—¿Estás seguro de que es él?
—Seguro —dijo Beltrán, con la atención centrada en cortar su solomillo—. Está tal cual en la foto del carné. Cosa rara, por cierto.
—Exceptuando el chichón —añadió Sanchís, divertido.
—¿Qué chichón?
—Tiene un chichón en el lado izquierdo. Joder, qué afición tiene esta gente a darse porrazos en la cabeza.
Continuaron comiendo en silencio. Después de preguntar en la recepción del hotel, de averiguar que los huéspedes habían salido, decidieron almorzar. No sabían cuánto tardarían en volver, pero en algún momento tendrían que hacerlo. El hotel tenía otra entrada, que daba a los aparcamientos. Esa zona no estaba a la vista. Aunque les daba igual. Ya que les tocaba hacer guardia, decidieron darse una alegría gastronómica. Lo que no esperaban era que aquellos dos se lo pusieran tan fácil.
Ahora Sanchís sudaba a baldes. Se arrepentía de haber pedido vino tinto, de haber pedido cochinillo, de no haberse vestido de manera más informal.
—Está buena —dijo Beltrán.
—¿La comida?
—También. Pero me refería a la tía esta… Está que cruje.
—Sí. Las cosas como son: tiene un par de revolcones.
—¿Y Júnior no decía que era del oficio?
—Sí, eso dijo —confirma Sanchís acabando su plato y apartándolo un poco de sí.
Beltrán estaba a punto de terminar. Se puso a rebañar el plato con una miga de pan, diciendo:
—Joder, pues ya podría hacernos un servicio, de paso…
—Donde tengas la olla no metas la polla —atajó el Gordo, sacando sus cigarrillos.
El tipo se levantó y fue al interior del asador. Seguramente para ir al baño o pedir al camarero algo que había olvidado traerle. Mientras, pidieron cafés y Drambuie.
—¿Tú crees que se la folla? —indagó Beltrán.
—Supongo que sí —respondió Sanchís con insolencia.
—Pero ¿crees que será por el dinero? ¿O será porque le gusta?
El Gordo se cabreó; Beltrán lo estaba sacando de quicio.
—¿Y yo qué coño sé? Oye, a ti se te están poniendo los dientes largos… A ver si estamos a lo que estamos, cojones, que la cosa está delicada.
El policía se rio y Sanchís no tuvo otro remedio que compartir la carcajada.
El tipo regresó a la mesa y continuó charlando con la chica. Pidieron también café y lo tomaron sin dejar de conversar. Todo normal. Una pareja ociosa que hace la sobremesa, quizá proyectando una excursión para esa tarde o el día siguiente; o, más probablemente, haciendo planes a medio plazo, eligiendo posibles destinos para un viaje muy largo. En cualquier caso, un suertudo que lucía a una hembra tremenda para envidia de camareros, turistas y clientela. Y, sin embargo, algo había cambiado de repente. Sanchís no sabía en qué momento habían moderado el tono de voz hasta el punto de que ya no le llegaba el murmullo que había escuchado hasta ahora; ni sabía cuándo habían apoyado ambos los codos sobre la mesa, acercándose más. Y, sobre todo, no acertaba a calcular en qué preciso instante se había instalado en sus rostros aquella sombra de inquietud que les cambiaba la expresión, aunque se empeñaran en forzar la sonrisa.
—Ahí pasa algo —le dijo a Beltrán.
—¿Tú crees que nos han calado? —preguntó este, procurando que su mirada no se cruzara en ningún momento con Cora y Marichal.
—No lo sé. En teoría, no deberían saber ni que los sigue nadie. Se supone que solo huyen de Júnior. Pero ahí pasa algo. No sé si han tenido una discusión o qué.
—Pues habrá que estar al loro.
Justo en ese momento, el tipo se levantó. Acarameladito, le dio un beso a la tía. Le hizo cosquillitas con la boca en la oreja y le acarició la cabeza antes de volver a entrar en el local. Cruzaron una mirada de complicidad. O tenía problemas de próstata o había ido a pagar para salir pitando. Entonces, ella se volvió para mirar hacia el interior a través de la cristalera. No sabían qué estaba viendo, porque ellos carecían del mismo ángulo, pero no les gustó nada que ella se levantara y cogiera su bolso. Beltrán hizo ademán de ponerse también en pie, pero el Gordo lo contuvo, poniéndole una mano en el hombro.
—Espera.
Tito Marichal volvió a salir y, tras reunirse con Cora, cruzaron la explanada hacia el parador. La pareja ya había cruzado el arco de la entrada cuando el camarero salió para recoger la mesa. Sanchís lo llamó y le pidió la cuenta. El camarero sonrió.
—Están invitados.
Ambos mostraron su confusión. El camarero, sonriente, señaló hacia la mesa que habían ocupado Marichal y la mujer y explicó:
—Pagó aquel señor de la otra mesa, el alto. Dijo que eran viejos amigos.
—Mientras tanto, tú sales pitando para casa de Plácido y esperas a que te llame —dijo el Palmera, sin dejar de remover el café.
—¿Y si no llamas?
—Llamaré.
Cora hizo un mohín.
Luego volvió a sonreír sin ganas. Tito insistió.
—Es la única solución que nos queda, Cora —dijo tomando un poco de café en la cucharilla y probándolo antes de dejarla en el plato.
Ella aplastó la colilla en el cenicero con algo más de fuerza de la necesaria.
—No me jodas, Tito. No lo voy a hacer. Tienes que venirte conmigo.
—No puede ser. No nos dejarían ni llegar al aparcamiento. Alguien tiene que quedarse atrás para entretenerlos.
—Entonces me quedo yo.
—Ni de coña. Hazme caso: yo les hago la cama y tú sales pitando para casa de Plácido. Él sabe lo que hay que hacer.
—Pero ¿y tú?
—Yo ya me las arreglo. Solo son dos. Además, a lo mejor estamos siendo demasiado paranoicos. Puede que no sean más que dos godos de vacaciones.
Hablaba con una serenidad escalofriante, como si todo hubiera estado calculado desde el principio. Cora sabía que aquella tranquilidad no era más que puro teatro; una representación que la tenía a ella como público exclusivo. Intentó buscarle las vueltas.
—Vale, pero ¿qué pasa si no te equivocas?
—Bueno, mientras ellos anden cerca, voy a procurar estar en público. Luego ya me las arreglaré para darles esquinazo. Lo importante es que no pongan las manos sobre las perras.
—Las perras no son tan importantes. Yo, a estas alturas, me conformo con que no te hagan nada… Tito, de verdad, ya me importa todo tres pepinos… Ya nos las arreglaremos.
Tito la miró con incredulidad. Se dio cuenta del error en el que estaba. Apuró el café antes de decirle:
—No lo entiendes, ¿verdad? No lo digo por la pasta. Lo digo por nosotros. Piénsalo bien: si yo estoy en lo cierto y esos tipos son lo que pensamos que son, en cuanto tengan el dinero, tú y yo no vamos a valer un duro. Ahora no se trata de hacerse ricos, sino de salvar el pellejo.
Le acarició la mano que ella tenía sobre la mesa. Se levantó y, agachándose, la besó en la boca, antes de susurrarle al oído:
—Todo va a salir bien. Solo hay que mantener la cabeza fría. Confía en mí.
Nada más pasar el arco de la entrada, se apresuran a ganar el vestíbulo. En el momento en que llegan a la puerta que da al aparcamiento, Cora tiene un nudo en la garganta. Cuando él le da las llaves la voz le sale ahogada al decir:
—Lo único que quiero es estar contigo.
Él la abraza muy fuerte y miente:
—Lo vas a estar. Ya verás, mi amor, vamos a estar juntos. No te preocupes de nada.
Tito siente la explosión contra su pecho, el llanto.
—Venga, venga, niña… No te me pongas así. Ahora necesito que seas fuerte —le dice, separándola de sí lo justo para verle el rostro que ella intenta ocultar—. Anda, vete ya. Tengo que prepararme la jugada.
Cora lo besa. Él siente el sabor salado de las lágrimas mezclado con el aliento cálido de ella. La separa y le da un suave empujón hacia la puerta, guiñándole un ojo mientras se encamina hacia las escaleras.
—Te llamo luego para que me vengas a buscar —vuelve a mentir, procurando ocultar su propio miedo.
Cora, a su vez, asiente, reprimiendo una crisis de llanto. Sale y baja las escaleras que dan al aparcamiento.
Tito Marichal sabe que, si está en lo cierto, las cosas no serán tan fáciles. Al tiempo que se apresura por el pasillo para llegar a su habitación, se pregunta si volverá a ver a Cora. Pero, en el preciso instante en que se hace la pregunta, se decide a borrar cualquier vestigio de ella. Debe olvidarla y concentrarse en hacer lo que debe hacer.
En la habitación, abre la cajita de seguridad y saca la Star. No se equivocó al llevarla consigo. Se la encaja en los pantalones y se pone la sudadera, para ocultarla. Saca también el cuchillo, pero no tiene dónde esconderlo. Lleva pantalones cortos y no tiene tiempo de cambiarse y ocultarlo en el tobillo. Tendrá que arreglárselas. Vuelve a meterlo en la caja de seguridad.
Entonces, alguien llama a la puerta.
Han tardado menos de lo que esperaba. Han dado tres golpes, con los nudillos. Aún están tranquilos, intentan aparentar normalidad. Pero ahora sabe que no se equivocaba, que estaba en lo cierto: esos dos han venido a por ellos. Todo el pescado está vendido, pero no piensa ponérselo fácil.
Vuelven a llamar.
Tito Marichal sale a la terraza. La habitación da directamente sobre el pinar. Simplemente, salta la barandilla y de pronto está pisando ya la tierra rojiza sembrada de pinochas de la ladera que hay tras el edificio. Camina hacia su izquierda, al sendero que bordea el hotel por el ala destinada al spa, bajo la terraza mirador de la parte alta. Debe tener cuidado. A su derecha hay una caída importante. Recuerda aquello de que cuando miras al abismo, el abismo te mira a ti, y se le ocurre que ese abismo lo mira a él con mala leche.
Mientras asciende la cuesta que da a la carretera, calcula que los tipos estarán ya impacientándose, los golpes serán más violentos, se alternarán con intentos de engaño, acaso ya con amenazas. Por fin, tras un tramo algo más empinado, sembrado de escobones, llega al arcén de la carretera. Vuelve a girar a su izquierda y, en pocos pasos, se planta en la explanada. Da dos o tres pisotones fuertes en el empedrado, para desembarazarse del polvo de las playeras, y vuelve a pasar bajo el arco de entrada, pero, en lugar de dirigirse al vestíbulo, se encamina a la parte trasera, a la terraza mirador. Se alegra de encontrar varias mesas ocupadas por turistas de paso y huéspedes del hotel. Procura cobrar resuello, templar los nervios cuando elige una mesa cercana a una pareja de guiris de mediana edad que consultan una guía mientras beben claritas de limón. Se sienta en esa mesa porque está pegada a la pared de la fachada; y lo hace de forma que a su espalda solo haya piedra y cemento.
Abajo, los tipos se habrán cansado ya de llamar y habrán trazado algún plan de actuación. Tras sopesar la posibilidad de echar la puerta abajo (poco viable), habrán buscado otro camino, y recordado (o averiguado) que las habitaciones dan a la parte trasera. Pero dejar la puerta sin vigilancia no es una opción. Por lo tanto, probablemente, se habrán separado. Uno de ellos se habrá quedado en el pasillo. El otro, seguramente, estará subiendo al vestíbulo para hacer en sentido inverso el camino que él acaba de recorrer. Llegará, bajando por donde él ha subido, a la barandilla de la terraza. Entrará por donde él salió. Comprobará que no hay nadie en la habitación. Abrirá la puerta desde dentro y, después de cagarse en su puta madre, registrarán el cuarto a fondo. O puede que no, puede que vuelvan a salir corriendo para buscarlo.
En cualquier caso, él acaba de pedir cerveza y piensa esperarlos allí todo el tiempo del mundo, hasta que les dé por mirar. Por supuesto, podría haber seguido por alguno de los muchos senderos que parten desde allí. Podría haberse perdido en el monte, en los pinares que ascienden hasta los pocos picos más altos que este que quedan en la zona. Y habría llevado muchas ventajas. La primera y más importante, la delantera. La segunda, el calzado. Se había fijado en que el tipo gordo llevaba mocasines. El otro, unos náuticos. Les hubiera costado avanzar por aquellos caminos escarpados, entre la retama y la aulaga, entre las piedras sueltas y los tramos arcillosos. Pero, a la larga, ¿de qué le hubiera servido? Si los habían encontrado aquí, podrían encontrarlos en cualquier parte.
No. La única posibilidad que le queda es pararse, dar media vuelta y plantarles cara a aquellos rottweilers. Atacar primero. Hacer todo el daño posible. Desorientar a aquellas malas bestias. Adoptar la estrategia del pequinés.
Continúa bebiendo cerveza, sin quitar ojo a las dos entradas: la del bar, a su izquierda (hay una puerta que comunica con el vestíbulo), y la de su derecha, la entrada exterior que rodea el edificio principal. En cualquier momento, los tipos aparecerán por una u otra. Pero casi está acabando la cerveza y aún no dan señales de vida. El camarero está sirviéndole la segunda cuando los ve plantados en la balaustrada de piedra a la que da el acceso exterior. Los tipos sudan y jadean. Deben de haber corrido por todo el hotel, buscándolos a él y a Cora. El más gordo está apoyado en la balaustrada, exhausto. Tito Marichal remeda un saludo infantil, sonriéndoles, e inclina la cabeza, queriendo hacerles entender que espera que se acerquen y se sienten con él.
El gordo y el de la camisa hawaiana se miran y murmuran algo entre ellos. Finalmente, comienzan lentamente a recorrer los veinte o treinta metros que los separan del lugar en que él se encuentra. Conforme van acercándose, se separan el uno del otro, hasta quedar, cuando llegan a la mesa, uno a cada lado. El del traje, a su izquierda. El otro, a la derecha.
Tito Marichal, en un último alarde de desfachatez, indica ambas sillas con las manos abiertas, esbozando una sonrisa para la que no separa los labios, lo cual la asemeja más a una mueca en la que exhibe el control que ha adquirido sobre la situación. Los dos individuos vuelven a consultarse con la mirada.
—No se puede negar que los tiene cuadrados —masculla el del pelo canoso mientras ambos, con resignado meneo de cabeza, toman asiento. Nada más hacerlo, el camarero viene a atenderlos. El Palmera toma la iniciativa.
—Tómense algo, invito yo.
Piden cerveza. Guardan silencio hasta que se las sirven. Después el Gordo ataca.
—¿Y la chica?
—Olvídate de ella —responde Marichal, de forma tajante—. Está fuera del juego, eliminada de la ecuación. Solo ustedes y yo.
—Oye —dice de pronto el del pelo canoso, haciéndose hacia atrás y levantándose el faldón de la camisa, de modo que él pueda ver la funda de cintura en la que porta un pequeño revólver—, por si se te ocurre ponerte chulito, que sepas que nos hemos traído artillería.
Sanchís le echa una mirada de reojo. Realmente, esa salida ha estado fuera de lugar y se le ocurre, de repente, la idea de que se ha venido a trabajar con su hermano tonto. El Palmera reacciona riéndose y mostrándole, a su vez, la culata de su pistola.
—Me parece que yo la tengo más grande. De todos modos, ni a ti ni a mí nos interesa que se muevan de donde están. ¿A que no?
La pregunta la ha soltado mirando al gordo del traje, que es, evidentemente, quien lleva la voz cantante. Este obvia la respuesta, por evidente. Intenta encauzar la conversación, procurando no hacer movimientos bruscos, no resultar demasiado agresivo de entrada.
—Supongo que si nos has esperado aquí, es porque quieres charlar, ¿no?
Marichal se limita a asentir, procurando no perder la sonrisa.
—Y supongo que el dinero no está en la habitación. Así que se lo habrá llevado ella.
El Palmera chasquea varias veces la lengua, negando con la cabeza. Esa misma cabeza que lleva un buen rato funcionando a toda velocidad.
—Ni una cosa ni otra. Ya te dije que ella está fuera del asunto.
—Entonces, ¿dónde está la pasta?
—A buen recaudo. Igual que cierto cederrón que le gustaría mucho recibir a la Brigada de Estupefacientes.
—Es Brigada Central de Estupefacientes, idiota —intervino Beltrán—. Y estás hablando con ella…
Esta vez Sanchís no se conforma con mirarlo de reojo. Con severidad, le dice a Beltrán que se calle. Este obedece a regañadientes. El Gordo se vuelve hacia Marichal y procura controlar el cabreo que está comenzando a crecerle.
—Vamos a recapitular, a ver si nos ponemos de acuerdo. Yo trabajo para gente muy poderosa. Eso lo sabes, ¿verdad? No somos mataos que vayan por ahí montándola, dando palizas o cargándonos a la gente, como en las películas. Somos gente discreta, que hace negocios. Gente seria. Pero resulta que el sábado me llaman para decirme que alguien nos ha robado. Y, claro, qué voy a hacer yo sino intentar velar por los intereses de la empresa. Así que me vengo para acá y me encuentro con que cuatro chorizos se han matado entre ellos. Voy atando cabos y empiezo a darme cuenta de que el robo lo ha hecho gente que trabaja para la empresa.
—Yo no trabajo para tu empresa —protesta Tito. Pero el Gordo le da dos palmaditas en el dorso de la mano que tiene sobre la mesa.
—Déjame terminar… Como te decía: alguien de dentro nos ha chorizado. Hasta ahí, todo está bien, y es hasta lógico porque, para qué mentirte, de la gente que tenemos aquí, yo me esperaba esto cualquier día. La cosa es que, cuando me vengo a dar cuenta, resulta que a quien tengo que buscar es a un tipo a quien no conoce nadie, un subcontratado que ha decidido quedarse con todo. Y, de hecho, te lo has hecho bien: me quito el sombrero. La forma en que te quitaste de encima a los del descampado, la manera en que le diste esquinazo a Júnior… De verdad, tío, me caes bien. Tienes los huevos peludos y eres el puto MacGyver de los volcados. Pero hasta aquí hemos llegado. Eso sí: te prometo que no os voy a hacer nada, ni a ti ni a tu chica, si sueltas el dinero. Supongo que ya te habrás gastado algo y puede que hasta te deje que te quedes con algo más, porque trabajito te ha costado, y yo, los trabajos bien hechos, los valoro. Aunque también te prometo que si no lo sueltas, te voy a matar el último.
—¿El último?
—Sí, el último. Primero mataré a la chica. Luego mataré a tu exmujer. Y después a tus hijos, a tus nietos, a toda tu puta familia. Y solo cuando haya hecho eso, te mataré a ti, para que mueras jodido. Porque ahora te tengo y no te voy a soltar hasta que aflojes la mosca. Tú tienes pinta de saber cuándo se ha acabado la partida, así que no me lo pongas difícil, porque yo no soy ningún aficionado.
Sorprendentemente, Tito Marichal casi ni se inmuta al escuchar esto. Se rasca la cabeza y dice:
—Primero deberías actualizar la base de datos. No tengo hijos ni nietos. Y si te cargas a mi ex, me haces un favor. En cuanto a esa putilla, haz lo que te salga de los huevos.
Sanchís da un bufido.
—Bueno, se me agota la paciencia. ¿Qué va a ser?
Tito Marichal da un trago a su cerveza, suspira profundamente y mira al cielo antes de contestar:
—Está bien, pero tienes que saber una cosa: hay copias del disco en buenas manos. Si me pasa algo, llegarán adonde convenga que lleguen. Mañana mismo —advierte por último—. Pasado, a más tardar.
El Gordo procura que no se le note el regocijo interior. Sabe que esos datos, al día siguiente, ya no valdrán un duro. Si al individuo le apetece jugar esa carta, para sentir que controla la situación, no será él quien lo saque de su error.
—Me parece correcto —dice—. Un hombre debe contar siempre con un buen seguro de vida.
—Y, en cuanto al dinero, está donde siempre estuvo. Cogimos algo para tirar unos días, pero todavía no hemos hecho el reparto.
Ambos hombres lo miran atónitos, sin comprender.
—¿Qué quieres decir con «donde siempre estuvo»?
—Pues eso: en casa de Larry. No sé si tiene otra caja o si…
Sanchís alza una mano, pidiéndole que pare de hablar.
—Alto, alto, alto. Rebobina, porque no me entero de nada.
A estas alturas, es Tito quien lo mira con asombro, que da paso a la diversión.
—No me jodas. No me digas que no sabías… Pensé que el maricón de Larry había cantado…
—¡Pero qué coño dices! Fue Júnior… Fue Júnior quien cantó.
El Palmera suelta una carcajada convincente, tan convincente que los otros dos ponen verdadera cara de idiota mientras él se despacha a gusto. Cuando se tranquiliza, da otro sorbo de cerveza y comienza a explicar con soltura.
—Vamos a ver: en principio, fue Júnior quien tuvo la idea de dar el palo. Pero al Rubio no le pareció de fiar y acabó llegando a un acuerdo con Larry. ¿O te piensas que es muy normal que el tío no tuviera la alarma activada?
—Pero la tía…
—La tía no tuvo nada que ver. Por eso te digo que está fuera del juego. Esta pobre idiota no se entera de nada. Después de darle finiquito a la gente de Júnior, teníamos que hacer tres partes: una para el Rubio, otra para Larry y otra para mí. Pero los de Júnior anduvieron más rápidos.
—O sea, que todo fue un montaje.
—Un montaje de puta madre. Y si no se hubieran cargado al Rubio, hubiera salido de cojones, porque ustedes le hubieran echado todo el muerto a Júnior, a quien, por cierto, había que pasárselo por la piedra en el sitio del intercambio. El problema fue que, a última hora, el muy hijo de puta no apareció.
Beltrán, completamente desorientado, guarda, por una vez, un prudente silencio sin que nadie se lo exija. Sanchís, por su parte, se bebe la mitad de su vaso de un trago y lo piensa largamente, limpiándose las gotitas de cerveza que le han quedado en el bigote. Marichal podría estar marcándose un farol, pero lo que dice tiene lógica. Larry es un manirroto y un gualdrapas. Señaló con un dedo de uña negrísima a Júnior desde que tuvo oportunidad. Por otro lado, está lo del disco. Podría haber sido incluso idea suya. Decide comprobar si eso es también parte del farol o no.
—Entonces, lo del disco es una estafa… —apunta—. No hay disco, ¿verdad? Larry no sería tan tonto como para entregaros pruebas en contra de sí mismo.
—Vaya si hay disco… Fue parte del acuerdo. El disco era un seguro de vida para el Rubio y para mí. Fue idea de Larry. Y, para tu información, el nombre de Larry o de su despacho no figuran en ningún lado. Solo contabilidades entre empresas que blanquean y una tal Remedios no sé qué que tiene cuentas abiertas en medio mundo.
Los ojos de Sanchís se redondean de golpe. Se disculpa, se levanta y, sacando un móvil, se aleja unos metros. Durante un rato, habla por teléfono con alguien, asintiendo, explicando a media voz, paseando de un lado a otro de la terraza. Mientras, Tito piensa en lo bien que ha salido la jugada. Ha ganado tiempo y, sobre todo, ha logrado crear confusión. No lo matarán, porque tiene el seguro de vida de los datos del disco. Pero tampoco lo dejarán ir, por el momento. Seguramente, lo obligarán a ir con ellos a casa de Larry. Larry dirá que no lo conoce (porque, por supuesto, no lo conoce), pero él aprovechará la ventaja que le confiere el hecho de que él sí que conoce a Larry. Procurará crear aún más confusión y entonces, solo entonces, puede que tenga una oportunidad, porque la casa de Larry está lo suficientemente aislada como para que uno pueda huir tras un tiroteo antes de que llegue la policía o la Guardia Civil o quien cojones tenga jurisdicción en la zona. El del pelo canoso no le preocupa, por muy armado que vaya. Será el primero en caer. El verdaderamente peligroso es el otro. Debe procurar no darle la espalda. Por ahora, hasta que no vea una buena oportunidad, será colaborador y servicial. Cordial, incluso. Sobre todo con el tipo gordo, que ahora termina de hablar, guarda el móvil y viene a la mesa, pero no se sienta.
—Larry está en su casa. ¿No te importará acompañarnos? —pregunta al Palmera mientras hace al camarero el inequívoco gesto de que le traiga la cuenta.
—¿Para qué?
—Para asegurarnos de que me dices la verdad. Después, cuando tenga la pasta, te dejaré ir. Incluso puede que te caiga un aguinaldo, para las vacaciones.
Vuelven a la explanada. La atraviesan. Son un grupo extraño. El tipo del pelo canoso va delante, con sus ropas de baratillo. Detrás, Tito y el tipo gordo, a izquierda y derecha respectivamente. Caminan por el arcén hacia el aparcamiento público, conversando con cordialidad.
—Es bonito este sitio —dice el del traje—. Sobre todo si se viene bien acompañado.
—La verdad es que nos lo estábamos pasando de puta madre hasta que aparecieron ustedes.
—Bueno, ya tendréis tiempo de volver.
—Espero que sí. Pagué dos noches más y una sesión de spa.
Llegan al aparcamiento. El Kia está aparcado al fondo. Por lo demás, hay pocos coches estacionados: un cuatro por cuatro y otros dos coches de alquiler. A Tito se le ocurre que alguno de ellos será de la pareja de guiris que había en la mesa cercana. Son las cuatro y media de la tarde de un lunes en el aparcamiento de la Cruz de Tejeda. No se ve un alma por allí, salvo la de un cernícalo que planea sobre ellos y las de los gallos que cacarean detrás de los puestos de artesanía. Cuando llegan al coche, el Gordo le tira las llaves al otro.
—Conduce tú —le dice. Mientras el otro rodea el coche y ocupa el asiento del conductor, él da unos pasos hacia la desriscada a la que da el aparcamiento y observa el paisaje. Luego se vuelve hacia Tito, que está junto al auto—. Sí, señor, bonito sitio. Tengo que venir con más tiempo —dice como para sí—. Bueno, para que te sientas seguro, lo vamos a hacer así: tú vas en la parte de atrás.
Marichal asiente.
—Pero —añade el Gordo, yendo a la parte posterior del vehículo—, para que podamos sentirnos seguros nosotros, me das la pipa y la pongo en el maletero. ¿Te parece bien?
Al Palmera parece no gustarle tanto esa idea. Piensa, casi mecánicamente, girando sobre sus pasos para no perder de vista al tipo, que, en realidad, es una medida lógica. Llegado el momento, cualquier objeto contundente o cortante que haya en casa de Larry podrá servirle para hacerse dueño de la situación. Mira alrededor, para comprobar que no hay nadie que pueda verlos, saca, muy lentamente, la pistola y se la entrega al individuo. El otro acaba de poner en marcha el motor.
—Abre el maletero, Paco —le grita el tipo gordo.
Espera a escuchar el chasquido de la cerradura electrónica antes de alzar la puerta. Pero, en lugar de meter la pistola allí y cerrar, se vuelve nuevamente hacia el Palmera, que parece no querer moverse hasta que el portabultos vuelva a cerrarse con la pistola dentro. El Gordo observa el arma.
—Joder, vaya antigualla. ¿De dónde la sacaste?
—Era del Rubio.
—Me gustaban estas cacharras, con las cachas de madera —dice el tipo, con una mirada casi nostálgica. Después alza la vista hasta el rostro de Tito hasta que se queda mirándolo a los ojos con profundidad, con simpatía—. ¿Sabes? Me llamo José Sanchís. Mis amigos me llaman Pepe. O el Gordo.
Tito Marichal arruga el entrecejo.
—¿Sabes por qué te lo digo?
—No —dice Tito, sabiendo intuitivamente que algo acaba de torcerse.
—Porque eres un tío con redaños y no me parece justo que no sepas el nombre del tipo que va a matarte.
El Gordo aún no ha acabado de decir esto en el instante (porque es solo un instante) en que sus manos expertas retraen la corredera del arma para cargar un cartucho en la recámara, la despojan del seguro y la amartillan al tiempo que la alzan hacia la cara de Tito Marichal, que solo tiene un segundo más para gritar «¡Mierda!», en el momento exacto en que un fogonazo lo ciega para siempre.
Plácido comenzaba ya a echar de menos la partida de ajedrez de esa tarde cuando llamaron a la puerta. Al abrir y enfrentarse a la cara hinchada y llorosa de Cora, supo que algo terrible debía de haber ocurrido. La hizo pasar, le preparó una infusión, le pidió que se relajara y le explicase. Estaba aterrada y sentía que Plácido era la única persona en la que podía confiar en ese momento. Se lo contó todo y, tras las primeras dudas de Plácido, que parecía no creer nada de aquello, Cora acabó por preguntarle si acaso no había visto él mismo el dinero.
—¿El dinero?
—Sí, el dinero. Te lo dejamos aquí. Tito dijo que contigo estaría seguro.
Tito le había pedido que le guardase la mochila. No le había informado acerca de su contenido. Se quedó completamente pálido al abrirla.
Esperaron durante horas, hasta que ya no pudieron esperar más. Al anochecer, a Plácido se le ocurrió leer la prensa en Internet y vio la noticia. Aquel «huésped del parador» no podía ser otro que Tito.