Miralles vivía en un segundo piso de un antiguo edificio reformado en el carrer de Mallorca. Desde la Barceloneta al Eixample la mayor parte del camino era cuesta arriba, pero Sanchís prefirió andar. Eso era lo que le había recomendado el médico: «Siempre que pueda, elija andar o ir por las escaleras; sin excesos, pero sin demasiadas comodidades».
Había caminos más directos, pero era una luminosa mañana de sábado y Sanchís, recordando las palabras de su facultativo, eligió avanzar Ramblas arriba, pasando entre los turistas, los ociosos que paseaban ante los hombres estatua, la gente que aprovechaba el comienzo del fin de semana para ir al mercado, los descuideros que aguardaban a los más incautos de entre ellos para hacerse con una cámara de fotos, un reloj, una cartera. Cuando llegó destinado a la ciudad, veinte años atrás, no fue la arquitectura lo que le llamó la atención, ni el laberinto umbroso del barrio Gótico, sino el bullicio luminoso, sin horario ni descanso, la marea de gente de todas las clases sociales, culturas y países que bañaba a cada instante la ciudad, inundándola de colores y armonías innumerables.
El sudor y la disnea lo agobiaban cuando tocó en el portero automático. Sin que nadie le preguntase quién era, escuchó el zumbido de la puerta al abrirse y, haciendo un último esfuerzo, subió los cuatro largos tramos de escaleras hasta llegar a la segunda planta. El Turco lo esperaba en bermudas y camiseta. Lo hizo pasar al amplio salón de techo altísimo, amueblado con lujo y sencillez, por cuyo ventanal se colaba la luz disfrutada por el Gordo, el calor que lo había agobiado.
Sin consultarle, Miralles fue a la cocina y volvió con dos vasos de zumo. Acababa de prepararlo. Papaya, naranja y zanahoria. Cojonudo para el bronceado. Sanchís, ya derrengado en el sofá, se lo agradeció a medio fuelle, constatando que sí, que Miralles ya no estaba tan pálido y tenía un bronceado que conservar. El anfitrión se sentó frente a él, en uno de los sillones gemelos. Reme había ido de mercado con la niña. Estaban solos. Clavó sus ojillos claros en Sanchís y le preguntó qué debían hacer.
El Gordo sacó un clínex, se enjugó el sudor de la frente, tomó un sorbo del zumo y lo dejó sobre la mesita de centro antes de contestar:
—Primero ir allí y evaluar la situación sobre el terreno. Salgo para allá a mediodía. Ya he alquilado un coche y he avisado al Larry. Después te diré algo sobre si podremos trincarlos o no, y sobre si podrá recuperarse algo o no.
El Turco se rascó la cabeza y luego se acarició la parte superior del cráneo, dejó su mano allí, con los dedos jugueteando suavemente con sus rizos. Cuando se cansó, se hizo hacia delante en el asiento y dijo:
—No quiero que vayas solo. Llévate al Genaro. O a Sebas. O a los dos.
Sanchís negó con la cabeza.
—No, Turco. Por esta vez, déjame hacer las cosas a mi manera. Cuanta menos gente se entere de esto, mejor. Además, no estaré solo. Allí está Beltrán. Siempre nos ha hecho un buen servicio. Puedo contar con él para que me consiga información y, en un momento dado, para que me cubra las espaldas. Y confío más en él que en ninguno de estos.
El Turco recapacitó un momento.
—También está Larry.
El Gordo, al escuchar esto, estalló:
—Yo con Larry no cuento ni para que me limpie el culo. Es un puto inepto de los cojones y me voy a cagar en él y en toda su familia, empezando por el perro. —Hizo una pausa y tomó otro trago de zumo, procurando tranquilizarse, antes de continuar hablando. El Turco, durante esa pausa, permaneció en silencio. El cabreo de Sanchís estaba perfectamente justificado—. De hecho, cuando aclaremos todo esto, vamos a tener que volver a organizar las cosas en Gran Canaria: camellos que se olvidan de ir a buscar la mercancía, socios que se dejan quitar la pasta… Eso es un jodido desastre, Turco.
El Turco apuró su vaso de zumo. Lo dejó, vacío, sobre la mesa y consultó con Sanchís:
—¿A ti qué te parece que deberíamos hacer?
El Gordo reflexionó solo unos segundos, atusándose el bigote, procurando serenarse para que lo que iba a decir sonara a decisión reflexiva.
—Para mí que solo hay dos opciones: cambiar el personal o desmantelar. Si hacemos una cosa u otra, eso ya lo decides tú. Pero seguir con la misma gente no es seguro.
—¿Cuánto perdemos si desmantelamos?
—Bastante, pero no tanto como lo que podríamos perder. Con lo imprudentes que son, cualquier día hasta se dejan poner una escucha y salimos todos en directo en Radio Madero. O peor: imagínate que aquí se enteran de que nos hemos dejado quitar cuatrocientos y pico mil sin pegar un solo tiro… En dos días, se nos iban a echar encima los rumanos, los colombianos, los ucranianos y todos los demás que terminen en ano y se dediquen al volcado. Eso, sin contar con los del país, que sabes que nos tienen el ojo echado desde hace rato…
Sanchís prefirió no continuar hablando. Sabía mejor que nadie la presión a la que estaba sometido el Turco en ese momento. Este se levantó, avanzó hasta el ventanal y miró a la calle. Sin volverse, dijo:
—Para empezar, que el Larry hable con todos los testaferros. Hay que liquidar las cuentas. De los envíos, por ahora, que se olviden. Luego ya veremos, pero, por el momento, que vuelva todo el dinero, porque necesitamos líquido para tapar este agujero. Y tú, por favor, ve allí y haz lo que tengas que hacer para enterarte de quiénes son los hijos de puta que han hecho esto. Y, cuando te enteres, ya sabes: café para todos. Si para eso necesitas que te mande gente o pasta, o las dos cosas, no hay problema.
Nada más despertarse, Tito Marichal constató dos cosas: que Cora no estaba a su lado y que le dolía hasta la partida de nacimiento. Lo primero quedó explicado con el carraspeo proveniente del recibidor. Lo segundo, con el recuerdo de lo que había sucedido por la noche. Se sentó al borde de la cama y se miró al espejo del armario. Le faltaba perspectiva, porque el golpe había sido en la parte posterior del parietal derecho, pero logró adivinar el chichón del tamaño de una pera. Recordó que, al llegar a casa, se habían duchado y él había metido en una bolsa de basura toda su ropa y había ido a tirarla al contenedor.
Al volver, Cora estaba deshaciéndose del tinte. Su pelo volvía a ser castaño. Observándola inclinada sobre la bañera, pudo contemplar su cuello y pensó que eso había sido lo único agradable de esa noche.
Habían intentado dormir durante horas, en medio de sábanas húmedas por el sudor, tibias por el agobio. Se habían escuchado mutuamente revolverse en la cama, dar resoplidos, despertar del duermevela en medio de pesadillas. El Palmera suponía, pero no sabía, en qué consistían las de Cora. Las suyas estaban pobladas por un teléfono móvil, por un Rolex, por el cadáver del Rubio y el rostro de Felo en el instante en que él le apuñalaba el corazón, por la imagen de Estela, sentada en la cama, mirando el reloj.
Al filo del amanecer, habían logrado conciliar un sueño breve, profundo, plagado de fantasmas y monstruos abisales. Ahora eran las diez y una especie de bruma cubría el recuerdo de todo lo ocurrido, como si formara parte de los malos sueños que los habían perturbado casi hasta el alba. Pero el chichón estaba ahí, como estaba ahí el dolor de todo su cuerpo. Y, al entrar en el salón, comprobó que Cora y el dinero también estaban ahí.
Ella estaba en bragas y camiseta. Con un cuaderno, un bolígrafo y una calculadora en el regazo. Sobre la mesa, un móvil, un cedé, una taza de café ya tibio y 420 000 euros en fajos de billetes de diverso valor.
Se saludaron con un beso. Cora le dijo que el café que había en la cafetera aún estaría caliente. Él se sirvió uno y vino a sentarse junto a ella.
—La cuenta estaba bien, Tito. La he repasado mil veces y sigue estando bien.
—Y aunque estuviera mal, daría lo mismo. Sigue siendo un pastón. Ese no es el problema.
Ella se volvió hacia él.
—¿Y cuál es el problema?
—Que es tanta pasta que nos van a perseguir hasta el infierno.
—¿Quién?
—De entrada, el que preparó el palo, el amigo del Rubio. Porque tengo claro que el Rubio le habrá dicho quiénes somos.
—Sí, pero eso es una cosa, y otra que nos conozca o sepa dónde estamos. Además, aunque lo supiera, podemos movernos rápido y salir por patas.
—Tú haz lo que quieras, pero yo no pienso salir por patas —Tito hablaba con serenidad, con la tranquilidad de quien ha pasado toda la noche meditando en lo que está diciendo.
—¿No?
—No. Si me metí en toda esta mierda fue, precisamente, para vivir tranquilo, no para pasarme la vida huyendo. Y, en cuanto a ti, te pregunto: cuando salgas por patas, ¿cómo piensas llevarte la mitad de toda esta pasta? Date cuenta: vivimos en una puta isla. —Había en su rostro una mueca de sarcasmo. Cora no sabía si se debía a que opinaba que ella era una ingenua o a la aceptación indolente de la separación, pero allí estaban aquella media sonrisa, aquel ceño fruncido, aquellas manos que adoptaban actitudes abiertas—. Para empezar, en un banco no puedes ingresarla de golpe. Tampoco te la puedes llevar en un avión. Sí, podrías invertir algo en joyas, oro, sobre todo, que pudieras llevarte puestas; pero ¿qué ibas a hacer con lo demás? No: para digerir esto sin que se note necesitas algo de tiempo en la isla, tranquila y sin llamar la atención. Y para disponer de ese tiempo, necesitas tener la seguridad de que no van a por ti.
Cora lo había estado escuchando atentamente. No le quedaba más remedio que aceptar que estaba en lo cierto. Aun así, dijo:
—De todos modos, no creo que el tipo dé con nosotros. Y no sabemos ni quién es.
—Sí que lo sabemos. Bueno, yo no lo sé, pero sé cómo lo llaman. Se llama, o le dicen, Júnior. El tal Felo lo mencionó antes de que se armara el pitote.
Toda la sangre huyó del rostro de Cora y su piel adquirió, de pronto, un tinte grisáceo.
—¿Júnior? —repitió, poniéndose en pie.
—Sí, Júnior. Así lo llamó.
Cora comenzó a andar de un lado a otro de la estancia, inquieta como si hubiera visto una rata.
—Joder, joder, joder, joder —repetía esta letanía una y otra vez, en voz baja, mientras agitaba compulsivamente la mano derecha, como si se hubiese quemado.
Tito la dejó desfogarse unos momentos. Después se levantó, la tomó por los hombros y, bruscamente, la hizo sentarse. Ella quedó allí, inmóvil, en el sillón, mirándolo con ojos enormes. El Palmera permaneció en pie.
—Tranquilízate, mujer, que estás más tensa que un gato en un jacuzzi. A lo mejor es otro al que le dicen igual.
Ella lo miró con una expresión cercana al desprecio.
—No, Tito. Júnior que pueda hacer algo así, en esta ciudad solo hay uno.
También lo llamaban Míster Proper y Cocoliso, pero todo el mundo le decía Júnior. Eso sí: Júnior no se llamaba Júnior. Se llamaba Fulgencio y era hijo del dueño de una tienda de ropa de las de Pedro Infinito. Confecciones Mendoza. Se conocían de siempre (Júnior se había criado en Schamann y Cora en las Rehoyas, el barrio de al lado). Y la madre de Cora compraba en la tienda del padre de Júnior, que era un pan de Dios y no se merecía la mala bestia que le había tocado por hijo. En la adolescencia, Júnior había sido siempre el líder de la manada del barrio. Camello, atracador, chulo a sus horas. Luego se había casado, había tenido una hija. Había heredado el negocio y adquirido cierto aire de respetabilidad, pero a nadie se le escapaba que continuaba siendo el mismo hijo de puta de siempre, aunque con los métodos refinados. Porque el que nace cabrón, nace cabrón, y Júnior, de joven, había cumplido un par de años por drogas, pero si se lo hubieran podido probar se habría comido algún homicidio. Sí: claro que había matado a alguno. De eso Cora no tenía duda. Y, sin llegar a matarla, también era capaz de hacerle cosas terribles a la gente. Cora había sido testigo de ello al menos en dos ocasiones. La primera vez, cuando eran muy jóvenes, a uno del barrio que intentó meterle una negra le había reventado un pie con un martillo de obra. Al pobre tipo lo agarraron Júnior y sus colegas, le quitaron un zapato y el mismísimo Júnior le descargó un golpe tremendo con el marrón. La segunda, años más tarde, en la época en que Cora ya andaba en el oficio, en casa de Isadora. Una de las chicas de la casa de al lado, que recaudaba para él, intentó también hacerle la cuenta de la pata y Júnior la había reventado a patadas, antes de rociarle la cara con una botella de lejía.
—Le dejó un ojo ciego, Tito. Así, sin cortarse un pelo. Y creo que fue por veinte mil pesetas. ¿Te imaginas lo que puede llegar a hacer por esto? —concluyó Cora señalando a la mesa sobre la cual estaba el dinero.
Tito Marichal no contestó. Fue a por su ordenador portátil, lo inició e introdujo el cedé que se habían llevado de la caja fuerte de Larry. Cora registró sus movimientos con la mirada. Cuando ya se abría la única carpeta de archivos que contenía el disco, preguntó:
—¿Es que no me oíste? ¿Te lo imaginas?
El Palmera se volvió hacia ella.
—Sí, me lo imagino.
—¿Y qué te parece que podemos hacer si no es pirarnos de la isla?
—Todavía no lo sé. Espera un poco.
Cora cogió la bolsa de deporte, que había dejado en el suelo, y comenzó a meter de nuevo en ella los fajos de billetes.
—En cualquier caso —observó Tito—, todavía no podemos mover la pasta. Para empezar, no sabemos si hay que repartir entre cuatro o entre tres. Puede que tengamos que negociar con el tal Júnior. Aunque, antes de negociar —añadió señalando a la pantalla del ordenador—, hay que saber con qué contamos para negociar.
Cora se paró en seco:
—¿Tres o cuatro? En todo caso, tres: Júnior y nosotros.
—No. La parte del Rubio se sigue respetando.
—El Rubio ya no está.
—Pero Estela sí. Él hizo esto para poder pagarle un tratamiento. Así que, pase lo que pase, ese tratamiento lo va a tener.
Cora no se atrevió a replicarle. Terminó de guardar el dinero, llevó la bolsa al dormitorio y volvió a la cocina a preparar más café. Al regresar con las dos tazas, se encontró a Tito con el ceño fruncido ante una hoja de cálculos que se enroscaba sobre sí misma en la pantalla.
—¿Qué?
Tito miró alternativamente a Cora y a la pantalla.
—Que no tengo ni puta idea de lo que es todo esto.
—Pues entonces…
—Pues entonces habrá que ir a hablar con alguien que sí pueda tenerla —dijo el Palmera, extrayendo el disco—. Pero, antes, vamos a ver si es tan fiero el león como lo pintan.
Júnior bajó del avión poco antes de las diez de la mañana. Enseguida fue dejando atrás al resto de los viajeros: a aquellos que habían facturado equipaje, a los que se encontraban con personas que habían ido a recibirlos, a los que se dirigían a las paradas de Global o de taxi. Su único equipaje era una pequeña mochila de tela en la que había un neceser de aseo, una muda limpia y una revista; nadie había ido a recibirlo ni estaba previsto que lo hiciera; no necesitaba coger un Global o un taxi, porque había dejado su coche, la tarde anterior, en el parking del aeropuerto. Pagó en la máquina y fue adonde estaba estacionado el Lexus, dejó la mochila en el maletero y arrancó. Cuando salió del aparcamiento, tomó la rotonda que lo incorporaría a la Gran Canaria 1, en dirección a Las Palmas de Gran Canaria, pero, justo antes de esa salida, tuvo una corazonada y continuó tomando la curva hasta ingresar en la autopista en sentido contrario. No tardó en ver el cartel que señalizaba el desvío hacia el polígono industrial de Arinaga y lo tomó, ahora decidido a quitarse de encima la duda. Tomó la carretera que llevaba al punto de encuentro, pero, aunque aminoró la marcha para observarlo todo con atención, no llegó a detenerse. Allí estaban las cintas amarillas acordonando la zona, el furgón del forense, los coches zeta y tres turismos oficiales, que debían de corresponder a la Científica, la Brigada y el juez, respectivamente. Algo más allá, la furgoneta de Televisión Canaria, los autos en los que se habrían desplazado hasta allí los fotógrafos y los reporteros a quienes los agentes de uniforme no les permitían acercarse más. Y, en medio de todo aquel jaleo, lo que parecía motivarlo: una furgoneta blanca y un monovolumen. Júnior conocía bien los dos vehículos, sabía por qué habían llegado hasta aquel lugar y a quiénes pertenecían. Lo que no sabía era por qué aún estaban allí, ni qué era lo que había ocurrido con sus propietarios.
Maldijo entre dientes y dio la vuelta en cuanto pudo para volver a la ciudad. Allí intentaría averiguar qué había pasado.
Por el camino, comenzó, inevitablemente, a especular. No le hubiera extrañado ver todo aquel jaleo en torno al Touran. De hecho, eso era lo previsto, aunque, al parecer, las cosas no habían salido así. Tampoco le hubiera extrañado que estuviera allí solo la furgoneta. Eso querría decir que el plan no había resultado, que todo se había ido al garete. Lo que lo mantenía desorientado, lo que lo estaba comenzando a sacar realmente de quicio, era que estuvieran allí la Trade y el Volkswagen, porque eso, en lugar de disminuir, aumentaba las posibilidades. Podía querer decir que la gente del Rubio los había traicionado a todos. O que alguien de su propia gente (y él apostaba por el Garepa, que siempre había sido un descerebrado) hubiese hecho lo propio. Además, entraba en lo posible que, al empezar los fuegos artificiales, hubiese habido desbandada general en otro u otros vehículos. Y, por último, tampoco podía descartarse que se hubieran matado todos entre ellos. Si este era el caso, habría que decir adiós al dinero, todo se habría ido a la mierda. En cualquiera de los otros supuestos, alguien se lo había llevado todo.
Ya había entrado en la ciudad cuando notó que la cabeza estaba casi a punto de estallarle. Y, justo en ese instante, sonó su teléfono móvil. Dio un suspiro de alivio al ver el nombre de Felo iluminando la pantalla. Puso el manos libres y dijo:
—Felo, coño, en Arinaga hay montado un trifostio de mil pares de cojones. ¿Qué coño pasó? ¿Estás bien?
Estuvo a punto de estrellarse cuando escuchó la voz profunda al otro lado, diciendo:
—No. Felo no está bien. Con una puñalada en el pecho nadie está bien.
Instintivamente, buscó una salida de la autopista y se adentró en el barrio de San José.
—Espera un momento mientras aparco —dijo.
—Está bien. La llamada la paga Felo —respondió el hombre del otro lado de la línea.
Ambos habían adoptado un tono seco y tranquilo, de hombres que hacen negocios. De estar frente a frente, hubieran puesto cara de póquer. Pero no estaban frente a frente. Uno de ellos estaba sentado en el sofá de su apartamento estudio, mirando cómo Cora, aterrada y expectante, se sentaba boquiabierta junto a él. El otro buscaba un hueco para parar. Acabó encontrándolo en un aparcamiento existente entre un alto edificio de viviendas y la Comandancia de la Guardia Civil. Cuando por fin estacionó, apagó el manos libres y se puso el teléfono en la oreja.
—Vale, te escucho. ¿Quién eres?
—¿Me escuchas o me preguntas? —dijo el otro. Júnior guardó silencio—. De acuerdo. Ya veo que no andas muy fino. Te voy a dar pistas: si no soy Felo, ni soy el Rubio, ni soy ninguno de los tuyos, ¿entonces soy…?
—Tito el Palmera.
—Bingo, Júnior. Tito, sí. No nos conocemos, pero puede que ahora tengamos oportunidad.
—¿Qué fue lo que pasó? ¿Dónde está el Rubio?
—El Rubio está donde tú querías que estuviera, igual que todos los demás.
—O sea, que decidiste montártelo por tu cuenta.
—Oh, no. Ese no es mi estilo, amigo. La verdad es que todo iba bien hasta que tu gente la cagó. Nos preparaste una buena jugada, pero, fíjate tú, al final, no te salió tan bien.
Júnior reflexionó un instante. Decidió adoptar una postura más agresiva, echarle un pulso al Palmera para ver hasta dónde aguantaba.
—Bueno, ¿y qué quieres? Ya tienes la pasta. Si te parece, hago como que me tropiezo y te hago una mamada…
—No. Me gusta que me la chupen por la tarde —respondió el otro sin perder la serenidad—. Lo que quiero es asegurarme de que no me sale una sombra aparte de la que me hace el sol.
—O sea, que quieres negociar.
—Ese es el asunto.
Júnior sintió que se relajaba, que las uñas de sus pies dejaban de clavársele en las suelas de los zapatos, que su mano izquierda aflojaba la tenaza que había hecho en el volante. Al final, todo saldría bien.
—De acuerdo, negociemos —propuso—. Nos vemos, nos repartimos fifty-fifty y a viaje…
—No tan rápido. Ya no te tocan los dos diez.
—Ahora solo somos dos a repartir.
—Error. Seguimos siendo cuatro: la piba, tú, yo y la viuda del Rubio, que algo tendrá que llevarse, digo yo.
—¿Ella también está en esto?
—No. La pobre mujer no sabe nada. Pero hoy se ha despertado sin marido.
—¿Y quién me dice a mí que tú le vas a dar su parte? ¿Y a Cora?
—Te lo digo yo, que bien podría no decirte nada y dejarte en Babia.
—Oye, Palmera, no pierdas la compostura, que hasta ahora íbamos bien. Tú no sabes con quién estás hablando…
—Otro error. Y al tercer error, voy a tu puta tienda y te pateo el culo —le cortó Tito sin alterar para nada el volumen de su voz—. Yo sí sé con quién estoy hablando: Fulgencio Mendoza, el de Schamann. Un chorizo, un camello y un chuloputas que manda a los otros a hacer lo que no tiene huevos de hacer él. El que no tiene ni puta idea de con quién está hablando eres tú.
—A ver si todavía voy adonde estás y te vas a quedar sin nada.
—Vale. Ven donde estoy.
Después de soltarle esto, Tito aguardó unos instantes, para que Júnior digiriera su propia estupidez. Como se quedó callado, él mismo aclaró:
—No puedes. Sencillamente, porque no sabes dónde estoy.
—De acuerdo —bufó Júnior—. De acuerdo. Cuatro partes. Pero, de todos modos, eso no era lo acordado. Es mi palo: es la mitad para mí y la otra mitad a repartir entre ustedes.
—Ahora ya no. Ahora son ciento cinco mil para ti y te la mamas.
—¿Cuándo cambió el trato?
—Cuando tu amiguito se cargó al tío con el que lo habías hecho. ¿Te vale? Y da gracias, porque podría no tocarte nada.
Júnior cayó en la cuenta de que estaban hablando demasiado.
—Oye, esto es un teléfono móvil. Nos puede oír cualquiera que tenga una radio de cuarenta canales, y estoy al ladito de la Guardia Civil.
—Vale.
—¿Dónde y cuándo quedamos?
—Ya te diré algo —anunció Tito antes de colgar.
Júnior fue a preguntar cuándo, pero se quedó con la palabra en la boca. Volvió a llamar al móvil de Felo, pero el otro lo había apagado.
Se puso de nuevo en camino, dando puñetazos al volante, diciendo entre dientes que el Palmera se iba a acordar del día en que lo parieron.
—Pero ¿quién coño te crees que eres? ¿Clint Eastwood?
Cora hizo esta pregunta en cuanto Tito cortó la comunicación y mientras este apagaba el teléfono. La hizo con los ojos abiertos de par en par, igual que lo habían estado mientras seguía, atenta y aterrada, el desarrollo de la comunicación.
Tito encendió un cigarrillo, tomó de un sorbo el café que quedaba en su taza y le sonrió antes de decirle:
—Yo me crie en San Juan. En la ladera alta. Por allí había un perrillo chico abandonado. Un pequinés que dormía debajo de los coches y estaba siempre lleno de mugre. Alguna vieja del barrio le ponía de comer.
—¿Y eso a qué viene? —le escupió Cora.
Tito alzó las palmas de las manos, pidiéndole tranquilidad.
—Espera. Espérate un momento y escúchame. Por el barrio había perros grandes. Estaba de moda que la gente tuviera dóberman, presas canarios, pastores alemanes y todo eso. ¿Tú sabes lo que hacía el jodido pequinés? En cuanto veía que había algún perrazo cerca, en vez de salir corriendo, se le enfrentaba, ladrando. Y si el grande se despistaba, se le colgaba de los huevos o del cuello. Así fue como sobrevivió un montón de años.
—Pero ¿qué me intentas decir?
—Te intento decir que Júnior será un buen perro de presa, pero que, en un caso como este, es mejor adoptar la estrategia del pequinés: dar el primer paso, plantar cara y, si puede ser, meterle una buena chascada en los cojones. —Tito dulcificó algo el tono para añadir—: Fíjate, reina: ahora Júnior ya no lleva la delantera. Por el momento, no tenemos que salir corriendo porque no va a buscarnos. No le queda otra que esperar a que vuelva a llamarlo. Y, entretanto, nosotros tampoco nos vamos a quedar quietos.
Cora comprendió. Quizá Tito tuviera razón, pero Júnior continuaba produciéndole verdadero pánico. Ni el abrazo que el Palmera le dio, ni su beso suave en el pelo, ni sus caricias en su costado lograron que el miedo se fuera.
Luego, mientras él se duchaba, mientras lo escuchaba canturrear aquello de «Desde chico ya tenía en el mirar esa loca fantasía de soñar; fue mi sueño de purrete ser igual que un barrilete que, elevándose entre nubes, con un viento de esperanza, sube y sube», sopesó muy seriamente la idea de coger su parte del dinero y salir huyendo. Incluso fue al dormitorio y comenzó a hacer la maleta, «mas la vida no es juguete y el lirismo en un billete sin valor». Pero, en algún momento, Tito cantó «Yo quise ser un barrilete, buscando altura en mi ideal, tratando de explicarme que la vida es algo más que un simple plato de comida», y Cora hubo de sentarse al borde de la cama, con la maleta abierta y una falda en las manos. Se miró al espejo. Vio a una mujer sola, en un cuarto revuelto, junto a una maleta abierta, sentada en una cama deshecha. Oía de fondo a Tito concluyendo el estribillo, «No sé si me faltó la fe, la voluntad o acaso fue que me faltó piolín». Se preguntó, como antes Tito le había preguntado, adónde podría ir, cómo haría para que Júnior no la persiguiera, para llevar el dinero consigo, para no volver a tener ningún problema más. También se preguntó si no sería un error alejarse de Tito. No solo por aquella seguridad inesperada, sino porque hacía años que nadie la había acariciado sin otra intención que la de reconfortarla. Y nunca, jamás, había conocido a un hombre como aquel, que fuera capaz de mantener la serenidad en una situación como esa, que tuviera lo que hay que tener para tutear al mismísimo Satanás inmediatamente antes de darle un abrazo y marcharse a canturrear tangos bajo la ducha.
Permaneció así hasta que él entró en el dormitorio, terminando de secarse, para buscar unos calzoncillos en la cajonera. Al verla allí, junto a la maleta, se quedó parado, observándola. Su rostro no expresó enojo ni sorpresa; solo una sobria tristeza que intentó disimular al preguntarle si iba a marcharse.
Cora negó con la cabeza. Respondió a media voz, igualmente triste, igualmente sobria:
—No. Iba a hacerlo, pero, aunque te parezca increíble, no sé adónde ir sin ti. Pero vamos a salir perdiendo, Tito. Lo sé.
—¿Por qué?
—Porque en este mundo solo hay dos tipos de personas: los ganadores y los perdedores. Y tú y yo no somos ganadores: la gente como tú y como yo pierde siempre.
Una sonrisa afloró a los labios de Tito. Se agachó junto a ella, soltó la toalla, la tomó de las manos y le buscó la mirada:
—Escúchame: te prometo que esta vez no. Te prometo que esta vez no vamos a perder.
—Mucho tendría que cambiar la suerte, Tito.
—No es cuestión de suerte, sino de mantener la cabeza fría. —Tito hizo una pausa, para besarla en los labios—. Reina, yo no quería que esto saliera así. Yo quería solo mi parte, montar mi negocio, no volver a saber nada de todo esto. Pero las cosas han venido dadas de otra manera. Así que, ya que estamos montados en el burro: arre, burro. Tú déjame que haga lo que tenga que hacer y ya verás. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —musitó Cora.
—¿Confías en mí?
Cora asintió. Iba a añadir algo, pero, de pronto, comenzó a sonar el teléfono móvil de Tito y ella volvió a palidecer. Tito fue al salón, a buscar el teléfono. Ella lo siguió. Llamaban desde un número que no conocía y se lo mostró a Cora. Tras consultarse con la mirada, Tito aceptó la llamada y preguntó quién era. Era un tal Jaime, el propietario de un Mitsubishi Montero que tenía un golpe en el parachoques. Quería tramitar un parte amistoso. Cuando comprendió, Cora dio un suspiro de alivio y volvió al dormitorio para deshacer la maleta, mientras Tito se disculpaba con el individuo y le pedía que esperase un momento, que iba a buscar lápiz y papel para anotar sus datos y llamar a la aseguradora.