19

Lo que sí es raro es que no consigo hacer yoga desde que he llegado a Roma. Era una costumbre que tenía desde hacía años y que me tomaba muy en serio, tanto que hasta me he traído el tapete con mis mejores intenciones. Pero el caso es que aquí no me sale. Porque, vamos a ver, ¿cuándo se supone que tengo que hacer mis ejercicios de yoga? ¿Antes de desayunar a la italiana, que consiste en una sobredosis de pastas de chocolate y un capuchino doble? ¿O después? Los primeros días, cuando estaba recién llegada, sacaba el tapete de yoga por la mañana, muy dispuesta, pero al verlo soltaba una carcajada. Una de esas veces, al verme paralizada ante la silenciosa alfombrilla, me dije en voz alta: «Vamos a ver, doña Penne ai Quattro Formaggi, ¿qué ejercicios nos tienes preparados para hoy?». Abochornada, guardé el tapete en el fondo de la maleta (y no volví a sacarlo, la verdad, hasta que llegué a India). Lo que hice fue darme un paseo y tomarme un helado de pistacho, cosa que los italianos hacen tranquilamente a las 9.30 de la mañana. Y yo no iba a ser menos.

El yoga y la cultura romana no pegan ni con cola, y nadie me va a convencer de lo contrario. De hecho, he decidido que Roma y el yoga no tienen absolutamente nada en común. Salvo, eso sí, que los dos tienen algo que ver con la palabra «toga».