Cuando Júnior entra en casa, sus nervios han comenzado a templarse. Por el camino ha llegado a la conclusión de que no le queda otro remedio que esperar hasta que el Palmera vuelva a llamarlo. Por eso renuncia a sus primeros impulsos y se da una ducha, hace café, se sienta ante su ordenador y consulta la prensa online. Ya han comenzado a aparecer las primeras noticias, con fotos de la zona y primeros planos de charcos de sangre, de automóviles y de mantas que cubren cadáveres. Las informaciones no están muy completas, pero ya se cuenta que fue un camionero quien hizo el macabro hallazgo, se apunta la posibilidad de un ajuste de cuentas, pese a que la investigación está en curso y el juez de instrucción ha decretado el secreto de sumario.
Lo que Júnior se pregunta es cómo pudo salir mal. Él y Felo habían planeado minuciosamente todo el asunto. Felo disponía de una pistola de tiro olímpico, que le habían vendido hacía años en el polígono, y el Garepa llevaría una escopeta. El Rubio había anunciado que usaría armas de juguete en el palo, que no iría armado al encuentro. Así que no imagina hasta qué punto pudieron descuidarse los suyos para permitir que se cambiaran las tornas. O, acaso, el Rubio y el Palmera no eran tan ingenuos como parecía. De hecho, ahora mismo, le conviene reflexionar, preguntarse con cuidado quién es realmente el Palmera. Quizá no se trate simplemente de un pringao que necesitaba pasta. Quizá tenga más agallas de lo que parece y, sobre todo, más capacidad para hacer daño de lo que él hubiera pensado. Porque sí, si se le hubiera preguntado acerca de quién era más peligroso, él hubiera respondido, sin pensarlo un instante, que el Rubio. Puede que incluso el Rubio hubiera pensado lo mismo. Sin embargo, ahora el Rubio es una cosa con la pata estirada debajo de una manta térmica y el Palmera anda por ahí, vivito y coleando, haciéndole llamaditas y poniéndosele más chulo que un ocho. Júnior acaba el café, apaga el ordenador, se lava los dientes y sale de casa. Baja los dos tramos de escaleras y entra por la puerta de servicio al local de Confecciones Mendoza e Hijo. En su despacho, abre la caja fuerte que hay en el suelo, tras su escritorio.
Saca el dinero que queda allí. También la bolsa con las papelinas restantes. No hay suficiente polvo para aguantar hasta el mes que viene. Tampoco hay demasiada pasta. Podría recaudar algo más en los barrios. El problema es que Júnior lleva años sin patearse los barrios. Desde que se organizaron, desde que él decidió montárselo a lo grande, dejar de ser un simple camello, era Felo quien controlaba a los que trapicheaban para ellos. Muchos de los que se dedican al menudeo para él no le han visto ni siquiera la cara. De la gente de confianza, únicamente le queda Coco. Y no podrá confiar en Coco como confiaba en Felo. Demasiado alocado, demasiado indiscreto, demasiado simplón. No hay más que mirarlo de frente para comprobar que ahí, detrás de esos ojos acuosos, no hay nadie pilotando. Así que a Júnior, cuando pase este temporal que él mismo ha desatado, le va a tocar patear nuevamente la calle.
Vuelve a meter el dinero y el perico en la caja fuerte. Piensa en cómo se le ha ido todo de las manos, cómo ha metido la pata por querer quedarse con todo. Al final eran cuatro veinte. Le hubieran tocado dos diez. Doscientos diez mil euros. Hubiera tenido de sobra para sanear. Hubiera sido perfecto. Ahora, en cambio, si llegara a un acuerdo con el Palmera, podrá tener acaso la mitad de eso. Tampoco es cifra despreciable. Pero se resiste a esa idea; más que nada, por principios. El Palmera se ha cargado a Felo y al Garepa. Probablemente, también al Rubio, diga lo que diga. Y, si quiere negociar con él, es porque se lo ha pensado dos veces y se ha acojonado. Aunque, si estuviera realmente acojonado, serían dos diez lo que le ofreciera. Eso es lo que más desorienta a Júnior. El hecho de no saber qué carajo hay en la cabeza de ese tío.
Definitivamente, se podría contentar con lo que le ofrece el Palmera. Pero no puede dejarse coger la camella de esa forma. Es una cuestión de principios. El Palmera tiene que pagar por esta putada. Simplemente porque sí, porque es peligroso dejar suelto a un tipo que es capaz de chorizarte toda esa pasta en tus propias narices.
Se pregunta cómo podría dar con el Palmera. Y, consecuentemente, se pregunta qué sabe de él. Sabe de él que es (o era) amigo del Rubio. Que trabajó con él en el Hespérides. Que necesita pasta para no sé qué negocio. Aparte de eso, sabe que debe de andar por ahí con la Cora. Y, entonces, es cuando se llama a sí mismo estúpido. Porque de Cora sí que sabe un montón de cosas. Para empezar, sabe dónde vive. O dónde vive su madre. Y es allí cerca, a solo unas cuantas calles, en el barrio de al lado. Y sabe también dónde estaba parando cuando la contactó el Rubio. Por último, sabe con quién paraba. Se pregunta si empezar haciéndole una visita a la madre o haciéndole una visita a la Iovana.
Pepe Sanchís fue a El Prat en taxi, vestido con un traje azul marino de buen corte, una camisa celeste y una corbata de seda en color Burdeos. Si debía viajar por trabajo, siempre prefería adoptar esa apariencia de ejecutivo que le recordaba sus tiempos en el Cuerpo.
Había llegado con tiempo de sobra para facturar la maleta, su único equipaje a excepción del maletín del ordenador portátil. Mientras esperaba en la cola de facturación, aprovechó para darle un telefonazo a Beltrán.
—Pepe, jodío, ¿dónde te metes? —preguntó este, jovial. De fondo se escuchaban conversaciones, griterío de niños, rumor de olas.
—Pues mira, ahora mismo en el aeropuerto, a punto de tomar un vuelo para allá.
—No jodas… ¿Vienes para Las Palmas? Pues habrá que verse, ¿no?
—Sí. Por eso te llamo. Voy por trabajo y puede que necesite que me orientes un poco.
El otro se tomó unos segundos para comprender. Luego dijo:
—Vale, perfecto. Yo estoy terminando las vacaciones. Me incorporo el martes, así que, si quieres, nos vemos mañana.
—¿No podría ser esta noche, Paco?
Escuchó a Beltrán chasquear la lengua.
—Hoy está jodida la cosa. Estoy en San Agustín, en el apartamento, con la familia. Oye, ¿por qué no te vienes esta noche? Te podemos hacer un hueco.
—No va a poder ser. Esta tarde tengo que verme con alguien y no sé a qué hora voy a terminar.
—Pues entonces, tendremos que vernos mañana. Por la mañana me vuelvo a la ciudad. Encarna se queda aquí con los chiquillos el resto de la semana. Pero tú y yo podemos quedar para comer.
—Perfecto. Mañana, entonces. Da un beso a Encarna y a los niños.
—De tu parte.
Cuando colgó, se dio cuenta de que no había comprado ningún detalle para la familia de Beltrán. Después de facturar y de hacer el pertinente striptease parcial en el arco de seguridad, se encaminó a la zona de los dutyfree. El mayor de los chicos tenía quince años; el otro, diez. Bastaría con algún juego de mesa para el crío, un libro de fantasía épica para el grande y un perfume para Encarna.
Sanchís solía ir a Gran Canaria cada seis meses, aproximadamente, para controlar los negocios del Turco (ambos eran de la opinión de que el ojo del amo engorda el caballo), y siempre se citaba, al menos una vez, con Beltrán para comer, tomar copas, recordar los viejos tiempos. Beltrán y él habían trabajado juntos casi quince años en Barcelona, hasta que la Unidad de Asuntos Internos les abrió ficha y Sanchís tuvo que salir del Cuerpo. Jamás pudieron probarle lo suficiente para procesarlo con éxito, pero había suficientes indicios como para que le resultase imposible seguir adelante sin que los de la UAI le echaran constantemente el aliento en el cogote. En cuanto a Beltrán, no estaba tan pringado y, muy prudentemente, se alejó de todo, aunque no se libró de que lo destinaran a Subsuelo, donde estuvo oliendo y pisando mierda hasta que a mediados de los noventa los Mossos comenzaron a asumir competencias. Entonces, Beltrán aprovechó y solicitó destino en Gran Canaria, de donde era Encarna. A partir de ese momento, reanudaron su amistad. Había correos electrónicos, llamadas por Navidad y cumpleaños, intercambio de regalos cuando Sanchís iba a Canarias o cuando Beltrán y la familia hacían algún viaje turístico a Cataluña. Y, cuando alguno de los dos antiguos camaradas se hallaba en algún aprieto, había también intercambio de información, recomendaciones a contactos necesarios, préstamo de alguna cantidad de dinero que siempre era devuelta puntualmente, pero sin intereses. La última vez había sido Sanchís quien le había echado una mano a Beltrán, que se había metido en un pequeño agujero por culpa de la compra de un apartamento en el sur. El mismo en el que estaba pasando las vacaciones. Y el dinero aún no había sido devuelto, así que Beltrán estaba en deuda con él. Cosa muy conveniente, dadas las circunstancias, pensó Sanchís mientras deambulaba entre las estanterías de la tienda de regalos.
Para almorzar, pidieron chino. Comieron viendo la tele. Después de ver el informativo local en televisión (triple homicidio en el polígono de Arinaga), abreviaron la sobremesa y leyeron las ediciones digitales de los periódicos. Se hablaba de los tres hombres, de los vehículos, de los objetos de valor, de que se barajaba un ajuste de cuentas. De cualquier modo, decidieron poner el dinero en una simple bolsa de playa. La bolsa de viaje estaba manchada de sangre. Tito no hubiera podido decir si la sangre era de Felo o del Rubio, pero lo implicaba igualmente en los homicidios, así que la metieron a su vez en otra bolsa de basura. Había que deshacerse de ella. Antes, insistió Cora, había que esconder bien el dinero. La casa no era muy grande. Cualquier rincón del salón quedaba descartado. Barajaron el congelador, pero ninguno de los dos sabía lo que ocurría al congelar un billete. También pensaron en el armario empotrado, un sitio demasiado evidente. Al fin, Tito tuvo una iluminación: levantó una de las placas del falso techo del baño y metió allí la bolsa. Por último, decidió que también sería un buen escondite para la pistola del Rubio. Se sintieron más tranquilos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Cora.
—Ahora voy a salir —respondió Tito, mientras acababa de vestirse—. Tengo que ir a casa de mi hija. Mi yerno se acaba de pillar un coche nuevo y todavía no ha logrado vender el viejo, así que se lo voy a pedir prestado para que nos podamos mover estos días. No podemos ir por ahí en el mío.
—¿No le parecerá raro?
—No veo por qué. Hace un mes ya tuve una avería y me lo prestó un par de días, mientras tenía el Fiesta en el taller.
—¿Y yo?
—Tú descansa, que dormiste menos que un ojo de cristal.
Pepe Sanchís visionó, por enésima vez, la grabación, intentando encontrar algún detalle significativo, algún hilo por el que comenzar a tirar. Pero no había manera, siempre veía simplemente lo mismo: dos sombras (indudablemente dos hombres fornidos, uno más alto que el otro) apareciendo en la esquina, acercándose a una de las cámaras, trepando para cegarla con pintura en espray antes de hacer lo mismo con la otra.
No había nada significativo y, sin embargo, eso era precisamente lo significativo: las capuchas y las máscaras, los chándales iguales, los escarpines de escalada, la previsión (un tanto innecesaria, dado el embozo) de cegar las cámaras. Todo ello implicaba experiencia, precisión, oficio. Si habían hecho eso antes de entrar, había sido de modo casi protocolario, como quien acostumbra a empezar haciendo precisamente eso.
Hastiado, salió del programa de reproducción y se levantó del escritorio del despacho de Larry. Miró a su alrededor, al suelo lleno de papeles y cajones vueltos del revés, al mueble bar hecho un infierno de cristales rotos. Sus ojos acabaron fijándose en unos jirones de cinta americana manchados de sangre. A Larry debían de haberlo atado con esa cinta.
Alzó la vista y la clavó en Larry. Sentado en la silla que había frente a él, presentaba un aspecto penoso, con el moratón en la mejilla, la tirita sanguinolenta en la ceja, el apósito en la parte posterior del cráneo. Evidentemente, le habían dado un buen repaso. Sin pronunciar ni una sola palabra, el Gordo salió a la parte posterior, caminó por el césped, bordeó la piscina siguiendo el rastro de gotas de sangre hasta llegar al otro lado, el más cercano a las pajareras. Al llegar allí, al lugar donde la sangre formaba una mancha mayor, se volvió hacia Larry, que había ido tras él y señaló al extremo opuesto de la piscina.
—Entonces, cuando los tipos llegaron, la chica estaba allí.
Larry asintió.
—¿Y no has vuelto a saber nada de ella? ¿No te llamó?
—¿Cómo me iba a llamar? No tenía mi número.
—Y luego, evidentemente, no fue a la policía.
—¿Eh?
—No fue a la policía. Porque, si hubiera ido, la policía se hubiera presentado aquí, ¿verdad?
—Hombre, supongo que sí.
—Pero, si tú fueras una chica que se lía con un tipo y que acaba sirviendo como rehén en un atraco, cuando te soltaran, ¿qué es lo primero que harías?
Los ojos de Larry buscaron la respuesta por el suelo. Al fin, tímidamente, apuntó:
—¿Llamar a la policía?
—Eso es. Y, además de eso, amigo Larry, ¿no te parece un poco extraño que salgas a tomarte una copa y, de repente, una tía estupenda te ponga tan claro que quiere venir a bañarse a tu piscina? ¿Y no te parece todavía más raro que, justo cuando te tiene más entretenido, entren dos tipos y nos desvalijen?
Pepe Sanchís decidió ahorrarle a Larry la humillación de darle una respuesta. Volvió a la casa, con Larry siguiéndole las huellas como un perro hambriento. El abogado se quedó apoyado en el marco de la puerta y lo vio sentarse nuevamente al escritorio, mirando otra vez en derredor, hasta dejar la vista clavada en el mueble bar. Se dio dos o tres tirones a los pelos del bigote y, sin mirarlo, ordenó:
—Entra y siéntate. —Esperó a que el otro ocupase nuevamente su sitio en la silla del otro lado de la mesa—. Esto no lo han hecho dos yonquis, ni ha sido casualidad.
—Pero, entonces, ¿por qué tanto destrozo?
Sanchís lo fulminó con la mirada.
—Para disimular, joder. Que parece que hay que explicártelo todo. A ti te han estado vigilando durante algún tiempo. Pero no es solo eso. Quien entró aquí, sabía lo que venía a buscar, dónde tenías la pasta.
Los ojos de Larry formaron dos círculos perfectos.
—¿Puede haber sido alguno de los testaferros? —inquirió el Gordo.
—Ni de coña, Pepe.
—¿Por qué no?
—Para empezar, son gente elegante. Son empresarios serios. No serían capaces de montar algo así, violento. Aparte de eso, la pasta se la llevo yo. Nunca vienen a casa y no podrían saber que la caja está ahí.
—Entonces, ¿quiénes son los que saben que tienes una caja en casa? ¿Alguna de tus putitas?
—No. Yo soy un tío discreto, Pepe…
Al escuchar esto, Sanchís dio una fuerte palmada en la mesa.
—¡Por mis cojones! Por mis cojones eres un tío discreto, pedazo de mamón. —Intentó tranquilizarse y cerró los ojos, respirando hondo, al decirle a Larry—: Vamos a ver… Dime quién coño podía saber dónde tenías la caja fuerte.
—No lo sé, Pepe… Puede que alguno de los distribuidores haya logrado adivinar…
—¿Cómo que «logrado adivinar»? ¿Qué coño quieres decir con eso de «logrado adivinar»?
—Es que a veces, cuando vienen aquí…
Sanchís volvió a estallar.
—¿Cuando vienen aquí? ¿Me estás queriendo decir que te reúnes aquí con los distribuidores? Pero, bueno, ¿tú eres gilipollas o qué coño te pasa? ¿No puedes quedar con ellos en tu despacho? —El tono de voz de Sanchís había ido subiendo tanto que, en algún momento, le falló la respiración y en el fondo de su garganta se le ahogó un gallo.
—Cantaría mucho tener a gente así entrando y saliendo del bufete…
—Claro, como si en el bufete cantara y aquí no…
Tras esta última recriminación, ambos quedaron en silencio. Larry mirando al suelo. El Gordo procurando serenarse, para poder pensar con claridad.
—Bueno, está bien… Los distribuidores… ¿Cuáles son los que no tienen las cuentas al día?
Ahora Larry alzó la mirada y la cruzó con la de Pepe, que estaba pensando exactamente lo mismo que él. Por primera vez, en los ojos del abogado hubo un asomo de ira, al mascullar:
—El hijo de la gran puta…
Sanchís se levantó un momento, se quitó la americana, la dejó sobre el respaldo de la silla y volvió a sentarse, aflojándose la corbata. Ahora ya tenía un hilo del que tirar. Se frotó la frente con la palma de la mano, haciendo un esfuerzo por ordenar sus pensamientos.
—Está bien. Aparte del dinero y de tus chucherías, me dijiste que se habían llevado la contabilidad.
—Sí.
—¿En papel?
—En un disco de datos.
—¿Y por qué guardas esa contabilidad?
Larry se puso algo gallito al contestar:
—Porque hay que saber quién paga y quién debe. Yo, mis cuentas, quiero tenerlas claritas por si las necesitan ustedes. Y dejarlas en el disco duro del ordenador es un peligro.
—Vale, para ti la perra gorda —concedió el Gordo.
—De todos modos, casi todo está puesto de modo que solo lo entendamos nosotros. Las empresas están consignadas con siglas. Igual que los nombres de los bancos…
—¿Los nombres de los bancos?
—Sí, donde se hacen los ingresos…
Sanchís se llevó las manos a la cabeza.
—La madre que lo parió… ¿Tienes en un mismo disco la contabilidad y los números de cuenta de los bancos?
El silencio culpable de Larry acabó por sacar de quicio a Sanchís. Le propinó un puñetazo a la pantalla del ordenador, que voló por los aires y se estrelló contra el suelo cuando el cable de alimentación no le dio para más. El abogado se le quedó mirando aterrorizado. Sanchís apoyó los codos en la mesa y se adelantó para decirle, muy lentamente, masticando con rabia cada palabra:
—Eres un puto inepto, Larry. Lo supe desde la primera vez que hablé contigo. Sabía que eras un jodido gilipollas y que nos ibas a traer problemas. Pero no sabía que fueran a ser tantos, porque, si lo llego a saber, te meto un tiro en la cabeza en ese mismo momento. Y si no te lo pego ahora es porque la cosa ya está lo suficientemente caliente. Así que, cuando todo esto se solucione, te aconsejo que te cojas un billete de avión rumbo a algún sitio que yo no conozca, a un país que yo no sepa ni que existe, y que te quedes allí hasta que leas mi esquela en el periódico.
El abogado estaba a punto de echarse a llorar. No pudo mantener la mirada de hielo del Gordo. Por su parte, este, tras soltarle esta amenaza, sacó su teléfono móvil y marcó línea segura con el Turco.
Júnior fue a ver a la madre de Cora, pero se comportó de manera bastante amable. La mujer, el barrio entero, lo conocía, así que hizo la comedia del tipo que anda buscando a la amiga de juventud para ver cómo le va. De todas formas, aunque no hubiera sido tan suave, no habría logrado averiguar nada, porque la vieja nada sabía.
Decidió ir al sur, al último domicilio conocido de Cora, según el Rubio. Cuando Iovana le abrió la puerta de su apartamento, Júnior constató que los años le habían pasado por encima dejándole alguna cicatriz, varias patas de gallo y una cantidad considerable de tejido adiposo. Vestía un pantaloncito vaquero y una camisilla que apenas lograba contenerle el busto abundante y fofo, y su piel mulata presentaba estrías, zonas de celulitis, flojedades carnosas donde antes había habido turgencias y músculos y epidermis lisa y brillante. En su rostro, apenas quedaba rastro de la hermosa joven que fue. Tal vez, si uno se fijaba bien, conservaba aún aquel brillo en la mirada, aquellos labios que la habían hecho tan popular en el barrio del Lugo, pero, con todo, a Júnior le resultaba lógico que la Iovana, tal y como había oído decir, se hubiera ido saliendo del oficio para dedicarse a hacer viajes al moro y menudear con el chocolate entre conocidos y conocidos de conocidos. Probablemente, algo similar pensó Iovana al verlo a él, pero ella sabía mentir mejor y le dio un gran abrazo, un beso enorme, le regaló una expresión de alegría sorprendida mientras lo hacía pasar al minúsculo cuarto de estar y lo invitaba a sentarse.
—Cuánto tiempo, mi amor. Te haces echar de menos, ¿eh?
—Bueno, estoy muy liado… ¿Y tú? Me costó dar con esto…
—Ah, alquilé hace un tiempito… No me cobran demasiado y aquí no se está mal. Zona turística. A ver si un día me ligo a un viudo viejo y millonario, que me retire… —dijo ella yendo a la cocina, abriendo la nevera, sacando cervezas, volviendo con ellas para sentarse junto a él en el sofá, poniéndole una mano sobre el hombro—. ¿Y a ti, qué te trae por aquí, chiquillo? ¿Te apetece algo de marcha para el sábado por la noche?
La mano de Iovana permaneció allí, acariciándole el hombro con los dedos, que describían pequeños círculos en un movimiento rítmico, pretendidamente sensual y, en la práctica, sumamente irritante. Júnior alzó las cejas y sonrió.
—Oferta tentadora… Pero no. En realidad tengo un problemilla y a lo mejor tú me puedes ayudar.
—¿Yo? No sé… Cuéntame, a ver si puedo hacer algo por ti.
—Necesito hablar con Cora.
—¿Cora? ¿Qué Cora, mi niño?
Júnior se dio cuenta de que la cosa no iba a resultar tan fácil como había pensado. Aun así, hizo otro intento.
—Nuestra Cora.
—Ah —Iovana fingió caer en la cuenta justo en ese instante—. Cora, la niña… Bueno, yo hace mucho que no sé de ella, cariño. Desde que se fue con el tío aquel a Galicia, no me ha vuelto a…
Júnior necesitó solo dos movimientos para interrumpirla. El primero, hacia su izquierda, para desplazar la mano que ella aún tenía sobre su hombro. El segundo, hacia su derecha, para hundirle el codo en la cara. Iovana ni siquiera logró emitir un quejido. El golpe fue tan brutal, tan repentino, tan dolorosamente insoportable que solo tuvo tiempo de notar cómo la sangre brotaba de golpe de sus senos nasales, manchándole la camisilla. A través de una nube de babas del diablo, pudo ver la amenazante figura de Júnior, que se había puesto repentinamente en pie y ahora se acercaba a ella, diciendo con aire chulesco, mientras se quitaba el reloj de la muñeca:
—Vamos a volver a empezar. ¿Dónde está Cora?
Cuando entró en el apartamento, Cora se le echó encima y lo abrazó con fuerza. Tenía el teléfono móvil en la mano.
—Fue a mi casa —repetía una y otra vez—. Fue a mi casa y estuvo preguntándole a mi madre.
Tito se esforzó en comprender mientras la obligaba a separarse un poco, a sentarse, a recapitular.
—Júnior —explicó Cora—. Júnior estuvo en casa de mi madre, a eso del mediodía. Le estuvo preguntando por mí.
—¿La amenazó o le hizo algo?
Cora negó con la cabeza.
—No. Júnior no es tan idiota como para hacerle algo a una pobre vieja del barrio. Pero sí que le insistió mucho.
—¿Y tu madre? ¿Qué le dijo?
—Pues qué le iba a decir… Lo que sabía… Que yo entro y salgo sin parar… Y que me había ido de viaje.
Tito suspiró.
—Entonces, ¿a qué vienen tantos nervios?
Ella lo miró, algo confusa, comprendiendo, no obstante, que tenía razón: en realidad, no había ocurrido nada grave.
—Se acabaron los acojones y los histerismos. El que tiene que estar acojonado es el tal Júnior. ¿De acuerdo?
Cora asintió. Entonces, el Palmera sonrió y le dijo:
—Te voy a decir lo que vas a hacer. Ahora mismo, te vas vestir. Y tú y yo vamos a coger un par de billetes de esos que nos hemos ganado a pulso y nos vamos a ir de paseo por ahí.
Pepe Sanchís salió de casa de Larry y volvió a ponerse al volante del coche de alquiler. Por Internet, había reservado una Kangoo, pero, como le solía ocurrir, al llegar a la oficina del rent a car en el aeropuerto, el empleado se disculpó, le dijo que había algún error, que intentaría subsanarlo. Finalmente, tuvo que conformarse con un Kia, un cochecito gris de tres puertas de aspecto amable pero poco dúctil. Si Sanchís no hubiera pesado ciento veinte kilos no le hubiese importado. Pero pesaba ciento veinte kilos y conducir aquel coche era lo más parecido a llevarlo puesto.
Antes de irse, había ordenado a Larry que no hiciera absolutamente nada, salvo avisar a los testaferros de que devolviesen todo el dinero. Por lo demás, podía limpiar, si quería, su asquerosa casa, llamar a su mamaíta para que lo consolara o hacerse una paja con la cadena de la cisterna. En lo tocante a él, solo necesitaba dos cosas: que hiciese que los testaferros moviesen la pasta y que no telefoneara ni respondiera a la llamada de ningún distribuidor, especialmente de Júnior. Porque, evidentemente, Júnior era cosa suya, de Pepe Sanchís, que lo pondría en su sitio. Pero, antes que nada, lo necesitaba confiado y desprevenido; precisaba que pensase que todo le había salido bien, que el palo había sido redondo, que nadie desconfiaba de él. Además, no quería hacer nada más antes de reunirse con Beltrán.
Condujo directamente a su hotel, que estaba en la avenida Marítima. Allí, de nuevo hubo de enfrentarse a «un malentendido, señor», y esperar a que comprobaran si podría disponer de la habitación doble que había reservado por Internet. Para desentenderse del recepcionista, que se deshacía en disculpas al tiempo que telefoneaba a alguien que podría confirmarle si era posible solucionarlo, Sanchís hojeó con hastío el periódico del día, ya ajado de lecturas, que había a un lado del mostrador. Era un periódico local, de esos que sobreviven en papel a régimen de noticias de agencia y regalos a los lectores. Precisamente, a Sanchís le llamó la atención una esquela publicitaria, que anunciaba que al día siguiente, domingo, el matutino obsequiaría a «sus lectores con un nuevo DVD de la serie Cine del Oeste». El western de esa semana era Río Bravo. Uno de los vicios secretos del Gordo era el western y, en su colección de DVD, no contaba con Río Bravo, así que anotó mentalmente comprar el periódico por la mañana, nada más desayunar.
Por fin le dieron un sobrecito con la llave electrónica de su habitación. Era en la cuarta planta. Al entrar, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos, acercarse a la ventana y mirar al exterior, observar cómo el cielo iba volviéndose azul oscuro sobre el mar. Los cristales aislaban el bullicio de coches que transitaban por la autopista, volviendo de gastar el día en las playas del sur o yendo a pasar la noche en sus discotecas. Se preguntó a sí mismo si cenaría en el hotel o saldría a dar un paseo y buscar algún restaurante agradable. Había pasado muy mala noche, se había despertado temprano y a lo largo del día había pasado tres horas en un avión y dos horas más en casa del inútil de Larry, así que se respondió que lo mejor sería darse una buena ducha, relajarse, comprobar que el Wi-Fi funcionaba bien en la habitación (de lo contrario habría un nuevo «debe de haber un malentendido, señor» y no sabía si aguantaría otro más en el mismo día), pedir algo al servicio de habitaciones y acostarse temprano. Sacó su neceser de aseo de la maleta y comenzó a desnudarse. Justo entonces, Miralles le hizo una llamada perdida a su móvil. El Gordo sacó el teléfono que ellos llamaban «la línea segura». Aquellos teléfonos eran otra de las ideas de Sanchís. Se los habían comprado a Omar, un contacto suyo que regentaba un locutorio en Sabadell. Eran teléfonos móviles de tarjeta prepago que figuraban a nombre de personas que habían fallecido. En caso de que alguien estuviera haciéndoles un seguimiento electrónico a él o a alguno de los suyos, jamás se les ocurriría monitorizar aquellas líneas. Además, periódicamente, el Gordo volvía a visitar a Omar y a renovar los aparatos. Desde aquellos móviles podían tratar asuntos delicados. Aun así, procuraban hablar, siempre que fuera posible, en camelo, sin desvelar información demasiado comprometedora.
Sanchís, antes de contestar, se sentó al borde de la cama, se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa.
—¿Dónde estás? —preguntó Miralles.
—Acabo de llegar al hotel. ¿Qué hay?
—¿A que no sabes quién me acaba de llamar?
Sanchís no estaba para adivinanzas. El Turco lo dedujo de su silencio, así que no se demoró en contestar a su propia pregunta:
—El mismísimo Júnior. —Tras conceder a Sanchís unos segundos para digerir la noticia, el Turco prosiguió hablando, casi divertido—. Sí, señor. Acaba de llamarme. No se da por enterado de lo de L, por supuesto.
—¿Y entonces, para qué te llamó?
—Para pedirme una prórroga. Tenía que pagar esta semana. Decía que venía de Lanzarote. Viajó allí ayer, a intentar cobrar una deuda. Pero, según él, no ha podido reunir el dinero y necesita unos días más.
—Manda huevos. ¿Y qué le dijiste?
—Le dije que no había problema, que me fiaba de él y todo eso. Pensé que era lo mejor, hasta saber qué vas a hacer tú.
—Buena idea. Además, ahora que me cuentas esto, estoy pensando que igual nos estamos equivocando y el tipo en realidad no sabe nada.
—No sé qué pensar, tío.
—En fin, lo consultaré con la almohada. Todo esto se está complicando bastante. Yo necesito dormir un poco. Anoche no pegué ojo. Mañana me pongo al tajo.
—¿Estás seguro de que no quieres que te mande a nadie?
—No, por ahora, no. —De pronto, Sanchís recordó la recomendación que le había hecho desde casa de Larry, el consejo de comenzar a vaciar las cuentas en el extranjero—. Oye, ¿comenzaste a enviar las invitaciones de boda?
—Sí. Mi mujer está en ello —curiosamente, eso era literalmente cierto. A su lado, mientras hablaba, Remedios, sentada en el sofá, sin quitarle ojo a la niña, que jugaba sobre la alfombra, hacía transferencias desde su ordenador portátil—. Yo creo que mañana a estas horas estarán todas enviadas.
—Perfecto —opinó el Gordo—. Los invitados de aquí comenzarán a viajar mañana. Va a ser un fiestón.
—Eso espero —dijo el Turco—. Ahora descansa, que llevas un día de perros.
—No lo sabes tú bien. Te llamo mañana.
Cuando cortaron la comunicación, Sanchís pensó un instante en la mujer de Miralles. Se la envidiaba. En su vida nunca hubo una mujer como esa. Después de quitarse la ropa y antes de entrar en la ducha, dedicó unos minutos a buscar un número de teléfono en la sección de contactos. Lo marcó y pidió, para una hora más tarde, una chica morena, delgada y alta, de unos treinta años y, a poder ser, que llevara el pelo más bien corto.
Había colado. Juraría que había colado. El Turco no era tan listo. Sonaba convencido. Se lo decía a sí mismo una y otra vez mientras conducía a toda mecha hacia Las Palmas. Y, con los datos que le había sacado a Iovana, tal vez podría dar con aquel tipo. Por lo pronto, tenía que buscar un local en la zona de La Puntilla. Un sitio que se llamaba Mondongo o Quilombo o Colombo. Un garito regentado por un argentino donde las viejas glorias se reunían para cantar tangos. Si todo salía bien, incluso podría pillar al tipo con los pantalones bajados. Ya anochecía cuando entró en la ciudad. Condujo hasta el centro comercial que había en el muelle. Solía aparcar allí cuando iba a esa zona. Muchos lo hacían. Fingirse cliente del centro comercial era la mejor forma de no cogerse un cabreo mientras se daban vueltas idiotas por el laberinto de calles que se extendía entre el parque de Santa Catalina, Las Canteras y el nacimiento del barrio de La Isleta. Antes de salir, abrió la guantera y sacó la pistola. Era un arma pequeña, una vieja Dickson del calibre 32. Se la había comprado, años atrás, a un marinero ruso, no lejos de allí, en el Muelle Grande. Alguna vez, cuando hubo de reunirse con gente peligrosa o que parecía serlo, la llevó encima por si acaso. Pero, normalmente, la pistolita dormía en una caja de zapatos, en la parte alta del ropero. Si lograba encontrar al dichoso Palmera, le convendría llevarla encima. Para intimidarlo, en el mejor de los casos; para defenderse, en el peor. Se la guardó en uno de los bolsillos de la cazadora y comprobó que no abultaba demasiado.
El coche viejo del yerno de Tito Marichal resultó ser un Mégane Berlina, de color naranja oscuro. Ese tono, según había informado el yerno en su momento, tenía la denominación de «naranja paddy», un nombre que siempre le había hecho mucha gracia al Palmera, vaya usted a saber por qué. En cuanto a Cora, cuando subió al vehículo de tapicería y tablero impolutos, declaró que si ese era el coche viejo, prefería no saber cuál era el nuevo. El yerno, según dijo el Palmera, era un loco de los coches y se lo podía permitir.
—Es un buen tipo, pero entre oreja y oreja solo tiene fútbol y carreras de cualquier cosa que lleve ruedas. Ahora anda como loco por pillarse una moto. De todos modos, mi hija tuvo pretendientes peores, así que no puedo quejarme —dijo Tito conduciendo hacia la salida Norte de la ciudad.
De repente, Cora sintió curiosidad.
—No me has hablado de tu familia. Tu hija, ¿cómo es?
—Pues no sé… Supongo que como todas las de su edad… Tiene dos chiquillos muy guapos, pero que dan mucho el coñazo. Y lleva toda su vida estudiando para unas oposiciones que no salen. Por épocas trabaja como comercial, cuando la llaman. Cuando no, se pasa todo el tiempo libre yendo al gimnasio y merendando con unas amigas que tiene, que quieren parecerse a las cuatro pijas de Sexo en Nueva York.
—¿Y tu mujer?
—Mi exmujer —corrigió Tito.
—Tu ex. ¿Cómo es?
Tito reflexionó unos momentos. Luego dijo:
—Mi exmujer es buena gente. Me aguantó un montón de años, hasta que ya no pudo más con el aburrimiento.
—¿Aburrimiento?
—Aburrimiento. Soy el tío más aburrido del mundo.
Cora frunció el ceño. Pensó en lo que acababa de decir Tito y le soltó:
—Cariño: lo serías antes. Yo te puedo decir que, desde que te conozco, no he tenido ni un solo momento para aburrirme.
El Palmera casi se ruborizó. Continuó conduciendo hacia el Noroeste, hasta Gáldar. El atardecer los sorprendió en la playa de Sardina, que daba a Occidente. Y aquella parte de la isla se había librado, por el momento, de la gris panza de burro que se había posado sobre la ciudad, así que pudieron ver una hermosa puesta de sol, tomando una cerveza en una terraza del paseo. Cora la disfrutó en silencio, echada hacia atrás en la silla, sin perderse ni un solo segundo de aquella luz anaranjada. Tito la contemplaba también a ella. No se había maquillado y se había vestido con sencillez: una falda vaquera, una camiseta negra, su colgante azul de siempre. Mirándola, Tito pensó que así le parecía incluso más atractiva.
—Ojalá la vida fuera siempre así —dijo ella, sin mirarlo, pero alargando la mano para acariciar la suya, que estaba apoyada sobre la mesa de plástico.
El Palmera preguntó por qué no podía serlo. Ahora tendrían dinero y, en cuanto se quitaran a Júnior de encima, podrían hacer lo que quisieran.
—No nos lo vamos a quitar de encima, Tito. La gente como Júnior no se queda tranquila hasta que no se ha salido con la suya.
—Voy a llegar a un acuerdo con él. Le doy su parte y que se conforme.
Ella retiró la mano, dio un trago a la cerveza, giró la silla hasta que quedó encarada con Tito, dando la espalda a la puesta de sol.
—No se conformará.
—Tendrá que conformarse.
—Vale, pero ¿y si no se conforma? ¿Qué vas a hacer? ¿Nos dedicaremos a correr de un lado a otro, con Júnior pegado al culo?
—Está el cedé. Es un buen seguro de vida.
—El cedé, por lo que me contaste, a Júnior se la refanfinfla.
—Pero a la gente con la que trabaja, no.
Cora se echó a reír.
—Tú lees muchas novelas policíacas, Tito. La vida real no es así. Además, aunque estuvieras en condiciones de ofrecerles algo que les interese, ¿cómo vas a ponerte en contacto con ellos? No sabes ni quiénes son.
Tito la miró de reojo y se quedó en silencio. Ciertamente, para jugar esa baza hubiera tenido primero que averiguar quiénes eran. Se le ocurrían dos únicas fuentes: Júnior y Larry. Uno de ellos jamás les daría esa información, porque se jugaba el pellejo; al otro podrían sacársela, pero, seguramente, solo a patadas.
Cora pensó aproximadamente lo mismo y sintió que se le ponía carne de gallina. Pero, antes de que pudiera decir nada, su teléfono móvil comenzó a sonar dentro del bolso. Lo sacó y miró la pantalla.
—Es Iovana.
—¿Quién es Iovana?
—Una amiga.
—No lo cojas.
—¿Por qué no?
—Por unos días, es mejor que no hables con nadie.
Cora no insistió. Rechazó la llamada, apagó el teléfono y volvió a guardarlo. Tito pidió la cuenta.
—Vamos a cenar. Sé de un buen sitio, en la zona de San Felipe. Y después, si te apetece, nos tomamos algo en el Quilombo. ¿Qué me dices?
Cora lo miró. Una luz extraña le iluminaba el rostro. Ella no supo si era alegría o simple inconsciencia. En todo caso, le gustaba ver aquella cara que sonreía como si no hubiese una mala bestia buscándolos por toda la isla, o como si la hubiese pero no importara lo más mínimo. Por un instante, se sintió protegida y pensó que, pasara lo que pasase luego, le apetecía dejarse llevar por aquella ilusión de seguridad.
—Solo si me dedicas un tango.
Ha sido solo cuestión de plantarse en la zona y preguntar. No tardó más de media hora en dar con el sitio. Preguntando en La Puntilla llegó al tugurio, que finalmente se llama Bar Quilombo y está situado en la segunda manzana de la calle Luján Pérez, antes de que esta se interne en La Isleta. Observa el cartel, rotulado sobre un leño de madera, con la silueta de un gaucho pintada junto al nombre. Se accede por una puerta doble, que aísla acústicamente el local. Dentro está oscuro y en el mobiliario predominan la madera y el hierro forjado. No tendrá más de diez o doce mesas, repartidas en el lado opuesto a la barra, el más largo del espacio rectangular que ocupa el negocio. De las paredes penden retratos de tíos engominados o de esmoquin, con bandoneones o guitarras. También una fotografía antigua que representa a un tipo con ropa de gaucho y cara de hambre, que posa mostrando unas boleadoras. Al fondo hay un pequeño escenario, sobre el que aguardan dos pies de micrófono y una banqueta. En las mesas se distribuyen dos parejas de edad y tres hombres, también mayores, conversan en la esquina de la barra más cercana al escenario. La música ambiente no está alta; más bien parece un hilo musical para defender a la clientela de silencios incómodos.
De la atención que despierta su entrada en el local, Júnior extrae la conclusión de que al Quilombo suelen acudir pocos clientes desconocidos. Lo mejor para dejar de llamar la atención es mimetizarse rápidamente. Por eso toma posesión de una de las banquetas de la barra cercanas a donde charlan los tres ancianos, mira el reloj como si esperara a alguien y sonríe al camarero cuando viene a atenderlo.
El camarero le devuelve el gesto cordial, le sirve la cerveza que ha pedido y lo obsequia con un plato de manises. Es un hombre de unos cincuenta, argentino. Tiene pinta de ser el dueño.
—Ahora está muerto como Las Chacaritas, porque recién abrimos —comenta al observar los vistazos en derredor que lanza el cliente—. La animación comienza más tarde, cuando se vienen los amigos.
Júnior aprovecha la coyuntura.
—Ya, si me han contado… Vine a buscar a un colega que es de los habituales.
—¿Sí? —se interesa el otro.
—Sí. Tito. Un tipo alto, que le dicen el Palmera.
El argentino se asombra, se alegra, amplia la sonrisa.
—Ah, carajo. Tito. Buen punto, el Tito. —Le tiende la mano—. Marcelo. Ya sabés qué dicen: los amigos de los amigos…
—Fran —miente Júnior, estrechándosela.
—Estás en tu casa, Fran, para lo que se te ofrezca.
Júnior asiente, sigue el juego de dejarse agasajar, hacerse simpático. Entretanto Marcelo atiende a los viejos, que han solicitado otra ronda, mira ostensiblemente el reloj.
—¿Tenés prisa o quedaste con el Tito a alguna hora? —pregunta por fin el propietario.
—No… Bueno, la verdad es que no quedamos. Vine a ver si lo encontraba. No tengo el teléfono y tengo que hablar con él. Es que ha salido un trabajo que podría interesarle… Ya sabes: como anda en el paro…
—Malos tiempos, sí, señor…
—Pues eso… Que recordé que me dijo que paraba por aquí y…
Marcelo niega varias veces con la cabeza.
—Ya me extrañaba a mí… Porque el Tito nunca viene en sábado. Siempre el día viernes, puntual como reloj de verdugo…
Júnior exhibe un disgusto, no del todo fingido.
—Joder, qué putada… Si no lo localizo hoy, seguro que cogen a otro…
—Esperá… Creo que no vive lejos… —Marcelo frunce el ceño, mira hacia el techo, piensa en voz alta—. No sé si me dijo… Sí… Poco más allá, por Juan algo, o Juan de no sé qué… Es una callecita peatonal que hay por allá, por detrás de la Clínica de San José… Sé que va a dar a Sagasta.
Expectante, Júnior casi siente lástima ante la ingenuidad del individuo.
—¡Ah, sí! Ya sé… —dice Marcelo. Ha caído en la cuenta. También ha caído en la trampa—. Juan de Miranda… Sí, eso, Juan de Miranda…
Por desgracia, Júnior no consigue averiguar más. Marcelo no recuerda, o no sabe, en qué número vive Tito. Y suerte ha tenido de que recordara la calle, de alguna conversación suelta.
Cuando Júnior paga su cerveza, da las gracias y sale a la calle, Marcelo se queda sonriente, con la satisfacción de haber hecho un favor al Palmera.