El palo

1

El viernes amaneció nublado. Uno de esos días de verano en Las Palmas de Gran Canaria: 30 grados de media, humedad filipina y una panza de burro inmisericorde que pondría de mala hostia a un teletubbie. Cora salió a media mañana. Volvería a la hora de comer, seguramente. El Palmera le dio un juego de llaves, porque él almorzaría con el Rubio y luego ya no se separarían de Larry hasta el momento de hacer el trabajo. La avisarían de sus movimientos. Se verían por la noche.

Se despidieron en la puerta, con un beso largo que a Tito le supo a poco. Ella no tomó el ascensor. Desde el descansillo, la escuchó bajar las escaleras con el paso lento de quien no desea hacerlo.

Más o menos a esa hora, mientras desayunaban, el Rubio le anunciaba a Estela que esa noche pensaba ir a pescar.

Estela se extrañó durante unos segundos. Hacía mucho que Carlos no salía de pesca. Pensaba que ya no le gustaba hacerlo. Pero, precisamente, él añadió:

—Hace mucho que no voy. Lo echo de menos.

—Pues claro, Carlos. Vete y relájate un poco. ¿Y por dónde piensas ir?

—No sé. Igual por el norte. A Tinocas o algún sitio así. De todos modos, sabes que nunca pillo nada, pero me entretengo.

Luego dijo que ese día comería en Las Palmas, con Tito.

—No creo que lo convenza de que me acompañe, pero lo intentaré.

Estela no dijo nada. Sonrió y continuó desayunando. No le parecía raro que Carlos quisiera alejarse un poco de aquella casa, que cada vez era más triste. No obstante, en los últimos días salía mucho. Alguna vez, al despertar de la siesta y constatar que no había regresado, se le cruzó por la mente la idea fugaz de una amante. Le dolió. Pero no tanto como para cegarla a los hechos que consideraba inamovibles: ella no duraría demasiado y, desde hacía meses, no era más que un estorbo.

El Rubio no terminaba de saber a ciencia cierta lo que le pasaba a Estela por la cabeza. Sin embargo, prefirió no averiguarlo. Ese día no tocaba. No le convenía añadir más preocupaciones a las que ya tenía. Por lo pronto, se arriesgaba a perder todo cuanto tenía, incluida Estela. Y la aparición del tal Felo no terminaba de hacerlo muy feliz.

Después del desayuno, bajó al garaje y metió en la parte trasera del monovolumen sus cañas de pescar, los aparejos y un balde. También metió la bolsa con el equipo que necesitaría por la noche. Por último, abrió el armero, disimulado bajo la mesa de trabajo. De él extrajo la pistola de juguete, la imitación de la Star BM de la que le había hablado a Tito.

Tenía abierto el portabultos. Contra él se sentó, con la réplica entre las manos, y reflexionó durante un rato. Pensó en Tito y en Júnior y en Estela y en Cora y en Larry. Y, por último, pensó en Felo y en la sonrisa escalofriante de Felo. Dio un suspiro. Volvió a la mesa de trabajo, volvió a agacharse y a abrir el armero. Metió la pistola de imitación y sacó, en su lugar, otra. También una Star BM. También algo antigua, con las cachas de madera y empavonada en negro. Pero esta vez, le extrajo el cargador y deslizó hacia atrás la corredera para comprobar que no había ningún cartucho en la recámara. Luego, la desmontó y volvió a montarla, asegurándose de que se encontraba en buen estado. Sacó del armero una caja de cartuchos y, con tranquilidad, comenzó a llenar el cargador.

2

El Rubio y el Palmera se apostaron ante la casa de Larry. Para cuando este saliera, ya Cora andaría rondando la terraza de moda. Una vez se aseguraran de que ella había hecho contacto con el abogaducho (la señal sería un SMS, probablemente enviado desde los servicios), ellos se adelantarían, aparcarían en las inmediaciones de la casa y esperarían a que Cora les enviara un nuevo mensaje, avisándolos de que se dirigían hacia allá.

Todo había sido calculado; todo estaba previsto. Y, justamente entonces, todo comenzó a ir mal.

Para empezar, dieron las diez y media de la noche y Larry aún no había salido de su casa. Sobre las nueve, Cora ya se había cansado de aburrirse en casa de Tito y decidió adelantarse e ir a aburrirse a la zona del Muelle Deportivo. Desde allí, a cada rato, telefoneaba al Rubio, quien se aburría con Tito en su monovolumen, a unos metros de la aburridísima puerta por la que tenía que salir un Porsche Carrera que no terminaba de salir.

¿Y si el tipo no estaba de humor para salir de marcha? ¿O si había organizado una fiestecita en casa? No lo habían seguido durante tanto tiempo como para descubrir si tenía otro tipo de costumbres. Puede que ese viernes del mes tocara partida de póquer con los amigos. Partida de póquer, de Scattergories, o de Trivial Pursuit. O de paja colectiva, tanto daba. No obstante, en ese caso, ¿dónde coño estaban los amigos? Porque allí no entraba nadie desde que él había vuelto del gimnasio por la tarde. Pero tampoco salía él.

A las once menos veinte, Tito miró su reloj por enésima vez y preguntó:

—¿Y, si no sale, qué coño hacemos?

El Rubio no lo miró para responderle:

—Pues jodernos e intentarlo otra vez mañana.

Después de una pausa, el Rubio añadió, o, mejor dicho, pensó en voz alta:

—La costumbre es que se vea con sus colegas para cenar, antes de ir de copas.

Tito volvió a preguntar:

—¿Y si está esperando a alguien? ¿A una piba, por ejemplo?

El Rubio lo miró de reojo:

—¿Y si dices algo que no empiece por «Y si…»? Joder, Tito, yo también estoy impaciente. Relájate.

Tito no respondió. Sabía que el Rubio tenía razón.

—Una vez me pasó algo parecido —dijo el Rubio—. Fue en un pueblucho de Badajoz. Don Benito, creo que se llamaba. Tenía que esperar a que un tipo saliera de su casa.

—¿Para qué?

—¿Cómo?

—¿Para qué lo esperabas?

—Para ponerle las pilas. El elemento llevaba un club de carretera y había que darle un escarmiento, porque le había metido una negra a la gente para la que yo curraba. Se había quedado con algo que no era suyo. Bueno, eso da igual. La cosa es que eran las tantas y el tipo no salía.

—¿Y qué hiciste?

—Entré yo.

Tras decir esto, el Rubio se quedó mirando al volante, con el ceño arrugado, recordando o, probablemente, comparando ambos casos, pensando en la posibilidad de que fueran ellos quienes entraran. Tito, al parecer, pensaba en lo mismo.

—¿Podría intentarse?

—No está pensado así —respondió el Rubio. Lo dijo de una manera que dejó claro que la idea ya se le había pasado por la cabeza, pero le había parecido mala—. Sería improvisar demasiado. Y, por lo que sé, cuando se improvisa demasiado, siempre hay algo que sale peor de lo que podría esperarse. —Luego, de pronto, puso la llave en el contacto—. A la mierda. Lo intentamos otra vez mañana.

Pero, en el preciso instante en que iba a girar la llave, Tito le puso la mano en el hombro y señaló hacia la casa. No se habían dado cuenta de que las luces estaban apagadas. Debían de llevar ya así unos minutos.

Entonces, se abrió la puerta automática de la entrada y de sus fauces emergió el cochazo de Larry.

Sabían aproximadamente hacia dónde se dirigía, pero no convenía dejar cabos sueltos, así que procuraron no perderlo de vista mientras cruzaba Santa Brígida y se incorporaba a la circunvalación. Larry le pisaba, pero no tuvieron problema en rastrearlo, dejando siempre un par de coches entre el Touran y el Carrera.

Sin embargo, algo más falló: cuando llegó a la desembocadura del barranco de Guiniguada, el Porsche no continuó hasta la avenida Marítima para tomar hacia el Muelle Deportivo, sino que se internó en Vegueta, pasó junto al Mercado Municipal y entró en el aparcamiento vigilado situado detrás de este.

—Me cago en su puta madre —masculló el Rubio, trazando, sobre la marcha, un nuevo plan.

Paró un momento ante el parking, donde Larry buscaba ya estacionamiento. Por suerte, era una zona acotada al aire libre y casi podían ver las maniobras del deportivo.

—Bájate aquí y, cuando salga, lo sigues. Estate al loro con el móvil. Yo voy a aparcar dentro también y llamo a la Cora para que se pille un taxi y se venga para acá.

Tito se alegró de no haberse puesto aún el chándal, de llevar aún los vaqueros y la camisa gris. Allí, en la zona de copas de Vegueta (adonde muy probablemente se dirigía el individuo), un viernes por la noche, con un chándal negro y con su tamaño, hubiera destacado como un drag queen en una procesión.

Se bajó del vehículo y cruzó a la acera del mercado. Se sentó en el banco de una parada de guaguas y esperó a ver salir a Larry (blazer negro, camiseta roja, pantalones chinos y botines de cuero azabache), quien tomó hacia la calle de La Pelota. Después, cuando dobló la esquina, se levantó y lo siguió. Al fondo de la calle, Larry había girado a la izquierda y se internaba ya en la marea de juerguistas de la calle Mendizábal.

Mientras tanto, el Rubio había encontrado ya una plaza libre y, sin bajar del vehículo, hablaba con Cora por teléfono móvil.

—Sí, el muy cabrón se vino para la zona de Vegueta.

—Joder.

—¿Te quedan perras para coger un taxi?

—Sí.

—Pues arreando. Nos vemos en la esquina de Mendizábal con la calle de La Pelota.

Salió del parking y caminó, con prisa, hacia el lugar indicado. Unos minutos antes, Larry había pasado por allí. Un poco más tarde, lo había hecho el Palmera.

Por aquella esquina iban y venían grupos de jóvenes y no tan jóvenes, parejas de mediana edad e incluso alguna familia con niños y abuela que venían de cenar en El Herreño, el Adargoma o algún otro de los restaurantes históricos que ahora se alternaban con los de nueva cocina y con las tascas y bares de copas en el área redescubierta hacía pocos años por los empresarios de ocio nocturno. En la misma esquina, tres veinteañeros parecían esperar también a alguien. El Rubio se separó un poco de ellos, fingió mirar el escaparate de una tienda de menaje y telefoneó al Palmera.

—¿Dónde está? —preguntó con prisa de yonqui.

—Casi al final de la calle. En un restaurante con terraza. Solo. Acaba de pedirse una caña.

—¿No te habrá visto?

—Estoy sentado en un banco. Me da la espalda.

—Siéntate en alguna terraza y pídete algo.

—No hay mesa libre. Esto está petado.

—Bueno, pues procura que no te vea. Cora ya viene para acá. La estoy esperando en la calle de La Pelota.

—Se me ocurre…

—¿Qué?

—Se me ocurre que es posible que haya quedado con una tía. El sitio es de los tranquilos. Nueva cocina. Típico sitio para quedar con una tipa que te gusta.

—Coño, no había contado con eso. Esperemos que no.

3

Tito esperó. Esperó sentado en el banco, como quien aguarda la llegada de alguien con quien se ha citado. Esperó con un ojo puesto en la mesa de Larry y el otro en el extremo opuesto de la calle, por donde habían de llegar Cora y el Rubio. Casi no se dio cuenta de que, desde el otro lado, el que comunicaba Mendizábal con la calle de Los Balcones, había aparecido una mujer con un trajecito rojo de falda muy corta y se había metido en el local al que pertenecía la terraza. La mujer llevaba un bolso negro y zapatos de tacón alto también rojos. Y resultaba tremendamente llamativa, no solo por su figura, sino porque llevaba el pelo muy corto y teñido de verde. No la vio hasta que salió a la puerta con una copa de vino en la mano. Pero, una vez la vio, centró toda su atención en ella, porque, desde la puerta, había comenzado a hablar con Larry y, poco después, había tomado asiento frente a él, que, con ademán cortés, se había levantado para acercarle la silla.

—Me cago en Dios. Ya se jodió todo —dijo el Palmera en voz alta, sin poder reprimirse, mientras sacaba el móvil para llamar al Rubio. Pero no hizo falta: el Rubio se aproximaba a él desde el lado contrario, con andares tranquilos y una sonrisita de satisfacción que a Tito le resultó absurda.

—Tío —intentó explicar el Palmera—, ya se fue todo a la mierda.

El Rubio se sentó junto a él, con las manos en los bolsillos, y preguntó:

—¿Por qué?

—Acaba de llegar un yogurazo. Está sentada con él.

El Rubio soltó una risa incomprensiblemente resabiada. Le puso una mano en el hombro y lo orientó hacia la terraza.

—Fíjate bien, melón.

Tito no terminaba de comprender a qué se debía aquella tranquilidad. Pero, entonces, se preguntó por qué, si el Rubio estaba allí, Cora no había llegado. Y, al mismo tiempo, se fijó en la mujer de rojo, en sus gestos, en la forma en que sus dedos jugueteaban con su colgante, mientras charlaba, echada hacia atrás en el asiento, con Larry. Finalmente, acabó por entender que aquel colgante debía de ser el colgante azul que Cora llevaba siempre; que aquel cuerpo sinuoso que había dentro del trajecito rojo era el de Cora.

—No es mala idea. Por un lado, es inevitable que llame la atención. Y, por el otro, está irreconocible. Si el tipo se llega a oler algo, se volverá loco preguntando por una tía con el pelo verde.

—Pero ¿por qué fue por el otro lado?

—Idea mía.

—Vale. Pero ¿para qué?

—Para asegurarnos de que el muy inútil no mira en esta dirección en ningún momento. ¿O tú mirarías hacia otro lado teniendo ahí a semejante hembra?

4

Volvieron al parking, sacaron el coche, se fueron a casa de Larry. No aparcaron ante la entrada, sino en un lateral desde el que divisaban la carretera por la que tendría que aproximarse el Porsche. Se pusieron el chándal y los escarpines y se sentaron a esperar. Ahora era solo cuestión de eso: esperar a que Cora hiciera su parte, a que lo convenciera de subir a casa.

De la guantera, el Rubio sacó un bote de pintura en espray. Pintura negra. Para las cámaras. A última hora había pensado que eso era lo mejor. Silencioso y fácil.

Luego descubrirían que Cora había sido muy hábil. Había utilizado el simple truco de la terraza llena: la chica que anda sola y pregunta a bocajarro al bebedor solitario si no le importa compartir mesa. Tuvieron, eso sí, mucha suerte. Larry no había quedado con nadie. En principio, había decidido quedarse en casa, no salir. Pero, después de cenar, le entraron ganas. Y no le apetecía ir al sitio de siempre y encontrarse con los amigos cuya invitación había declinado. Cora, para esa noche, decidió llamarse Mabel e inventarse un novio con quien había discutido y de quien pensaba vengarse con un buen par de cuernos. Esto último no lo dijo, pero permitió que Larry lo adivinara mordiéndose el labio inferior con ansia digna de una lolita.

El Rubio, mientras esperaban, mucho antes de que Cora le contara nada, sabía de qué iba la cosa, las preguntas que, casi sin darse cuenta, Larry iría respondiendo, como tramos en el camino hacia su propia desgracia. Sí, abogado. Sí, con la oficina en Vegueta. No, no vivía en la ciudad. Bueno, lo bastante grande para él solo. Pues sí, había acertado: con piscina.

Y, entonces, ella ahí, con la tercera copa de vino en la mano, fingiendo estar más bebida de lo que estaba, diciendo que le encantaban las piscinas, que una de las cosas que más le gustaban en el mundo era bañarse en una piscina después de haber bebido unas cuantas copas de vino, y él comentando que era una lástima que no se hubiera traído el bañador, y ella, finalmente, dejando brillar un fuego dorado en sus ojos al responder que otra de las cosas que más le gustaban era nadar desnuda.

5

Hacia medianoche, Júnior, instalado en la habitación de su hotel en Arrecife de Lanzarote, recibió un SMS del Rubio:

LA COSA STA EN MARCHA

Al leerlo, una salamandra le subió por la espalda hasta la cervical. Desde otro móvil, reprodujo un mensaje similar y se lo envió a Felo.

Después, fue al minibar para elegir una bebida que le refrescara la espera.

Ya no había vuelta atrás. Solo le quedaba confiar en que unos y otros hicieran bien lo que tenían que hacer.

6

Larry casi no se lo podía creer. La tía aquella debía de estar como una cabra. No le había costado más que una hora convencerla de que se viniera a casa. O, más bien, ella se había ido invitando solita. Mientras la puerta mecánica se desplazaba con un zumbido, pensó que sí, que era ella quien iba buscando. Eso lo dejaba claro la mano sobre su muslo. Procuró no ser brusco al poner el freno de mano, para que ella no la retirara. Pero Mabel no tenía intención de hacerlo. Eso quedó claro cuando estacionó frente a la vivienda y le dijo:

—Ya estamos.

En ese momento, ella se quedó en silencio, mirándolo, y lo besó en los labios, antes de susurrarle:

—Creo que nos vamos a divertir.

De la mano, subieron al porche. Él abrió la puerta de casa con una de las llaves del manojo con el que había estado jugueteando toda la noche. Desconectó la alarma. Dejó el llavero sobre el aparador. Después le mostró el recibidor, el comedor, el despacho, la puerta que daba a la piscina. Antes de que él se diera cuenta, ella se había quitado los zapatos y caminaba por el césped con ellos en la mano. Llegó al borde de la piscina, se sentó e introdujo los pies en el agua. Él, aún en la puerta del despacho, accionó un interruptor y el fondo de la piscina se iluminó.

—¿No me invitas a tomar nada? —dijo Mabel.

—Joder, claro. Vaya desastre de anfitrión que estoy hecho.

Cuando él desapareció nuevamente, Mabel volvió a ser Cora. Calculó que tardaría poco en volver. En el exterior, Tito y el Rubio debían de estar rodeando ya el paredón que circundaba la parte trasera. Ella les había enviado un SMS mientras iban de camino. A Larry le había dicho que era un mensaje para su madre, para avisarla de que llegaría tarde o que no llegaría. Larry se sintió tan complacido con la última parte que ella casi sintió lástima. Ahora echó un vistazo de reojo a la alta tapia situada a su espalda. Apoyó las manos en la hierba, mirando al cielo, azulado por la luna que se escondía tras las nubes, y movió el agua con los pies. Allá atrás, en algún lado, ellos estaban preparándose para saltar. Confiaba en que lo hicieran antes de que las circunstancias la obligaran a desnudarse o a darse de nuevo el lote con Larry. El elemento le había caído mal desde el principio. Conocía a demasiados tipos como aquel y le daban demasiado asco. Tras sus coches de puta madre, tras sus chabolos grandes de cojones, no eran más que mierda.

Larry volvió a aparecer en la puerta. Se había quitado la chaqueta y los zapatos. Llevaba una botella de vino recién abierta y dos copas. Avanzó hacia ella intentando parecer seductor. Cora volvió a convertirse en Mabel e intentó que diera la impresión de que, en efecto, le parecía atractivo.

Al llegar donde ella estaba, se arremangó los pantalones, se sentó a su lado y metió también los pies en la piscina. «El muy gilipollas se cree George Clooney», pensó Cora reprimiendo una carcajada.

—¿Por quién brindamos? —preguntó Larry.

—Por los tipos con piscina —dijo ella.

Después de beber el primer sorbo, Larry se aproximó más y comenzó a besar su cuello. Ella fingió sentir cosquillas.

—Déjate de lambusiarme —dijo apartándolo y poniéndose en pie—. ¿No nos íbamos a bañar?

—Yo no dije nada. Eras tú quien quería bañarse.

—Está bien.

Mabel dio una carrerita pueril hasta el otro extremo de la piscina y se quedó allí, en pie. De pronto, se convirtió nuevamente en Cora y vio los dos bultos, las dos sombras que ya habían saltado la tapia y hacían equilibrios sobre las pajareras. Luego volvió a ser Mabel para iniciar una especie de baile sexy, tomando con las puntas de los dedos el extremo de la falda, jugando a subirla poco a poco. Entonces, Cora se sorprendió de que las dos sombras hubieran aterrizado sobre la hierba tan suavemente. Por último, Mabel se volvió de espaldas, miró hacia la casa y continuó meneando caderas y culo, mientras Cora escuchaba el repentino forcejeo, el amago de grito de Larry, el golpe brutal en su cráneo con algo contundente, la frase pronunciada con ferocidad por un hombre oculto tras una mascarilla.

—No te muevas, cabrón.

7

En el momento en que los vieron pasar, comenzaron a coger todo lo que necesitaban. Las pistolas, los guantes, el espray, la bolsa de deportes, el rollo de cinta americana.

Llegaron a la esquina. Antes de proseguir, se pusieron las mascarillas y las gafas y se cubrieron con las capuchas. La primera cámara estaba casi encima de ellos. El Rubio trepó sobre el Palmera, se estiró y, en un rápido movimiento, la cegó.

Entonces oyeron la voz de Cora, pidiendo algo de beber. Recorrieron con todo el sigilo posible la treintena de metros que los separaba de la siguiente cámara. Esta vez fue el Palmera quien trepó sobre los hombros del Rubio.

El cuarto de hora acordado no había pasado aún. Aguardaron un poco más, en silencio. Escucharon un chapoteo de agua, una breve conversación, un entrechocar de copas. El Palmera fue el primero en moverse. Dio un rápido brinco y se asió a la parte superior de la tapia. Ayudándose con los pies, se alzó sobre ella y tendió la mano al Rubio. Una vez arriba, vieron al tipo de espaldas, sentado al borde de la piscina, y a Cora en el otro extremo, iniciando una especie de striptease. Caminaron sobre los tejados de las pajareras, intentando hacer el menor ruido posible.

Finalmente, como si lo hubieran ensayado, saltaron al mismo tiempo sobre la hierba. Llegados a este punto, corrían el riesgo de que el individuo intuyera su presencia, se diera la vuelta, intentara huir, hacer algo. Así que, simplemente, se apresuraron en llegar hasta él. Tito Marichal fue el primero en hacerlo. El Rubio vio con asombro cómo, de pronto, el Palmera asía a Larry desde atrás con un brazo y alzaba en la otra mano el bote de espray, diciéndole mientras lo estrellaba contra su sien:

—No te muevas, cabrón.

Larry no llegó a escuchar la orden: ya estaba completamente fuera de combate. Por eso cuando Tito volvió a golpearlo, tanto Cora como el Rubio se quedaron parados, mirándolo, completamente estupefactos. No pudieron reaccionar hasta que se produjo el tercer golpe. En ese instante, Cora echó a correr hacia ellos, mientras el Rubio procuraba inmovilizar a Tito, intentando que soltara el bote de espray, al individuo o ambas cosas.

—Pero ¿qué haces, coño? Te lo vas a cargar.

Les costó tranquilizar a Tito, hacer que desapareciera aquella furia inusitada. Finalmente, quedaron los tres rodeando a Larry, tumbado en la hierba, sin conocimiento y sangrando por una ceja. El Rubio tuvo la precaución de volverlo de lado.

—Así, no vaya a ser que encima le dé por vomitar y se nos asfixie —explicó—. Joder —masculló, cambiando de tercio—. Esto sí que no estaba en el plan.

Tito guardaba silencio. El Rubio pensaba en qué hacer. Fue Cora la que se adelantó y le dijo:

—Lo llevamos adentro, lo amarramos y esperamos a que coja resuello. De todos modos, creo que dejó el manojo de llaves en la entrada.

El Rubio asintió, se situó detrás de Larry, lo tomó por debajo de las axilas y se quedó mirando a Tito. Este tardó en reaccionar. Finalmente, lo asió por los pies. Larry comenzó a revolverse y a gemir mientras lo transportaban. Caminando a su lado, Cora le susurró al Rubio:

—Tienes que darme una galleta y amarrarme también. Algo que deje marca. Si no, no va a colar.

—Con amarrarte tenemos —contestó entre dientes el Rubio, señalando con la cabeza al Palmera—. No quiero que me hostie a mí también.

8

Larry comenzó a recobrar el conocimiento. Escuchaba golpes, cosas que se estrellaban contra el suelo, papeles revueltos, puertas y cajones que se abrían. Sentía un terrible dolor de cabeza y solo veía por un ojo.

—Mi ojo…

Una voz de hombre, proveniente de su derecha, escupió:

—No es nada, pringao. Solo es sangre. Tu ojo está ahí, por el momento.

Estaba en su despacho. Concretamente, sentado en la silla de su despacho. Dos tipos embozados, vestidos con chándales negros, lo estaban revolviendo todo. A su izquierda vio a Mabel, atada a la silla y con un trozo de cinta americana tapándole la boca. Parecía completamente aterrorizada. Larry tuvo un ataque de valor caballeroso.

—A ella no le hagan nada, tío. Ella no…

El otro hombre, el que no le había hablado, el más alto de los dos, rodeó la mesa y le dio una rápida bofetada. El primero se situó a su lado.

—Si te estás calladito y no tocas los huevos, no le vamos a hacer nada a nadie.

Lógicamente, Larry optó por el silencio.

Los dos enmascarados abrían cajones y armarios, los vaciaban en el suelo. Evidentemente, buscaban algo que robar.

Aquí y allá fueron apareciendo objetos de cierto valor, un reloj o un bolígrafo de oro. Ellos los introducían en la bolsa de deporte. Al tiempo que lo hacían, intercambiaban alguna frase a media voz.

Finalmente, le tocó el turno al mueble bar. El que lo había abofeteado lo abrió y comenzó a tirar botellas. Larry sintió que se desmayaba. Si lograba desviar su atención de la caja, tal vez la cosa no llegara a ser tan grave.

—Oye, tío, arriba tengo…

No pudo continuar hablando. El alto le propinó un puñetazo en el pómulo. Larry osciló, pero la silla no llegó a caer.

—¡Que te calles, coño!

El otro encapuchado distinguió, al fondo del mueble bar, el color anaranjado del minio de plomo con el que estaba pintada la caja.

—De puta madre —dijo.

Se volvió hacia Larry.

Entonces, entre ellos, sobre la mesa, Larry vio un manojo de llaves. Su propio manojo de llaves. Debían de haberlo cogido del aparador de la entrada. Recordó los consejos que le habían dado cuando compró la caja: había otras mejores, era más adecuado un sistema electrónico de apertura retardada. Se llamó a sí mismo estúpido mil veces por no haberlos seguido. Pero ya no había remedio para eso.

Resignado, contempló cómo el encapuchado probaba las dos llaves de seguridad que había en el llavero. Una no coincidía (era la llave de la caja del bufete). La otra giró sin gran problema. El encapuchado se quedó parado, seguramente asombrado ante la cantidad de fajos de billetes que había allí.

—Pero, coño, ¿qué es esto? Si tienes aquí medio Banco de España, hijoputa.

El otro encapuchado se situó a su lado, con la bolsa abierta. Se pusieron a sacar fajos y a echarlos dentro. Mientras, Larry comenzó a hablar, como para sí:

—Ese dinero no es mío, tío. Es de gente poderosa. Muy poderosa. No sabes lo que estás haciendo, tronco. Vendrán y te buscarán. Y te matarán. Te matarán a ti, a tu colega y a la familia de los dos. No quedará ni la memoria de ustedes.

El encapuchado más bajo, el que no lo había golpeado aún, pareció hartarse de escucharlo. Se volvió y lo miró:

—Si no te callas, te mato.

—Da igual. Ya estoy muerto.

El otro volvió a la tarea. Ya quedaba muy poco. Al fondo, junto con los últimos fajos, había un estuche con un Rolex. También un sobre acolchado. Ni siquiera abrió el sobre. Simplemente, lo añadió al contenido de la bolsa.

Los dos tipos se plantaron ante Larry. El más alto tenía la bolsa colgada del hombro. El otro mostró una pistola.

—Ahora nos vamos a ir. Te vamos a dejar así, amarradito. Seguro que enseguida encuentras la forma de desatarte. Pero no vas a llamar a la policía antes de una hora.

—Tranquilo, porque no la voy a llamar —dijo Larry con resignación.

—De todos modos, para asegurarnos, la piba se viene con nosotros. Si vemos un coche patrulla por el camino, le pegamos un puto tiro. ¿Está claro? Dentro de una hora, la dejamos suelta.

El otro individuo se había aplicado ya a la tarea de desatar a Mabel.

—Déjala, tío. Ella no tiene nada que ver con esto.

Cuando vio que el más alto la llevaba hacia la entrada, Larry subió el tono:

—¡Que la dejes, coño!

El otro le contestó poniéndole la punta del cañón de la pistola en el lagrimal del ojo herido.

—Bueno —dijo con una suavidad que contrastaba con el gesto y lo hacía aún más amenazante—, hay otras formas de asegurarnos de que no llames a nadie. ¿Qué te parece?

Antes de que pudiera contestar, el individuo alzó el arma y Larry sintió un culatazo en el lóbulo temporal. Entonces sí que la silla y el hombre atado a ella cayeron al suelo. Lo último que Larry vio antes de perder nuevamente el conocimiento fue una porción de baldosa, un bolígrafo, una de las patas del escritorio.