Confecciones Mendoza e Hijo

1

«CONFECCIONES MENDOZA E HIJO».

Los caracteres del rótulo son casi tan casposos como la denominación, pero no tanto como el propio negocio, consistente en un almacén con minúscula oficina y cuarto de aseo, dos escaparates, un mostrador, tres cubículos con cortinas que sirven de probadores y noventa metros cuadrados de exposición de prendas de vestir que ya habían pasado de moda hace veinte años. El comercio está situado en la larga cuesta de la calle Pedro Infinito, la espina dorsal de Schamann, uno de los barrios construidos sobre las deslomadas que dominan la ciudad y que el franquismo eligió hace sesenta años para desterrar a las clases populares que estorbaban en las zonas más céntricas de la ciudad, confiriéndoles la eufemística pero exacta denominación de Ciudad Alta.

Confecciones Mendoza e Hijo (como la calle Pedro Infinito en general) fue un establecimiento comercial de prestigio entre los habitantes de esa Ciudad Alta. Eso ocurrió antes de que los centros comerciales aplastaran a todos aquellos medianos y pequeños empresarios que no se dieron prisa suficiente en arrendar franquicias de empresas foráneas, ocupando locales en alguno de los monstruos de cemento y metal que rodean la ciudad como si quisieran redoblar su aislamiento.

Ahora la tienda es un vestigio del pasado. A veces entra alguna clienta fiel (solo las clientas fieles continúan ya acudiendo a Mendoza e Hijo), deja que Pilar le muestre lo que ella denomina «novedades» e incluso adquiere alguna prenda para uso personal o para hacer un detallito a nietos, sobrinos, cuñados, sobrinos nietos o cualquier otro familiar político o consanguíneo el cual acabará escupiéndole secretamente en el nombre.

Pilar, como el letrero, el mobiliario y gran parte del stock, es una herencia de los tiempos de don Fulgencio Mendoza, para quien comenzó a trabajar a los veinticinco y, como el stock, el mobiliario y el letrero, ha continuado trabajando allí, tan fiel a Mendoza e Hijo como la parca congregación de clientas.

Ahora va para los sesenta, pesa el doble que entonces, viste discretos conjuntitos de chaqueta y falda que le confieren un aire de neutra seriedad y su melena castaña se ha convertido en un casquete redondo de resecos cabellos color vino. Pilar se ha adaptado a la TDT, al euro y al ordenador, pero le cuesta llamar Júnior a su jefe, en lugar de don Fulgencio, que es como llamó siempre a su padre, quengloriaesté.

Se pregunta cómo puede seguir a flote el negocio; cómo puede ser que la empresa sobreviva a la que está cayendo sin dejar de pagar ni una factura; cómo puede ser que, con cajas que a veces no llegan ni a los cien euros, ella cobre puntualmente su mensualidad y sus pagas.

No lo dice, por supuesto, pero sospecha que Júnior (don Fulgencio Hijo) tiene otros negocios, negocios que a don Fulgencio Padre, quengloriaesté, lo volverían a llevar a la tumba si alguna vez le diera por levantar la cabeza.

Esos deben de ser los negocios que le hacen mantenerse encerrado en la oficina las pocas horas que pasa en Confecciones Mendoza e Hijo; los que hacen que responda con cordial indolencia, con diplomático desinterés a cualquier duda o petición relacionada con la empresa; los que provocan las visitas de esos amigos tan raros que de vez en cuando vienen a verlo y se reúnen con él allí, en su oficina, durante un rato, para después salir y, tal y como hicieron al llegar, saludar con una educación a la que se nota que no están acostumbrados, antes de arrojarse al tráfico de Pedro Infinito y perderse tal y como han venido.

Ahora mismo, por ejemplo, mientras Pilar atiende a la señora que busca fajas, ha dado los buenos días ese hombre horrible de la cara de caballo, ese bajito y delgado que siempre lleva una riñonera y camina como si perdonara la vida a quien se cruza con él. El individuo ha dado los buenos días intentando que le saliera una sonrisa, pero le salió esa mueca siniestra que hace que las clientas se aferren a sus bolsos. Después ha preguntado por el jefe, como si él fuera un proveedor, y casi no ha esperado a que doña Pilar responda antes de caminar hasta el fondo del local y abrir esa puerta que hay junto a los probadores y lleva escrito: «Prohibido el paso a toda persona ajena al personal».

Pilar, entretanto la clienta se decide entre la faja color carne y la faja color beige, menea la cabeza y suspira, preguntándose cuáles serán esos negocios, si serán asuntos limpios. Seguro que no, teniendo en cuenta cómo fue la juventud de ese muchacho, siempre metido en problemas, siempre trayendo a su padre de cabeza entre comisarías y juzgados. Cuando se casó y tuvo la niña y empezó a trabajar en la tienda pareció enmendarse, pero luego, con la enfermedad de don Fulgencio, quengloriaesté, con el divorcio y la muerte del padre, a Pilar le da la impresión de que ha vuelto a las andadas, aunque ahora más discreto, más astuto, más peligroso. Sin embargo, es mejor callarse. Es mejor mirar para otro lado. Es mejor hacer como que no se sabe nada, que se ignora completamente de dónde viene realmente el dinero que una cobra cada mes. Eso, más o menos, es los que piensa Pilar en el momento en el que la clienta alza finalmente la vista hacia ella desde las fajas y le pregunta si las tienen en marrón.

2

El despacho de Júnior es más bien un cubículo formado por dos tabiques que hacen ángulo recto con las paredes del último rincón del almacén. Hay apenas espacio para dos archivadores, un escritorio minúsculo ocupado casi por completo por un ordenador y dos sillas, aparte de la de Júnior, para que los visitantes puedan sentarse. Sobre la mesa hay un dietario, facturas, rollos de caja registradora usados, impresos para declaraciones trimestrales. De una de las paredes pende un calendario con la reproducción de un espeluznante Sagrado Corazón de Jesús. De otra, un corcho donde chinchetas de colores fijan notas en las que hace meses Júnior se recordaba a sí mismo obligaciones que jamás cumplió.

Todo huele a polvo, a rancia humedad, a senectud demorada. Felo entra. Júnior está leyendo el periódico en Internet.

—Cierra con el fechillo.

Sin pronunciar palabra, Felo cierra la puerta, echa el pestillo y se asegura innecesariamente de que la puerta no podrá abrirse. Luego toma asiento y espera a que Júnior vuelva a hablar. Este despega los ojos de la pantalla y lo mira fijamente.

—Ya lo encontraron. Hace un par de horas —dice Júnior.

—¿Y?

—Y nada. Por ahora, en lo que se piensa es en un borracho que se cae por la mar fea.

—Pero, la paliza…

—Puede haberse hecho todo eso al desriscarse, ¿no? Hay riscos de sobra en toda la costa. Además, apareció en Tinocas, pero pudo haber caído por cualquier lado. Al fin y al cabo, era de la Isleta y lo vieron de farra por el Puerto. Seguramente piensan que se cayó por La Puntilla, tajado. Ya sabes la fama que tenía.

—Ganada a pulso.

—Sí. Y las mareas son muy malas, ¿no?

Felo ensaya una posible explicación oficial:

—Entonces, el Rata se cogió la marimorena y, de camino a la Isleta, se puso a ver el paisaje, por allá, por La Puntilla…

Júnior imita la voz en off de un documental sobre misterios sin resolver:

—O a lo mejor le dio por pasar al otro lado del muro, para echar una meada…

—Es que hay gente que no tiene prudencia maldita —dice Felo, mostrando su sonrisa escalofriante.

Se hace un silencio, que sirve para rubricar el asunto del Rata. Júnior da dos golpecitos con los dedos en el borde de la mesa.

—Bueno, al turrón…

—Al turrón —repite Felo vaciando la riñonera sobre el único espacio libre que queda sobre la tabla. Al terminar de hacerlo, quedan sobre ella tres fajos de billetes y dos bolsas de plástico similares a la que ha entregado a Yerobe—. Esto es lo que hay. Ya desconté lo mío. Todo en orden. Sin problema.

Júnior expresa su satisfacción guiñándole un ojo, mientras toma el dinero y lo cuenta. Después pone una mano sobre las bolsas.

—¿Esto es lo que queda cortado?

Felo asiente.

—Sí. Veinte y veinte. A no ser que tú tengas más.

—Poco más. —Júnior calcula en silencio unos momentos—. Tres… No, cuatro bolsas. Pero ya está preparada y no aguanta otro corte. —Sin levantarse, echa la silla hacia atrás, se quita el colgante, oculto dentro de su camisa violeta y, con la llave que pende de este, abre la puerta de metal disimulada en el suelo. Sin incorporarse, alarga una mano hacia la mesa, coge el dinero y lo introduce en la caja fuerte—. Contando con esto y con que se venda todo lo que tenemos, me siguen faltando sesenta mil para dárselos a la gente del Turco.

Felo se muerde nerviosamente el carrillo, antes de decir:

—Puede que se enrolle, ¿no? La culpa no es tuya.

Júnior hace un mohín.

—Eso cuéntaselo al Turco. Tú no sabes quién es ese tío. Y, de todos modos, el que se fio del Rata fui yo. Si no hubiéramos tenido el fallo ese el año pasado, sería otra cosa. Pero está jodido que vuelvan a tragar otra vez.

—Con intentarlo no pierdes nada.

—Tú no te preocupes de eso. Pilla esas dos bolsas, por si las moscas. Si se ven apurados, me avisas y te paso lo que sea.

Felo vuelve a guardarse la mercancía en la riñonera, se levanta y abre la puerta. Antes de salir, se para un momento y pregunta:

—¿Y si no se enrolla?

Por un instante, Júnior lo mira sin comprender.

—Si no se enrolla, ¿quién?

—El Turco. Si no se enrolla el Turco, ¿qué hacemos?

—Ese no es tu problema. A ti, ni te conoce. No te preocupes, que ya me las apaño yo.

Felo cierra la puerta tras de sí, atraviesa nuevamente el sombrío almacén atestado de bultos lamidos por la luz de los fluorescentes; regresa al mediodía de la tienda, donde ahora la dependienta lee una novela de Danielle Steele para hacer tiempo hasta el cierre; se despide de ella con un gesto que apenas es correspondido y sale al calor y el aire sucio de la calle Pedro Infinito.

En la oficina, Júnior piensa en lo que le ha dicho a Felo. Lo va a intentar: va a intentar que el Turco y su gente lo dejen correr. Aunque, para qué engañarse, es improbable que lo hagan. Si le exigen el dinero, no sabe de dónde va a sacarlo. Entonces, piensa en Larry. En el coche molón de cojones del Larry. En la casa grande que te cagas del Larry. En su jodida desfachatez y en la pasta que pasa por sus manos.

En alguna ocasión ya lo ha pensado, como posibilidad, como sueño. Un sueño que tiene las mismas probabilidades de realización que el de ganar una bonoloto o el de que te crezca una segunda polla. Sin embargo, nunca le hizo realmente falta; ahora sí que podría hacérsela.

Puede haber mucha pasta en eso. La seguridad no es excesiva ni los riesgos grandes. Y, lo mejor de todo, nadie lo denunciará. El problema está en quién podría dar ese palo para él. Porque, evidentemente, él no puede. Ni ninguno de los suyos. Él, porque lo conocen. Los suyos, porque son demasiado chapuceros, eso les viene grande: se les iría la mano y lo echarían todo a perder, o serían descuidados y se dejarían trincar.

No. Si llega el caso, no podrá hacerlo ninguno de los suyos.

Júnior se levanta, vuelve a ponerse el colgante. Es un simple cordón de cuero trenzado, del cual penden una pintadera y la llave de la caja fuerte. En esa caja hay lo que han ganado en dos meses y tres bolsas llenas de papelinas. Poco más.

Definitivamente: si le exigen el dinero, organizará ese palo. Después podrá venir con cara de haberse caído de un guindo y pagar lo suyo y quedarse el resto. Será perfecto. Negocio redondo. No sospecharán de él. El marrón le caerá a Larry, siempre chafardeando, siempre indiscreto con sus putas y sus amigos de perico. Pero ¿con quién puede contar? Repasa mentalmente la lista de sus conocidos y, de pronto, abre un cajón de la mesa, saca uno de los tres teléfonos móviles que hay en su interior, busca en la memoria y marca una de las entradas.

—Diga —dice una voz al otro lado.

Júnior se sonríe y pregunta:

—¿Cómo va la cosa, Rubio?

3

—Sé si una tía la chupa bien o no nada más verle la cara —dijo Larry a continuación, volviendo a poner su vaso en la mesa de plástico. Una nube había establecido una especie de pausa para los anuncios en el solajero y aprovechó para quitarse las enormes gafas ahumadas y mostrarle a Júnior sus ojillos opacos—. Es un don. Me basta con verles la jeta y enseguida sé si saben hacer bien lo que hay que hacer con la boquita. Me pasa, sobre todo, con los yogurines. Y ahí, con los chochetes jóvenes, es muy útil, porque engañan: hay putitas de diecisiete, de dieciséis años que están buenísimas, pero luego hay que enseñarles a hacerlo, porque, si no las enseñas, te la destrozan a mordidas. En cambio, hay otras que tú las miras y te dices: «Esta jodía nació para chuparla». Y es así. Son guarras de nacimiento, verdaderas artistas del lameteo.

Júnior pensó en su hija. Reprimió a duras penas el asco y las ganas de romperle los huevos de una patada. Después de todo, él estaba allí por negocios. Pero, precisamente por eso, no sabía por qué llevaba ya un cuarto de hora bebiendo cerveza bajo un sol cabrón y aguantando aquel palique interminable acerca de las preferencias sexuales de aquel tarado. Dejó, él también, su vaso sobre la mesa, se echó hacia atrás en la silla y miró a su derecha, a la piscina desierta; al césped demasiado crecido que se extendía más allá durante unas buenas decenas de metros; a las pajareras, al fondo, contra la alta tapia que circunvalaba todo ese flanco de la propiedad, con aves surtidas entre las cuales Júnior solo sabía nombrar al canario, al pájaro japonés y al periquito.

Larry tenía unos cuarenta y pocos años, una gran mata de pelo castaño domesticada con gomina, un afeitado perfecto en un rostro anguloso y bien dibujado y unos ojillos oscuros que nunca miraban de frente. Llevaba solo un minúsculo bañador azul marino y unas chancletas. Se depilaba minuciosamente la piel de un cuerpo que seguramente se mantenía atlético gracias a horas de fitness, paddel y natación. A Júnior le molestaba que Larry lo recibiera así. Prefería un despacho, una oficina o, incluso, un cuarto de estar en el cual las cosas se hicieran rápida, eficientemente. Pero Larry era lo que era: un fantasmón de mierda que siempre había tenido más suerte que cerebro y a quien le gustaba presumir de casa mientras intentaba hacerse el campechano con charletas interminables, pretendidamente ingeniosas, minuciosamente repugnantes.

—Sí, hay algunas que son unas verdaderas artistas —prosiguió Larry—. Tienen habilidades innatas. Y a esas es a las que hay que convencer de que te hagan un favor. Por supuesto, no conviene ser demasiado directo. A una puta siempre le va a ofender que le digas que es una puta, sobre todo cuando ella aún no lo sabe. Pero, te lo digo yo, una casa como esta, que las impresione, un coche rápido y una cena en el sitio más caro… Si tienes paciencia, consigues que ella solita abra la boca y saque la lengua del estuche. Porque eso sí, por la fuerza, nunca es lo mismo… Ahora, aunque los guayabos están muy bien, donde esté una tía experimentada, de esas que lo siguen teniendo todo en su sitio y encima te dan clases ellas a ti, que se quiten todas las pibitas del mundo. El otro día, por ejemplo, me lie con una que…

—Ya —dijo de pronto Júnior.

El otro se paró en seco, mirando la mano del visitante, que mostraba su palma derecha, con cinco dedos callosos extendidos. Un segundo antes, Júnior había mirado el reloj pulsera que llevaba en aquella misma mano.

—Te agradezco la cervecita y la charleta, Larry. Pero llevo ya un rato aquí y tengo cosas que hacer en Las Palmas. Vamos al tema, si no te importa.

Larry se sintió molesto. Pero la sorpresa no le permitió reaccionar con algo ingenioso, así que Júnior aprovechó para recoger del suelo la bolsa que había dejado a sus pies, ponerla sobre la mesa y abrirla de forma que Larry quedara enfrentado a su contenido.

El anfitrión asintió, introdujo la mano y la sacó aferrando un fajo de billetes, que depositó sobre la mesa. Luego volvió a repetir la operación cuatro veces más. Tiró la bolsa vacía al suelo y contó la cantidad que había en uno de los fajos. Mientras, Júnior aprovechó para acabarse la cerveza. Cuando acabó de contar, Larry ordenó los fajos, uno junto al otro y, junto al ortoedro que formaban, apoyó las yemas, separadas, de los dedos índice y corazón sobre la superficie de la mesa.

—Aquí faltan dos taquitos —dijo.

—Que vendrán el mes que viene —contestó Júnior—. Entre mamada y mamada, habrás leído la prensa, ¿no? Sabrás lo de la pillada que tuvimos el otro día en el muelle. O, si no, el propio Turco te lo habrá dicho, supongo.

—Sí, para ser exactos, me habló de ello Pepe Sanchís. Pero también me dijo que la cantidad tenía que ser la misma. Me dijo exactamente eso: «Tienes que recoger lo de siempre, lo que está hablado». Y esto no es lo de siempre, no es lo que estaba hablado, Júnior. A mí me dijeron que tenía que recoger otra cosa. Y, si no la recojo, nos podemos buscar un problema.

—Entiendo —se limitó a decir Júnior. Luego sacó un teléfono móvil y marcó un número de los que había en la memoria.

Al otro lado se escuchó una voz varonil, con fuerte acento catalán.

—Hola, amigo. Te llamo en un momento.

Después, la comunicación se cortó.

Se quedaron en silencio. Larry con la mirada fija en el fajo de billetes. Júnior mirando a Larry, a la piscina, al jardín, nuevamente a Larry.

Entonces, sonó una llamada desde un número oculto. Júnior la aceptó, conectó el manos libres y dejó el teléfono sobre la mesa.

—¿Qué puedo hacer por ti? —dijo la voz del Turco. Llegaba desde algún lugar lejano. Se escuchaba de fondo un concierto manso de mar y gaviotas.

—Hola, querido. Estoy aquí con tu pariente.

—Hola, primo —saludó Larry al teléfono, con voz festiva.

—Hola, muchacho. Qué bien se lo pasan sin mí… Cervecita y fiesta, ¿verdad?

—Sí —dijo Larry—. Acabamos de encender la barbacoa…

—Joder, me pierdo todo lo bueno… —comentó el Turco.

—Bueno, primo, te llamábamos porque nos falta hielo.

—¿Sí? ¿Cuánto?

—Pues dos bolsas. Aquí, este hombre, tenía que haber traído siete. Eso fue lo que me dijiste tú. Pero solo trajo cinco y no nos va a dar para toda la gente que va a venir.

Al otro lado solo se escuchó mar y gaviotas durante unos segundos. Después el Turco volvió a tomar la palabra.

—¿Él me está oyendo?

—Aquí estoy, querido.

—¿Por qué no llevaste todo lo que te dije, tío?

—No podía cargar con más. ¿No te acuerdas de la lesión que me hice jugando al futbito? Te acordarás. Fue la semana pasada.

—Me acuerdo. Me acuerdo perfectamente. Pero eso no es excusa, tronco. Si hace falta, le pides a alguien que te eche un cabo, pero no me puedes dejar a la gente sin hielo para los cubatas, rey.

—Ya, pero hoy no he podido cargar con más.

—Vale… —El Turco hizo una pausa, pensó y dijo—: Te digo lo que hacemos: dentro de dos semanas, hacemos otro asaderito íntimo. Y tú te traes tres bolsas de hielo en lugar de dos. Es una de las soluciones que se me ocurren. ¿Te parece bien?

—¿Y la otra?

—La otra es que yo mande a otra persona que se encargue del hielo y tú te quedes sin barbacoa.

A Júnior se le heló la sangre al escuchar esto: quedarse sin barbacoa significaba que alguien muy desagradable le haría una visita.

—Bueno, perfecto, querido: dentro de dos semanas. Tranquilo, que no te va a faltar hielo.

—Así me gusta, rey. —El Turco pareció quedarse contento. Soltó incluso una carcajada breve—. Primo…

Larry contestó:

—Dime.

—Déjalo estar por esta vez. Que se quede a la barbacoa y que disfrute de las churris. Ya veremos dentro de un par de semanas, ¿vale?

—Perfecto, primo.

—Pues bueno, hijos míos, a pasarlo bien. Ya nos vemos.

Ambos se despidieron casi al unísono. La comunicación se cortó, Júnior guardó su móvil, se puso en pie. La nube se había ido y el sol volvía a mostrarse inclemente. Larry también se levantó.

—Pues todo arreglado. Nos vemos dentro de dos lunes.

—Dentro de dos lunes —repitió Júnior, encaminándose hacia la casa, por la cual saldrían a la puerta principal.

Larry lo acompañó, caminando a un paso detrás de él, intentando nuevamente resultar campechano.

—No te lo tomes a mal, pero estas cosas es mejor dejarlas claras.

—Por supuesto, tío. No hay ningún problema —comentó Júnior, entrando en el despacho en el que debía de haberse celebrado la reunión. De reojo, Júnior registró los anaqueles atestados de libros de leyes, el escritorio art déco (herencia del padre de Larry, un abogado con solera muy conocido en la isla), el gran mueble bar del mismo estilo en el interior del cual sabía que había mucho más que botellas y vasos.

De ahí pasaron a un amplio salón, decorado con lujo y mal gusto. Finalmente, llegaron al recibidor, a la puerta de seguridad, junto a la cual, en la pared, estaba el conmutador de la alarma. Larry abrió y cedió el paso a Júnior.

—No te importará que no te acompañe a la cancela, ¿verdad? —dijo señalando su propia desnudez.

—Claro que no. Conozco el camino.

—Es que los vecinos, ya sabes cómo son…

Júnior asintió, sonriendo, estrechándole la mano. Atravesó el patio frontal, con sus gnomos de piedra, sus fuentecitas, sus móviles de conchas y sus buganvillas reglamentarias y esperó a escuchar el chirrido del mecanismo de apertura de la cancela, accionado por Larry desde la entrada. Salió a la tarde mansurrona de la urbanización de chalés más allá de cuyas fachadas se adivinaba el Monte Lentiscal. Escuchó ladrar a algún perro a su paso junto a las tapias que ocultaban los caserones de familias de abolengo o de nuevos ricos que se mezclaban con ellas. Solo cuando llegó a su Lexus, cuando se sentó al volante y encendió un cigarrillo, se permitió pararse a pensar un momento en todo aquello.

Ya no era una conjetura. Ahora estaba seguro de que habría que hacerlo. Al fin y al cabo, cosas más difíciles se habían hecho. Antes incluso de arrancar, telefoneó al Rubio y se citó con él para esa misma tarde. Se sintió más aliviado, pero también notó un vacío de nerviosismo en el estómago, esa sensación que uno tiene cuando sabe que se está metiendo en un pantano, sin posibilidad de rodeo, sin posibilidad de marcha atrás.

4

Plácido, finalmente, avanzó su peón una casilla. Con ese movimiento, el rey de Tito Marichal quedaba inmovilizado. Tito sonrió al decir:

—Qué cabrón.

Siempre que Plácido sacrificaba la dama a mitad de partida, Tito acababa comprobando que se trataba de un ardid. Pero este descubrimiento también ocurría siempre demasiado tarde. Lo malo es que no había forma de aprender a ganar a Plácido, que soltaba una risita orgullosa, se levantaba y le ofrecía otra cerveza. Eso fue exactamente lo que hizo ahora. Mientras Plácido iba a la cocina, Tito miró a su alrededor. Se le iba inevitablemente la mirada a las estanterías de libros que agobiaban las paredes del cuarto donde jugaban cada lunes. Admiraba a Plácido, entre otras cosas, por su afición a los libros. Solía calcular mentalmente cuántos libros habría allí. A veces se decía que mil. Otras, que dos o tres mil. Una vez le preguntó a Plácido, pero este le contestó que qué más daba cuántos hubiera.

Se habían conocido en Melilla. Eran dos de los tres canarios de su quinta. Tras acabar el servicio, Tito se había reenganchado y no había vuelto a saber nada de él hasta hacía un par de años, cuando se encontraron por casualidad en la calle de Triana. A Plácido acababan de prejubilarlo en el banco y tenía mucho tiempo libre. Intercambiaron teléfonos, se prometieron retomar el contacto, volver a jugar aquellas partidas de ajedrez con las que acortaban las horas de guardia. Pero Tito solo comenzó a visitarlo cuando el Hespérides cerró. Después de algunos encuentros, no tardaron en establecer el rito de las tres partidas de ajedrez cada lunes por la tarde.

A las cinco, Plácido lo esperaba, con el tablero preparado, unas cervezas y platitos de papas fritas y aceitunas, en aquel cuarto que Plácido utilizaba como biblioteca y estudio en su casa terrera del barrio de San Cristóbal. La misma casa que había compartido con su madre hasta hacía cinco años, cuando ella murió.

Plácido nunca se había casado. Era un hombrecillo tímido y algo entrado en carnes, que vestía pantalones de tergal y camisas de sintético a cuadros, hablaba lo justo y se rascaba una cabeza redonda y cada vez más calva cuando leía, jugaba al ajedrez o veía televisión.

Parecía completamente refractario al sexo femenino y la única pasión que Tito le conocía, aparte del ajedrez y los libros, era el ordenador, que, a juzgar por el cenicero repleto que siempre había junto a la pantalla, debía de ocuparle muchas horas desde que se había quedado solo y desocupado.

A Tito le gustaba ir a su casa cada lunes por la tarde, disfrutar de su elegante manera de jugar, de sus silencios, de las cosas que decía acerca de los libros que había leído. Sí, porque, de repente, sin venir a cuento, Plácido abría la boca para decir algo que a Tito lo hacía pensar durante días.

Ahora, por ejemplo, al volver a su asiento con las cervezas, mientras volvían a colocar las piezas para la siguiente partida que seguramente él volvería a ganar, Plácido dijo:

—En el libro que estoy leyendo, un demonio dice que hace mucho que la sangre empapa la tierra. Y que allí donde se ha vertido, crecen racimos de uvas.

Tito se quedó, como otras veces, desconcertado, sin saber qué decir, pero pensando en cada una de las palabras de la cita.

Plácido no volvió al tema. Dio un sorbo a su cerveza y abrió la partida adelantando el peón de rey solo una casilla. Tito procuró concentrarse: cuando Plácido comenzaba de una manera tan cerrada, le parecía temible como un caimán sesteante.

5

Sentado frente a Júnior en el despacho de Confecciones Mendoza e Hijo, el Rubio muestra la indolencia de quien escucha una oferta que no sabe si aceptará. Hace tanto tiempo que no tiene una conversación como esta que no recuerda hacia dónde debería llevarla. Sin embargo, escucha con atención. No se pierde ni un detalle. Intenta evitar que existan lagunas en la información que necesita. Sabe que la información es lo que hace fuerte a alguien. También lo que puede hacerlo vulnerable. Mientras, Júnior prosigue hablando. Y el Rubio lo deja hablar: él es quien pide, quien debe convencer.

—No sé a quién se la pilla el Turco. Él los llama «Los Peruanos», pero vete tú a saber. En todo caso, el material entra casi siempre por Galicia.

—¿El Turco es gallego?

—No. Catalán. O valenciano. No sé. Vive en Barcelona, pero tiene gente en todos lados. La cosa es que la mercancía suele entrar por Galicia. Luego el Turco y los suyos la ponen a circular. A nosotros nos la envían haciendo el gancho perdido.

—¿El gancho perdido?

—Coño, Rubio, cómo se nota que llevas tiempo fuera del negocio. Es la última moda. Si tienes un buen contacto en las consignatarias o en los muelles, es muy sencillo. Ya no hace falta estar organizando el envío. Tu contacto te selecciona un barco que vaya a hacer la ruta que a ti te interesa y, antes de que zarpe, tu gente se cuela y disimula la mercancía en un contenedor legal. Untando a quien hay que untar, hasta puedes poner sellos nuevitos y todo… Cuando el barco llega a puerto, tu gente lo vacía justo después de descargar y punto pelota. ¿Que lo interceptan? A ti te la suda: no hay nada que te relacione con el envío. Lo peor que te puede pasar es que trinquen a tu contacto del muelle. Pero raro será que cante. El Turco es un poderoso de los de verdad.

—Entiendo.

—La cosa es que nos hacen cuatro o cinco envíos pequeños al mes. Yo me responsabilizo de la mercancía desde que entra en el contenedor. Luego la corto y se la reparto a mi gente. Una vez cada dos meses, recaudo y pago. ¿Y a quién le pago?

—¿A quién le pagas?

—A un tío que es el hombre del Turco en la isla. No es un poderoso, no tiene guardaespaldas, no maneja polvo. Eso es lo mejor de todo: no es más que un abogado, un niño bonito que se dedica al Derecho Civil. Este tío recoge la pasta y la mete en la lavandería.

—La blanquea…

—Eso es. La invierte en unas cuantas empresas que después, supongo, le ingresan el dinero limpito al Turco y a los suyos. Así que yo, cada par de meses, le pongo un pastón en las manos al abogado. Y sé que por lo menos dos o tres tipos más hacen lo mismo, siempre en las mismas fechas. Pero el tío no puede invertir todo el dinero de golpe, así que lo tiene que guardar debajo del colchón, mientras lo va poniendo a circular despacio. Por eso es por lo que los pagos son cada dos meses y no cada mes.

—O sea, que lo que me estás proponiendo es un palo en casa del abogado —intenta abreviar el Rubio.

Júnior parece regocijarse al constatar que el Rubio ha captado la idea.

—El tipo es un fantasmón, más blando que una bailarina, por eso no hará falta pasarse. Yo creo que ese, con un buen repaso, te canta hasta dónde tiene la calderilla para pagarle al panadero.

—¿Quién es el tipo?

—Un Pérez de Guzmán.

—¡Coño! —El Rubio da un respingo de asombro, mostrando una reacción humana casi por primera vez desde que Júnior comenzó a explicarle el asunto.

—Laurencio Medina Pérez de Guzmán. Todo el mundo lo llama Larry. El típico tío con tres apellidos: chalé en Santa Brígida, oficina en Vegueta, Porsche Carrera y yate en Pasito Blanco.

—Si no tiene matones, al menos tendrá alarma.

—Alarma, cámaras y la rehostia. Esa es la mala noticia.

—¿Y la buena?

—Que son de Seguridad Ceys. ¿Y a quién conocemos que haya trabajado en Seguridad Ceys? —canturrea teatralmente Júnior.

—Tendría primero que echarle un vistazo al sistema. Y vigilar al individuo unos cuantos días, para buscarle el punto flaco.

—Te apunto la dirección. Y la de la oficina, también —anuncia Júnior, tomando un bolígrafo y un bloc de notas.

—Todavía no te he dicho que sí.

—Pero tampoco me has dicho que no. —Júnior deja el bolígrafo sobre la mesa, pero al alcance de la mano—. No te me hagas el remolón: viniste hasta aquí desde El Burrero. Eso quiere decir que te interesa.

—Eso quiere decir que necesito una pasta extra. No que me interese esta movida concreta.

—¿Cuánto te hace falta?

—Bastante.

—Te metiste en algún lío…

—No. Eso se acabó. Ya no juego ni me meto rayas ni me fumo un triste porro. Casi no bebo. Como mucho, un poco de vino con la comida, si como acompañado. Me he convertido en el hombre del café. Pero necesito pasta.

—¿Estela?

—Estela —confirma el Rubio con laconismo—. Está jodida. Todavía se puede hacer algo, pero si sigue así, no va a haber solución. Quiero llevármela fuera, que la vean médicos de verdad.

—Pues en esto puedes sacar la pasta que te hace falta.

—De poco le voy a servir a Estela si me meto en un marrón.

—No es un marrón. La cosa es fácil.

—Sobre el papel, todo es fácil —dijo el Rubio. Sin embargo, tras recapacitar unos momentos, añade—: Déjame que le eche un vistazo al tema.