Tito Marichal imaginaba un lóbrego almacén o una trastienda mugrienta, una mesa con un tapete, iluminada por una lámpara cenital que hurta a la vista el resto de la estancia. Así era, al menos, como se representaban en las películas ese tipo de reuniones. Por su imaginación pasaban los antebrazos hirsutos de hombrones malencarados cuyos dedos señalaban diferentes puntos de un plano extendido en el centro del tapete, con un vaso ancho y un cenicero repleto haciendo de pisapapeles.
Pero no. El Rubio lo había citado en su casa de El Burrero, aquella misma casa donde había estado en más de una ocasión con Carmela, celebrando asaderos o, simplemente, pasando alguna tarde de domingo. Mientras se dirigía hacia allá en su Ford Fiesta, el Palmera pensó en Estela, en cómo la encontraría, en si conservaría su buen humor. Instintivamente, miró al asiento del acompañante, a las flores que había comprado para ella. Eran gladiolos. Se preguntó si había sido buena elección. Estela siempre le resultó una persona agradable y, cuando supo lo de su enfermedad, lo lamentó mucho. Al principio, una vez a la semana, él y Carmela iban a visitarla. Pero comenzó el tratamiento y Estela se sentía incómoda, probablemente avergonzada. Así que poco a poco fueron dejando de acudir.
Según le había dicho el Rubio, a la reunión también asistiría Cora, la mujer de quien le había hablado. Tito, sabiendo por encima cuál iba a ser su papel en todo el asunto, supuso que no sería trigo limpio, pero el Rubio había dicho: «Es una tía deslumbrante, ya lo verás», en el tono exacto que hubiera empleado para decir que la tía era física nuclear. Eso sí, no había aclarado en qué sentido deslumbraba. Por consiguiente, Tito sentía verdadera curiosidad.
El Rubio lo esperaba en la entrada.
—Veo que te acordabas del camino —le dijo.
—No hace tanto tiempo.
—Estela está en el comedor, con Cora.
—¿Ellas se conocían?
—No. De hecho, te esperé aquí para avisarte: se supone que os invitamos a los dos porque yo quiero liarte con ella —dijo el Rubio, sin poder contener una risita.
El Palmera enarcó las cejas.
—No jodas…
—Fue la mejor excusa que se me ocurrió. Si no, a ver cómo lo explico.
—O sea, que es una cita a ciegas.
—Más o menos —dijo el Rubio, poniéndole una mano en el hombro mientras lo conducía a la puerta.
Estela resultó estar de un humor excelente y se tomó muy a pecho su labor de casamentera. Bromeaba, hacía elogios a Cora, exponía las virtudes de Tito, comentaba las ventajas que había en los hombres maduros.
Tito, algo turbado, observaba de hito en hito a Cora, que, desde su lado de la mesa, prodigaba sonrisas y devolvía los halagos de la anfitriona. No tardó en comprobar por qué el Rubio había dicho que era deslumbrante. No solo resultaba muy atractiva, sino que sabía hacer que la gente se sintiera a gusto y desorientada al mismo tiempo. Si escuchaba a su interlocutor, fijaba sus ojos oscuros en los de este con una atención casi desmesurada. Si hablaba, esos mismos ojos contribuían a amplificar los significados de sus palabras. Tito comprobó que aquellos ojos eran capaces de adoptar una docena de expresiones diferentes en solo uno o dos minutos. No las contó: lo supo por los distintos estados de ánimo que le produjo un cruce de palabras bastante insustancial.
La comida consistió en una paella preparada por el Rubio. Después, comiendo un tiramisú que Cora había traído, tomando café y bebiendo licor de hierbas prolongaron la sobremesa y la conversación hasta media tarde. Más o menos a esa hora, Estela se retiró a echar una siesta. Se sentía algo cansada. Los demás subieron a la azotea; la tarde estaba luminosa, apetecía una penúltima copa al fresco.
En aquella azotea, el Palmera había disfrutado más de un asadero, más de una borrachera, más de una tarde de canciones entonadas por coros etílicos de amigos. Ahora no había parranda. La barbacoa criaba telarañas en un rincón; la guitarra, con una cuerda rota, se aburría en el cuartito, medio almacén de bebidas, medio trastero, que había en el extremo opuesto.
Ante ese cuarto, el Rubio dispuso una mesa plegable y tres sillas, la botella de Ruavieja y una cubitera con hielo. Al tiempo que lo ayudaba, Cora le hablaba de lo bien que le había caído Estela, de lo buena persona que parecía. Tito se había situado junto a la barbacoa, y los escuchaba hablar y trastear a su espalda mientras contemplaba las azoteas y tejados vecinos, el cielo manso transitado por alguna nube, la peña, frente a la orilla, a la que unos niños trepaban para arrojarse desde allí al agua tranquila que acariciaba los guijarros de la playa.
De pronto, notó que se había hecho un silencio. Se habían acabado las cortesías, las conversaciones superficiales, los disimulos y los embustes. Dio media vuelta y vio al Rubio y a Cora, ambos sentados, mirándolo, esperando a que él se acercara para poder entrar en materia.
Los observó unos segundos. Sus rostros parecían más delgados, más pálidos y se habían afilado con una especie de ferocidad abisal. Lo esperaban. Y sabía que lo esperaban porque él, aunque fuera el menos experimentado en esos asuntos, les hacía falta. Sintió un escalofrío y tuvo el repentino impulso de salir corriendo, meterse en el coche y huir. Aunque no, no podía ser, ya se encontraba ahí con ellos, en aquella azotea, metido en un asunto feísimo que se pondría, con toda seguridad, mucho más feo. Podría parecer que estaba a tiempo. Más allá de ellos estaba la puerta que daba a las escaleras que conducían a la primera planta, a la planta baja, a la puerta de la calle. Y ninguna de esas puertas estaba cerrada con llave. Así que sí, podría parecer que estaba a tiempo de marcharse y ponerse a salvo y olvidar todo aquello.
Pero ya no lo estaba. Ya no había tiempo para nada, salvo para recorrer los siete u ocho pasos que lo separaban de la silla que aguardaba, como también aguardaban el Rubio y Cora, a que él tomara asiento.
Además, en esa concreta tarde del mes de julio, no se le ocurrió ningún sitio adonde ir.
Intentó una sonrisa, asintió y caminó hacia la silla.
—Lo bueno es que la pasta proviene de trapicheos. Dinero que no existe: palo que nadie denuncia —dijo el Rubio—. Y si a alguien le diera por denunciarlo, tendría mucho que explicar.
—¿Y lo malo? —preguntó Tito.
—Que el tipo trabaja para gente muy poderosa, de fuera, de la Península. Por eso tendrá que ser a cara cubierta.
Los tres compartieron el silencio. Cora acabó de un trago su licor y se sirvió otro.
—¿Y las perras van a estar ahí seguro? —preguntó Tito.
—Seguro. El tal Larry recauda lo de mi amigo y lo de unos cuantos tipos más y luego lo invierte en un par de empresas que lo devuelven limpio.
—¿Qué empresas? —preguntó Tito.
—Y yo qué coño sé… —respondió el Rubio, un poco harto de que Tito preguntara tanto y tan seguido—. Para el caso da igual. Lo que importa es que las inversiones las va haciendo poco a poco, así que casi siempre tiene la caja llena. Y, cuando la vacía, se la vuelven a llenar enseguida.
Ahora fue Cora quien sintió curiosidad.
—¿Vive solo? ¿No tiene familia? No sé… ¿Tiene perro?
—El tío vive solo. Es divorciado. No sé si tendrá hijos, pero, para el caso, nos importa una higa. En la práctica, vive solo y a la casa solo va una asistenta tres veces por semana y un jardinero los viernes por la mañana. Lo que sí que importa es que su punto débil son las mujeres. Es un chulito de playa. Le gustan las hembras y le gusta presumir de ellas. Y ahí, mi querida amiga, es donde entras tú. A ti te toca llevártelo al huerto.
—Eso es lo que no acabo de entender.
El Rubio se preguntó si no lo había dejado claro en alguna conversación previa. No obstante, decidió armarse de paciencia.
—Yo he instalado cientos de sistemas como el que tiene él. No tiene ni un punto muerto. La alarma saltaría enseguida, con aviso a la policía y toda la pesca. Así que, cuando el tío no está, no hay manera de entrar sin que se monte un pollo.
El Palmera frunció el ceño y le preguntó cómo podía saber cuál era exactamente el sistema que tenía instalado el individuo.
A modo de respuesta, el Rubio entró en el cuartito, revolvió un cajón y volvió con una hoja de papel doblada en cuatro. Parecía ser la fotocopia de un albarán o una factura.
—Alguien de mi antigua empresa me debía un favor. Esto es lo que tiene el tipo en su casa. Dos cámaras de circuito cerrado que vigilan la tapia trasera y una alarma con sensores de movimiento. En cámaras no se ha gastado mucho, pero en alarmas sí.
—Pero, esas alarmas, ¿no se arman también cuando uno está en casa? —protestó Tito.
—Sí, aunque casi nunca antes de irte a dormir. Bien puede ser que nuestro amigo sea un paranoico, pero ahí entran las dotes de Cora, su capacidad para hacer que un tipo con cuatro copas encima y una dama encantadora al lado se olvide de armar la alarma exterior.
El Rubio había adoptado un tono exageradamente teatral para pronunciar las palabras «una dama encantadora». Cora no se sintió molesta con el eufemismo; en cambio, Tito sí, pese a que él mismo no hubiera sabido explicar por qué. Sin embargo, fue ella la que puso una objeción:
—¿Y si no soy su tipo?
Instintivamente, ambos hombres la miraron de arriba abajo y de abajo arriba.
—Reina —dijo el Rubio—, si no eres su tipo, es que es maricón.
Ella pareció tomárselo como un cumplido.
—¿Y tengo que acostarme con él?
—Eso, tú verás. A mí me basta con que lo tengas entretenido para que no se dé cuenta de que hemos entrado hasta que no nos tenga encima. En cualquier caso, si el tipo te hace gracia y te apetece darte un revolcón, que sea rapidito, porque te vamos a dar solo unos quince minutos de margen.
De pronto, el Rubio se sorprendió: a las mejillas de Cora había subido un rubor que él nunca le había visto y su mirada se había clavado en la mesa. Tuvo la extraña sensación de haber hablado de más y, lo que era aún más raro, sintió que el inédito pudor de Cora se debía a la presencia de Tito Marichal. Si aquellos dos se habían caído bien no era su problema, pero intentó quitar hierro a lo que había dicho.
—Mujer, era broma. En cualquier caso, el tipo está de buen ver. Pero, ahora en serio, no hace falta que hagas nada que no te apetezca. Con que lo mantengas distraído, hay de sobra.
—Vale —dijo Tito—, tenemos al tipo distraído y con la alarma sin activar. ¿Y las cámaras?
—Tengo que explicarte una cosa: lo que graban las cámaras va a un disco duro que el tío tendrá en su propia casa, pero también a un servidor que está en Seguridad Ceys. Por eso es importante que no nos lleguen a ver la jeta. Eso lo estoy estudiando. En cualquier caso, entraremos saltando esa tapia. Da a una calle en la que no hay más casas. Es todo ladera de barranco.
—Y una vez dentro…
—Una vez dentro, Tito, todo es coser y cantar. No estaría de más que Cora se lo currara para que el tío le enseñe la piscina. Así será fácil que se deje abierta la puerta que da al despacho. Y entraremos directamente a la casa por el sitio donde está la caja. Es más, Cora, si lo entretienes por esa zona, mejor, para no andaros buscando por toda la casa.
—Y habrá que sacarle la combinación —supuso Cora.
Al escuchar esto, el Rubio soltó una carcajada tremenda. Luego, cuando se tranquilizó, señaló una línea en la fotocopia, que no había soltado, mostrándosela.
—Eso es lo mejor de todo, bichillo —dijo cuando recuperó el resuello—. Eso es lo mejor de todo. El muy melón tiene una Dédalo empotrada, del modelo más económico. Sin combinación ni sistema de apertura retardada. Una llave, una simple llave, y todo el pastel es nuestro. Y, conociendo a esta clase de imbéciles, fijo que la lleva junto con las llaves de la casa y de la oficina.
Tito y Cora comprendieron. Realmente, si olvidaban en qué consistía lo que iban a hacer, si dejaban a un lado la ilegalidad, los riesgos, lo peligrosos que, al parecer, eran los dueños del dinero, todo parecía muy sencillo. Sin embargo, Tito aún tenía una duda.
—De acuerdo con todo, pero sigue sin cuadrarme algo: nosotros vamos a llevar la cara cubierta, pero ¿qué hay de ella? —señaló a Cora con la sien al decir esto, ni siquiera la miró; no obstante, Cora casi sintió ternura hacia él.
El Rubio se echó hacia atrás en la silla, señaló a Tito y apuñaló el aire con su dedo índice repetidas veces mientras decía:
—Eres listo, Palmera, muy listo. Pero aquí, tu amigo el Rubio es más listo que tú y lo tiene todo pensado —hizo una pausa, tomó otro sorbo de licor y se apoyó en la mesa—. Fíjate en una cosa: somos dos chorizos de fin de semana, nos metemos en una casa y hay una parejita cortando el bacalao. Nos llevamos la pasta, pero, para que el tipo no llame a la madera (porque, evidentemente, nosotros no sabemos de quién es el percal; nosotros nada más que nos estamos haciendo un chalé de zona pija), nos llevamos a la churri como rehén. ¿Por qué? Pues porque nosotros no tenemos ni puta idea de quién es esa gente; nosotros no sabemos si se acaban de conocer o si llevan casados diez años y tienen seis críos que esa noche duermen con la tata para que papá y mamá se den una fiesta de aniversario. Así que Cora, en teoría, es nuestra garantía de que el tipo no va a llamar a la poli antes de una hora por lo menos.
—Así que ustedes me sacan de allí —quiso confirmar ella.
—Por supuesto, niña. Y así quedas libre de sospecha. El tipo no se va a extrañar de que no llames para decirle que te soltaron. En realidad, con la que se le va a venir encima, va a pasar de ti como de comer mierda.
Volvieron a guardar silencio. Cada uno de ellos repasaba mentalmente el plan, buscando posibles agujeros, posibles puntos controvertidos. Al fin, el Palmera, dijo:
—¿Qué pasa si la llave de la caja fuerte no está en el llavero?
—En algún lado estará.
—¿Y si la tiene escondida?
—Lo convencemos para que diga dónde está.
—¿Y si no se deja convencer?
El Rubio volvió a levantarse, a entrar en el cuartito, a revolver los cajones. Esta vez salió empuñando un arma, una pistola Sig Sauer de 9 milímetros Parabellum.
—Me dijiste que no iba a haber sangre —dijo Cora.
—A mí también —añadió Tito.
—Y no la va a haber. Cógela —dijo el Rubio, empujando el arma por la mesa hasta Tito.
El Palmera dudó. Hacía más de veinte años que no tenía en las manos un arma de fuego. Finalmente la empuñó, la sopesó y orientó el cañón hacia la barbacoa para desmontar el mecanismo. Pensó que aquella pistola era muy moderna para él, le costaba desmontarla.
—No te esfuerces —dijo el Rubio.
Tito lo miró con incredulidad.
—No me jodas, ¿es de pega?
—Treinta y cuatro euros en una tienda de militaría. Ni siquiera tú, que la tienes en la mano, te has dado cuenta. Así que dan perfectamente el pego. Yo voy a llevar una imitación de una Star BM que tengo en el garaje. Esa la llevas tú. Si el tío se pone tonto no habrá ni que pegarle. Solo con enseñarle eso se va a mear encima.
Al parecer, el Rubio había pensado en todo. Tito Marichal comenzó a creer que aquello podía salir bien. O acaso era el licor de hierbas lo que hacía que la cosa pareciera más fácil. La tarde avanzaba y ya casi todo parecía resuelto. A partir del día siguiente, sábado, seguirían al tal Larry durante algunos días, para familiarizarse con sus movimientos (sobre todo Cora) y con su casa (sobre todo Tito). El tipo solía ir de marcha los jueves, viernes y sábados. Tenían por lo menos hasta el jueves para ir repasando o, incluso, mejorando el plan inicial. El Rubio había pedido una semana de permiso en el trabajo. Utilizarían su coche un día y el de Tito el otro. Al hablar de los coches, Tito recordó que tendría que conducir hasta Las Palmas y que había bebido demasiado.
—Voy a bajar a hacer café —dijo el Rubio levantándose—. Te vendrá bien.
—¿Cuánto habrá?
La pregunta la había hecho Cora. El Rubio se paró a medio camino de la puerta y se rascó la cabeza.
—No tengo ni idea, pero un pastón. Mi amigo necesita mucha pasta y, así y todo, se conforma con la mitad. Así que imagínate.
—¿Cómo la mitad? —protestó Cora.
—Sí: la mitad. Eso estaba más que hablado, Cora: el palo es de él. La mitad de la pasta es suya.
—Hay que joderse —refunfuñó ella.
—Pues empieza cuando quieras, pero esto es lo que hay. Te lo comenté la primera vez que hablamos de esto. Así que la mitad es para mi amigo y la otra mitad nos la repartimos nosotros a partes iguales. Y no te quejes: yo me estoy currando la página y podría pedir más, pero me conformo con lo que me conformo.
—Vale, está bien, me lo dijiste —aceptó ella—. No acaba de gustarme, pero un trato es un trato. Eso sí, ¿cuánto calculas tú que habrá? —insistió—, ¿puedes imaginar alguna cifra?
—Yo hay cifras que no soy capaz de imaginarme.
Cuando salieron de casa del Rubio se avecinaba la noche. Estela se había despertado y volvieron a hacer la comedia de la cita a ciegas. Cora estaba viviendo en Rehoyas, en casa de su madre. Tito se ofreció a llevarla. Ella aceptó encantada aunque, cuando subieron al Ford Fiesta, Tito se avergonzó y se maldijo mil veces por no haberlo limpiado por dentro. Antes de arrancar, se disculpó por el desorden de cedés, cajetillas vacías de tabaco y clínex manchados con el hollín de los espejos retrovisores.
—Esto parece Kosovo —terminó recriminándose en voz alta.
—No te agobies, hombre —dijo Cora—. En peores tartanas me he subido.
Tito no supo cómo tomarse el comentario, pero agradeció el hecho de estar conduciendo, porque eso le permitía evitar mirarla directamente a los ojos. Se mantuvieron en silencio hasta que tomaron la autovía en dirección a Las Palmas.
—¿Por dónde quieres que echemos? —preguntó él entonces.
Ella pareció no entender.
—Para ir a tu barrio, quiero decir. ¿Tomamos por la circunvalación?
—No sé, ¿hacia dónde vas tú?
—Ah, a mí me da igual. Yo vivo por el Puerto.
Cora consultó su reloj de pulsera.
—Pues, mira, es viernes, son las nueve y no me apetece meterme en casa de mi madre a ver la tele. Así que te acompaño yo a ti al Puerto.
Tito comprendió. Imaginó un pub o un bar frecuentados por Cora. Quizá incluso un hombre con quien ella buscaba encontrarse o que ya la esperaba.
Una curva les descubrió el perfil de la ciudad, que ya había comenzado a iluminarse, los barcos mercantes como ogros de metal oxidado dormitando frente a la bahía, el mar grisáceo que se encrespaba levemente aquí y allá. La luna, enorme y amarilla, se dejó acuchillar por una nube y volvió a aparecer.
Cora había recogido del suelo un cedé y leía en la carátula el nombre de Amelita Baltar. Tito imaginó al hombre que esperaba Cora, o a quien ella buscaba. Y lo imaginó dueño de un coche de modelo más reciente, más lujoso, más limpio que el suyo. Un hombre más joven, más elegante, más sofisticado que él. Con más seguridad en sí mismo, con menos abulia a su alrededor, con menos olor a muerte rancia cercándolo.