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Sábado, 27 de marzo de 2010, 9.16 h

No había sido una buena noche para Laurie ni Jack. En cuanto la casa quedó vacía, salvo por el único detective encargado del teléfono, sus temores regresaron multiplicados. El saber que su hijo se hallaba en poder de gente peligrosa, que tal vez le maltrataría, y sin poder hacer nada al respecto, era una tortura que jamás habían vivido. También hablaron de Leticia y de la tragedia que representaba, y de que su muerte sería una fuente de culpa para ellos durante el resto de sus vidas.

Laurie se durmió por fin a eso de las siete, después de un ataque de llanto particularmente largo, pero Jack no durmió en absoluto. A las siete y media tiró la toalla, se preparó una tetera y fue a sentarse al salón. Respiraba, pero eso era todo, pues su mente era como una hoja en blanco agotada.

Se hallaba en ese estado cuando el teléfono sonó. Jack contestó presa del pánico, no debido a quien pensaba que era, sino para que no despertara a Laurie.

—Hola —soltó.

—Quiero hablar con Laurie Montgomery-Stapleton —ordenó Brennan, que una vez más intentó adoptar un tono colérico y autoritario, como si tuviera motivos para sentirse desairado.

—Está durmiendo —contestó Jack. Aunque no había oído la voz del hombre la noche anterior, supo al instante con quién hablaba, lo cual le llenó de furia y resentimiento. Tuvo que reprimirse para no insultar al tipo.

—Hablará conmigo si sabe lo que le conviene a su hijo.

—Puede hablar conmigo. Soy el padre y el marido.

—He de hablar con ella, no con usted, sino con ella —insistió Brennan—. No me discuta. De lo contrario, iré al coche, traeré al pequeño hijo de puta aquí y se arrepentirá de haberme cabreado.

—De acuerdo —dijo Jack, muy poco complacido, pero sin querer exponer a J. J. a más peligros. Jack dejó el teléfono sobre la mesita auxiliar y volvió corriendo al dormitorio. Cuando abrió la puerta, Laurie estaba sentada en su lado de la cama. Se encontraba inclinada hacia delante, con la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre las rodillas.

—Lo siento. Es él, e insiste en hablar contigo.

Laurie asintió y apoyó la mano sobre el teléfono, pero no contestó enseguida. Respiró hondo para intentar prepararse. Sufría un tremendo dolor de cabeza, como si hubiera bebido hasta emborracharse la noche anterior.

—Hola —dijo Laurie, con una voz tan cansada como se sentía.

—Diga a su marido que, cuando vuelva a llamar, quiero hablar con usted y con nadie más. ¿Está claro? Insistió en que hablara con él. Dígale que si eso vuelve a ocurrir, le pasará algo al mocoso. Su hijo perderá algo, como ya dije anoche, como una oreja o un dedo, que me encantará enviarle para que se dé cuenta de que hablamos en serio.

—¿Mi hijo está con usted ahora?

—No, esta vez no. Está en el coche, pero esta tarde, cuando vuelva a llamar, le pondré al teléfono. Ahora voy a decirle lo que queremos. Recuerde, no acuda a la policía o el niño saldrá malparado. Queremos un millón de dólares, pero no en metálico. En metálico abultaría demasiado, y los billetes pueden estar marcados. Queremos un millón de dólares en diamantes de clase D. Nos da igual el tamaño, pero los diamantes han de reunir un valor combinado de un millón de dólares. En Nueva York son fáciles de conseguir. ¿Alguna pregunta?

—¿Qué hacemos si no tenemos un millón de dólares? —preguntó Laurie sin inmutarse.

—Usted y su marido son médicos. Pueden conseguir un millón de dólares.

—Todo nuestro dinero está invertido en nuestra casa.

—Me da igual —dijo Brennan, y colgó.

Laurie colgó poco a poco y miró a Jack.

—¿Has oído esta última parte de la conversación? —le preguntó.

—Lo suficiente.

—Parece que ese tipo me haya metido a la fuerza en un juego de rol.

—Creo que Grover tenía razón en lo de que estos tipos son novatos, y en que el rescate solo tiene una importancia secundaria. Por otro lado, ¿por qué ha insistido tanto en hablar contigo? Porque quiere asegurarse de que estás aquí y no en el IML.

—Es posible.

El hecho de que aquellos necios, fueran quienes fueran, retuvieran a su hijo y amenazaran con hacerle daño era lo único que preocupaba a Laurie, y deseaba con desesperación que volviera a casa.

—¿Te traigo algo? —preguntó Jack.

—No —contestó Laurie, mientras una ola de abatimiento la golpeaba.

—¿Por qué no vas a ducharte? Tal vez después te apetezca desayunar. Recuerda que no comimos nada anoche.

—No tengo hambre.

—Esa es la cuestión. ¿Por qué no te duchas? A lo mejor una ducha te despierta el hambre.

—Déjame en paz —replicó Laurie—. No quiero ducharme ni comer. Solo quiero seguir tumbada aquí.

—De acuerdo. Entretanto, yo bajaré a ver qué ha hecho el de la policía con esa llamada. ¿Te acuerdas de cómo se llama?

—No me lo dijeron, para empezar —comentó Laurie en tono abatido, y se dejó caer sobre la almohada. Le habría encantado dormir un poco, pero eso estaba descartado. Se sentía agotada, deprimida y exaltada, todo al mismo tiempo.

Jack bajó por la escalera al primer piso y llamó con los nudillos a la puerta del cuarto de invitados. Se abrió al instante. El agente de paisano se presentó enseguida. Era el sargento Edwin D. Gunner.

—Acabo de caer en la cuenta —dijo Jack en tono culpable—. No ha comido nada. ¿Le apetece desayunar?

—Un café bastará. No desayuno demasiado.

—¿Ha intervenido la llamada de hace un momento? Era el secuestrador.

—La intervine —dijo Edwin, y siguió a Jack escaleras arriba.

—¿La localizó?

—Por supuesto.

—¿Desde dónde llamó?

—Desde uno de los mil teléfonos públicos que quedan en la ciudad. Está en un Laundromat del Lower East Side abierto las veinticuatro horas. Enviamos un coche patrulla en cuanto terminamos de rastrearla, pero no sea optimista. El secuestrador debió de marcharse enseguida.

—Sin duda —contestó Jack. Fantaseó con la idea de estar sujetando algo similar a una llave inglesa en el momento en que el hampón colgaba el teléfono.