El reverso del cielo

1

Fue la luz lo que despertó a Cora. La luz avasalladora del sol que se había ido elevando sobre el valle hasta penetrar en la amplia habitación por la doble puerta acristalada que daba a la terraza. Habían olvidado correr las cortinas. No le importó. Aquella luz, el silencio, el aire fresco que penetraba por la puerta entreabierta le producían una paz infinita. Echó un vistazo a su alrededor. Vio las ropas, reposando sobre el diván. La mochila y la funda del ordenador portátil sobre el escritorio, junto a la pantalla de plasma. El corredor que llevaba a la entrada. El armario empotrado. Y allí, dándole la espalda, el cuerpo enorme y cálido de Tito, disfrutando de un descanso más que merecido. Ciertamente, Cora no podía terminar de creerse que Tito hubiera sido capaz de hacer todo aquello. Cuando lo conoció, pensaba que no era más que un buen hombre que pasaba por un bache; que todo aquel asunto le venía demasiado grande. Pero luego había conservado la cabeza fría y el pulso firme; había tomado las riendas de la situación con seguridad de cirujano. Cora se preguntaba cuántas sorpresas habría de darle aún.

La tarde anterior, tras salir de casa de Plácido, había conducido hacia las cumbres del interior. A Júnior nunca se le ocurriría buscarlos en el parador de Tejeda. Cora tuvo que reconocer que tenía razón.

—Y, de paso, nos vamos a dar una alegría. Reservé sesión de spa y masaje relajante para mañana.

Según continuó contándole, habían tenido suerte, porque la mayoría de los huéspedes dejaban el hotel el domingo. Cuando llegaron, aún encontraron abiertos los puestos de artesanía que había en la explanada. Compraron ropa de abrigo, una botella de vino y algo de queso antes de pasar junto a los turistas rezagados que se hacían fotos ante la Cruz de Tejeda y entrar en el hotel. La recepcionista los llevó a una habitación de la planta baja que daba directamente sobre el valle. Desde la terraza se veía el Bentayga dominando un paisaje de pinares y roquedales que llegaba hasta la Aldea de San Nicolás. Más allá se adivinaba la cumbre del Teide. Mientras les explicaba el horario del comedor, las normas del spa, cómo se manejaba el aire acondicionado, la recepcionista, una chica joven de apariencia eslava, les sonreía con una simpatía que, extrañamente, a Cora le pareció sincera. Seguramente pensaba que eran una pareja víctima del estrés que había decidido hacer una escapada. Por último, les recomendó que reservaran la sesión de spa para última hora de la tarde.

—Es una delicia estar metido en la piscina de agua tibia viendo la puesta de sol.

Lo dijo de una forma que a Cora la hizo sospechar que hablaba por experiencia y no pudo evitar imaginarla en la piscina, acaramelada con algún maromo tan joven y guapo como ella. Le devolvió la sonrisa con un guiño de complicidad y le dijo que seguirían su consejo.

Ahora, en albornoz, saliendo a la terraza para contemplar el paisaje, recordaba ese momento agradable. También, mientras tomaba un par de bocanadas de aquel aire que olía a pino, recordaba la cena en el comedor del hotel, el trato amable y cordial del camarero que los había atendido. Y cómo habían regresado a la habitación, cómo habían sacado dos botellitas de ron del minibar y se las habían tomado en aquella misma terraza, antes de que ella se levantase, tomara a Tito de la mano y lo llevara adentro para hacerle el amor. Cora se había acostado en cientos de hoteles con cientos de hombres distintos. En todas las posturas, de todas las formas. Pero jamás había sentido lo que había sentido esa noche. Acaso porque todas las personas que habían encontrado a su paso durante el día la habían tratado de forma cariñosa. Acaso porque Tito le inspiraba una ternura inédita. No alcanzaba a entender bien por qué, pero el hecho es que estaba comenzando a descubrir que el mundo, aunque fuera una mierda, no tiene por qué apestar siempre, si uno se rodea de la gente adecuada. Miró, sobre la mesa, los vasos, las botellitas de ron vacías, el cenicero y el paquete de cigarrillos. Sacó uno, lo encendió y volvió a apoyarse en la barandilla. La mañana era luminosa. Algunas nubes blancas habían comenzado a ascender hacia la cumbre y se habían quedado paradas, acariciándola. Se acordó de Néstor, que se había quejado en algún momento de la panza de burro que cubría la ciudad, y le dedicó una sonrisa. Plácido también había sido amable con ella, como todos desde que salieron del hotel donde habían pasado la noche del sábado.

Pronto se despertaría Tito. O lo despertaría ella misma. El plan era bajar a la población más cercana (probablemente, San Mateo) para comprar bañadores, algo de ropa y calzado. Luego volverían al parador. Por la tarde, irían al spa. Tito había previsto que pasaran allí al menos tres o cuatro días. El jueves o el viernes volverían a la ciudad, tras asegurarse de que todo estaba tranquilo. A sus espaldas, escuchó un golpe de tos y la voz de Tito, llamándola. Dejó el cigarrillo en el cenicero y entró en el cuarto.

—Estoy aquí, Bello Durmiente —le dijo antes de saltar sobre la cama.

2

A Pilar le extraña mucho que la puerta de servicio no tenga echadas las dos vueltas de llave acostumbradas. También le extraña cierto desorden sobre el mostrador. No sabe qué exactamente, pero hay algo que no está en su sitio. Sin embargo, no le da importancia. No sería la primera vez que el jefe llega a las tantas, borracho, y pasa por la oficina antes de subir a casa. El coche estaba aparcado enfrente, así que allá debe de estar ahora, en casa, durmiendo la mona. A ella, plim. Ella, a lo suyo. Cuanto menos sepa de la vida y obras de ese señor, mucho mejor para todos.

Por eso vuelve a cerrar la puerta y va, como siempre, a la oficina para coger el cambio y abrir la tienda. La costumbre es que él se lo deje preparado sobre la mesa. Pero, al atravesar el almacén, un olor le araña la pituitaria. No es el acostumbrado olor a tejido y cartón almacenados, esa mezcla de tinturas, polvo y humedad, ese paraíso para los ácaros. No. Es un olor acre. Como si alguien se hubiera orinado por los rincones hace varios días. También huele a huevos podridos. Haciendo pinza en su nariz con dos dedos, llega a la puerta, que está abierta. Esto ya no puede ser casualidad. Esa puerta no está abierta nunca.

Duda entre dar el siguiente paso o no, mientras un vacío inmenso le rebulle en las tripas. Debería salir corriendo, llamar a alguien, a la policía. Pero también puede ser que el jefe haya prolongado su juerga hasta la amanecida y esté allí, solo o con alguno de sus amigotes, puede que hasta drogándose. En ese caso, tampoco debería entrar. No obstante, algo tiene que hacer. No puede quedarse ahí parada. Deja transcurrir unos segundos, procurando no hacer ruido, aguzando el oído. No escucha absolutamente nada.

Finalmente, se decide a dar ese paso y se planta en el umbral. De pronto, es el horror, el indescriptible espanto, el bulto atado a la silla, el rostro terriblemente hinchado y tumefacto, de una de cuyas cuencas cuelga un ojo, la máscara sanguinolenta de la cual Pilar no puede ya ni siquiera sospechar que antes fuera el rostro de Júnior.

3

Sanchís está algo más tranquilo. Por la mañana, el Turco le ha dicho que Reme la Bella está poniendo las cosas en su sitio, que en veinticuatro horas estará arreglado todo el asunto de las cuentas. También le ha dicho que ate todos los cabos en Canarias, que cierran por reforma. Ahora, al filo del mediodía, conduce el coche de alquiler por la calle Luis Doreste Silva, donde se ha citado con Beltrán. Lo recoge a pocos metros del desproporcionado edificio de la Supercomisaría, la rodea y conduce por la ciudad, vagamente familiar, mientras este lo informa.

—A Júnior lo encontró esta mañana la empleada de la tienda. Como tú dijiste, ahora están investigando a los que trapicheaban con él. Por cierto, hay que ver qué hacemos con la pasta y con el polvo.

—Eso te lo quedas tú, por el servicio —dice Sanchís mecánicamente.

—Coño, Pepe, muchas gracias. Bueno, a lo que iba, que Onésimo está hasta la polla. Cuatro fiambres en un solo fin de semana. —Beltrán mira al Gordo y cree oportuno hacer el siguiente comentario—: Esto es muy tranquilo, ¿sabes? No suele haber tanto homicidio ni tanta…

Sanchís lo interrumpe:

—Que sí, Paco, que esto es el puto paraíso terrenal. Pero vete al grano, coño, que estos se nos van a escapar en nuestros mismos morros.

Mientras, por enfilar hacia alguna parte, Sanchís enfila la autopista hacia el sur, Beltrán da un gruñido sacando su eterno bloc de notas y comienza a leer:

—Luis Vicente Marichal Suárez. Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en 1958. Hizo la mili en Regulares. Se reenganchó un año. Trapicheó algo, pero cosas de poca monta. Además, lo más gordo pasó a la jurisdicción militar. Luego se casó y empezó a trabajar de camarero. Está en trámite de divorcio y vive en uno de esos cuchitriles del Puerto. Está en paro, pero en los últimos dieciocho años estuvo en el hotel Hespérides. ¿A que no sabes quién trabajaba también en el Hespérides?

—No sé. ¿Quién? ¿La mula Francis?

—Ortiz, el Rubio. De ahí se conocían.

—Bueno, abrevia, que lo que interesa es saber dónde está. Sabemos que no estará en su casa y, si va por ahí con esa tía, no creo que se la haya llevado tampoco a casa de su exmujer.

—En efecto —dijo Beltrán, dándoselas de sabueso—. El sábado pasaron la noche en un hotelucho de la zona de Alcaravaneras. Y ayer por la tarde… —Beltrán volvió a hacer una de sus pausas teatrales, antes de cantar—: ¡Tacháaaan! Se inscribieron en el Parador Nacional de la Cruz de Tejeda.

—¿Eso dónde está?

—En la cumbre. En pleno centro de la isla. Estos se han quitado de en medio hasta que pase el temporal. Evidentemente, están huyendo de Júnior. Lo que no esperarían era que los buscáramos nosotros, con todos los medios.

—¿A cuánto está eso de aquí?

Beltrán consultó su reloj.

—Saliendo ahora, estaríamos allí sobre las dos, más o menos. No me vendría mal que zanjáramos esto hoy mismo, Pepe. Mañana me reincorporo y no voy a poder tener tanto tiempo libre.

Sanchís mostró una sonrisilla. Casi le envidió a Beltrán el trabajo honrado, los horarios, la familia.

—Muy bien —dijo—. Será mejor que nos pongamos las pilas, antes de que les dé por cambiar de hotel otra vez.

—Primero hay que pasar por mi casa —dijo Beltrán.

—¿Y eso?

—Para pillar el hierro. No pienso presentarme allí sin una pipa.

Sanchís hizo un mohín de hastío. No le gustaban las armas. Extrañamente, dada su antigua profesión y los negocios a los que se dedicaba actualmente, pero sentía verdadera repugnancia y no le agradaba nada llevar encima armas de fuego. No obstante, Beltrán tenía razón. Si Júnior no les había mentido (y lo había dicho en el momento en el que estaba en situación de confesar su primera paja), el individuo llevaba una cacharra. Así que tomó la siguiente salida y cambió de sentido.

4

Regresaron después de mediodía, con bolsas que contenían la ropa que habían comprado. Pasaron un rato en la habitación, desenvolviendo calcetines, bragas y calzoncillos y guardándolos en los cajones; desembarazando de etiquetas camisetas, pantalones y vestidos de verano y colgándolos en el ropero. Por último, sacaron la ropa de baño y la dejaron sobre la cama.

Decidieron no almorzar en el hotel, sino en uno de los asadores que había en la explanada, frente a la cruz. El tiempo era estupendo: lucía el sol, pero corría una brisa que lo hacía amable. Por eso tomaron sitio en la terraza, donde solo otras tres mesas estaban ocupadas. En dos de ellas, había turistas europeos que consultaban planos y hacían fotos mientras tomaban cerveza. La otra, situada bajo el alero del edificio del restaurante, estaba ocupada por dos tipos que tenían pinta de peninsulares. A Tito le llamaron la atención. Uno de ellos tenía el pelo gris y llevaba una camisa estampada, por fuera de los pantalones. El otro iba vestido de americana azul marino y destacaba porque era inmenso. Sudaba. Quizá por la chaqueta, quizá por el sol, quizá por el vino. Pero su frente chorreaba sudor y el Palmera concibió la asquerosa idea de que aquel sudor estaría cayendo sobre el cochinillo, que cortaba y engullía como si alguien quisiera quitárselo. Un gordo bigotudo y empaquetado y un hortera con camisa hawaiana: no pegaban ni con cola. Ni allí, en la Cruz de Tejeda, un lunes a mediodía, ni entre ellos. Justo cuando pensaba en esto, llegó el camarero y Tito dejó de prestarles atención.

Siguiendo la recomendación del camarero, pidieron cordero y una botella de vino y comieron con tranquilidad, conversando sobre naderías. En algún momento, Cora miró al cielo y le dijo al Palmera:

—Hay que ver. En la ciudad siempre nublado y fíjate aquí…

—La panza de burro. Puede que sin la panza de burro nos requemáramos, pero, qué quieres que te diga, a uno lo pone triste, ¿no?

—A veces, cuando veo la ciudad así, cubierta de gris, pienso que, por encima de esas nubes, el cielo está así, como ahora, completamente despejado.

Tito puso un gesto burlón.

—Qué optimistas estamos hoy…

Cora le rio la gracia.

—Pues mira, sí. Estoy muy optimista. Desde ayer es como si estuviéramos del otro lado de la panza de burro. Así que sí: estoy contenta y optimista… El día está lindo, el cordero está buenísimo y el vino cojonudo. La gente nos trata bien y es simpática y… No sé por qué, Tito… Pero estoy contenta. Vamos, que te dejaría que me hicieras un hijo ahora mismo.

Se echaron a reír.

Acabaron el cordero y pidieron postres. Entretanto llegaban, Tito entró en el local para ir al cuarto de baño. Atravesó el comedor, prácticamente vacío. Dos de los camareros prestaban atención a un televisor encendido. Pensó que sería la hora de la información deportiva. Sin embargo, se equivocaba. Era el informativo local, dando una noticia de sucesos. En pantalla se veía el exterior de una tienda de Schamann, Confecciones Mendoza e Hijos, ante la cual había coches de policía. Pero no llegó a escuchar la noticia. Entonces sí, la locutora dio paso a los deportes y los camareros volvieron tras la barra. Les preguntó qué había pasado.

—Otro muerto —dijo uno de ellos—. Fíjese usted cómo está el mundo. El otro día, esos tres que aparecieron muertos. Y ahora uno, en Schamann. El dueño de una tienda. Y no se conformaron con robarle y matarlo, qué va… Hay que ver, un pobre padre de familia. Encima lo estuvieron torturando toda la noche.

—Eso sería para que dijera dónde estaban las perras… —terció el otro.

—Vete tú a saber… Yo no sé dónde va a parar todo esto…

Al volver a la terraza, el Palmera constató que uno de los grupos de guiris se había ido y que los dos godos tomaban licores y café sin quitarle ojo a Cora. Cuando constataron su presencia se hicieron los suecos. Pensó que era lo lógico, porque ella estaba estupenda. Aquellos dos le daban asco, pero no sería él quien iniciara un pleito. Continuaba dándole vueltas a la noticia de sucesos mientras comía los huevos mole que le habían traído. Para salir de dudas, preguntó a Cora cómo se llamaba la tienda del padre de Júnior.

—Mendoza. Confecciones Mendoza e Hijo. ¿Por qué? ¿Quieres ir a comprarte algo allí? —bromeó ella, pero se quedó parada al ver el gesto de alarma en los ojos de Tito.