Ofertas y demandas

1

La mañana en que el Rubio lo telefoneó, Tito Marichal desayunaba leche con gofio y buscaba ofertas de trabajo en Internet, sentado en el salón que también hacía las veces de escritorio, comedor, cuarto de estar y oficina.

Eran las diez de la mañana y él se peleaba con su ordenador portátil, regalo de su hija, que aún estaba intentando aprender a manejar. Tenía puesto, a media voz, un disco de Adriana Varela. Sabía que se podía escuchar música por Internet. Plácido le había instalado y enseñado a manejar un programa con el cual podía hacerlo. Pero él seguía prefiriendo el ritual de buscar y elegir un cedé, limpiar un poco el estuche, sacarlo y reproducirlo, corte a corte, en su pequeño equipo. Así que hoy, Adriana Varela, que ahora cantaba «Afiche». El Palmera se sabía la letra. Se preguntó si Marcelo el del Bar Quilombo sabría tocarla a la guitarra. Seguro que sí. Marcelo presumía de saberse todos los tangos del mundo, excepto dos, que aún no habían sido escritos.

El Bar Quilombo era un antro acogedor perdido en la zona de la calle Luján Pérez (Tito nunca había llegado a memorizar la dirección exacta); un antiguo pub venido a menos que Marcelo había alquilado y convertido en un bar donde se reunían matrimonios y solitarios maduros para cantar y escuchar las canciones que el dueño tocaba incansable a la guitarra. Una buena alternativa al piano bar y al karaoke. Desde su divorcio era, quizá, el único sitio en el que el Palmera no estaba incómodo. Y, cada viernes por la noche, cuando las copas le infundían el suficiente valor para decir un tango o cantar una milonga, con esa voz rasposa que años de nicotina le habían esculpido, la parroquia le aplaudía la interpretación o lo felicitaba por haber elegido algún tema en especial («Uno», «Cambalache», la «Balada para un loco» o «Chiquilín de Bachín»). Entonces se sentía justificado, útil, feliz.

Pero ahora no era viernes ni de noche. Ahora, por la puerta del balcón, se adivinaba la luz del sol, que se había elevado sobre el edificio de enfrente sin que él se percatara. Hacía bueno, así que, dentro de un rato, saldría a caminar. Recorrería la playa en dirección a La Puntilla. Puede que incluso se llegara hasta el mercado del Puerto y tomara café por allí cerca. O quizá no. Quizá tomara hacia el Parque Santa Catalina y dejase morir la mañana mirando a los pensionistas jugar al ajedrez, a la baraja o al dominó. Existía la posibilidad de que jugara también él una partida al envite. Al ajedrez solo jugaba los lunes, con Plácido. Pero, en todo caso, volvería antes del mediodía, comería y dejaría caer la tarde ante documentales o películas intrascendentes, o leería alguna de las novelas de segunda mano compradas para olvidar la angustia, o navegaría nuevamente por Internet hasta el atardecer. Después se arreglaría bien, se daría un buen afeitado y saldría a recorrer discotecas, pubs, hoteles, restaurantes y bares, buscando a algún amigo, algún antiguo compañero, alguna cara conocida que quisiera darle (o supiera quién podía darle) un trabajo digno. Aunque lo único digno era el traspaso. Pero no había forma de conseguir el dinero. 40 000 euros. Cuarenta mil euros. Nunca había visto tanto dinero junto.

Volvería a medianoche, con las manos vacías, el hígado castigado y la autoestima hecha una mierda. Y, seguramente, se castigaría el hígado un par de horas más ante la caja boba hasta atontarse lo suficiente como para no echarse a llorar antes de que el sueño lo venciese. Tito sabía que su día sería más o menos así, porque así había sido su rutina desde su llegada a aquel estudio. Cada día, menos los viernes por la noche, cuando podía acudir a ese túnel del tiempo que era el Quilombo, para sumergirse en aquel mar de palabras, ritmos y pasiones que era el tango, ese interludio de sentimentalismo dulzón que le mataba las ganas de tirarse de un puente.

Justo cuando acababa el disco, en el momento en que se disponía a apagar el ordenador, sonó su teléfono móvil y vio iluminarse en la pantalla el nombre de Carlos el Rubio. En un principio, pensó en una mala noticia. Sabía que Estela, su mujer, estaba enferma. Pero cuando el Rubio lo saludó con la cordialidad de siempre, intuyó que su suerte acababa de cambiar. Lo que no imaginó fue que ese cambio no sería precisamente para mejor.

2

Los «Qué pasó, hombre», los «Cuánto tiempo, carajo», dieron paso al meollo: sí, había un negocio y el Rubio pensaba que a él podría interesarle. Pero no le parecía buena idea hablarlo por teléfono; sería mejor quedar y tomar algo y así se veían el hocico.

Por eso Tito acudió ese mediodía a la terraza de un restaurante de La Puntilla. Ante él, las barcas varadas en la arena, el agua lamiendo mansamente la playa, que a esas horas menguaba un poco más en cada retirada, señoras, paseantes y algún guiri maculando el planchado que el mar había practicado en el mantel de la orilla. Más allá, Las Canteras en toda su extensión, hasta llegar al Auditorio, el comienzo de eso que llamaban el Norte, con sus riscos, sus playas asesinas, su brusca, indómita e inexplicable belleza. Como era miércoles había pocos paseantes, pero la avenida comenzaba a animarse, con un trasiego ralo de gente de todos los colores y nacionalidades. En la terraza solo había ocupadas otras dos mesas. En una de ellas, una vieja con una colombiana que debía de ser su cuidadora. La anciana pinchaba temblorosa los trozos de papas arrugadas que la otra le había cortado. En la otra, dos hombres de negocios marroquíes comían como si ambos estuvieran solos, cruzando, muy de vez en cuando, algunas frases en su idioma. Tito, tras registrarlos con la mirada, prefirió volver a contemplar el paisaje, las nubes blancas que habían empezado a morder lentamente el azul del cielo, la barra de Las Canteras, más allá de la cual navegaba un bote de pesca.

Consultó su reloj y comprobó que el Rubio llevaba diez minutos de retraso. Entonces apareció, vestido con un polo perfectamente celeste y unas bermudas indefinidamente grises.

Se dieron un abrazo, con palmeteo de espaldas incluido, tomaron asiento el uno frente al otro y acordaron picotear algo. La camarera les fue trayendo gofio escaldado, papas arrugadas, queso y puntillitas. Mientras esperaban a que llegara la morena frita (hay que hacerla lento, para que se bizcoche bien, si no, es pura grasa, había explicado la camarera), comenzaron a vaciar una botella de Bermejo y a contarse las vidas que no se habían contado en los últimos meses.

—Cuando llamé a tu casa, Carmela me contó que ya no vivías allí. Lo siento mucho, Tito, no sabía nada.

—Casi no sabía nada yo tampoco. Parece que fui el último en darme cuenta.

—Bueno, hombre, no hables así. Seguramente será un bache.

—Más bien una desriscada, Rubio. Eso se acabó. Me lo dejó muy claro. Estamos con los papeles del divorcio.

—Pero hay buena relación, supongo.

—Ah, sí. Todo muy cordial, muy civilizado —dijo el Palmera con ironía rayana en sarcasmo. Luego suavizó el tono para preguntar—: ¿Y tú, qué? ¿Cómo te va?

El Rubio miró a su derecha, a los edificios que recorrían la avenida, al horror de cemento, metal y cristal del edificio Wöermann, escupiendo sobre la Ley de Costas, sobre el paisaje y sobre el buen gusto.

—El trabajo bien. Eso de la crisis es para pobres. Tú ya sabes que al hotel Marqués, lo que son pobres, no van muchos. Es más, cuantos más pobres hay, más se acojonan los ricos, y más trabajo tengo. Así que bien.

—¿Y Estela?

El Rubio no sabía por dónde empezar a contarle ni dónde terminaría. Y no había ido allí para hablar de la enfermedad de Estela, de la esperanza que menguaba, del miedo que crecía. Por eso se limitó a decir:

—Cada vez peor, Palmera. Hay un tratamiento, pero está lejos y es caro. Si me sale bien este negocio que te voy a comentar, me lo podría permitir. Si no…

La camarera dejó ante ellos el plato de morena, que sí que tenía pinta de estar bien bizcochadita. Después acudió a la mesa de al lado, donde los marroquíes habían terminado sus platos y pedían el café, siempre ignorándose mutuamente. El Rubio aprovechó para cambiar de tercio:

—¿Conseguiste el crédito?

El Palmera soltó un bufido.

—Qué va. Si lo hubiera conseguido, estaría ahora mismo en la calle Venegas, sirviendo menús… ¿Quién le va a dar un crédito a un parado de cincuenta y tantos años, sin propiedades ni aval?

—Así que la cosa no pinta bien.

—La cosa pinta de puta pena, Rubio. Dentro de cuatro meses se me acaba el paro. Me veo currando en el bingo, con Fermín.

El Rubio se crujió el cuello ruidosamente. Luego dijo:

—Eso no tiene por qué ser así.

Un chispazo cruzó por los ojos de Tito. El Rubio notó que era el momento para hablar de cifras:

—¿Cuánto te hace falta para lo de la cafetería?

—Cuarenta.

—Cuarenta —repitió el Rubio—. Este negocio te puede dar eso y, seguramente, más.

—Tú estás de coña.

El Rubio echó un vistazo en derredor, antes de inclinarse a su vez hacia Marichal, para poder hablar en voz moderada.

—Necesitas dinero. Eso ya lo sabemos. Ahora queda por saber si te importaría mucho cuál fuera el modo de conseguirlo. —Hizo una pausa, carraspeó para aclararse la garganta y fijó en sus ojos una mirada seria. Habló lentamente, como si las palabras fueran pesados bloques que acarreara uno a uno, edificando un muro que los separara a ambos del resto del mundo—. Mira, Tito, tengo que avisarte de una cosa: puedes decirme que sí o que no, pero piénsate bien si quieres que te lo cuente, porque te voy a hablar de algo delicado. Eso sí, te tomará poco tiempo y poco esfuerzo, y te va a dar mucha pasta. Pero, de verdad, piénsate si quieres enterarte, porque no podrás decir ni una palabra absolutamente a nadie.

Volvió a guardar silencio, se limpió la comisura de los labios y se echó hacia atrás en el asiento, esperando una respuesta por parte del Palmera, que seguía con los ojos asombrados; sabía que el pasado del Rubio era turbio como un potaje, pero también que era un tipo serio, de palabra, leal con su gente. Habían trabajado juntos un par de años en el Hespérides. Y alguna vez lo había visto en acción, poniendo fuera de circulación a un descuidero, a algún estafador, a alguien que se había salido de madre. En especial, recordaba una ocasión en la que dos sujetos descomunales habían comenzado a repartirse leña a las puertas del hotel. No eran clientes. Había sido una casualidad, un azar estúpido, dos guiris embrutecidos por el alcohol que se embroncan por cualquier gilipollez. Alguien había avisado al Rubio (en ese momento estaba en la cocina, cenando con él), quien, al salir, se los encontró golpeándose ante el coche de alquiler de un huésped. El Palmera se quedó parado en el vestíbulo, dispuesto a ayudar si era necesario pero sin saber exactamente qué hacer. El Rubio, mientras bajaba las escaleras, se quitó el reloj y se lo guardó en el bolsillo. Propinó una rápida patada en los gemelos de uno de ellos y, cuando el tipo perdió el equilibrio, desde atrás, le dio un golpe en la garganta. Mientras este caía, con un instantáneo ataque de asfixia, aprovechó la estupefacción del otro para lanzarle un gancho de izquierda en la barbilla, dejándolo sin sentido. Fin del pleito. El Rubio, teniéndolos en el suelo y fuera de combate, les podía haber dado una patada extra, un golpe que le hiciera soltar el cabreo por haber interrumpido su cena. Pero el Rubio no era cruel. Se limitó a mantenerlos vigilados el cuarto de hora que tardó en llegar la policía e incluso les proporcionó algunas servilletas de papel para que se limpiaran la sangre.

Del Rubio se decía que había sido mercenario, que había andado por Gibraltar, que había trabajado como guardaespaldas de narcos y pertenecido a bandas de atracadores. También se decía que era el hombre a quien había que acudir si se necesitaba una papela o una piedra de hachís o sexo por encargo. Todo rumores. Nada confirmado. Lo que el Palmera sabía era que el Rubio hablaba poco, sonreía mucho y se podía confiar en él.

Así era el Rubio: frío, eficaz, pragmático y duro como el corazón de banquero. Pero ahora el Rubio estaba ahí, frente a él, dispuesto, si él quería, a hablarle de algo de lo que él nunca podría hablar, de algo delicado. Y delicado solo podía significar ilegal.

Él tenía los cincuenta cumpliditos y le habían expulsado de la vida que había vivido durante años; quizá por su propia culpa, por ser, como Carmela había dicho, un viejo prematuro refugiado en los paseos por el Puerto, las partidas de ajedrez y los tangos que le arañaban las entrañas. Sopesó muy bien la advertencia. Trabajo rápido, fácil, mucha pasta. Por lo menos los cuarenta mil. Y posiblemente más. Pero él no había hecho nada ilegal desde su juventud, desde su época de robos de recetas para conseguir pirulas y juergas interminables, toda aquella espiral en la que entró en sus tiempos en Melilla y que hubiera acabado de puta pena si no hubiera aparecido Carmela para sacarlo de ese mundo de golferío y preámbulos a la cárcel.

En cualquier caso, no se le obligaba a decir que sí. Solo se le había advertido que iba a escuchar algo sobre lo que tendría que mantener discreción. El único compromiso, pues, era el silencio. El Rubio esperaba, masticando ahora un trozo de morena frita.

—Es verdad: valía la pena esperar, carajo. Está cojonuda —dijo con evidente fruición.

—Déjamelo claro: puedo decirte que no, ¿verdad?

—Ajá —asintió el Rubio.

—O sea, que no hay compromiso.

—Lo único a lo que estás obligado es a mantener la boquita cerrada. Eso sí, ante quien sea que venga a preguntarte. Que no vendrán. Pero, por si las moscas, quiero que quede bien claro.

Obviamente, ese «quien sea» se refería a la policía.

—Por lo demás —continuó el Rubio—, si no te conviene, basta con que me lo digas y se acabó el tema. No te voy a insistir. Hay otra gente con la que puedo contar. Pero prefiero hacerlo contigo.

—¿Por qué?

—Porque eres un amigo y creo que esto te vendrá bien. Pero, también, y sobre todo, porque eres un tío legal y sé que no me harás ninguna jugada extraña.

Se hizo una nueva pausa. El Rubio la rompió:

—Entiéndeme bien: yo no haría esto si no necesitara pasta urgentemente para lo de Estela. Y no te lo propondría si tú no la necesitaras para lo de tu negocio. Yo ya no soy un ruina. Estela me sacó de todo eso. Pero, visto el asunto, no tiene demasiados riesgos, no es complicado y podemos salir los dos del apuro.

Tito Marichal comió un trozo de morena. Era cierto: cojonuda. Después dio un trago a su copa y volvió a inclinarse hacia delante.

—Cuéntame.

El Rubio dio un suspirito y comenzó diciendo:

—Bueno, tengo un amigo que tiene un amigo que no se dedica a negocios muy limpios.

3

Cora paraba en unos pisos miserables que en algún lejano momento de la década de los setenta llegaron a ser considerados como apartamentos de veraneo por funcionarios, suboficiales chusqueros y contables jubilados. En el descansillo, que daba a un patio interior, agonizaban unos geranios en un macetero que un día debió de ser blanco.

Cora recibió al Rubio descalza y en shorts, con una camiseta blanca que le venía grande y que, quizá por eso, la rejuvenecía. Llevaba el pelo suelto y el rostro sin maquillar. Pero tenía cara de haber dormido bien y haber comido mejor. Así que de la vampiresa de la noche anterior no quedaba más que la mujer que había debajo; lo cual no suponía un desperdicio, sino, más bien, lo contrario.

El Rubio aceptó el té helado y el asiento que Cora le ofreció en el sofá de dos plazas situado entre la minúscula ventana y la mesita de plástico y cristal. En esta, junto al cenicero repleto, una taza había dejado una luna de café con leche con sospechas de miga de pan. El paraíso de toda cucaracha, pensó el Rubio mientras el rayo azul de su mirada se colaba en el dormitorio contiguo y enfocaba el borde de una cama deshecha, una maleta abierta de la que brotaban coloridas prendas indistinguibles.

—Iovana está aquí desde el año pasado, por lo visto. Me lo presta unos días, hasta que pueda pagarme algo —explicó Cora, abierta y amable, con una afabilidad en la que no dejaba de existir algo de timidez. Continuó hablando mientras tomaba asiento frente a él en una silla, juntando las rodillas y abrazándolas con la mariposa de sus dedos entrelazados—. Ella está de viaje. La verdad es que se ha portado muy bien. Me dejó la nevera llena.

—¿Adónde fue?

—Tánger.

El Rubio asintió. No le resultaba difícil suponer a qué había ido Iovana a Tánger.

—Vuelve el miércoles.

Tras decir esto, Cora frunció los labios y alzó las cejas. Al Rubio no le costó mucho captar el mensaje, teniendo en cuenta las dimensiones del apartamento. Allí no cabían dos mujeres. Y, mucho menos, dos mujeres como Iovana y Cora.

—¿Tienes algún motivo especial para estar aquí?

—¿En casa de Iovana?

—En el sur.

—No. Me da igual el sur, el norte, Tenerife o Isla de Lobos, con tal de estar lejos de la Península.

El Rubio guardó silencio unos instantes. Observó sin reparo las piernas de Cora, le adivinó los senos niños y libres tras el algodón de la camiseta. Todavía tenía todos los revolcones del mundo. Y parecía continuar siendo una mujer con cabeza, que era lo más importante en aquel asunto.

—Se está organizando algo.

—¿Algo?

—Un palo. Importante.

—¿Importante como qué?

—Importante como para tener la vida resuelta una temporada.

Cora, por hacer algo, encendió un cigarrillo. Después preguntó:

—¿Sin sangre?

—Sin sangre. Una cosa fina.

Ella miró por la ventana, al mísero trozo de cielo que su ángulo de visión le descubría más allá de los edificios de enfrente. Se mordió el labio inferior y volvió a clavarle la mirada al Rubio.

—¿Con quién?

—La cosa la está organizando un contacto mío. Pero para ti, como si fuera yo.

—¿Cuántos vamos a ser?

—Contigo, tres.

—¿Y cómo va a ser la cosa?

El Rubio sonrió con sarcasmo, con suspicacia. Su expresión decía exactamente: «¿Crees que soy tan melón como para contártelo?». Sus labios, en cambio, dijeron:

—Por ahora te basta con saber que pinta muy bien, que no va a haber sangre y que hay una buena pasta.

—¿A qué llamas buena pasta?

—A pasarte una temporada sin dar un palo al agua. Una temporada muy larga. O puede que más, si te administras bien o inviertes en algo con cabecita.

Dicho esto, el Rubio guardó silencio, esperando la respuesta de Cora. Ella se limitó a mirar de nuevo por la ventana. Andaría sopesando riesgos, oportunidades, posibles contratiempos. En algún momento, el Rubio se cansó de esperar, se bebió de un trago lo que quedaba de té, ya tibio, y se puso en pie.

—Bueno, Cora, ¿qué va a ser?

—¿Sin sangre?

—Sin sangre.

4

Mancharse las manos. Mancharse las manos una sola vez.

No es que sus manos hayan estado siempre limpias. En la época de Regulares no frecuentó buenas compañías. Hubo algunos negocios sucios, algunos trapicheos de poca monta con bultains, mililips, o maximabatos, y un asalto a una farmacia de guardia. Hubo también alguna trifulca e incluso llegó a ponerle las pilas a uno que estaba a punto de irse de la lengua. De todo aquello lo salvó Carmela. Haber conocido a Carmela. Haberse vuelto loco por ella casi desde el primer momento. Carmela, con sus estudios de Secretariado Comercial, sus actitudes serenas y serias, sus silencios inteligentes, sus tardes de cine de barrio y sus toques de queda a las nueve. Seguramente, Carmela (y todo lo que vino después: la familia, la niña, el oficio de la hostelería en el que fue ascendiendo poco a poco) fue lo mejor que le había pasado en la vida.

Pero ahora ya no había Carmela ni esperanza de que volviera a haberla. Carmela, en sus últimos encuentros, se había comportado con la camaradería reservada y neutra de una vieja amiga. La última vez había sido unos días atrás, en la celebración del cumpleaños del mayor de sus nietos. En algún momento, mientras ponían las velas a la tarta en la cocina, ella había aprovechado que los demás andaban entretenidos en el comedor y le había preguntado cómo le iba. Él estuvo a punto de decirle que de puta pena, que todo aquello le parecía una gilipollez, que la seguía queriendo y que haría lo que fuera por tener otra oportunidad. Pero en sus ojos leyó que resultaría inútil, así que se limitó a contestar que bien, que echando días para atrás, y a devolverle la pregunta. Entonces Carmela contestó:

—No me puedo quejar, Tito. No te diré que a veces no te echo de menos, pero me estoy descubriendo. En estos días me he dado cuenta de que llevaba años sin estar sola conmigo misma. Me he pasado todo este tiempo entre el trabajo, la casa y tú. Ahora estoy sola por primera vez. Y me gusta.

Así que a Carmela le gustaba estar sola. Y, después del primer dolor, de las primeras esperanzas, de los primeros yaselepasará, Tito había descubierto que los caminos que le quedaban solo conducían hacia delante. Ahora, con la proposición del Rubio, se le abría una posibilidad de pisar terreno firme tras conseguir el dinero necesario para cumplir su pequeño sueño de coger la cafetería. Pero primero tenía que cruzar un pantano. Y nadie cruza un pantano sin mancharse. Aparte de eso, si el Rubio no le mentía (y ese no era su estilo), el dinero no iban a quitárselo a un honrado padre de familia, precisamente. Y quien roba a un ladrón…

Tito le había dado veinticuatro horas. Eso había sido ayer, a las dos y media de la tarde. Ahora eran las doce.

Decidió no agotar el plazo.

5

Ese viernes, Júnior no se concentra realmente en lo que le cuenta su hija. Sí, sabe que ha dicho algo sobre un examen que «salió más o menos» (él mismo preguntó), que hace un rato expresó su deseo de ir al sur con unas amigas, aunque su madre ha puesto como condición que él dé su permiso (que, él lo sabe bien, acabará dándole a regañadientes), y que ahora comenta algo acerca de una romería. En realidad piensa en la conversación que tuvo hace un rato con el Rubio, en el plan del Rubio (el único posible, asegura él, que es quien sabe de esas cosas), en la gente que propone para llevarlo a cabo (Cora y ese tal Tito Marichal, el Palmera). Pero, sobre todo, piensa en el reparto. Había contado con algunos gastos y con compartir la merienda con el Rubio. Lo que no había previsto era que se trajera a merendar a los otros dos. Se lo dio a entender, pero el Rubio fue tajante: la única forma. Y la única quiere decir que solo hay una. Así que no le quedó otra que transigir. Sin embargo, no acaba de hacerle gracia, no solo porque son muchas bocas que alimentar, sino muchas que mantener selladas. Una vez escuchó a alguien decir que tres pueden guardar un secreto, si dos de ellos están muertos.

Del Rubio se fía. Es un tipo legal. Pero no conoce al tal Marichal, por muy amigo y muy de ley y muy palmera que sea.

A Cora sí la conoce, y, aunque es del oficio, siempre ha sido una tía elegante. Eso sí, del oficio sigue siendo, y sabe más que los ratones colorados.

Por el momento, se ha conformado con exigir al Rubio que los otros no sepan quién es él y con que lo mantenga informado de todos los detalles. También hubiera podido echarse atrás. Pero quién le garantiza a él que el Rubio, ya puestos al asunto, no da el palo igualmente con aquellos dos, dejándolo, encima, sin su parte.

—¿Entonces qué? —le insta su hija.

Júnior aterriza de pronto.

—¿Qué de qué?

Valeria se echa a reír.

—No me haces maldito caso…

—Sí te hago caso, pero estoy preocupado con una cosa del trabajo. A ver, me preguntabas por la romería esa…

—Sí. Mamá está con lo mismo: con lo de que a ver qué te parece a ti.

—Pues a mí me parece que quedan por delante suficientes romerías que no te cogen en exámenes.

—Pero, pá… Si me queda solo uno.

—Y me parece también que no puede ser apartamento en el sur y romería y todo lo que se te antoje al mismo tiempo.

—Pá, pero si voy a aprobar seguro…

—Con eso no me basta…

—¿Cómo que no te basta?

—Vamos a ver si llegamos a un acuerdo. El trato es este: yo te dejo ir a la romería, pero no me basta con que apruebes. Me tienes que sacar, por lo menos, un ocho.

—¿Un ocho?

—Un ocho. Por lo menos —recalca—. Y si sacas menos, no hay apartamento en el sur. ¿Te parece bien el acuerdo?

Valeria frunce el ceño, calculando sus probabilidades. Se da cuenta de que la apuesta, de pronto, se ha vuelto, si no más alta, mucho más arriesgada; de que se ha metido ella solita en la boca del lobo. Mientras espera una respuesta de su hija, Júnior piensa exactamente lo mismo acerca del negocio que se trae con el Rubio. Valeria, al menos, todavía puede renunciar a la romería, dar marcha atrás. Él ya no cuenta con esa posibilidad.