Domingo, 28 de marzo de 2010, 00.31 h Whitestone, Queens, Nueva York
Después de recoger todo el equipo que Curt había reunido, Grover y Colt repitieron la ruta que habían recorrido aquella tarde, desde la oficina principal de CRT hasta Whitestone, Queens, un desplazamiento que había resultado muy provechoso. Lo primero que habían averiguado por la tarde era que el grupo responsable de secuestrar a J. J. no eran los aficionados que Grover y Colt habían sospechado al principio. Los perpetradores estaban vigilando el lugar, de forma inteligente y disimulada, donde retenían al niño, Powells Cove Boulevard, 3746. Durante los últimos cincuenta años los secuestradores profesionales se habían dado cuenta de que la vigilancia era un factor decisivo, pues si las autoridades, de una u otra forma, estaban cercando el escondite, cabía la posibilidad de huir si tenían tiempo, o matar a la víctima y esconder los restos en un lugar pensado de antemano. Sin los restos de la víctima o víctimas, la acción judicial era siempre difícil, en el mejor de los casos. El único motivo de que Grover y Colt hubieran descubierto a los espías era porque los habían buscado. Eran dos tipos en un 4 × 4 negro, encajonado en el camino de entrada de un vecino.
La segunda cosa importante que lograron en su reconocimiento de la tarde fue localizar un puerto deportivo de tamaño mediano en la ciudad, justo al otro lado de Whitestone. Aunque el puerto aún no estaba técnicamente abierto para la temporada, habían podido alquilar una zodiac y una rampa. Tuvieron que alquilarla durante una semana para justificar el hecho de sacar la embarcación de su protección invernal.
Para probar la barca, habían vuelto hacia Powells Cove Boulevard, 3746. No vieron a nadie, en especial guardias, como había pasado desde el lado de tierra, y se acercaron bajo el muelle tal como harían aquella noche. Sentados debajo del muelle, Colt había utilizado el ordenador portátil para buscar las habituales frecuencias de alarmas inalámbricas y anotarlas, mientras Grover vigilaba. En un momento dado, Grover creyó escuchar el llanto de un niño. Miró a su compañero, por si él también lo había oído, y Colt levantó la vista de la pantalla del ordenador, sonrió y alzó ambos pulgares.
La casa de tres pisos se veía mucho mejor desde el agua. Estaba construida de cemento reforzado, en falso estilo mediterráneo. Medio enterrados en lo alto de los muros circundantes había fragmentos de cristal, y encima rollos de alambre de espino. Pese a sus formidables defensas por el lado terrestre, la fachada que daba al mar estaba desprotegida, a unos treinta metros de la orilla. Delante de la casa estaba la piscina. Al lado, la pista de tenis. Habían visto los perros, pero solo de lejos cuando se habían marchado.
Ahora, justo después de medianoche, volvían a encontrarse en el puerto deportivo donde habían alquilado la barca aquella tarde. Grover apagó los faros del todoterreno. Iluminados tan solo por la luna, rodeó la fachada marítima del edificio y retrocedió hacia el muelle donde se encontraba la rampa que también habían alquilado. El puerto se hallaba a oscuras, salvo por las tenues luces de un escaparate de la carretera, el cual albergaba relucientes complementos marinos, como cornamusas de acero inoxidable y bloques de caoba. Por el lado del agua, las únicas luces estaban situadas en el complejo del muelle, en lo alto de largos postes y dirigidas hacia abajo para arrojar conos de luz sobre diversos lugares. El tiempo no habría podido ser más perfecto, sin una nube a la vista. No soplaba el menor viento y la superficie del agua estaba en calma.
Sin hablar, los dos hombres descargaron el equipo en la base del muelle. Mientras Grover devolvía el 4 × 4 a la zona de aparcamiento, donde llamaría menos la atención, Colt llevó el equipo a la zodiac y lo guardó a bordo. Trabajaron a toda prisa y en silencio. Solo dos coches pasaron por la carretera, y ninguno se detuvo. De hecho, ni siquiera disminuyeron la velocidad.
Con una mano sobre una de las grandes cornamusas del muelle para amarrar yates, Colt sujetó la barca, mientras Grover subía. Al instante, puso en marcha el motor, antes de que Colt saltara a bordo. Grover deslizó la barca por la rampa sin forzar la marcha y salió del complejo del muelle. Podía utilizar las gafas de visión nocturna, pero no eran necesarias en esta fase de la operación. Tampoco encendió las luces de navegación.
Antes de internarse mil metros en Little Neck Bay, Grover aumentó la velocidad. Como la mayor parte de fuerabordas, el motor era ruidoso, de modo que mantuvo la potencia limitada.
A medida que se alejaban de la orilla, donde la iluminación artificial era considerable, se iba haciendo cada vez más oscuro, salvo por la zona que rodeaba la luna y miles de estrellas más que centelleaban en el cielo nocturno. Con la temperatura alrededor de los cinco grados, el viento levantado por la aceleración de la zodiac era muy frío, y ambos hombres se acurrucaron como mejor pudieron.
Tras rodear Willets Point, Colt y Grover vieron de repente la extensión iluminada del puente Throgs Neck, con el puente de Whitestone al otro lado, que se elevaban del agua desde Queens hasta el Bronx. Diez minutos después, pasaron bajo el puente de Throgs Neck.
Cuando lo dejaron atrás y apareció ante ellos el de Whitestone, Colt desvió la zodiac a la izquierda y se dirigió hacia la orilla, más o menos en dirección a Powells Cove Boulevard, 3746. A unos quinientos metros de distancia, Colt apagó las luces. A cien metros, apagó el motor. Los dos hombres continuaron remando el resto de la distancia.
Casi todas las casas de la orilla estaban a oscuras. Algunas tenían una o dos luces encendidas, bien en sus adornadas terrazas o dentro. Una casa situada muy a la izquierda estaba completamente iluminada. Desde donde ellos se encontraban, supusieron que se estaba celebrando una fiesta, porque había luces encendidas dentro y fuera, y se veía gente en varias terrazas y balcones. Pese a la distancia, el lejano rumor de voces llegaba hasta sus oídos.
Aunque Grover y Colt habían hablado en voz alta hasta entonces, con el fin de confirmar sus planes, una vez apagado el motor, y como se estaban acercando al extremo del muelle de Barbera, guardaron un silencio absoluto. Incluso remaron al unísono para reducir el chapoteo de los remos, mientras la barca se iba aproximando al muelle.
Salvo por un leve resplandor que surgía de una ventana del segundo piso, la casa estaba a oscuras. Una luz más intensa surgía del lado que daba a la calle, donde estaba el garaje. Solo se oían los ruidos de la fiesta y las olas que lamían la orilla.
Debido a la marea, la profundidad del agua en la parte inferior del muelle de madera se había reducido a algo más de un metro. De todos modos, la proa de la zodiac se deslizó con facilidad. Grover se quedó en la barca, mientras Colt saltaba al muelle para recoger el equipo que Grover le iba pasando. Después de sacarlo todo, Grover también bajó.
Colt ya se había vestido con lo que él llamaba la indumentaria de asalto, prendas con bolsillos y clips especialmente diseñados. La ventaja era que tenía acceso inmediato a todos los complementos, como la pistola de dardos de ketamina sujeta a un clip en el lado izquierdo o la Uzi que colgaba en el derecho. Grover se puso un traje similar, y ayudó a Colt a preparar el asalto. Después de cargar un bolsillo concreto, dio una palmada sobre él y susurró el nombre de lo que contenía, para que Colt lo anotara mentalmente. Sería un desastre encontrarse en plena tarea y echar de menos una herramienta específica. Otra ventaja de contar con bolsillos o clips separados para todo era que Colt podía moverse en silencio sin herramientas u otros artilugios que entrechocaran.
—¿Preparado? —susurró Grover.
—Preparado —contestó Colt. Probó la pequeña radio sujeta en el extremo del hombro derecho. Un aparato similar, sujeto al hombro derecho de Grover, cobró vida—. Probando: uno, dos, tres. Probando.
La frase tópica resonó en el micrófono alojado en el oído derecho de Grover.
Una vez listos, y con una bolsa colgada al hombro derecho, Colt recorrió a toda prisa el muelle y desapareció en las sombras de la escalera que subía hasta el nivel de la piscina.
Entretanto, Grover movió parte del mobiliario de la cubierta para apoyar el rifle con mira telescópica. También dio la vuelta a la zodiac para salir huyendo con más rapidez. Volvió al mobiliario de la terraza, se subió y miró por el visor del rifle.
Gracias al visor, Grover distinguió el problema antes que Colt. Fue un veloz movimiento que llamó su atención. Eran los perros, que llegaban por el lado izquierdo del edificio, desde el lado de la calle del recinto. Utilizó la radio de inmediato para advertir a Colt, apuntó al primer perro y disparó un solo proyectil. Supo al instante que había alcanzado al animal, porque agachó la cabeza y se precipitó al fondo de la piscina. El segundo perro, ajeno al destino de su compañero, rodeó el borde del edificio, esquivó la piscina y corrió lateralmente ante la línea de fuego de Grover.
Gracias a la advertencia de su compañero, Colt había subido a toda prisa la escalera, al tiempo que extraía del cinturón la pistola de dardos. Atento a los dos perros, había corrido hacia la pista de tenis. Aunque no había oído ladridos, sí los gruñidos y el sonido de sus patas golpeando contra el suelo. Fue en aquel momento cuando percibió la detonación apagada del rifle. Llegó a la puerta de la pista de tenis, la abrió, entró alrededor de su borde, pero aún no la había cerrado del todo cuando uno de los dóbermans se estrelló contra ella a toda velocidad. Si Colt no se hubiera aferrado a la puerta con todas sus fuerzas, tal vez el perro le habría arrollado debido a la aceleración.
El animal se levantó, exhibió los dientes y se lanzó contra Colt, quien respondió disparando la pistola de dardos. El sonido se pareció más a un silbido que a una detonación. El dardo se hundió en el pecho del perro, pero no impidió que intentara morder a Colt a través de la malla que componía el grueso de la puerta. Preocupado tanto por los gruñidos como por la posibilidad de que le mordiera, Colt cargó la pistola de nuevo y volvió a disparar, esta vez en la cadera. Pese a la segunda dosis de ketamina, el perro se levantó y trató de atacar otra vez a Colt a través de la malla. Sus temblores se fueron intensificando, hasta que al fin se derrumbó.
Colt aprovechó el momento para llamar a Grover.
—Gracias por cargarte a uno —dijo enseguida.
—De nada.
—¿Dónde está?
—En la piscina.
—¿Algún cambio en la casa?
—No que yo vea. Como el resplandor de la ventana del segundo piso no ha cambiado, yo diría que es una lamparilla de noche. En cualquier caso, no se han encendido más luces, así que puedes continuar.
—Ya voy —dijo Colt, y apagó la radio.
Después de empujar la puerta para apartar al dóberman anestesiado, Colt salió de la pista de tenis y siguió el lado de la casa hasta llegar a la piscina iluminada. El otro perro estaba flotando en la superficie, pero con la cabeza sumergida y desangrándose en el agua. En aquel momento, las luces de la piscina se apagaron, y a Colt le dio un vuelco el corazón. Consultó su reloj y suspiró de alivio. Eran las dos de la mañana en punto, lo cual sugería que un temporizador controlaba las luces de la piscina. Sin más dilación, se encaminó hacia una de las puertas de cristal deslizantes que conducían al solárium. Extrajo una ventosa y la aplicó al cristal, junto al mecanismo de cierre de la puerta. Después pasó un cortador de vidrio alrededor del aparato y practicó un círculo perfecto. Repitió la maniobra con una ventosa más pequeña y abrió un agujero en la capa interna de la ventana aislante. Luego introdujo la mano y abrió la puerta.
Colt hizo una pausa. En cierto modo, la primera fase de entrar en una casa era angustiosa. Antes, utilizando el ordenador, había desconectado las diversas alarmas inalámbricas, aunque no estaba seguro al cien por cien de haberlas desactivado todas. El éxito de la operación dependía del estado de las alarmas antes de que Colt las hubiera interferido. Respiró hondo y atravesó la puerta. Incluso antes de que se activara, se dio cuenta de que había tropezado con un detector de movimientos infrarrojo, porque una luz roja parpadeó cerca de la moldura de la cornisa. Justo cuando la alarma empezaba a sonar en toda la casa, Colt pulsó el botón de entrada para desconectarla. El sonido cesó, pero ya era tarde.
Se aplastó contra la pared y aguzó el oído, conteniendo el aliento. Creyó oír voces lejanas, pero después cayó en la cuenta de que las voces iban acompañadas de música que se colaba por la puerta abierta. Era la fiesta del otro lado de la bahía. Después oyó un sonido bajo y atronador, el cual provocó que contuviera el aliento de nuevo, mientras intentaba identificarlo. Esta vez era el compresor de un refrigerador.
—Salgo —susurró Colt en la radio, después de cerrar la puerta que daba a la piscina y ponerse las gafas de visión nocturna.
—Todo despejado —oyó en su auricular.
Colt se movió con celeridad como un gato desde el solárium hasta la cocina.
Gracias al equipo de visión nocturna, veía lo bastante bien para evitar obstáculos. Por haber estudiado los planos, sabía cómo se llegaba al dormitorio principal, que estaba justo encima de la cocina del primer piso, encarado al agua.
Por desgracia, las escaleras de atrás eran tan antiguas como la parte principal del edificio, construido en los años veinte, y no demasiado robustas. Mientras Colt subía a toda prisa, produjo diversos crujidos y chirridos que le obligaron a detenerse al llegar al segundo piso. Se quedó escuchando. Además del compresor de la nevera, solo oyó ronquidos tranquilizadores procedentes del dormitorio principal.
Colt permaneció inmóvil un minuto entero. Los ronquidos no se alteraron, ni percibió otro tipo de sonidos. Estaba a punto de avanzar hacia la puerta de la habitación de matrimonio cuando oyó que su auricular cobraba vida.
—Houston, tenemos un problema.
El código de Grover para anunciar que debían abortar la misión.
—Diez-cuatro —respondió Colt, lo cual significaba que había recibido el mensaje, pero no podía conversar.
—Intruso acercándose por el lado derecho del edificio. Debe de ser una comprobación rutinaria. No tiene prisa. Le veo con toda claridad. Se alterará si ve a los perros o me ve a mí.
—Procedo —contestó Colt.
Siguió avanzando, llegó a la puerta de la habitación principal y examinó el interior. Lo primero interesante que detectó fue una cuna. Avanzó y vio la cama. Era de tamaño gigante, con una hornacina encima que albergaba una estatua de la Virgen María con el niño. La hornacina estaba iluminada con una tenue luz, que hacía las veces de lamparilla de noche. Había dos personas en la cama, seguramente Louie Barbera y su mujer. Tras otra breve pausa para comprobar que ambos estaban dormidos, Colt cruzó la gruesa alfombra hasta la cuna y vio por primera vez a J. J. En la oscuridad, y utilizando sus gafas de visión nocturna, el pelo del niño parecía gris verdoso en lugar de rubio, tal como se lo habían descrito, pero su cara era tan angelical como le dijeron. Estaba tumbado de espaldas con los brazos a los lados y los puños junto a la cabeza.
—Ha dejado atrás la pista de tenis sin problemas —dijo Grover—. Ahora enciende un cigarrillo. De momento, todo bien.
Colt miró hacia la cama, que se encontraba a menos de tres metros de distancia. Aunque las probabilidades de que les oyeran eran ínfimas, se sintió alarmado debido a la cercanía. No obstante, no quería abortar la operación en aquel momento, de modo que se volvió hacia el niño. Sacó el cuentagotas que antes había llenado con la cantidad exacta de Versed y desenroscó el tapón. Se inclinó sobre la cuna e introdujo el extremo del cuentagotas en la boca del niño.
—Va hacia el extremo de la piscina del edificio —dijo Grover, vacilante—. Sigue adelante. Gracias a Dios que las luces de la piscina están apagadas. Parece satisfecho de que todo esté en orden. Ahora baja por el lado izquierdo hacia el lado de la calle del recinto.
Poco a poco, Colt apretó la perilla del cuentagotas e introdujo la solución en la boca de J. J. Casi al instante, el bebé reaccionó chupando el cuentagotas. «Eso es, pequeño», dijo Colt en silencio, sabiendo que se estaba aprovechando de los reflejos de J. J. Después de hacer sitio en la bolsa durante unos segundos, Colt levantó al niño de la cuna y lo introdujo dentro. Tal como esperaba, no se quejó ni emitió el menor sonido. Colt estaba a punto de colgarse la bolsa al hombro cuando Louie Barbera tosió estentóreamente, lo cual provocó que tanto él como su mujer se despertaran.
—¿Te encuentras bien, querido? —preguntó la señora Barbera.
—Sobreviviré —dijo Louie. Sacó las piernas de debajo de las mantas, se sentó en el borde de la cama y plantó los pies en el suelo.
Colt se quedó petrificado, salvo por la mano izquierda, con la cual extrajo la pistola de dardos del cinturón.
—¿Te vas a levantar? —preguntó la señora Barbera mientras se arrebujaba bajo las sábanas.
—Un momento —respondió Louie.
—Comprueba que el niño esté tapado.
Louie gruñó algo acerca de que el mocoso recibía más atenciones que él, luego se puso en pie y a continuación se dirigió hacia la cuna.
Asombrado de que no le hubiera visto, Colt retrocedió cuando Louie se lanzó hacia él. Pensó en lo que debía hacer. ¿Debía esperar, en el improbable caso de que no se produjera un enfrentamiento, o debía actuar? La pregunta se contestó sola cuando Louie llegó a la cuna, se agachó y bajó la cabeza. Sin duda estaba confuso mientras su mano tanteaba con desesperación en el interior de la cuna sin encontrar nada.
Colt le disparó en el voluminoso culo un dardo de ketamina.
—¡Mierda! —aulló Louie al tiempo que se erguía. Arrancó el dardo de su nalga izquierda y trató de distinguirlo en la oscuridad.
—¿Qué ocurre? —preguntó la señora Barbera, porque el berrido de Louie había conseguido que se incorporara en la cama.
—¡Algo me ha picado! —gritó Louie con voz algo vacilante. Extendió el dardo hacia su mujer, pese a que era imposible que lo viera en la oscuridad. Después soltó la cuna con la intención de caminar hacia ella. No llegó muy lejos. Al cabo de unos pasos vacilantes, cayó de costado.
La señora Barbera saltó de la cama entre un remolino de gasa. En cuanto se inclinó sobre su marido, Colt disparó el tercer dardo de ketamina. La mujer soltó un grito que eclipsó el de su marido.
—Houston, tenemos otro problema. Dos hombres se acercan corriendo por el lado derecho de la casa. Tal vez se ha disparado una alarma silenciosa.
Colt se colgó la bolsa al hombro y cerró la cremallera. Por suerte, J. J. no emitió el menor sonido.
—Han descubierto el segundo perro —dijo Grover en tono perentorio—. Hombres con armas desenfundadas corren hacia la terraza. No intentes salir por donde entraste. ¡Aborta, aborta!
Con las gafas de visión nocturna todavía puestas, Colt corrió desde el dormitorio hasta el vestidor, y del vestidor salió al pasillo del segundo piso. En ese momento se encendieron las luces de la cocina.
—Solo un hombre ha entrado en la casa —dijo Grover—. El segundo se ha quedado vigilando en la terraza.
Colt corrió por el pasillo y entró en un dormitorio de la derecha. Cerró la puerta con llave a su espalda, pero sabía que la cerradura era muy endeble y no detendría a un perseguidor decidido ni un segundo.
—Saliendo por el dormitorio del segundo piso a la derecha. Liquida al de la terraza. Dispón la barca para una huida rápida. Apunta al blanco.
Colt quitó el anclaje y extendió sus brazos. Llegó a la ventana y levantó el bastidor. Después alzó la contraventana. Asió un trozo de cuerda ceñida a su costado y sacó el bulto, antes de sujetar el extremo al anclaje, que solo abarcaba la abertura de la ventana. Puso la bolsa delante y después sacó una pierna, manteniendo la tensión en la cuerda sujeta al ancla. Sacó la otra pierna y bajó a rápel por el lateral del edificio.
Una vez en el suelo, Colt desenganchó la Uzi del cinturón y corrió hacia la orilla del agua. Cuando pasó ante la pista de tenis, vio al perro anestesiado. Llegó al borde de la casa, aminoró la velocidad, colocó la Uzi a la altura de la cintura, preparada para disparar, y saltó adelante. La precaución fue innecesaria. Grover había seguido su sugerencia. El secuestrador estaba despatarrado en la terraza con un limpio agujero en mitad de la frente, sin duda más trabajo para el equipo jurídico si los raptores estaban lo bastante locos para llamar a la policía.
Colt bajó corriendo los peldaños desde el nivel de la piscina, atravesó el jardín y después recorrió el muelle. Grover había dejado la barca a la vista. Cuando Colt llegó, el motor ya estaba en marcha. Luego puso la bolsa delante de él y saltó a la barca, mientras Grover aceleraba. Una vez más, dejó apagados los faros.
Casi sin aliento, Colt abrió la cremallera de la bolsa. J. J. estaba acurrucado contra unas toallas, dormido como un bebé, ignorante de que había vuelto a cambiar de manos.
—¡Has sido un socio excelente, amiguito! —gritó Colt al niño sobre el ruido de la zodiac.
Colt miró hacia la casa y vio unos destellos.
—¡Nos disparan! —gritó a Grover, quien inició una maniobra evasiva, aunque ni Colt ni él la juzgaron necesaria mientras estuvieran en el río. Su plan era dirigirse hacia el norte, en dirección a la orilla opuesta, hasta que la barca, baja y negra, ya no fuera visible, y entonces desviarse hacia el este, por donde habían venido.
Faltaba un cuarto de hora para las cuatro cuando Colt frenó ante la casa de Laurie y Jack. El vecindario estaba en silencio, sin un peatón o perro a la vista. De no ser por las farolas de la calle, habría reinado la negrura más absoluta, pues la luna había desaparecido. La casa estaba también a oscuras, salvo por una sola luz encendida en el dintel de la puerta principal.
Grover bajó y abrió la puerta de atrás. Se agachó, echó un vistazo a J. J., quien todavía continuaba dormido en la bolsa, y la sacó del vehículo. Cuando Colt se acercó, le entregó al niño.
—Esta noche eres tú quien merece los honores. Comparado contigo, yo he sido un simple espectador.
—Has tenido tus momentos —dijo Colt—. Abatir al primer perro y al secuestrador de la terraza lo ha hecho posible.
—Eres demasiado generoso, pero gracias.
Se lo tomaron con parsimonia mientras subían la escalinata. Al llegar a la puerta, se detuvieron con la bolsa entre ambos.
Grover apretó el timbre durante un minuto entero. Después de soltarlo, volvió a bajar la escalera y alzó la cabeza. Una sola ventana estaba iluminada. Grover bajó y se situó donde había estado antes. Por fin, Jack y Laurie abrieron la puerta.
—Señor Collins y señor Thomas —dijo Jack, sorprendido y no sorprendido al mismo tiempo—. Llegan sumamente pronto o sumamente tarde. ¿En qué puedo ayudarles?
Prefería no hacerse cábalas.
—Creo que hemos encontrado algo que les pertenece —dijo Colt. Levantó la bolsa y la depositó sobre las manos extendidas de Jack. Como la cremallera ya estaba abierta, se limitó a apartar los lados de la bolsa y vio a su angelical ocupante.
Laurie, que intentaba refrenar sus esperanzas por temor a llevarse una decepción, salió y echó un vistazo a la bolsa. Aunque chilló de placer, al principio no quiso levantar a su hijo por temor a estar viendo un producto de su imaginación. Pero su reticencia se esfumó enseguida, y su confianza aumentó hasta el punto de introducir las manos en la bolsa, sacar al niño dormido y apretarlo contra su pecho.
Medio riendo y medio llorando, Laurie bombardeó a Grover y Colt con preguntas, mientras J. J. continuaba durmiendo en sus brazos.
—Mañana o pasado ya habrá tiempo de contestar a sus preguntas. De momento, digamos que una mujer que, al parecer, le quería mucho, lo ha tratado extraordinariamente bien.
Con una enorme sonrisa en el rostro, gracias al veloz y feliz giro de los acontecimientos, Jack preguntó a los dos consultores de secuestros si querían entrar en casa, pero Grover y Colt declinaron la invitación, diciendo que debían devolver todo el material a CRT antes de despertar a su equipo jurídico e ir a ver a la policía.
—Hemos de confesar los pecados cometidos durante el rescate de J. J., mejor antes que después, aunque no pensamos admitirlos todos —dijo Grover, y guiñó un ojo—. Gracias por darnos la oportunidad de devolverles a su hijo.
—¿Nos está dando las gracias? —preguntó Jack con incredulidad.