Viejos hábitos

1

Cora no se conoce. Hace tiempo que sabe bien poco de sí. Por supuesto, conoce su cuerpo, ese cuerpo disciplinado que todavía les mueve el piso a los tíos. Y conoce su voz, que sigue pronunciando las palabras adecuadas. Pero hace mucho que vive con el piloto automático puesto, sin hablar consigo misma, sin preguntarse qué le gusta y qué no, qué podría ilusionarla aún, qué espera y qué no espera de la vida.

Sabe, eso sí, lo que pudo haber esperado, de haberse quedado aquí. A estas alturas, andaría de madame con una casa bien montada o, mejor, habría establecido una agencia, de esas que trabajan solo hoteles y domicilios, con página web y books de las chicas. La otra solución son grasientas cocinas, baños ajenos, escaleras que limpiar.

Poco más sabe hacer. Hubo un tiempo en el que pudo haber tomado otro camino. Pero confiaba en su cuerpo, en su belleza, en los cuentos de hadas que hablaban de princesas desposadas por príncipes, madres de futuros reyes. Se creyó esos cuentos y no se preocupó de nada que no fuera ser una mujer hermosa. Y así fue tomando la senda que la llevó a los concursos de misses, a las falsas agencias de modelos, a las interminables noches de la cocaína y las chapas apresuradamente practicadas a tipos vestidos de etiqueta en los baños de lujosos apartamentos del país del pelotazo. Paulatina, inevitablemente, la senda se fue estrechando y se convirtió en un caminito de tierra. Y los príncipes nunca transitan por caminos de tierra. Así que cuando apareció Fernando, con sus ademanes protectores, su encoñamiento de madurez y sus regalos caros, Cora se dijo que ya era tarde para esperar príncipes y que bien podía contentarse con un armador.

En aquel momento le pareció buena idea: retirarse del negocio, vivir con un tipo honrado que no la trataba mal y, además, tenía posibles. Aunque, visto lo visto, Fernando no era tan honrado ni la trataba tan bien, y los posibles se habían quedado, más que en posibles, en presuntos.

La madre que lo parió, al Fernando de las narices, se dice Cora mientras se depila las cejas ante el espejo del cuarto de baño de Iovana. Al final resultó no ser más que un puto traficante. No obstante, qué te ibas a esperar, bobona. Qué ibas a esperar de la vida sino precisamente eso: una nueva faena, una decepción más. Y aquí estás ahora: vuelta a arrastrar en una maleta las cuatro cosas que aún conservas; vuelta al maquillaje y la ropa provocativa; vuelta a salir por ahí como una gata, a buscar ratoncitos que te maten el hambre unos cuantos días y que, a poder ser, no te revuelvan demasiado el estómago.

Fue la misma Iovana quien le habló de la fiesta, antes de salir de viaje. Una fiesta de las pijísimas. Se jubila un directivo o presidente o no sé qué cuantitos de una gran empresa. Son doscientos invitados, por lo menos. Alguno habrá que haya ido solo. Alguno habrá que valga la pena como cliente. El propio homenajeado ha sido alguna vez cliente de la Iovana. Pero Cora no tendrá tanta suerte de hacerse ese braguetazo. Todo lo más, un directivo de alguna otra empresa, un ejecutivo de segunda, un pelotilla que se quiera dar aires con una tal por cual de a ciento cincuenta el servicio. Se conforma con cualquiera que le mate el hambre unos días y le pase la pasta suficiente para poder pagarse un anuncio en la sección de contactos. Son las cosas de volver a entrar en el mercado. Hay que entrar bien. Nada de esquinas. Nada de pedir hueco en ninguna casa. Ahí ya hay carne fresca, joven, inmigrante y barata. Su estilo es otro. Y aunque la competencia sea mucha, siempre hay señores que sepan valorarla a una. Que no todo es tener un cuerpo de ninfa. También hay que saber qué hacer con él.

2

No son más que dos amigos comiendo pizza al fondo de una de las terrazas del centro comercial, justo desde donde puede dominarse la dársena militar y el muelle, en el que destaca un gran trasatlántico de esos cuya recalada ocupa las portadas de la prensa local si no hay noticia mejor. A ellos no les interesa el buque kilométrico ni el paisaje. Hablan del asunto que se traen entre manos. Júnior escucha, haciendo alguna pregunta de vez en cuando. El Rubio, por su parte, informa rápida, eficientemente. No ha resultado difícil pisarle los talones a Larry. Un hortera con un Porsche Carrera en Las Palmas llama la atención como un bisonte en un gallinero.

—Se pasó toda la mañana en el despacho. Luego comió en un restaurante fino de los de Vegueta.

—¿Solo?

—No. Con un tipo. Debía de ser un cliente. Tomaron el licor en una terraza de la calle Mendizábal. Volvió al despacho un par de horas más y luego, a las seis, se fue a casa. Sobre las diez se reunió con cuatro o cinco pijos más y comieron en uno de esos garitos de los de alta cocina que han abierto en el Muelle Deportivo. Después se metieron en la terraza nueva que hay en el Parque Romano.

—¿Entraste?

—No. Esperé enfrente. Interminable la espera, por cierto. Hacía un viento de mil pares de cojones. Salió de allí a las tres, con una hembra despampanante. La montó en el Carrera, se la llevó a casa y allí se lo habrá montado ella a él hasta por la mañana, supongo. O viceversa.

—¿Ningún viaje al banco por la mañana?

—No que yo sepa.

—¿Y movimientos extraños? ¿No hizo ninguna visita a ninguna empresa, o algo así?

—Nada.

—Bueno, ¿y cómo lo ves?

El Rubio se para a pensar un momento. Mira más allá de Júnior, a la pareja que observa la partida del trasatlántico. Ella (una rubia de veintitantos con minifalda y piernas de diosa) saca un móvil de gama alta, se levanta, camina dos pasos hacia la barandilla y se lía a sacar fotos del barco. Él, con chupa de motero y gafas de sol innecesarias, continúa impertérrito, contemplando el panorama, ahora enriquecido por el cuerpazo de su acompañante.

—Pues no sé —dice al fin—. La casa tiene una alarma de seguridad de las conectadas a centralita. Por ese lado, la cosa está jodida. Se le puede intentar trincar cuando ande por ahí de marcha. Un aparcamiento poco concurrido o un sitio discreto en el que pare para hacerse una raya. Se le dan cuatro hostias y se le lleva a casita.

—Demasiados riesgos.

La chica rubia continúa sacando fotos. Ahora con una sola mano, porque se ve obligada a usar la otra para agarrarse la falda, con la cual el viento se empeña en juguetear. El Rubio chasquea la lengua.

—Pues entonces, solo se puede hacer un Caballo de Troya.

—¿Cómo?

—Con alguien que trabaje desde dentro —aclaró el Rubio.

—Conmigo no puedes contar. La clave del asunto es que no sospeche que yo estoy en el ajo. Si no, se jodió todo.

—Pues sin nadie dentro, no hay manera.

Júnior lo mira contrariado.

—Haz un esfuercito, Rubio. Hay mucha pasta.

—¿Y qué, si hay mucha pasta? Si no se puede, no se puede. Y, además, tú dices que hay mucha pasta, pero no estás seguro de cuánta. Ahora mismo, el tipo podría estarla sacando de casa y ni tú ni yo nos estaríamos enterando de nada. Es un disparo a ciegas.

—Yo conozco los plazos, Rubio. Tenemos una semana. No: diez días. Tenemos diez días, por lo menos.

El Rubio mira la falda de la chica, de un color indefinido entre el azul eléctrico y el violeta. Da un bufido.

—Ya se me ocurrirá algo. Dame un día o dos.

3

El Rubio se despide de Júnior en el parking subterráneo del centro comercial. Ante la insistencia de Júnior, le repite que pensará en el asunto y lo volverá a llamar. Ahora tiene que irse. Hoy hay fiestón de alto copete en el hotel. La jubilación de un alto directivo de vete a saber qué empresa. Aún no son las tres de la tarde, pero quiere pasar por El Burrero para ducharse y ponerse elegante. Si puede, echará una siesta. El caso es estar allí antes de las siete de la tarde, para organizar a su gente. Podría llegar un poco más tarde, pero prefiere ir con tiempo, no encontrarse sorpresas, prever cualquier contratiempo.

Horario no hay. Eso es lo que tiene de bueno ser el jefe. Y de malo. A veces la jornada tiene cinco horas. A veces, doce. Pero hay que estar siempre pendiente, sobre todo cuando vienen los árabes, las estrellitas o algún político. Encima, esos suelen traerse a su propio equipo, con lo cual hay que bregar con los «profesionales» de los cojones, que, en lugar de facilitarte el trabajo, te lo complican.

Otra cosa son las fiestas como la de hoy o las convenciones. Ahí, más que nada, se trata de vigilar que nadie se desmande o que no se arme una marimorena. Recuerda una boda en la que se montó una tangana descomunal a partir de una discusión entre los consuegros.

Pero, por lo demás, es un trabajo tranquilo. Normalmente, solo hay que estar atento a los listillos que rellenan las botellas del minibar, las putas que no saben ser discretas y las parejitas de media ración que intentan colarse en las piscinas o el spa.

En ocasiones hay algún trabajo extra: conseguir una escort o un chapero, un par de gramos de polvo o todo eso a la vez para algún VIP que sepa callar y pueda pagárselo. En esos trapicheos suele resultarle muy útil su contacto con el Júnior.

Estela lo espera sentada en el patio delantero, tomando un descafeinado, con la caja de pastillas sobre la mesa. Es un patio de unos tres metros cuadrados, una entrada que fue pensada por el constructor para ubicar un pequeño jardín, pero que el anterior dueño de la casa pavimentó con gres de color amarillo. Con todo, Estela se las arregló en su momento para hacer de ese rincón algo agradable. En ello la ayudaron maceteros con geranios, helechos y rosales, un tronco del Brasil y varias flores de mundo rodeando una mesita, dos sillas de plástico y una sombrilla que se abre en los días de calor. Estela almorzó con Fátima, que la acompañó hasta allí para que tomara «su rayito de sol», como suele decir. Ahora Fátima está dentro, fregando los platos (trabajo que no se le paga, pero que ella hace por cariño, por costumbre, porque «ustedes ya tienen bastante con lo suyo»). Y Estela, en bata, toma el aire, esperando a que el Rubio vuelva de esa comida a la que ha ido.

El Rubio no entra en la casa. Le da un beso y se sienta frente a ella. Permanecen ahí, en silencio, en paz, mirando hacia la nada. Se escucha el mar, algo picado, contra los callaos de la playa, justo al final de la calle. Los hijos de los vecinos pasan en esa dirección, con toallas y flotadores. Ya empezó el verano. Por lo demás, hay un silencio absoluto en esa hora mansurrona de la siesta.

—¿Qué tal el día? —pregunta él.

Ella le clava sus ojos verdes y sonríe. El Rubio recuerda que fue por esos ojos por lo que sentó la cabeza y dejó de dar palos y de hacer de matón a tiempo parcial y de regentar prostíbulos y de hacer viajes a Europa del Este para buscar chicas lo suficientemente incautas para dejarse esclavizar; que, por esos ojos, no volvió a Gibraltar en la última ocasión y saldó cuentas con el Yuyo y se quedó aquí, en este cachito de Europa tirado en el charco, en estas siete colillas apagadas en el cenicero de los mares, tal y como escuchó describirlas una vez en una canción. Y ahora piensa que es por esos ojos por lo que va a volver a la mala vida. Pero una vez. Esta vez será solo una vez. Se lo dice a sí mismo así, obviando el pleonasmo: esta vez será solo esta vez.

Lo piensa mientras ella contesta que bien, que como siempre, que pudo leer un poco y luego Fátima la llevó abajo y le estuvo contando cosas de su tierra, hay que ver la de historias que cuenta esa mujer. El Rubio se imagina la escena de la que ha sido testigo ya tantas veces: Estela en el sofá y Fátima frente a ella, preparándole una inyección o doblando ropa de cama mientras le cuenta anécdotas graciosas sobre alguno de sus cientos de primos o cosas sobre su media docena de hijos, con ese acento ecuatoriano y su media voz, que sabe adoptar los tonos teatrales necesarios para adobar los cuentos. Quizá exagera, omite o miente, pero a quién le importa. Lo importante es que Estela se ría, que se olvide de la enfermedad. «La risa hace mucho, Estelita», suele decir la enfermera tras alguna explosión compartida de carcajadas.

—Ay, Carlos, tienes que decirle que te cuente lo del tío Genaro.

El Rubio asiente. Estela es la única persona que le hace sentir distinto cuando lo llama por su nombre. Cuando ella lo pronuncia, él siente que no es el mismo, que es otro, distinto, limpio, mejor.

—¿A qué hora tienes que estar hoy en el trabajo?

El Rubio se estira en el asiento.

—Me gustaría estar sobre las siete.

Estela mira su reloj.

—Nos da tiempo de acostarnos un rato.

El Rubio mira a la taza, ya vacía.

—Estás cansada…

—No mucho, pero me apetece tumbarme un poco contigo —responde ella, tendiéndole la mano a lo largo de la mesa.

4

Es fácil imaginarla: tiene treinta y muchos, quizá cuarenta. Se le sospechan en las comisuras de los párpados, ocultos tras la piel tersa y la cintura veinteañera. Va en traje de noche. No una de esas horteradas con lentejuelas, sino un vestido de una pieza cuya falda ciñe unas caderas duras y que cuando ella se mueve (puede hacerlo sin dificultad, la falda es ancha) muestra un sí es no es de dos piernas blanquísimas y perfectas. También enseña unos hombros rectos y delgados y una espalda suave con lunares negros distribuidos con proporcionalidad marxista. El escote llega hasta las lumbares. Por delante, en cambio, el traje muestra lo justo (la pálida carne sobre la que luce una sencilla cadenita de oro, de la cual pende un pequeño camafeo azul), pero ciñe lo suficiente para que se haga indudable la dureza de dos pechos pequeños y duros. El traje es de color negro. O gris marengo. A quién coño le importa. Lo importante es ese cuello que el moño francés permite ver. El sedoso cabello negro que deja escapar algún mechón sobre la nuca. Los negros ojos almendrados. El rostro anguloso de nariz respingona y barbilla mínima. La boca de labios carnosos que invitan al mordisco. Esa boca enarbola una media sonrisa que demuestra más seguridad que cordialidad.

Da algún paso de baile cuando cruza la pista entre el gentío. Ningún inoportuno la molesta (es una fiesta elegante y casi nadie ha venido solo), pero más de uno pierde el ritmo cuando ella se abre camino entre quienes bailan el «No hay cama pa’ tanta gente» que la orquesta interpreta con eficiencia carente de gracia. Viene hacia el bar, donde impolutos camareros despachan bebidas caras a señores que han dejado a sus mujeres en las mesas del otro lado de la pista. Dos de ellos sostienen una conversación sobre negocios y no dejan de hablar, aunque sus miradas se le clavan a la mujer en el cuerpo cuando pasa junto a ellos. Ahora se hace un hueco en la barra, pensando unos instantes ante un barman que está dispuesto a concederle todo el tiempo del mundo con tal de continuar disfrutando de cerca de esos ojos y esa boca, el colgante azul, la pálida piel del cuello. Pero ella no tarda demasiado en pedir un daiquiri. No es la atención del camarero la que le interesa.

Prueba el cóctel con la punta de los labios convertidos por un instante en un piquito de alondra y se queda mirando alternativamente al techo y a uno de los hombres de negocios (el que está de cara hacia ella), al tiempo que juguetea con su colgante.

El Rubio, desde el rincón en el que procura que su presencia no provoque curiosidades, la vio hace ya rato e identificó sus andares, la frialdad oculta en el fondo de sus ojos risueños, los afeites del camelo en la media sonrisa disciplinada. Hasta ahora, la ha dejado hacer, para ver en qué dirección se mueve. Pero ya el hombre de negocios murmura algo con su amigo y le dirige miradas que buscan el intercambio. Apostado en su rincón, calcula que el hombre no tardará en convidarla a algo, en acercarse a ella, quien, está claro, no espera otra cosa. Si el Rubio da tiempo a que el tipo le entre, es posible que intente hacerse el héroe, que diga aquello de «Ya ha oído a la señorita», y que las cosas se pongan peor. Así que decide intervenir antes de que el acercamiento del incauto (todo hombre es un incauto ante mujeres como esa) lo complique todo.

Con andares tranquilos, se interpone entre ella y los dos hombres. A ellos les muestra su espalda descomunal embutida en el esmoquin. A ella, una sonrisa profesional. Apoya el codo izquierdo en la barra y posa su mano derecha sobre el brazo moreno y fino, de una piel cuya suavidad le hace lamentar fugazmente hacer lo que se dispone a hacer.

La mujer, en unos pocos segundos, mira la mano enorme del Rubio, alza la cabeza para mirarle al rostro, lo reconoce y gira la cabeza en la dirección opuesta antes de soltar un soplido de disgusto.

—No sabía que dejaban entrar animales —dice.

—Es el Día de la Mascota —responde el Rubio—. ¿No te trajiste al hámster?

Ella se vuelve para desafiarlo:

—Claro que sí. De hecho, lo llevo encima. ¿A que no sabes dónde?

El Rubio se aparta un poco para observar el traje, que se ciñe perfectamente a cada centímetro de su piel desde las caderas hasta el colgante. Por último, dedica un segundo a registrar con la mirada la minúscula carterita que pende de su hombro con una cadena de falso oro. Ahí no cabe un hámster, así que el roedor debe de estar en otro lado.

—¿Cómo entraste, reina?

—Por la puerta.

—Venga, ya cubriste el cupo de chistes malos, Cora. ¿Cómo coño te colaste aquí?

—Parece que les caí bien a los porteros.

El Rubio piensa en los dos orangutanes que ha apostado esa noche a la puerta del Salón Dorado. Son nuevos, jóvenes y torpones. No le extraña que no hayan reconocido lo que había tras ese meneo de culo: poco cerebro y demasiada testosterona. Cuando ella esté fuera, tendrá unas palabras con aquellos dos.

—Bueno, Cora, acábate el daiquiri, que nos vamos.

Cora mira lo que le queda en la copa y calcula que serán solo dos sorbos. La orquesta acaba de atacar el «Guantanamera» y ella intenta negociar:

—No me jodas, Rubio. ¿A ti qué más te da? Tú sabes que yo soy elegante para mis cosas. Aquí en el hotel no va a pasar nada.

—Claro que no va a pasar nada; porque te vas.

—¿Y si no quiero?

La mano del Rubio vuelve a tocar la piel del brazo, pero ahora no se posa sobre él, sino que lo aferra con un índice y un pulgar tensos como mordedura de alicate. El Rubio no pierde la sonrisa, pero mastica con rabia las palabras que le suelta al oído.

—Mira, Cora, no me montes numeritos. Vámonos de aquí y puede que hasta te invite a una copa en el bar de la terraza. Pero a esta fiesta no estás invitada. —Una de cal y otra de arena, el Rubio afloja un poco la presión de su tenaza y señala la copa con los ojos—. Venga, no lo compliques: échate eso y vente conmigo.

Cora ha calculado mal. Basta un solo trago. Juntos (ella delante, él detrás, acelerándole el paso, indicándole el camino) atraviesan una puerta de servicio y pasan por las cocinas del Salón Dorado, un almacén, un pasillo iluminado por fluorescentes, una nueva cocina y un pequeño office con suelo de goma y pared leprosa de humedad. De ahí salen al snack bar que ocupa la esquina derecha de la fachada del hotel. La terraza está concurrida, pero todavía quedan algunas mesas libres. El Rubio le indica la más apartada y toman asiento el uno frente al otro. El camarero no tarda en venir y, tras saludarlos a los dos, se pone a las órdenes del Rubio, que pide un daiquiri para la señora y un café con hielo para él.

Sabe que a Cora le ha dolido que la llame señora y no señorita, pero así son las cosas, qué se le va a hacer. Para él también ha pasado el tiempo y, probablemente, se ha ensañado más que con ella. El esmoquin no consigue disimular del todo la barriga, ni la barba bien recortada la flacidez del mentón. Los rizos dorados que le valieron el mal nombre continúan ahí, pero no parecen tan firmes ni tan sanos y ya han comenzado a desaparecer en la zona de la coronilla. Lo que continúa igual son los ojos de acero del Rubio, la nariz prominente y recta, las cejas dibujadas a tiralíneas.

La noche es cálida. Una de esas noches de julio en el sur de Gran Canaria. Pero el Rubio nota la carne de gallina en los brazos de Cora y le pregunta si quiere su chaqueta, si prefiere que entren en el bar. Ella se limita a negar con la cabeza. Sabe que todo aquello que ha sucedido después de que salieran del Salón Dorado es un regalo; que es un gesto de cortesía, de camaradería, por los viejos tiempos; sabe que lo normal hubiera sido que la sacaran de allí a empujones, y que sería lo justo, porque nadie está obligado a ser cortés con las putas. Sin embargo, también sabe que solo el Rubio hubiera sido capaz de identificarla, de adivinar que andaba por allí de cacería. El Rubio y su olfato de siempre.

—Creí que te habías retirado —dice el Rubio agitando el café on the rock’s para que el hielo se derrita—. ¿Qué fue de lo tuyo con el gallego aquel… cómo se llamaba…?

—¿Con Fernando?

—Sí, ese: Fernando. Yo te hacía en el godo, casada y con hijos…

—Me salió rana, Carlos. Yo pensaba que era armador y al final resultó que no era más que un narco de los baratos. La última vez que lo vi, se lo llevaban los picoletos. Y si llego un poco antes, me busca la ruina a mí también.

—¿Y qué hiciste?

—Lo que hubieras hecho tú —responde Cora encogiéndose de hombros—. Reuní toda la pasta que pude, me bajé a Madrid y me hice humo. La pasta duró un tiempo. Pero no hay nada eterno, ¿no?

—¿Cuánto hace que volviste?

—Un mes. Puede que algo más. Estuve en casa de mi madre hasta hace un par de días. Me bajé para acá, a ver si hacía algo de caja. Ya ves: después de tanto lío… —Cora decide que llega la hora de la reciprocidad—. ¿Y tú? ¿Cómo has terminado aquí?

—Bueno, más o menos lo mismo —mintió el Rubio—. Lo de Gibraltar se fue a la mierda hace unos años. Yo también escapé por los pelos. Me vine para acá y empecé a trabajar en seguridad privada.

—El zorro cuidando a las gallinas.

—No te creas: me he portado como un caballero. Empecé desde abajo, de segurita. Luego, una vez me metí en el ramo, fui escalando. Estuve en el hotel Hespérides y, cuando cerró, me ofrecieron esto.

Cora mira a su alrededor, a la terraza y a la entrada principal. Después alza la vista hacia el imponente edificio del hotel Marqués. Finalmente, da el primer sorbo a su copa y comenta:

—No parece que la vida te haya tratado mal.

—He tenido temporadas peores.

—Pues yo ando jodida, Rubio.

—Ya lo supongo, si volviste al negocio.

—Yo pensé que me habían retirado y, mira tú…

Se hace un silencio y miran de reojo a la pareja de la mesa contigua, que acaba de levantarse y pasa junto a ellos hacia el interior. Ella intenta parecer afable y cercana. Él camina como si le hubieran metido un micrófono en el culo. Pero el Rubio y Cora han vivido lo suficiente para saber qué número calzan. Entre los dos, llevarán una Visa de débito restringido que comparten, unos sesenta euros en bisutería y ropa y apenas cien en metálico. Ricachones de garrafa: quieren aparentar o han sido invitados a la fiesta del Salón Dorado por el jefe de él. O de ella.

La manaza del Rubio, que ha quedado todo ese rato sobre el borde de la mesa, hace tamborilear los dedos contra la tabla tres, cuatro veces. El Rubio mira hacia algún lugar que está más allá de Cora y frunce el ceño un instante. Parece habérsele ocurrido algo, porque, metiéndose la mano en la chaqueta, pregunta:

—¿Dónde paras?

—En casa de la Iovana. ¿Conoces a Iovana?

El Rubio conoce a Iovana. La conoce tan bien que sabe que ahora, como siempre, andará sobreviviendo en algún cuchitril. La mano ha materializado una cartera, de la cual el Rubio extrae una tarjeta de visita, porque también conoce a Cora y sabe que es seria, discreta, profesional.

—Llámame mañana al móvil. A lo mejor hay algo para ti.

—¿Algo como qué?

—Llámame mañana y te explico. Si te interesa bien. Si no, tan amigos. Pero siempre será mejor que esto, digo yo.

Cora aún está leyendo la tarjeta cuando su visión periférica capta más movimiento de manos y cartera. Ahora el Rubio le entrega, discretamente, dos billetes.

—¿Tendrás con esto para escapar?

Ella casi nota una sensación de alivio mientras asiente.

—Eres un amigo, Rubio.

—Por lo que fue. Tú harías lo mismo por mí, supongo. Pero, hazme un favor, no te dejes ver por este corral. ¿De acuerdo?

No pide que se lo prometa. Ellos no son gente de pedir, hacer o cumplir promesas.

—De acuerdo.

El Rubio se pone en pie sin más. Cora lo imita.

—Tengo que volver a la fiesta. Cuídate, Cora. Y no dejes de llamarme. Puede que haya pasta.

—Lo haré, Rubio. Mañana mismo.

Cora le da un beso en la mejilla y él nota por primera vez su olor a moras. La observa alejarse con sus andares de reina salvaje en dirección a la parada de taxis. Algún chófer se llevará una alegría esta noche.