Sábado, 27 de marzo de 2010, 13.00 h
—Estamos preparados —anunció Grover después de colocar el soporte de la intravenosa al lado de la cama. Estaban en el dormitorio más pequeño de la casa de Woodside. Sobre la cama había un tablón de contrachapado de dos centímetros de espesor, de unos dos metros de largo por sesenta centímetros de ancho, con una tablilla de sesenta centímetros que sobresalía por un lado. Una bolsa negra que contenía una serie de medicamentos y jeringuillas descansaba sobre la mesita de noche, junto con un rollo nuevo de cinta americana.
—Es hora de traer a nuestro invitado —dijo Colt. Grover y él llevaban guantes de látex tanto para protegerse como para no dejar huellas en la casa, que había sido alquilada bajo un nombre falso con dinero en metálico. El lema de CRT era: toda precaución es poca.
Volvieron a la furgoneta y desenrollaron a Duane, quien parecía aterrorizado, tal como habían supuesto.
—Arriba —dijo Colt, mientras sentaba al hombre—. Nos vamos de fiesta.
Al principio, Duane intentó resistirse a salir de la furgoneta, hasta que Colt sacó la pistola de debajo de la chaqueta. Duane cambió al instante de actitud y salió con movimientos desmañados. Con Grover delante, seguido de Colt, sacaron al tembloroso hombre del garaje, que olía a petróleo, subieron la escalera y entraron en la pequeña habitación. Cuando Duane vio el tablón sobre la cama y la intravenosa, intentó resistirse de nuevo y empezó a forcejear.
—Basta de peleas —dijo Grover, y empujó a Duane hacia la cama—. Vamos a hacer lo que nos dé la gana, colabores o no, a menos que nos digas lo que queremos saber.
Duane hizo un esfuerzo por hablar.
—¿Estás intentando decir que quieres hablar con nosotros? —preguntó Grover. Clavó la vista en los ojos oscuros del hombre, mientras Duane asentía.
Grover miró a Colt con aire inquisitivo.
—Prueba —dijo Colt.
Grover cogió el extremo de cinta americana que cubría la boca de Duane, le dio un fuerte tirón y se llevó unos cuantos pelos del bigote. Duane chilló y apretó los dientes.
—¿Quiénes sois? —preguntó cuando se recuperó.
—Temo que eso carece de importancia —contestó Grover, con más acento inglés que nunca—. Tienes dos segundos para mostrarte colaborador.
—¿Qué significa ser colaborador?
—Significa decirnos dónde está el niño al que tú y tus cómplices secuestrasteis. Dinos dónde está o te obligaré a confesarlo. Tú eliges.
—No tengo ni idea de qué estás hablando.
—¿Qué estabas haciendo sentado en tu coche en la calle Ciento seis?
—Viendo un partido de baloncesto en la cancha del barrio.
Disgustado con la respuesta y la actitud, Grover lanzó un repentino golpe de kárate contra el cuello de Duane. Al principio, las rodillas del hombre cedieron, y habría caído al suelo si Grover no le hubiera sujetado por debajo de los brazos. Colt se anticipó a los movimientos de ambos y agarró las piernas de Duane, y juntos lo depositaron sobre la tabla de la cama. A continuación, vino la cinta americana, que Grover cogió de la mesita de noche. Mientras Duane todavía seguía aturdido por el golpe, Grover y Colt consiguieron sujetarle con cinta a la tabla.
—¡De acuerdo! —dijo desesperado Duane en cuanto pudo hablar—. Lo siento. No quería hacerme el listillo. Estaba vigilando una casa para comprobar que la mujer no saliera. Lo juro. Es lo único que estaba haciendo, comprobar que nadie salía de la casa.
—Demasiado tarde —replicó Grover—. No tenemos tiempo que perder.
Con la destreza que procura la práctica, Colt preparó una intravenosa.
—¿Qué coño estáis haciendo? —gritó Duane, mientras forcejeaba en vano—. ¿Qué me vais a poner?
—Comprueba mis cálculos —dijo Grover—. Son 0,7 miligramos por kilo. ¿Cuánto crees que pesa, unos ochenta kilos?
—Eso diría yo.
—Muy bien, eso significa cincuenta y seis miligramos —continuó Grover—. Que sean sesenta.
Introdujo la medicación en la jeringuilla, le dio unos golpecitos para eliminar las burbujas y se la entregó a Colt por encima del cuerpo de Duane.
—¿Qué coño me vais a poner? —repitió Duane. Tenía los ojos abiertos como platos. Colt, disgustado con el hecho de que todavía quedaba un poco de aire en la jeringuilla, la sostuvo en vertical y dio unos golpecitos, como Grover había hecho.
—¡No! —suplicó Duane—. ¿Qué es? ¿Qué efectos causa?
—Se llama Versed, si de veras quieres saberlo —dijo Grover—. Pero decírtelo es perder el tiempo, porque no vas a recordar nada de esto. Entre otras características, este fármaco es un maravilloso amnésico retrógrado.
—¿Qué coño es un amnésico? —clamó Duane.
Ni Grover ni Colt le hicieron caso. Colt utilizó el puerto de la intravenosa para inyectar la droga.
—Jesucristo que estás en los cielos —masculló Duane cuando vio que Colt volvía a tapar la aguja con el capuchón de plástico—. ¿Qué vais a…?
Duane había intentado formular otra pregunta, pero su voz enmudeció. Ya se había dormido.
—Cada vez que utilizamos este fármaco me quedo asombrado —dijo Colt, mientras devolvía la jeringuilla vacía a Grover.
—Es una droga maravillosa —admitió Grover. Cogió la primera jeringuilla después de llenar una segunda con diez miligramos de Valium, que utilizaría más tarde—. Comprueba si es fácil despertarle.
—¡Eh, Duane! —gritó Colt, al tiempo que le abofeteaba—. ¡Venga, despierta! —Le dio otra bofetada más fuerte y luego le aferró la barbilla y la sacudió—. ¡Vamos, chavalote! Vuelve a la tierra.
Los ojos de Duane se abrieron con una mirada extraviada.
—Caramba —dijo, con una sonrisa que iluminó su cara—. Qué… —empezó a preguntar, pero olvidó lo que estaba pensando.
Durante unos minutos, Colt le hizo preguntas inocuas, que Duane contestó con cierto humor. El único problema era que tenían que despertarle cada dos por tres.
—¿Qué está pasando con el secuestro? —preguntó de improviso Grover. Las anteriores preguntas habían sido de naturaleza más personal.
—Poca cosa —contestó Duane—. Todos estamos esperando a que empiece la diversión.
—¿Qué clase de diversión?
—Intentar pensar en cómo intercambiar al crío por los diamantes sin que nos pillen.
—No querréis que os pillen, desde luego —admitió Grover—. ¿Dónde está el niño?
—En casa de Louie.
—¿Louie qué?
—Louie Barbera.
—¿Dónde vive Louie?
—En Whitestone.
—¿Cuál es la dirección?
Duane no contestó. Colt le abofeteó varias veces, y sus ojos volvieron a abrirse a regañadientes.
—Te he preguntado la dirección de Louie —dijo Grover—. Louie Barbera.
—Powells Cove Boulevard, 3746.
Grover anotó a toda prisa la dirección.
—¿Quién se ocupa del niño? —preguntó.
—La mujer de Louie. Está encantada con el crío. Quiere adoptarle y no para de insistir a Louie al respecto. Louie quiere trasladar al chico.
—¿Adónde?
—No lo sé. A un lugar junto al río. Intentan poner calefacción en un viejo depósito.
Grover y Colt intercambiaron una mirada de complicidad sobre el cuerpo inmóvil de Duane.
—Un motivo más para intentar rescatarle esta noche —dijo Grover—. No queremos asaltar la casa y salir con las manos vacías.
—Me gustaría contar con un día como mínimo para ir a examinar el lugar —se quejó Colt.
—¡Lo haremos esta noche! No podemos correr el riesgo de desaprovechar la oportunidad. Ahora que tenemos la dirección, es preciso. Iremos esta tarde a echar un vistazo.
—Ir a echar un vistazo no sirve de nada —volvió a lamentarse Colt.
—Es un inconveniente que deberemos asumir. ¿Quieres hacerle alguna pregunta más a nuestro invitado?
—¡Duane! —gritó Colt, y le abofeteó con más fuerza que antes, como si fuera culpa de él que no pudiera contar con un día y una noche enteros para su investigación—. ¿Louie tiene perros?
—Dos. Dos dobermans con malas pulgas que vigilan el terreno.
—Mierda. Ya me parecía a mí que era demasiado bueno para ser cierto.
—Míralo por el lado positivo. Si alguien tiene perros grandes en su propiedad, es probable que sea descuidado con sus sistemas de alarma.
—Bien dicho —admitió de mala gana Colt—. Larguémonos de aquí y vayamos a ver la casa.
Recogieron su equipo y devolvieron a Duane a la furgoneta. Grover regresó para dar un último repaso y asegurarse de que no se dejaban nada, y después depositó las llaves sobre la mesa de la cocina.
Volvieron a la calle Ciento seis Oeste y Grover llamó al despacho. Descolgaron enseguida, porque en CRT había gente las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año.
—¿Eres Beverly? —preguntó Grover. Con los años, se había acostumbrado a identificar a las recepcionistas por la voz.
—Sí —contestó jovial Beverly.
—¿Está por ahí alguno de los investigadores?
—Sí, he visto a Robert Lyon hace un momento.
—¿Podrías enviarle un mensaje al busca y pedirle que me llame al móvil?
—Ningún problema. Lo haré ahora mismo.
Robert llamó enseguida.
—Necesito ayuda hoy —dijo Grover.
—¿Qué necesitas?
—Tengo la dirección de una casa de Whitestone, Nueva York. Averigua todo lo que puedas sobre ella. Conéctate con la web de la oficina catastral, a ver si tienen un plano disponible. También quiero saber quién es el propietario, y llámame de nuevo a este número en cuanto dispongas de más detalles. Esta noche allanaremos la casa, de modo que consigue la máxima información posible.
Dio a Robert la dirección y cortó.
Su siguiente llamada fue a Warren.
—Estamos en camino —dijo Grover cuando Warren contestó sin aliento—. Vamos a necesitar ayuda para meter otra vez al espía en su vehículo. Después de tantos nervios, está dormido como un tronco.
—Ningún problema. Aquí estamos todos jugando a baloncesto, como de costumbre. ¿Conseguiste lo que necesitabas?
—Creo que sí. Fue muy amable.
—Bien. ¿Cuánto tardaréis en llegar?
—Yo diría que entre treinta y cuarenta minutos. El tráfico de los sábados es relativamente fluido. Volvemos desde Woodside.
—Hasta luego —dijo Warren, y colgó.
Veinte minutos después, Colt giró en la calle de Jack y Laurie. Frenó detrás de la furgoneta de Duane. Grover bajó en cuanto Colt paró. Para no atraer demasiado la atención, Grover corrió hacia la cancha de baloncesto, en lugar de gritar desde el otro lado de la calle. Esperó a que el partido terminara y atravesó la alambrada de tela metálica para llamar a Warren.
—Flash y yo vamos enseguida —contestó Warren, en cuanto vio a Grover haciéndole señas.
Con cuatro personas, no hubo ningún problema en trasladar a Duane hasta su vehículo. A instancias de Grover, le depositaron en el asiento del conductor y sobre el volante.
—Está totalmente inconsciente —comentó Warren—. ¿Qué le habéis dado?
—Una droga llamada Versed —explicó Grover—. Y está a punto de recibir una inyección intramuscular de Valium. Queremos que duerma durante un buen rato, pero que parezca que está como una cuba. —Grover sacó una botella de vodka de la furgoneta y, cuando Colt le levantó, obligó al hombre a tomar un trago de licor, que se derramó en su mayor parte sobre la camisa de Duane—. Perfecto. —Volvió a enroscar el tapón en la botella y la tiró medio vacía sobre el asiento del pasajero—. Si sus cómplices vienen en su busca, le encontrarán comportándose como un borracho, pero jamás adivinarán que ha sido secuestrado y le han dado una droga que suelta la lengua.
—Pero él sí que se acordará.
—No —contestó Grover con seguridad, mientras administraba la inyección de Valium a Duane en el antebrazo a través de la camisa—. El Versed no solo te pone parlanchín, sino que provoca amnesia retrógrada. Tendrá suerte si se acuerda de que esta mañana se despertó.
—Muy logrado —dijo Warren.
—¿Podríais vigilar este vehículo, chicos? Me gustaría saber si sus cómplices aparecen. También su número de matrícula, sin levantar sospechas. No quiero que se enteren de que hemos estado aquí.
—¿Hasta cuándo quieres que vigilemos?
—Al menos, hasta las dos o las tres de la madrugada, pero sé que eso es pedir mucho. No obstante, lo agradecería, siempre que contéis con ganas y personal suficiente.
—Ningún problema. Esos hijos de puta mataron a mi prima y han secuestrado al hijo de Laurie y Jack. No me importa pasar la noche en vela si hace falta. Estaremos en la cancha hasta el anochecer. Después llamaré a los colegas que convocamos para hoy pero que no han podido hacer nada, para que vigilen esta noche.
—Siempre que no se dejen ver. Esto es muy importante. Si los secuestradores piensan que les están vigilando o siguiendo, se pondrán muy nerviosos, lo cual pone en gran peligro a la víctima. Si sospechan que las autoridades les van detrás, no dudarán en matar al rehén y se desharán del cadáver, que jamás será encontrado.
—Comprendido —dijo Warren, y era verdad.
Después de abandonar el barrio, y antes de dirigirse a Whitestone, Grover y Colt fueron a Midtown para pasar por la oficina. CRT ocupaba toda una planta en la calle Cincuenta y cuatro. Por lo general, era un hervidero de actividad, pero era sábado y, de los treinta y nueve socios, estaban trabajando en casos activos en ocho países, por lo que la oficina parecía un mausoleo.
—Robert me ha dicho que estaría en el comedor —dijo Beverly cuando Grover y Colt aparecieron. El supuesto comedor era una estancia sin ventanas, más adecuada para guardar trastos de limpieza que para comer. Había varias máquinas expendedoras de chucherías y un espacio para la máquina de café. Robert estaba solo, acunando un café mientras trabajaba en un ordenador portátil.
—¿Has tenido suerte? —preguntó Grover.
—No mucha, pero algo hay. En primer lugar, acertamos con la oficina del catastro, lo cual, debo añadir, fue una gran idea por tu parte. Tenían un plano rudimentario del solar y mejores planos del edificio, pues la propiedad experimentó una renovación y se revalorizó a gran escala después de que el actual propietario la comprara, hace una década.
—¿Utilizas la palabra «propiedad» literal o figuradamente?
—Literalmente. Abarca unas dos hectáreas y media. Es grande para la zona, con piscina, pista de tenis y un muelle.
—¿La propiedad da al río?
—Sí. Hay ciento veinte metros de fachada al East River. La casa mide más de tres mil metros cuadrados y abarca casi todo el terreno, salvo por la piscina y la pista de tenis. En mi opinión, eso es una propiedad.
—Estoy de acuerdo —admitió Grover—. Vamos a ver los planos.
Robert había impreso los planos de la oficina del catastro en papel de veinte por veintiocho. Colt guardó el plano del solar, pero le devolvió de inmediato el plano de la edificación.
—Hazme una copia al doble de tamaño. Tal vez tenga que buscar al niño y he de conocer la casa como la palma de mi mano.
—También tengo un callejero de la ciudad —dijo Robert, y se lo dio antes de ir a ampliar los planos de la edificación.
—Ajá —dijo Grover, después de echar un breve vistazo al plano. Robert había señalado la casa con una cruz roja—. Está en una calle sin salida.
—Eso no es problema —dijo Colt—. Nos acercaremos por el río. No vamos a quedarnos atrapados en una calle sin salida.
—¿Acercarnos en qué? No conseguirás que vuelva a meterme en el agua, de ninguna manera.
Unos diez años antes, Colt había insistido en utilizar equipo de buceo para acercarse a otra propiedad encarada al agua en Cartagena, Colombia.
—Alquilaremos algo similar a una zodiac y pararemos debajo del muelle. Tiene que haber un puerto deportivo en la zona.
—¿Con qué datos contamos sobre el propietario? —preguntó Grover a Robert cuando volvió con las ampliaciones.
—Escasos. Sale como propiedad de una compañía financiera panameña que paga los impuestos y servicios, pero cuando intenté investigar a la empresa panameña, descubrí que era propiedad de una empresa brasileña, etcétera, etcétera. Ya conoces la historia.
—Empresas fantasma —asintió Grover—. Otra señal de que este secuestro apunta al crimen organizado.
Colt consultó su reloj.
—¡Son más de las dos, Grover! Hemos de ir cagando leches a Whitestone, sobre todo ahora que hemos de alquilar un barco. Además, necesitaré tiempo para preparar un equipo de operaciones para lo de esta noche.
—Muy bien, vamos allá. Robert, si descubres algo más sobre la casa o el propietario, llámame al móvil. Esta operación ha de llevarse a cabo esta noche, así que haz lo que puedas.
—De acuerdo —dijo Robert.
—Otra cosa, Robert —dijo Colt—. ¿Has visto a alguien de logística esta mañana?
En CRT, logística significaba un solo hombre. Se llamaba Curt Cohen, y era un maestro en la obtención y mantenimiento de casi cualquier cosa en el mundo, sobre todo en la parcela de la electrónica y las armas, cualquier cosa que un gestor de riesgos, ex Fuerzas Especiales, necesitara para llevar a cabo su misión como asesor de secuestros.
—Curt estuvo aquí esta mañana, buscando algo especial para Roger Hagarty, que está en México trabajando en un caso.
—Muy conveniente —dijo risueño Colt—. ¿Puedes localizarle y pedirle que me llame? Yo también voy a necesitar cosas especiales.
—Será un placer —respondió Robert, muy contento.
—Vámonos —dijo Grover, al tiempo que asía el brazo de Colt y le empujaba en dirección a los ascensores—. Tú eres el que no para de quejarse de que vamos justos de tiempo.
En este segundo desplazamiento a Queens, optaron por utilizar el túnel Queens-Midtown. Mientras Grover conducía, Colt aprovechó el tiempo para estudiar los planos y aprendérselos de memoria.
—Creo que no te causará ningún problema localizar a J. J. —dijo Grover, consciente de lo que Colt estaba haciendo.
—Me alegro de que seas optimista, pero no quiero entrar allí e ir dando tumbos en la oscuridad.
—Más vale prevenir que curar, y perdona la expresión, pero si a la mujer le gusta tanto el crío, apuesto a que este estará en el centro de la habitación de matrimonio.
Cuando volvieron a salir a la luz del día, Colt repasó de nuevo los planos, pero el móvil le interrumpió.
—Soy Curt. Robert me ha explicado que necesitáis un equipo especial.
—Así es, una pistola de dardos cargada con suficiente ketamina para tumbar a un búfalo adulto en celo. Que tenga mira de láser verde. La verdad es que nos enfrentemos a un par de dóbermans.
—Muy divertido —dijo Curt—, pero una dosis de caballo no servirá de nada. Con dardos de ketamina, los animales no se desploman al instante, incluso si me paso en la cantidad. Eso es una leyenda urbana. El perro caerá al cabo de unos minutos, y puede que todavía siga siendo peligroso. No lo olvidéis.
—¿De modo que un perro podría devorarme varios minutos después de haberle disparado un dardo de ketamina?
—Me temo que sí. Puede suceder, a menos que quieras matar al perro.
—Gracias por la buena noticia. Además de la pistola de dardos, necesitaré mi habitual equipo de escalada, con varios metros de cuerda. Y un anclaje para escapar deprisa.
—Ningún problema. ¿Algo más?
—Una especie de bolsa para colgar al hombro capaz de aguantar unos veinte kilos.
—¿Muy grande?
—Como de un metro de largo y entre treinta y treinta y cinco centímetros de alto. Lo suficiente para alojar a un niño de año y medio. Ah, y un cuentagotas.
—¿Alguna arma especial?
—Dame algo pequeño y ligero, pero que haga mucho ruido y no tenga que apuntarlo.
—¿Algo así como una Uzi?
—Eso estaría bien.
—¿Qué más?
—Las herramientas habituales para un allanamiento de morada, como ganzúas, ventosas y cortadores de vidrio.
—¿Eso es todo?
—Creo que sí. Si se me ocurre algo más, te llamaré.
—¿Cuándo quieres recogerlo todo? Lo dejaré en el mostrador de recepción a tu nombre. ¿Gafas de visión nocturna?
—Gracias por recordarlo. Se lo preguntaré a Grover.
—Pues claro que quiero gafas de visión nocturna —se adelantó Grover, que estaba escuchando la conversación.
—La previsión meteorológica para esta noche habla de cielos despejados y luna entre cuarto creciente y luna llena —dijo Curt—. Por si no lo habías mirado.
—Aun así, quiero las gafas de visión nocturna —insistió Grover.
—Lo mismo digo —añadió Colt.
—Y también un rifle con mira telescópica de visión nocturna, por si persiguen a Colt cuando salga de la casa con el niño.
—Ni se te ocurra.
—Es mejor…
—Sí, lo sé, «prevenir que curar». ¡Dejémonos de tópicos, por favor! —suplicó Colt.
—¿A qué hora? —preguntó Curt, interrumpiendo a los dos agentes—. ¿A qué hora queréis tener preparado el material?
—A eso de las once. No entraremos en la casa hasta después de la una, o más tarde. —Os estaré esperando a las nueve. Si se os ocurre algo más, llamadme y haré lo que pueda.
—Gracias, Curt —dijo Grover, y Colt le imitó.