pizza entera para cada una— mientras ella intenta recuperarse de la emoción, pero es un manjar tan rico que estamos abrumadas.
Unas palabritas sobre mi cuerpo. Día tras día voy engordando, por supuesto. Aquí en Italia estoy haciendo cosas tremendas a mi cuerpo, como tomar cantidades pantagruélicas de queso y pasta y pan y vino y chocolate y masa de pizza. (Alguien me ha dicho que en Nápoles también hay un engendro llamado pizza de chocolate. Pero ¿qué tontería es ésa? El caso es que acabé probándola y resultó que estaba buenísima, pero seamos serios… ¿Pizza de chocolate?) No estoy haciendo nada de ejercicio, no estoy tomando suficiente fibra, ni vitaminas de ningún tipo. En mi vida real era de las que desayunaba yogur ecológico de leche de cabra espolvoreado con germen de trigo. Ya no queda nada de aquellos viejos tiempos. Sé que, allá en Estados Unidos, mi amiga Susan va diciendo a la gente que estoy haciendo el típico viaje de una «mujer light reciclada». Pero la verdad es que mi cuerpo se está tomando muy bien todo el asunto. Haciendo caso omiso de mis deslices y vilezas, parece decirme: «Vale, tía, a vivir, que son dos días. Ya sé que esto es transitorio. Tú avísame cuando acabes de hacer experimentos con el placer y ya veré cómo arreglo los desperfectos».
El caso es que al mirarme en el espejo de la mejor pizzería de Nápoles veo una cara alegre y sana, de piel tersa y ojos relucientes. Hacía mucho tiempo que no me veía esa cara.
—Gracias —susurro.
Después Sofie y yo salimos a buscar una pastelería bajo la lluvia.