Viernes, 26 de marzo de 2010, 17.38 h
En la sala de familiares, Laurie, Jack y Lou se habían quedado en sus asientos. Lou fue el único que habló. Había dicho que quería una copia de la dirección y los números de teléfono de Ben. Laurie no había contestado, sino que había dado golpecitos con el dedo sobre el formulario de identificación terminado de Satoshi, como indicando que la información de contacto estaba allí.
Durante varios minutos nadie habló. Se miraban entre sí como perplejos. En el vestíbulo se oyó un repentino estallido de voces que se filtraron a través de la puerta cerrada. Nadie se movió, pese al aparente alboroto. Laurie fue la primera en romper el silencio.
—¿Qué pensáis, chicos?
—Un bicho raro —sugirió Jack—. Un bicho raro muy incómodo. Por una parte, parecía muy seguro de sí mismo, y por otra, la típica cuerda de violín a punto de partirse. En un momento dado se puso a temblar.
—¿Pudo ser porque identificó a Satoshi? ¿Fue una reacción de dolor? Yo también vi los temblores. Asimismo, recibí el mensaje de que estar aquí, hablando con nosotros, era lo último que deseaba en este mundo.
—Debería descalificarme a mí mismo —dijo Lou—. Ya le había visto antes.
—¿De veras? —preguntó Laurie, sorprendida—. ¿Dónde le habías visto?
—No me refiero a que le haya visto a él en concreto. He visto a esa clase de persona. Es uno de esos tipos estirados de la asociación de universidades privadas Ivy League. Actúan como si las normas no fueran con ellos.
—Ve con cuidado —advirtió Jack—. Yo también soy de esa cuerda.
—No me refiero a que sea igual que tú —explicó Lou—. Tú cuestionas algunas normas desde el ángulo de la filosofía progresista, en el sentido de si son lógicas y si sirven a todo el mundo por igual. Este tipo de individuo cuestiona las normas de una manera egoísta. Se pregunta si a él le convienen. Mientras gane dinero, todo va bien. Es un egoísta de tomo y lomo.
—Creo que sabe más de lo que dice —añadió Laurie.
—Sin duda —convino Lou—. Yo le habría hecho preguntas mucho más directas.
—No me faltaron ganas —dijo Laurie—, pero creo que no me habría salido con la mía. Vino aquí por decisión propia, y podía irse cuando le diera la gana. Tal vez algún día, cuando estés al mando, se te presente la oportunidad.
—Supongo que tienes razón. Te diré algo: aquí hay dos homicidios, y ordenaré que investiguen la empresa del doctor Corey con lupa. Tiene que existir una interesante explicación de por qué uno de sus empleados fue asesinado por varios profesionales del crimen organizado, sobre todo siendo todos ellos, víctima y asesinos, japoneses.
—Me parece una buena idea —dijo Laurie. Apoyó una mano sobre el antebrazo de Jack y le miró a los ojos—. Ya tengo bastante por hoy. ¿Qué dices tú? ¿Quieres dejar tu bicicleta aquí y volver a casa conmigo en un bonito, seguro y confortable taxi?
—No, gracias. Quiero tener la bicicleta en casa el fin de semana.
Jack se levantó.
—Eh, ¿qué hay de la carta amenazadora? —preguntó Lou.
—¡Claro! —dijo Laurie a la ligera. Pero no pensaba defender lo que, al pensarlo ahora, se le antojó una mala decisión. Comprendió que no tendría que haberla desechado sin más, aunque en aquel momento hubiera estado convencida de que era una de las típicas bromas de mal gusto de su marido. La elección de las palabras no era divertida de ningún modo, pero era tan diferente de las otras amenazas recibidas por correo que había puesto en duda su autenticidad al momento, y consideraba que era muy propia de la falta de madurez de Jack.
Laurie atravesó la puerta que conducía a la zona de recepción, seguida de Lou y Jack. Este estaba diciendo que ya tenía todas sus cosas en la bicicleta.
—Nos veremos en casa —dijo a Laurie—. Hasta la próxima —se despidió de Lou.
El capitán movió la mano sobre la cabeza para indicar que le había oído, y entonces tropezó con Laurie, que había parado en seco. Había un montón de gente en el vestíbulo, la mayoría de pie. Los empleados del IML ya habían empezado a salir después de despedirse de los demás y un nuevo grupo de gente había entrado. Como algunos de los recién llegados lloraban, era evidente que habían venido a identificar a un familiar fallecido. Otra empleada de identificación estaba parada junto a la puerta para ocupar la sala, mientras Laurie, Lou y Jack salían. El IML solo contaba con una sala de ese tipo. Laurie se disculpó por haber retrasado el procedimiento.
Jack, que todavía estaba hablando de bajar directamente a la planta del depósito de cadáveres en lugar de volver a su despacho, se había parado para no tropezar con Lou. Observó que Laurie se estaba desviando a la izquierda como paralizada. Siguió su mirada y vio a una mujer negra en el sofá. Tendría unos cuarenta y cinco años, facciones bien definidas y un rostro estrecho abrumado por el dolor. A su alrededor se amontonaban media docena de personas. Todas la estaban tocando en un intento de consolarla. Jack descubrió enseguida que la mujer le resultaba familiar, pero no recordó dónde la había visto.
Para Laurie, era muy diferente. La reconoció al instante, aunque solo la había visto dos o tres veces. Era Marilyn Wilson, la madre de Leticia Wilson.
Una sensación de pánico y miedo recorrió el cuerpo de Laurie como si la hubiera alcanzado un rayo. Laurie avanzó hacia Marilyn sin ver nada más. Nadie iba a detenerla. Con cierto esfuerzo, y provocando la irritación de varias personas, Laurie se detuvo delante de Marilyn. Se acuclilló, con la cara a la altura de la de ella, y preguntó a la mujer qué había pasado.
Al principio Marilyn miró a Laurie con una expresión de dolor en estado puro. Sus ojos estaban anegados en lágrimas.
—Soy Laurie —dijo, mientras intentaba penetrar el velo de angustia que rodeaba a la mujer—. ¿Qué ha pasado? ¿Es algo relacionado con Leticia o con alguna otra persona?
Mencionar el nombre de su hija obró un profundo efecto. En cuanto escapó de los labios de Laurie, dio la impresión de que la mujer despertaba de un sueño. Los ojos, que tenía clavados en la lejanía, convergieron y las pupilas se contrajeron. Cuando por fin reconoció a Laurie, su intenso dolor se convirtió en intensa ira.
—¡Usted! —chilló, lo cual asombró a todo el mundo, pero en particular a Laurie—. Usted es la culpable. ¡De no ser por usted, mi Leticia aún estaría viva!
Marilyn se levantó de repente del sofá, lo cual provocó que Laurie la imitara y retrocediera un paso.
La gente que había estado intentando consolar a Marilyn también se quedó estupefacta y retrocedió. Al instante siguiente, intentaron sujetarla, pero sin éxito. Marilyn, deshecha en llanto, consiguió plantar las manos a ambos lados del cuello de Laurie, y cuando separaron a ambas mujeres, los dedos de Marilyn se hundieron en la piel de debajo de la barbilla de Laurie, dejándole varias marcas rojizas, con algunas gotas de sangre.
Jack y Lou acudieron de inmediato en ayuda de Laurie, con el fin de comprobar la magnitud de las heridas. También acudió en su ayuda Warren Wilson, el compañero de baloncesto de Jack. Este, Laurie, Warren y la novia de Warren, Natalie Adams, eran amigos íntimos desde hacía más de una década.
Jack no tenía ni idea de que Warren estaba en la sala, hasta que apareció al lado de Laurie segundos después de la refriega. Empezó a explicar a Jack y Lou lo que estaba pasando, cuando Laurie se alejó como un rayo sin aviso ni explicaciones.
Con expresión firme y decidida, se abrió paso entre la multitud en dirección a la recepcionista.
—¡Déjeme entrar! —pidió Laurie al hombre de seguridad que estaba en el mostrador, antes de encaminarse hacia la entrada principal del IML. Agitó el pomo impaciente hasta que el guardia oprimió el botón adecuado.
—¡Laurie! —chilló Jack sobre el tumulto de voces. Se había despedido de Warren y Lou con un rápido «Ya vuelvo», en el momento en que Laurie se había alejado hacia la recepcionista sin más explicaciones. Jack consiguió llegar a la puerta antes de que se cerrara a espaldas de Laurie. La abrió y vio que ella casi había llegado al final del pasillo—. ¡Laurie! —gritó de nuevo, algo irritado porque no le estaba haciendo caso. Aumentó la velocidad y la persiguió. Cuando llegó al final vio que la puerta de la escalera se estaba cerrando. La abrió y oyó sus pasos que bajaban. Llegó al nivel del depósito de cadáveres cuando la puerta ya se estaba cerrando.
Laurie entró corriendo en la oficina. Uno de los técnicos estaba introduciendo en el sistema informático los datos de un cadáver recién llegado.
—¿Dónde habéis puesto los últimos cadáveres? —preguntó sin aliento.
—En el refrigerador principal —dijo el técnico. Intentó preguntar a Laurie a quién estaba buscando, pero Laurie ya se había ido y corría por el pasillo de baldosas de vinilo compuestas, mientras sus tacones repiqueteaban sobre la superficie similar a una roca. Jack la alcanzó cuando salía de la oficina.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó sin aliento—. ¿Por qué corres?
Laurie se limitó a negar con la cabeza para indicar que no deseaba hablar. Se concentró en girar a la izquierda en el pasillo con sus resbaladizos zapatos de suela de piel. Cuando llegó al refrigerador principal tuvo que detenerse. Aferró el grueso cerrojo, similar al de una cámara de frío, y abrió la pesada puerta aislante. Entró en el gélido y neblinoso interior, y encendió las luces, que consistían en bombillas desnudas dentro de cajas metálicas, las cuales arrojaban sombras que se entrecruzaban sobre las sucias y arañadas paredes blancas.
Jack entró también y dejó que la puerta se cerrara a su espalda con un chasquido. Se estremeció un momento a causa del frío. Laurie estaba bajando las sábanas de los cuerpos próximos a la puerta, con el fin de dejar al descubierto la cara y el pecho. Había casi veinte camillas colocadas en todos los ángulos, cada una con un cadáver amortajado.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Jack. Aún ignoraba lo que estaba haciendo Laurie, aunque tras haber visto a Warren arriba, en su cerebro estaba germinando una idea muy inquietante.
Laurie no contestó. Estaba concentrada en dejar al descubierto el rostro de cada cadáver. Tenía que mover las camillas a un lado mientras se desplazaba.
Por fin encontró lo que buscaba. Cuando bajó una sábana, contuvo el aliento. No cabía duda de que era Leticia Wilson, con la vista clavada en el techo. Su rostro pálido y cetrino parecía acurrucado sobre un cúmulo de pelo oscuro rizado. El único defecto, aparte de la palidez, era una pequeña herida ovalada en el centro de la frente, que el ojo experimentado de Laurie calculó dirigido hacia la base del cerebro.
Laurie se cubrió la boca con las manos y se estremeció. Jack la rodeó con el brazo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó quejumbrosa Laurie.
—¿La de arriba era la madre de Leticia?
Laurie asintió como aturdida. No sabía qué pensar. ¿Era verdad lo que estaba sucediendo o una especie de broma macabra que su mente le estaba gastando?
—¡Vamos! —dijo Jack—. Hablaremos con Lou. Tenemos suerte de que esté aquí.
Jack sacó a Laurie de allí y la condujo hacia el ascensor.
—Te acompañaré a tu despacho, y luego iremos a buscar a Lou, ¿de acuerdo?
Laurie asintió sin hablar. Intentaba no pensar dónde estaría J. J. en aquel momento, qué estaba haciendo o cómo se encontraba. No era muy religiosa, pero se descubrió negociando con Dios su regreso sano y salvo.
—Intenta no pensar demasiado hasta que nos aconsejen algo —dijo Jack cuando llegaron a su despacho, como si hubiera leído sus pensamientos. Después de quitar la foto de J. J. del escritorio y guardarla en un cajón, la obligó a sentarse.
Jack volvió a la zona de ingresos, donde había bastante menos gente. Los familiares habían pasado a la sala de identificación, y otros visitantes se habían marchado. Jack encontró a Lou y Warren sentados en el sofá. Ambos se pusieron en pie cuando le vieron.
—Lo siento —dijo Lou en cuanto Jack se acercó—. ¿Cómo lo lleva Laurie?
Jack agradeció la atención de Lou y dijo que Laurie estaba muy preocupada, pero que aún aguantaba el tipo.
—Acabo de saber qué es lo que ha pasado —dijo Lou—. Han secuestrado a J. J. Si te sirve de consuelo, la policía se lo ha tomado muy en serio y ha dado prioridad al caso, con todo lo que eso implica. Hasta el jefe de policía ha sido informado. Todo el cuerpo va a participar, y ya han declarado la Alerta Ámbar. Toda la ciudad estará sobre aviso. Acabo de hablar con el agente encargado del caso. Se llama Bennett, Mark Bennett. La Brigada de Casos Graves ha solicitado ayuda a los detectives del Manhattan North Borough. Es un buen hombre, y deberías alegrarte de que esté al mando. Hay más gente en el equipo, pero Mark es quien manda y quien lo organizará todo.
—¿Y el FBI?
—También ha sido avisado. Todo el mundo se lo ha tomado muy en serio.
—¿No cabe duda de que es un secuestro?
—Ninguna. Un homicidio y un secuestro. Aunque parezca sorprendente, solo hubo un testigo: una madre con su hijo pequeño. Se dirigía al parque infantil de la calle Cien cuando vio a un pistolero dirigirse hacia vuestra niñera, dispararle y, junto a cuatro cómplices más, marcharse tranquilamente con J. J. y el cochecito en dirección a una furgoneta blanca que estaba esperando. Ya han encontrado la furgoneta, gracias a la Alerta Ámbar. Estaba abandonada en Garden City, y la remolcaron hasta un laboratorio de la policía científica para que la registraran de arriba abajo.
—¿Obtuvieron algo interesante en la escena del crimen?
—La unidad de la policía científica sigue trabajando en el lugar de los hechos. Si hay algo que encontrar, lo encontrarán. No he visto este tipo de movilización en años. El interés del público será enorme.
—¿Alguna demanda de los secuestradores?
—Ni una palabra, lo cual considero inquietante. Las demandas son esperanzadoras, ya me entiendes.
—Me lo imagino.
—Hemos de negociar con esos hijos de puta.
—¿Por qué no nos avisaron antes? —preguntó Jack. No estaba acusando, solo preguntando.
—Al principio, las primeras personas en llegar ignoraban la identidad de J. J., como también la de la canguro. No llevaba identificación alguna. Averiguaron quién era gracias a su móvil, y hasta eso fue más difícil de lo habitual.
—Volvamos con Laurie. No quiero que esté sola demasiado rato. Si la conozco bien, se estará culpando de la desaparición de J. J.
Jack se volvió para despedirse de Warren, pero este habló en aquel momento.
—Sé que es un momento difícil, pero me gustaría acompañarte. Quiero explicar a Laurie que la familia no la considera responsable de la muerte de Leticia, pese a lo que dijo mi tía Marilyn. Es evidente que está desquiciada.
Aunque Jack estaba frenético y no pensaba con gran lucidez, intentó considerar la petición de Warren en función de los intereses de Laurie. Casi al instante pensó que sería beneficioso para ella escuchar lo que Warren quería decir. Cualquier cosa que impidiera a Laurie hundirse en el abatimiento sería positiva.
—¿Tienes que hablar con alguien antes de salir de aquí?
—No.
—¡Pues ven con nosotros!
Mientras subían en el ascensor, Warren contó a Jack lo que sabía, mientras Lou llamaba de nuevo a Mark Bennett para comunicarle que los Stapleton ya estaban enterados de la desaparición de su hijo. Lou intentó hablar en voz lo más baja posible.
—¿Dónde están en este momento? —preguntó el detective Bennett.
—Aquí, en el IML.
—Diles que vayan a casa de inmediato. Los secuestradores no se han puesto en contacto con nosotros, lo cual me preocupa. Espero que inicien el contacto llamando a casa de los Stapleton, y quiero que pinchen la línea para poder escuchar lo que digan y localizar la llamada. Como ya sabrás, en casos de secuestros de niños sin que pidan algo a cambio, el setenta por ciento mueren durante las tres primeras horas.
—Gracias por la información —dijo Lou, procurando que Jack no escuchara la conversación, convencido de que no podía comunicar aquella estadística a Laurie y Jack.
—Solo quería que lo supieras, pues has dicho que vas a estar con ellos —añadió Mark.
—Les llevaré a casa ahora mismo —prometió Lou—. Si quieres hablar antes conmigo, ya tienes mi móvil.
—Sí, pero iré en persona a casa de los Stapleton para asegurarme de que todo salga bien.
—¿Quieres hablar con ellos para explicarles todo cuanto se está haciendo para recuperar a su hijo?
—Por supuesto. Puede que llame a Henry Fulsome y le diga que se deje caer también por allí. ¿Conoces a Henry?
—Me parece que no.
—En mi opinión, es el mejor negociador de crisis del NYPD. Ostenta un récord del cien por cien de casos resueltos con rehenes sin la pérdida de una sola vida.
—Les encantará oír eso. Por otra parte, significa dejar bien claro que debemos negociar una situación con rehén.
—En eso tienes razón. Pongámonos manos a la obra. No hay tiempo que perder.
Al entrar en el despacho de Laurie, los tres hombres la encontraron sentada al escritorio, pálida y demacrada, pues ya había comprendido la magnitud de la situación. Sostenía la carta amenazadora, que pasó sin palabras a Lou. Después de releerla, se sentía todavía más avergonzada por no haberla tomado en serio. Lou la leyó a toda prisa y sacudió la cabeza.
Warren se acercó a Laurie cuando ella se levantó. Se abrazaron un momento, y Warren se disculpó por el comportamiento de su tía. Laurie logró darle las gracias y dijo que lo comprendía.
—Voy a quedarme esta carta —dijo Lou—. Y ahora, vamos a vuestra casa. Por el camino os explicaré lo que está pasando.