Pues claro que algo salió mal en la recogida, pero no fue el contacto. Ese había cumplido: había dicho dónde —el nombre del barco, el muelle de atraque, el número y la letra del contenedor— y había dicho cuándo —el miércoles, a las ocho en punto de la mañana—; así que lo que había salido mal era el Rata. Marcos el Rata. El bobomierda que se había corrido una marcha del carajo con la pasta que Júnior le había adelantado; que no se había presentado a su hora al día siguiente en su puesto de estibador, ese puesto en el que el contacto le había asignado el contenedor de frigoríficos donde iba el gancho perdido con los dos kilos de polvo; el jodido gilipollas irresponsable que no había llegado al muelle antes de que Aduanas hiciera el registro aleatorio; la misma carroña inmunda que en ese mismo instante llevaban en la caja de la Nissan Trade de Felo, comiéndose una ensalada de guantazos.
Felo conducía atento al tráfico, que comenzaba a ralear: once de la noche de un jueves en el barrio de Guanarteme. Júnior encendió un cigarrillo suponiendo, no sin cierto placer, que, tras la pared de chapa que había a sus espaldas, Coco y el Garepa le estarían dando la del pulpo a aquel hijo de la gran puta, mamón de mierda, isletero de los cojones. Tanto como presumía de que los tipos de la Isleta eran hombres de ley, gente en la que se puede confiar, una raza única, y el muy tarado no había sido capaz de hacer algo tan sencillo como madrugar y hacer bien su jodido trabajo. Y ahora lo pagaría.
Lo habían trincado cuando iba a entrar en casa de la Nati, templado como un requinto, dispuesto a rematar la farra echando un polvo. Pero no lo habían dejado llegar ni a la puerta. Le habían cortado el vacilón a cachetones, lo habían metido en el furgón y habían arrancado.
Coco y el Garepa eran de esos pibes jóvenes que se pasean por ahí envolviendo en ropas holgadas sus cuerpos fibrosos llenos de rabia; pibes de los que saben arrojársete encima e inflarte a patadas antes de que tengas tiempo de averiguar quién te las da. Así que Júnior contaba con que por el camino le pusieran bien las pilas.
Dejaron a su derecha la estatua que representaba a Alfredo Kraus a punto de arrancarse por bulerías ante la playa, y pasaron junto a los cientos de culturetas emperchados que salían del auditorio epónimo y se disponían a coger sus coches para regresar a casa, ignorando el recital ambulante de hostias que desfilaba ante ellos. Los miembros de la Congregación del Perifollo no podían enterarse de lo que sucedía dentro del furgón. Si hubieran podido verlo, sus correctas caras de acelga habrían pasado de la estupefacción al horror, pero no se hubieran atrevido a intentar nada, salvo llamar al 112 desde sus teléfonos móviles de última generación, y esto solamente cuando tuvieran sus blandos culitos a salvo. Algo así pensó Júnior mientras tomaban la salida hacia Bañaderos, la carretera que recorría la costa, agreste y asesina. El grandullón de cabeza afeitada contempló por la ventanilla el cielo de finales de junio, el blanco furor de las olas encrespando la superficie de pizarra del mar, el imposible horizonte. Más allá de ese horizonte, el Turco no tardaría en enterarse (si no se había enterado ya) y, esta vez, no lo dejaría pasar.
Se oyó un golpe seco en la caja de la furgoneta. Sonaba a cabeza estrellándose contra la chapa. Felo intercambió con él una mirada de reojo. Luego, cuando volvió a fijar la vista en la carretera, Júnior observó cómo se mordía el carrillo. Ya le conocía el gesto. Felo estaba acumulando nervio para hacer lo que tenían que hacer.
—Entonces, ¿qué? ¿A la cantera?
Júnior se pasó la mano por la calva antes de contestar.
—Sí, a la cantera. A esta hora y entre semana, es buen sitio.
Efectivamente, era un buen sitio. La marea estaba alta. Dejaron atrás la gasolinera situada junto al acceso y tomaron la carretera de tierra que descendía hasta la cantera abandonada. Una vez la dejaron atrás, pararon en la explanada, cerca del roquedal que dominaba el abismo, hacia donde orientaron la parte posterior de la Trade. Aunque algún conductor lograse ver el vehículo desde la carretera, no tendría ángulo para enterarse de lo que ocurría detrás. Se pensaría en alguien que pesca, en una pareja haciendo guarrerías, en cuatro mataos que paran a beber o a hacerse una raya sin que nadie los moleste.
Júnior y Felo bajaron y rodearon la furgoneta, cada uno por su lado. Llegaron a la parte de atrás a tiempo de ver cómo Coco y el Garepa arrojaban al suelo el guiñapo en el que habían convertido al Rata. Quedó allí, hecho un ovillo contra el suelo de tierra y picón, intentando cubrirse la cabeza para protegerse de los golpes.
Coco saltó desde la caja y aterrizó directamente sobre él, hundiéndole los pies en las costillas. Al rebotar, estuvo a punto de perder el equilibrio y, como si le echara la culpa al Rata, le propinó una patada en el riñón. El dolor hizo que el Rata se enderezara hacia atrás y la luz que la luna proyectaba sobre ellos permitió a Júnior adivinar la eficacia de los pibes: la antes blanca camisa de algodón ahora cubierta de sangre; la ceja derecha abierta; los ojos completamente amoratados; la nariz hecha una fuente, sangrando por los senos pero también por una fractura abierta en el hueso; el hilillo escarlata que había comenzado a brotar del oído izquierdo.
En pie, mirando de cuando en cuando alrededor, pendientes de rematar la faena, lo rodeaban con la inmovilidad de las hienas justo antes de abalanzarse sobre un ñu moribundo. Júnior le tiró de una oreja hasta que acabó de rodillas, entre quejidos parecidos a los de un cerdo.
—Cállate ya, maricona —gritó el Garepa mientras le daba una patada de propina en el costado—. Estoy hasta los huevos de ti.
El cuerpo de Marcos osciló, pero no llegó a derrumbarse de nuevo. Sus labios tumefactos murmuraron algo. Júnior acercó la cabeza y constató que, además de la sangre, el rostro estaba cubierto de una máscara de polvo y lágrimas. También apestaba a orín: el Rata se había meado encima.
—¿Qué? —preguntó.
Marcos volvió a decir lo mismo con más claridad.
—Perdón… Perdón…
Repitió la palabra una y otra vez entre sollozo y sollozo. La repitió con toda la claridad que pudo, intentando inspirar piedad. Último intento. Súplica inútil.
El resultado fue que la mano izquierda de Júnior le asió por el pelo de la nuca y su mano derecha se cerró en un puño que vino a estrellarse directamente contra su cara.
—¿Perdón? ¡¿Perdón?! Vuelve a pedirme otra vez perdón y te corto la polla y te la meto en la boca para que te asfixies con ella, hijo de la gran puta. —Antes de seguir hablando, Júnior repitió la operación tres o cuatro veces más. Los golpes ya no sonaban a puño contra carne, sino a puño contra el barro informe de la carne sanguinolenta, un ruido de aplastamiento de babosa entre la maleza—. En vez de pedirme perdón, ¿por qué no me das el dinero que acabo de perder por tu puta culpa, cagón de los cojones?
El Rata volvió a farfullar. Entre los quejidos y los sonidos guturales, Júnior distinguió algunas palabras: «No tengo», «das tiempo», «lo juro», «dinero». Marcos prometía solucionarlo. Conseguir la pasta. Cumplir. Si se le daba tiempo. Pero Júnior sabía que Marcos el Rata no era más que Marcos el Rata, un estibador de mierda, sin dinero, sin propiedades, sin contactos, sin ninguna posibilidad de reunir más de mil euros al mes. Incorporándose bruscamente, ordenó:
—Ya vale. De pie.
Marcos continuó de rodillas, inclinado hacia delante.
—¡De pie, coño! —repitió dándole un puntapié en la boca.
Los hombres estrecharon el círculo a su alrededor, Marcos el Rata se arrastró por el suelo hasta que por fin consiguió incorporarse.
Júnior señaló hacia el borde del precipicio.
—Vamos para allá, al fresquito.
Marcos hizo un amago de negar con la cabeza, pero, finalmente, dio un suspiro, se orientó hacia su izquierda y echó a caminar con dificultad, rodeado por los otros cuatro. Cuando llegaron al promontorio de piedra volcánica que dominaba el precipicio, se volvió. El mapa de dolor que era su rostro se enfrentó a Júnior con resignación, ineluctablemente consciente de la proximidad del fin. Dejó de suplicar. Ya ni siquiera pedía que lo dejaran libre, porque sabía que no lo harían. Ya, simplemente, quería que todo aquello acabara. Miró al mar, que se extendía allá abajo, los blancos dientes de las olas mordiendo el acantilado tras las decenas de metros de caída. Luego volvió a mirar a Júnior.
—Deja a mi familia, Júnior. No les hagas nada. Es lo único que te pido.
—Con tu familia no tengo nada, Rata —dijo Júnior, dando media vuelta y volviendo hacia la furgoneta.
Mientras Júnior bajaba hacia la explanada escuchó los últimos golpes, un quejido sordo creciendo hasta convertirse en un grito breve y profundo que se truncó de pronto. Luego, solo el rugir del oleaje, los pies de tres hombres siguiéndolo con el paso triunfal de quien ha hecho bien su trabajo.