Viernes, 26 de marzo de 2010, 16.05 h
Para Ben el día había pasado de un extremo a otro. Había empezado como uno de los mejores de su vida. Salvo por la constante preocupación acerca del paradero de Satoshi y la pregunta de por qué no había llamado, pocas veces se había sentido Ben tan feliz y optimista. Se había arriesgado al abandonar su lucrativo puesto de ejecutivo en su antigua empresa de biotecnología. Había vivido días de duda, lucha y decisiones difíciles. Pero aquella mañana pensó que todo había valido la pena. Su empresa recién nacida se encontraba en la envidiable posición de haber firmado un acuerdo de licencia en exclusiva para controlar lo que consideraba la patente clave para la comercialización de células madre pluripotentes inducidas. Ahora estaban iniciando las diligencias para adquirir otra nueva empresa, cuya propiedad intelectual incluía la mejor patente para la producción de células madre. Y tenían acceso a capital ilimitado, al parecer.
A las cuatro y pocos minutos, todo aquel optimismo se había evaporado como una bola de nieve en una tarde de agosto. Ben ya no se sentía pletórico, sino que estaba confuso y angustiado, casi aterrorizado. En lugar de estar en casa como había pensado, relajado y a la espera de su carrera del día siguiente, se encontraba en su coche, volviendo por el puente George Washington, camino del Instituto de Medicina Legal. Su misión era examinar un cadáver no identificado, y sospechaba que sería el de Satoshi Machita. La empleada con la que había hablado, Rebecca Marshall, dijo que el cadáver había llegado a las seis y media de la tarde del miércoles, después de que la víctima se desmayara en un andén del metro.
También había descrito a la víctima como de edad comprendida entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años, de unos sesenta kilos y metro setenta, de facciones asiáticas y pelo muy corto, todo lo cual encajaba con la descripción de Satoshi.
Mientras conducía por FDR Drive, rodeado por el lujoso interior tapizado de piel del Range Rover, Ben se esforzaba por pensar. Por lo general, consideraba que conducir favorecía la meditación, gracias al zumbido del motor y el hipnótico desfilar de la carretera, lo cual bloqueaba otros pensamientos. Necesitaba pensar mientras todavía mantuviera el control de los acontecimientos. Muchas cosas habían sucedido durante las últimas horas.
El día se truncó en cuanto percibió el olor a putrefacción y descubrió los cadáveres en la casa de Fort Lee. Había sido un hallazgo terrorífico e impresionante. Salvo por el rescate del pequeño Shigeru, se arrepentía de haber ido a casa de Satoshi. Tal vez habrían tardado meses en descubrir los cuerpos y ahora no estaría metido en un lío, un lío que empezó en cuanto llegó la policía.
Solo por entrar en la casa y contaminar la escena del crimen, Ben había pensado que quizá sospecharían de él, pero estaba seguro de que tales sospechas se disiparían de inmediato. Lo que Ben jamás había imaginado era que le considerarían sospechoso y una amenaza desde el primer momento.
Después de llamar al 911, Ben se quedó sentado en el coche, a la espera de que llegaran las autoridades, mientras daba de beber a Shigeru pequeños sorbos de agua. Estaba concentrado pensando en lo que le iba a caer encima por haber descubierto el asesinato de la familia de Satoshi. No le cabía la menor duda de que se convertiría en un acontecimiento mediático y desencadenaría una investigación masiva. Si bien no había encontrado el cadáver de Satoshi entre los demás, pensó que quizá estaría en otra parte de la casa. Para Ben, el asesinato múltiple apestaba a crimen organizado, tal vez relacionado con las drogas, y creía que las autoridades lo enfocarían desde ese punto de vista.
La idea de estar implicado en una investigación importante era anatema, y más en esta en concreto. La relación de Ben con Satoshi le salpicaría a él y a iPS USA. No tenía ni idea de lo que podía o debía hacer.
Cualquier investigación seria sobre iPS USA sería terrible. La realidad económica de los tiempos actuales había obligado a Ben a aceptar dinero sucio. Al principio fueron cantidades relativamente pequeñas, que procuró devolver lo antes posible. Pero a medida que transcurría el tiempo y la economía no se recuperaba, la tentación de pedir cantidades más elevadas aumentó. Era cuestión de oportunismo. Como otras víctimas de la recesión, tuvo dificultades para encontrar capital justo cuando más lo necesitaba. Fue entonces cuando sucumbió a la presión constante de Michael, en el sentido de que había capital a su disposición y que no había el menor problema en intercambiar dinero por acciones en lugar de pedirlo prestado. Hasta Vinnie Dominick y Saboru Fukuda le habían tranquilizado al respecto, explicando que era imposible seguir el rastro de su dinero, gracias a cinco o más empresas fantasma localizadas en los habituales países con peor reputación financiera del mundo, donde reinaban el secretismo y la corrupción, y cuyos gobiernos no habían firmado el Tratado de Asistencia Legal Mutua.
Mientras Ben permaneció sentado en el coche con Shigeru, preocupado por la investigación inminente, el sonido de las sirenas que se acercaban había ido abriéndose paso en su cerebro poco a poco. En un primer momento apenas se fijó, pero sus frecuencias aumentaron enseguida de potencia, hasta que la flotilla de coches patrulla con las sirenas a todo volumen apareció en el retrovisor de Ben. Primero sintió la tentación de bajar para esperar su llegada, pero luego vaciló. Daba la impresión de que se acercaban a tal velocidad que Ben temió por su seguridad. Y estaba en lo cierto. Asombrado, vio que los coches salvaban la distancia entre ellos y él sin aminorar la velocidad, y después frenaban con un chirriar de ruedas, al tiempo que uno de ellos giraba sobre sí. Incluso antes de detenerse por completo, se abrieron las puertas y agentes de policía de Fort Lee bajaron con las pistolas desenfundadas. Fue como si pensaran que la masacre aún estaba teniendo lugar, aunque Ben había dejado muy claro por teléfono que había sucedido días antes.
Los ojos de Ben se dilataron de terror. Jamás había vivido algo semejante. Todas las pistolas le apuntaban, lo cual le llevó a temer que un movimiento o un ruido repentino le convirtiera en un colador. Intentó acurrucarse en su asiento, pero sin éxito. Los Range Rover estaban diseñados para facilitar la máxima visibilidad.
—¡Baje del coche! —gritó uno de los agentes—. Las manos abiertas y en alto.
—¡Poco a poco! —gritó otro agente—. Nada de movimientos bruscos.
—¡Hay un niño conmigo! —gritó Ben—. ¡Necesita atención médica!
—¡Baje del coche! ¡Ya!
—Ya salgo. Soy yo el que ha llamado al 911, por el amor de Dios.
—¡Al suelo! ¡Abra los brazos y las piernas!
Ben había obedecido, tras apartar latas de cerveza vacías y otros restos.
Al momento siguiente, varios policías corrieron hacia él y le cachearon. Tras comprobar que no iba armado, le esposaron y pusieron en pie. Ben vio que varios policías de Fort Lee subían corriendo hacia la casa con las armas desenfundadas, y desaparecían en el interior.
—¡Hostia, cómo huele! —dijo un agente, parado al lado de Ben, mientras arrugaba la nariz—. ¿Ha entrado?
—Sí. No quería, pero oí un ruido, que resultó ser este crío. —Ben utilizó la cabeza para señalar a través de la puerta abierta del conductor del Range Rover a Shigeru, cuyo rostro apenas podía verse dentro de la manta que lo envolvía—. ¿Por qué coño me han esposado? ¿Soy sospechoso? A juzgar por el olor, eso sucedió hace días.
El agente no contestó. Había llegado la ambulancia, con la sirena lo bastante potente para taladrar los oídos de Ben. Varios paramédicos bajaron; uno se dirigió a la parte posterior de la ambulancia para abrir la puerta y otro corrió hacia donde estaba Ben con sus dos guardianes.
—¿Dónde está el niño? —preguntó el conductor. Ben había pedido una ambulancia cuando llamó al 911.
—En el coche —respondió Ben antes de que la policía pudiera reaccionar—. Se encuentra bien —se apresuró a añadir—. Está deshidratado, pero sobre todo está aterrorizado. Ha estado escondido en una habitación secreta, a oscuras, desde que ocurrió la tragedia. Soy médico. Necesita una intravenosa. Necesita un análisis de sangre. Hay que examinar su función renal. —Ben se volvió hacia uno de sus captores, un agente uniformado que su placa identificaba como sargento Higgins—. Me gustaría acompañar al niño. Como ya he dicho, soy médico. Puedo volver aquí para que me interroguen después de que el niño se haya estabilizado.
—¿Es pariente del crío?
—No, pero…
Ben recordó en aquel momento los documentos que guardaba en la caja fuerte: los dos testamentos, uno firmado y otro no, y el documento del fondo fiduciario firmado, lo cual le convertía en fideicomisario de las patentes fundamentales de las células iPS. Para Ben, recordar la existencia de los documentos legales fue como un rayo de sol en mitad de una terrible tormenta. Aunque no era abogado, la idea de que tal vez podría decir algo acerca del futuro de las patentes no podía ser mala para las perspectivas de iPS USA y la necesaria perpetuación del acuerdo de licencia.
—Pero ¿qué? —preguntó el sargento Higgins.
—Pero seré el tutor del niño cuando se valide el testamento del padre.
—¿El padre es una de las víctimas de la casa?
—No que yo sepa. Solo vi a la madre.
—¿El padre está muerto?
—Tampoco lo sé —admitió Ben, lo cual le llevó a darse cuenta de que su intención de abandonar el lugar de los hechos con el niño era pura fantasía, aunque exhibiera el testamento firmado que obraba en su poder. Aceptó la realidad y se volvió hacia el paramédico—. Llévese al niño, cuyo nombre, por cierto, es Shigeru Machita, póngale una intravenosa, pero diga a las autoridades del hospital que pronto seré su tutor y que doy permiso para el tratamiento que le he descrito. Dígales también que iré en cuanto pueda.
—De acuerdo —dijo el paramédico, y rodeó el coche de Ben para acceder al asiento delantero del pasajero.
Ben vio que el paramédico levantaba al niño y volvía la cabeza al instante cuando el olor invadió su espacio vital. El paramédico transportó a toda prisa a Shigeru a la parte posterior de la ambulancia y lo entregó a su compañero, quien había vuelto al vehículo para acomodar al niño.
Por un momento, Ben se descubrió pensando en los problemas legales que se suscitarían. Shigeru, como el resto de su familia, era un inmigrante ilegal, sin constancia alguna de que hubiera entrado en el país. Su nacionalidad japonesa influiría en la decisión de un tribunal norteamericano sobre su futuro. Pero ¿dónde se encontraba Satoshi? ¿Estaba vivo o muerto? Si estaba vivo, los problemas legales serían menos. ¿Era posible que hubiera vuelto a casa, presenciado la masacre y huido para esconderse? Se le antojó improbable. Ben tenía la lúgubre sensación de que Satoshi, al igual que su familia, estaba muerto.
Cuando la ambulancia dio media vuelta en mitad de Pleasant Lane, llegaron más coches de policía, aunque sin la misma urgencia. Ben observó que estos coches patrulla eran del condado de Bergen.
Un momento después, un vehículo camuflado y varias furgonetas blancas pararon detrás de la policía del condado de Bergen. En un lado de las furgonetas se leía: DEPARTAMENTO DE PROTECCIÓN CIVIL DE NEW JERSEY, OFICINA DEL FORENSE. De un coche de policía salió un detective de paisano. Era de mediana edad y corpulento, con una mata de pelo castaño que empezaba a encanecer en las sienes. Estaba claro que era una fuerza vital. Era una de esas personas que irradiaba autoridad, determinación e inteligencia, de una forma serena y sin estridencias.
Caminó directamente hacia Ben, quien al instante se puso en guardia.
—Soy el teniente Tom Janow, de la policía del condado de Bergen —dijo. Sin esperar respuesta, se volvió hacia el sargento Higgins—. ¿Es la persona que llamó al 911?
—¡Sí, señor!
—¿Por qué está esposado?
El sargento Higgins hizo una pausa, desorientado por la pregunta.
—El teniente Brigs dijo que le cacheara y esposara.
—¿Por qué motivo?
—Bien… Porque el caso era un asesinato múltiple.
—Un asesinato múltiple acaecido al parecer hace uno o dos días, si no me equivoco —dijo Tom. Su voz era calmada y práctica, sin sombra de emoción o culpa.
—Bien, eso es cierto —admitió el sargento.
—¡Quítele las esposas! —ordenó con calma Tom.
Mientras liberaban a Ben, este observó la eficacia demostrada por la policía del condado de Bergen a la hora de realizar su trabajo. Mientras la policía de Fort Lee continuaba acordonando la zona, el contingente del condado de Bergen se preparaba para analizar el escenario del crimen. Además del detective de paisano, había un puñado de agentes uniformados, algunos investigadores del lugar del crimen y varios investigadores médico-legales de la oficina del forense del condado de Bergen. Los investigadores médico-legales estaban ocupados poniéndose trajes bioprotectores, algunos incluso con aparatos de respiración de circuito cerrado como Aqua-Lungs, con el fin de entrar en el edificio en cuanto la policía local lo declarara seguro. Había incluso un representante de la oficina del fiscal del distrito del condado de Bergen, quien había bajado de su coche camuflado para acercarse al teniente Janow, presentarse y pedir permiso para escuchar el interrogatorio de Ben, a lo cual el detective accedió en el acto.
—Siento lo de las esposas —dijo Tom en cuanto se las quitaron. Se había producido un pequeño problema con la llave.
Ben agradeció las disculpas de Tom. Aunque estaba preocupado por la situación cuando descubrió los cadáveres, la idea de que podían considerarle sospechoso nunca había madurado en su interior.
—No me consideran sospechoso, ¿verdad? —preguntó, al tiempo que se masajeaba las muñecas. Quería estar seguro por completo. Ya estaba bastante nervioso.
—Todavía no —dijo Tom—. ¿Qué le parece si hablamos en su vehículo? Será más agradable.
Como no estaba tranquilo del todo sobre si las sospechas recaerían en él, Ben accedió a utilizar su coche. El teniente se acomodó en el asiento del pasajero, mientras Ben lo hacía al volante. Por su parte, el investigador de la oficina del fiscal del distrito se sentó detrás.
Con la libreta y el bolígrafo preparados, Tom empezó con la habitual letanía de preguntas relacionadas con la identidad e historia de Ben, y escribió con rapidez mientras este hablaba. A medida que avanzaban, Ben admiró todavía más la profesionalidad del detective. El estilo de interrogar de Tom, sistemático, experimentado y relajado, dejaba claro que sabía lo que estaba haciendo, al tiempo que daba la impresión de no realizar el menor esfuerzo. Al cabo de pocos minutos, habían pasado de la identidad e historia personal de Ben a los hechos que condujeron a que hubiera ido a casa de los Machita aquel día en particular.
Cuando Tom hizo una pausa, Ben notó que estaba temblando, y confió en que no se notara. La sensación de que Tom era demasiado bueno en lo suyo le ponía cada vez más nervioso; temía que averiguase algunas cosas que prefería ocultar. Ben tenía muchas ganas de terminar el interrogatorio, pero decidió no manifestarlo por si el detective interpretaba su ansiedad por acabar como una señal de que tenía algo que esconder.
Había otro motivo para el nerviosismo de Ben: no había sido del todo sincero. De hecho, había mentido dos veces. La primera mentira deliberada se produjo cuando dijo que Satoshi Machita le había dado la dirección de su casa, y la segunda cuando afirmó que no tenía ni idea de cómo había encontrado Satoshi la vivienda.
En aquel momento, un policía del condado de Bergen había salido de la casa y llamó con los nudillos a la ventanilla del lado de Tom. Este bajó del coche, lo cual permitió que Ben se volviera y mirara al hombre delgado y con gafas sentado en el asiento de atrás. Por un momento, sus ojos se encontraron, pero ninguno dijo nada. La situación no animaba a intercambiar trivialidades. Cinco minutos después, Tom volvió a subir al coche. En cuanto cerró la puerta, reanudó el interrogatorio.
—Me han dicho que usted entró en la casa.
—Sí —admitió Ben—. Le aseguro que habría preferido abstenerme, pero me sentí obligado debido al niño. Había oído un sonido agudo desde la puerta. En aquel momento ignoraba que se trataba de un niño.
Otra mentira, y Ben ni siquiera sabía por qué la había dicho.
—¿Rompió el cristal de la puerta?
—No. Ya estaba rota cuando llegué. La puerta no estaba cerrada con llave.
—¿Reconoció a alguna de las víctimas?
—Solo a la esposa.
—¿Y Satoshi?
—No está, al menos eso creo, pero no bajé al sótano.
—No está —explicó Tom—. Me han dicho que todos los cadáveres están juntos en la misma habitación, alineados en el suelo: seis.
—Eso es lo que vi.
—¿Dónde está él? —preguntó Tom sin inmutarse, como si se interesara por un conocido.
—Ojalá lo supiera. Hace días que intento ponerme en contacto con él. Estaba ansioso por conseguir un espacio de laboratorio. Quería informarle de que lo habíamos arreglado. Como ya le he dicho, pasé por aquí para verle.
—¿Cuándo y dónde fue la última vez que le vio?
—El miércoles por la tarde. Tuvimos una pequeña celebración en la oficina después de firmar el acuerdo de licencia. Se fue pronto, porque quería volver a casa para celebrar la buena noticia con su mujer.
—¿Ese acuerdo de licencia era lucrativo para él?
—¡Inmensamente!
Tom hizo una pausa para pensar, y después anotó algo.
—¿Cree que Satoshi pudo ser el culpable, que mató a toda su familia, salvo al niño? —preguntó Ben.
—Si fuera un caso de violencia doméstica, podría pensarlo, pero lo dudo —repuso Tom—. Es demasiado limpio, demasiado profesional. Esto apesta a crimen organizado; me han dicho que los cadáveres están alineados como en una cadena de montaje, y eso no ocurriría en una escena de violencia doméstica. Parece un golpe relacionado con las drogas, pero eso no significa que no nos interese localizar al señor Satoshi.
—Hummm —dijo Ben. Aunque había llegado a la misma conclusión en lo tocante a que la matanza no era un caso de violencia doméstica, había decidido no ofrecer más opiniones o información a menos que se lo pidieran expresamente.
—¿Sabía que el asesino o asesinos se tomaron la molestia de llevarse cualquier cosa que pudiera identificar a las víctimas? De no haber sido por usted, no tendríamos ni idea de quiénes eran esas personas.
—No lo sabía —contestó Ben, cada vez más arrepentido de haber ido—. Sí vi que la casa había sido registrada de arriba abajo.
Ben sabía que el asesino o asesinos estaban buscando algo. Suponía que eran los cuadernos de laboratorio de Satoshi, pero no deseaba transmitir esa idea.
—¿Se ha esforzado mucho en buscar a Satoshi?
—Le he llamado repetidas veces a su móvil. Aparte de eso y de venir hoy aquí, no he hecho nada especial.
—Teniendo en cuenta el cuidado que pusieron los asesinos en llevarse toda posible identificación, si hubieran matado a Satoshi antes de venir aquí también se habrían deshecho de su identificación. ¿Se puso en contacto con Personas Desaparecidas, por si en el depósito de cadáveres tenían el cuerpo de un japonés que nadie había reclamado?
—Por supuesto que no.
Tom abrió la puerta, bajó y gritó a uno de los agentes uniformados que tuviera la bondad de acercarse. Cuando llegó el agente, Ben oyó que Tom le ordenaba volver al coche y llamar a la Brigada de Personas Desaparecidas de Nueva York, para preguntar sobre cualquier cadáver de un japonés sin identificar que hubiera aparecido durante los últimos días.
Tom regresó y subió al coche. Vio que Ben estaba consultando su reloj.
—¿Acaso le estamos distrayendo de algo importante?
—Pues sí. Estoy preocupado por el niño. ¿Sabe adónde le han conducido?
—El hospital más próximo es el de Englewood. Usted debe de conocerlo, puesto que vive en Englewood Cliffs. ¿Considera que el niño estaba grave?
—Aunque parezca sorprendente, no. Estaba deshidratado, pero no lo bastante como para causar daños en los órganos internos.
—Yo diría que debieron de llevarle al Centro Médico de la Universidad de Hackensack. Lo confirmaré. Entretanto, permita que le haga una pregunta. Por lo que usted sabe, ¿su empresa, iPS USA, mantiene alguna relación con el crimen organizado?
Ben se quedó estupefacto y, antes de poder reprimirse, aspiró una leve pero audible bocanada de aire. La naturaleza inesperada de la pregunta le había pillado desprevenido. Se recuperó al instante.
—¿Por qué nuestra empresa de biotecnología, que está intentando curar las enfermedades degenerativas por el bien de la humanidad, tendría algo que ver con el crimen organizado? —preguntó con la mayor calma posible—. Perdone, pero incluso formular esa pregunta es ridículo.
Tom enarcó las cejas.
—Es interesante que su respuesta a la pregunta sea otra pregunta, en lugar de un simple «no».
—No es raro que me sorprenda una pregunta que vincula mi empresa con el crimen organizado, cuando estamos hablando de que el crimen organizado está relacionado con este asesinato múltiple —dijo en defensa de sí mismo y de su respuesta—. Me he quedado de piedra. Creo que está claro que he llegado aquí en la inopia. Ni sabía nada de esta tragedia ni tengo nada que ver con ella.
Tom se tomó con calma la réplica de Ben, y en lugar de responder se limitó a repasar sus notas. Ben notó que su angustia aumentaba. Experimentó la sensación de que estaban jugando con él. Necesitaba marcharse. Necesitaba tiempo para pensar.
El agente encargado de llamar a Personas Desaparecidas golpeó con los nudillos la ventanilla de Tom. Este la bajó y le miró expectante.
—Tienen un cuerpo que se ajusta a esa descripción —dijo el agente—. Está en el IML de Nueva York.
—Gracias, Brian —contestó Tom. Miró a Ben y enarcó una ceja—. Creo que estamos haciendo progresos. —Se volvió hacia el agente—. Vuelva y pregunte adónde han llevado al niño de esta carnicería.
El agente hizo una especie de saludo antes de volver al coche patrulla.
—Tal vez, solo tal vez —comentó Tom—, hemos solucionado el misterio de Satoshi, que podría proporcionarnos información fundamental sobre la muerte de las seis personas de esta casa.
—Es posible —repuso sin entusiasmo Ben. Un momento antes había pensado que no podía estar más nervioso. Pero se había equivocado. No consideraba un paso adelante encontrar a Satoshi; muerto no, al menos.
—Le diré una cosa —continuó Tom, como si intuyera el estado mental de Ben—. Aún quiero hacerle más preguntas, pero dejaré que vaya a ver al niño. He de entrar y contemplar una escena que no me apetece en absoluto. Pero debe prometerme dos cosas: después de que haya visto al niño, quiero que llame y luego vaya en persona al IML de Nueva York para identificar el cadáver. Después, quiero que vuelva aquí o, si me he ido, se desplace hasta la comisaría de policía del condado de Bergen, que está también en Hackensack. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —contestó Ben, ansioso por marcharse.
—Espere un momento. Voy a confirmar adónde han llevado al niño.
Tom bajó del coche. Al mismo tiempo, lo hizo el investigador de la oficina del fiscal del distrito, quien había estado escuchando en el asiento de atrás.
«Cielo santo», se dijo Ben, una vez a solas. No le había gustado nada la conversación con Tom. Ben se estremeció al pensar en las cosas que había dicho y en cómo se había portado. Desde su punto de vista, había sido un interrogatorio puro y duro, en el cual no había brillado. En un repentino estallido de paranoia, Ben pensó que lo único positivo era que no le habían leído sus derechos constitucionales.
Ben se estiró y trató de calmarse. Al menos, la conversación, o lo que hubiera sido, había terminado de momento, y cuando se reanudara ya habría tenido tiempo de pensar.
Ben puso en marcha el coche cuando Tom volvió y se detuvo ante la su ventanilla.
—Tal como sospechaba, han llevado al niño al centro médico de la Universidad de Hackensack. Espero que todo haya ido bien. Tome mi tarjeta. Tiene mi número de móvil. Quiero que me informe de inmediato sobre la identificación del cadáver, tanto si es positiva como negativa.
—Espere un momento —dijo Ben, antes de que Tom se marchara—. Quiero sugerirle algo. Me preocupa que el niño pueda correr peligro. Quien asesinó a toda la familia también puede estar interesado en acabar con el niño, y si se entera de su existencia, tal vez quiera completar el trabajo.
—Bien pensado —admitió Tom—. Gracias por la sugerencia. Ordenaré ahora mismo que envíen una unidad para que se encargue de su protección.
El trayecto hasta el centro médico de la Universidad de Hackensack era bastante corto, y si bien tuvo que atravesar varias poblaciones pequeñas, Ben llegó al poco rato. Con su matrícula de médico, utilizó el aparcamiento reservado, cerca de la entrada de urgencias, aunque sabía que no debería hacerlo.
Aunque la visita de Ben a la vivienda de Machita había sido mucho más horrible y angustiosa, la visita al hospital no fue mucho mejor, teniendo en cuenta su estado anímico. Pero por preocupantes que fueran las muertes acaecidas en la vivienda (y si Satoshi había muerto), existía escaso peligro de que se produjera un cambio de situación en el acuerdo de licencia relativo a las patentes de iPS, algo que habría sido desastroso para la empresa. Gracias a la insistencia de Satoshi en hacer testamento, Ben guardaba un as en la manga, incluso sin la firma de la esposa. Tenía el testamento y el documento del fondo fiduciario de Satoshi, ambos firmados y cumplimentados, y el testamento creaba un fondo fiduciario para las patentes principales; además, el documento del fondo fiduciario nombraba fideicomisario a Ben. Todo ello ratificaba que él controlaría las patentes en nombre de Shigeru, lo cual significaba que el acuerdo de licencia no corría peligro.
Por desgracia, después de la visita al hospital la idea optimista de Ben sobre los asuntos legales sufrió un serio revés, y lo que antes le aportaba cierta tranquilidad, el testamento y el fondo fiduciario, ahora temía que fuera nada más que humo en vez de un respaldo a sus pretensiones.
Ben había entrado por la sala de urgencias y se presentó como el doctor Benjamin Corey para infundir más respeto, pues la sala estaba abarrotada. Por desgracia, la treta no funcionó con el agobiado administrativo de urgencias, y Ben se vio obligado a hacerse a un lado y esperar.
—Busco a un niño pequeño que ingresó hace poco —dijo Ben en tono autoritario una vez atrajo la atención del empleado—. Llegó en ambulancia. Se llama Shigeru Machita. Tendrá un año y medio de edad. ¿Sigue en urgencias o ya lo han ingresado?
El administrativo, vestido con pijama, estaba siendo acosado sin piedad por varios de sus compañeros de trabajo, pero se propuso atender a Ben hasta el final.
—No ha entrado ningún Shigeru Machita desde mediodía —dijo, cuando levantó la vista de la pantalla.
—Tiene que estar. La policía me dijo que lo habían traído aquí. ¿Podría haber entrado bajo otro nombre?
—En ese caso, dígame cuál.
—Por supuesto. —Ben se dio una palmada en la frente—. ¿Podría ser un nombre genérico, como Baby Jack?
—¡Sí, aquí hay uno! —dijo el empleado, y llamó a un compañero de trabajo parado al otro lado de la zona de ingresos, que se acercó al instante—. Es un Juan Nadie infantil. ¿Podría ser él?
—Tal vez. ¿A qué hora llegó?
—A las dos y veintidós minutos de esta tarde.
—Coincide. ¿Dónde está?
—Lo han subido a pediatría, habitación 4207.
—De acuerdo. ¿Cómo puedo ir?
El empleado le dio rápidas y complicadas instrucciones que concluyeron con la sugerencia de que siguiera una línea azul pintada en el suelo. Ben olvidó las instrucciones y siguió la ruta laberíntica de la línea azul hasta una hilera de ascensores.
Cuando salió del ascensor en la cuarta planta, y pese al caos que reinaba, una de las enfermeras de recepción le vio y lo llamó.
—Perdone, ¿en qué puedo ayudarle?
Ben se acercó al mostrador. En la tarjeta que llevaba la mujer se leía SHEILA, RN.
—Soy el doctor Ben Corey. He venido a ver al Juan Nadie de la habitación 4207.
—Qué detalle —dijo Sheila con sinceridad. Era una mujer corpulenta, de piel oscura y cabello castaño con mechas rubias—. Soy la enfermera a cargo de esta planta. Esperábamos que viniera alguien. El pequeño no ha dicho ni pío. Se rumorea que sus padres resultaron muertos en un asesinato múltiple.
—Hasta el momento, da la impresión de que solo su madre resultó muerta —dijo Ben, con la esperanza de que fuera verdad—. El padre ha desaparecido. ¿Cómo está?
—Bien, teniendo en cuenta lo que ha pasado. Estaba deshidratado cuando llegó a urgencias, pero ya se ha repuesto. Sus electrólitos son ahora normales, y come y bebe. Pero guarda un silencio absoluto y apenas se mueve. Se limita a mirarte con esos ojos oscuros enormes. Me gustaría que dijera algo, incluso que llorara.
—Quiero echarle un vistazo.
—Temo que no podamos permitirlo, pero puede hablar con el agente de policía que le vigila.
Ben lo hizo así. Después de que el guardia examinara su identificación y consultara la lista de médicos que tenían autorizado el acceso, se resistió a dejarle entrar, hasta que Ben sugirió que llamara al detective Janow. Eso fue suficiente, y Sheila le acompañó hasta la habitación.
Tal como la enfermera había descrito, Shigeru yacía inmóvil en la cuna con los ojos abiertos de par en par. Sus ojos siguieron a Ben cuando se acercó a él.
—¡Hola, chavalote! —saludó Ben, al tiempo que apretaba con suavidad el antebrazo de Shigeru. Después de soltarlo, Ben vio que la piel volvía de inmediato a su color original, algo que no había ocurrido cuando le había llevado en volandas hasta el Range Rover. Era una prueba tosca pero eficaz de comprobar la deshidratación—. ¿Te están tratando bien?
Ben giró la botella de la intravenosa para ver qué le estaban dando.
—Okasan —dijo de repente Shigeru.
Ben y Sheila se miraron sorprendidos.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Ben.
—No tengo ni idea.
—Debe de ser japonés.
—No lo sé —reconoció Sheila—. Pero aleluya, ha dicho algo. Le habrá reconocido.
—Será por lo de esta mañana. Antes solo le había visto un par de veces, y apenas un momento. Pero es una buena señal. Si el padre no aparece pronto, por lo visto me convertiré en su tutor.
—¿De veras? No teníamos ni idea.
—Se lo dije al técnico de urgencias. Hasta le dije su nombre: Shigeru Machita.
—Creo que será mejor que hable con la asistente social encargada del caso.
—Por supuesto.
Ben consultó su reloj. No tenía mucho tiempo, puesto que se había comprometido a regresar a la ciudad, pero creía importante aclarar lo de la identidad y las cuestiones del seguro.
Mientras Sheila iba a buscar a la asistente social, Ben se quedó en la habitación de Shigeru y trató de arrancar al niño otra palabra, o que reaccionara a las cosquillas que le hacía. Aunque no dijo ni una palabra, reaccionó físicamente al estímulo.
Cinco minutos después, Sheila regresó con una alta y atractiva hispana. Llevaba un vestido de seda azul bajo la larga bata blanca. Se llamaba María, por supuesto, y su apellido era Sánchez.
Sheila se encargó de las presentaciones, y en cuanto terminaron, María sugirió que fueran a hablar a la sala de descanso de las enfermeras, que estaba detrás de recepción. Se comportaba como una ejecutiva resabiada que se tomaba su trabajo muy en serio.
—Sheila me habló de que usted había proporcionado a los paramédicos el nombre del niño y que era su tutor —dijo María en cuanto se sentaron y se aislaron del ajetreo de la planta.
—Le dije el nombre del niño, y que después de la validación del testamento yo sería posiblemente el tutor. Siempre que el padre haya muerto, tal como tememos. Me sorprende esa ausencia de comunicación.
—La sala de urgencias es un sitio muy ajetreado.
«No necesito una charla sobre la vida en el pabellón de urgencias», pensó Ben, pero calló. Había pasado demasiado tiempo en urgencias como interno. A su análisis del comportamiento de María añadió una animosidad inadecuada. Ben estaba empezando a sentir que le trataban como a un personaje de dudosa moralidad, que intentaba agenciarse a un pobre huérfano.
—Lamentamos que nuestra comunicación con urgencias no se transmitiera de la forma correcta. En cualquier caso, ¿cuál es su relación con el niño?
—Era, o todavía soy —replicó con cierta acritud Ben—, el jefe de su padre, una vez más dependiendo de la situación del mismo.
—¿Existe alguna duda sobre la situación del padre? Nos han dicho que ambos progenitores fueron asesinados.
—La madre sí, pero el padre no. Este se encuentra en paradero desconocido, aunque algunos creemos que él también está muerto.
—¿Por qué cree que será usted el tutor?
Ben calló un momento, mientras se preguntaba por qué se tomaba la molestia de contestar a aquellas preguntas. Tal vez debería ir a su oficina y volver con el testamento de Satoshi. Pero después recordó que tenía que ser validado.
—¿Ha oído mi pregunta?
—Sí, pero estoy empezando a creer que esto es una especie de interrogatorio, lo cual considero inadecuado.
—¿Por qué no vino con el niño cuando ingresó?
—No pude elegir. Estaba retenido por la policía después de haberme topado sin querer con las víctimas del asesinato. Encontré al niño escondido en la casa.
—Bien, permítame informarle de lo que ha sucedido en el hospital durante su ausencia. Sin nombre ni información, me puse en contacto con una asistente social de la DYFS, la División de Juventud y Servicios Familiares de New Jersey, que se halla bajo la jurisdicción del Departamento de Niños y Familias. Consultó de inmediato con un abogado de la DYFS, el cual, a su vez, consultó con el juzgado de familia y consiguió que la DYFS fuera nombrada tutor provisional, para que pudiéramos ocuparnos del niño cuando saliera de urgencias. De momento, eso no ha sido necesario. Pero la DYFS tiene ahora la tutela. Es un hecho que deberá aceptar.
—Podría enseñar el testamento a los abogados de la DYFS.
—Daría igual. El abogado de la DYFS no puede cambiar las leyes, solo el juzgado de familia, y usted no podría presentar el testamento al juzgado de familia porque no ha sido validado. Y como desconoce el paradero del padre o su estado de salud, no puede acudir al tribunal de testamentarias. De momento, la DYFS es el tutor provisional.
Ben estaba algo agobiado.
—Permítame que le haga otra pregunta —dijo María, cuando Ben no contestó—. No cabe duda de que este niño es japonés, o al menos de ascendencia asiática, y Sheila me ha dicho que habló cuando usted llegó, pero no en inglés. ¿Es ciudadano norteamericano?
—No, es japonés.
—Vaya, eso dificulta todavía más las cosas, lo sé por experiencia. En un caso como este, no puede darse nada por hecho. Un juez de testamentarias decidirá lo que deba hacerse, sin necesidad de basarse en documento alguno, sino solo pensando en los intereses del niño.
—Ah.
Una nueva oleada de preocupación se abatió sobre Ben. Hasta aquel mismo momento pensaba que el acuerdo de licencia estaba a salvo de cualquier cambio. Pero ahora, de repente, una mujer con experiencia en el campo del derecho familiar le estaba informando de que la circunstancia del acuerdo de licencia no era inamovible, sino que podía interpretarse en función de los intereses del niño. Incluso Ben tuvo que aceptar que sería difícil justificar su papel de fideicomisario de la entidad propietaria de las patentes de iPS, siendo también director general de iPS USA. Se trataba de un enorme conflicto de intereses. Y ahora Ben tenía que afrontar la posibilidad de que iPS USA perdiera el control de las patentes de Satoshi. Antes de ir al hospital había confiado en que estaba destinado a ser el tutor y fideicomisario de Shigeru. Ahora existía la posibilidad de que no fuera ni una cosa ni otra.
Ben salió de FDR Drive en la calle Treinta y cuatro y continuó hacia el sur por la Segunda Avenida. Cuanto más se acercaba al IML, más nervioso se sentía por todo: tener que volver con el detective de la policía del condado de Bergen para que le hiciera más preguntas, la posibilidad de que se produjeran cambios en el acuerdo de licencia en exclusiva de iPS, y el hecho de tener que identificar el cadáver de Satoshi. Durante unas cuantas manzanas sopesó la posibilidad de no identificar a Satoshi, aunque fuera él, pero desechó la idea, pues solo serviría para aplazar lo inevitable, además de focalizar la atención en su persona. Ben cayó en la cuenta de que su única esperanza residía en evitar toda sospecha de estar implicado, y para ello tenía que mostrarse colaborador.
Aparcó en una calle lateral a escasa distancia del IML. Se detuvo un momento antes de entrar, pero no por miedo a lo que pudiera ver en el depósito de cadáveres. Al contrario que los legos, había visto suficientes muertos para aceptar que era parte de la vida. Hasta había presenciado varias autopsias cuando era estudiante. Se detuvo porque su intuición le decía a gritos que la muerte de Satoshi, aunque él no estuviera relacionado con ella, iba a tener graves consecuencias.
Para armarse de valor antes de entrar, Ben se recordó que existía la posibilidad de que el cuerpo que estaba a punto de ver no fuera el de Satoshi. También se recordó que, aunque fuera él, no existían motivos para que no pudiera lidiar con los problemas y riesgos resultantes. Siempre era preferible el conocimiento. Era la ignorancia la que engendraba las equivocaciones, siempre. Si Satoshi estaba muerto, era mejor saberlo antes que cualquiera, y si se trataba de una muerte natural, tal vez no tuviera consecuencias.
Algo más seguro que unos momentos antes, Ben abrió un lado de una puerta doble y entró en el IML. Consultó su reloj. Eran casi las cinco menos cuarto de la tarde. Pasara lo que pasara, no quería que se prolongara demasiado puesto que debía pasarse por la escena del crimen, o bien por la comisaría de policía del condado de Bergen, y presentarse ante Tom Janow para responder a más preguntas, antes de que le dejaran volver a casa.
La zona de recepción estaba abarrotada, al parecer del personal de la institución, preparado para marcharse después de un largo día de trabajo. Se abrió paso entre la gente, se acercó al mostrador y preguntó por Rebecca Marshall, la funcionaria con la que había hablado antes por teléfono. Le dijeron que Rebecca bajaría enseguida.
Ben esperó en un viejo sofá de vinilo, mientras veía conversar a la gente en pequeños grupos dinámicos que se formaban, deshacían y volvían a formarse, a medida que la gente se iba y nuevas personas se sumaban. Se preguntó si eran conscientes de lo especial que era su trabajo, y si alguna vez hablaban de él entre sí. Supuso que no, un buen ejemplo de la adaptabilidad del organismo humano.
—Señor Corey —le llamó una voz.
Ben miró a su derecha. Una mujer negra de rostro agradable y bondadoso, y pelo plateado muy rizado, había logrado abrirse paso hasta él. Apretaba una carpeta de papel manila y otros papeles contra su pecho.
—Soy Rebecca Marshall. Creo que hablamos antes.
Rebecca condujo a Ben a través de una puerta y la cerró a sus espaldas.
—Esto se llama la sala de identificación de los familiares —explicó.
Era un espacio de escaso tamaño, con un sofá azul y una mesa de madera redonda con ocho sillas de madera. Había varios carteles enmarcados con imágenes relativas al 11-S. Cada una llevaba la leyenda NO OLVIDÉIS en la parte inferior.
—Por favor —dijo Rebecca, y señaló una de las sillas de la mesa. Ben se sentó, y Rebecca le imitó—. Como ya dije por teléfono, soy funcionaria de identificación. Como podrá imaginar, la identificación de cualquier cuerpo que nos llega es de extrema importancia para nuestro trabajo. Por lo general, son miembros de la familia los que se encargan de este trámite. Si no tenemos familiares, confiamos en que acudan amigos o compañeros de trabajo. En otras palabras, cualquiera que conozca a la víctima. Supongo que me ha entendido, ¿verdad?
Ben asintió y pensó para sí: «No necesito más charlas. ¡Enseñadme el maldito cuerpo para que me pueda largar de aquí!».
—Bien —dijo Rebecca en respuesta al cabeceo de Ben—. Para empezar, necesito ver su identificación. Cualquier documento oficial con una foto. Un permiso de conducir bastará.
Rebecca sacó un formulario de identificación en blanco de entre los papeles que traía.
Ben sacó el permiso de conducir y se lo dio. Después de compararle con la foto, la mujer anotó la información en el formulario. Su tono y gestos eran prácticos y respetuosos, lo cual dio a entender a Ben que sería igualmente competente a la hora de manejar la situación, tanto si sufría un acceso de rabia o, como era el caso, aparentaba absoluta indiferencia.
Una vez anotados los datos, Rebecca abrió el expediente, que consistía en una carpeta grande sujeta con una goma elástica. Extrajo más de media docena de fotos digitales. Las dejó alineadas con suma pulcritud delante de Ben, quien mantuvo los ojos clavados en los de Rebecca. Cuando la mujer terminó, sostuvieron la mirada un momento, antes de que Ben bajara la vista.
Eran fotos de frente y de perfil. Las habían tomado para propósitos de identificación, y por eso tan solo se veía la cara. El cuerpo estaba cubierto con una toalla.
Aunque Ben reconoció a Satoshi al instante, compuso a propósito una expresión neutra. No sabía por qué, pero lo hizo. Ninguno de los dos dijo nada, pues Rebecca prefería que Ben no se precipitara. En el silencio se oía un murmullo ininteligible de voces procedente de la zona de recepción.
—Se llama Satoshi Machita —dijo Ben por fin, pasando la vista de una foto a otra. No se percató de su tono de decepción, y supuso que Rebecca lo tomaría por pesar. «Ahora sí que va en serio», añadió en silencio Ben para sí. De pronto decidió que no era bueno para él o, desde un punto de vista más realista, totalmente inapropiado demostrar la menor emoción. Miró a la empleada—. Pensé que tendría que echar un vistazo al cadáver, como en las películas.
—No. Hace años que utilizamos fotos. Antes de las cámaras digitales usábamos polaroids. Es mucho mejor para casi todo el mundo, sobre todo para familiares, o cuando los rostros de las víctimas han sufrido traumatismos. No obstante, si insisten les dejamos ver el cuerpo. ¿Prefiere ver el cadáver? ¿Le ayudaría a decidirse?
—No. Es Satoshi Machita, estoy seguro. No necesito ver el cuerpo.
Ben hizo ademán de levantarse, pero Rebecca apoyó una mano sobre su antebrazo, con el toque más leve que jamás había experimentado de alguien investido de autoridad.
—Hay más, me temo —dijo la mujer—. Pero antes permita que le haga una pregunta. La doctora que se ocupa del caso se encuentra todavía en el edificio. Le dije que venía usted para una posible identificación. Me preguntó si podría reunirse con usted y hacerle unas preguntas, en el caso de que el resultado fuese positivo.
La primera reacción de Ben fue negarse. Lo último que deseaba era entretenerse en el IML, puesto que ya se había comprometido a continuar el interrogatorio con el detective Janow. Quería encontrarse con Janow, acabar de una vez y volver a casa más o menos a la hora que había calculado cuando llamó a su mujer después de salir del hospital. Pero entonces pensó en otra cosa. Tal vez sería mejor demorarse en el IML. Puede que si la reunión con la mujer se prolongaba mucho podría utilizarlo como excusa para no encontrarse de nuevo con el detective aquella noche. Le gustaría estar más descansado la próxima vez que le viera. Además, sentía curiosidad por la muerte de Satoshi, y una reunión con la forense que se encargaba del caso tal vez le permitiría averiguar más detalles.
—Puedo llamarla y preguntar si está libre en este momento. Nos ocuparemos del resto de nuestro asunto mientras ella baja. Si quiere, puedo llamarla ahora y ver si la localizo antes de que se vaya.
—De acuerdo. Siempre que sea ahora y no tenga que retrasarme más. Tengo otra reunión esta noche en New Jersey.
Preocupada por si Ben cambiaba de opinión, Rebecca llamó de inmediato al despacho de Laurie. Cuando Laurie oyó quién era, intentó sacarse de encima a Rebecca.
—Estoy en una reunión que está a punto de terminar —dijo—. ¿Puedo llamarte dentro de unos minutos?
—Mejor que no. El caballero del que te he hablado ha de marcharse a una reunión en New Jersey, y ya le he robado demasiado tiempo. Vino aquí para ayudarnos a identificar a la víctima, cosa que ha hecho. Ahora ya conocemos la identidad del caso.
—¡Estupendo! —exclamó Laurie—. ¡Espera!
Rebecca oyó que Laurie hablaba, pero no qué decía.
Laurie volvió a ponerse.
—¡Bajamos ahora mismo!
Colgó con brusquedad.
Rebecca contempló el teléfono un momento, como si fuera a revelarle a quién se refería Laurie cuando habló en plural. Colgó y se volvió hacia Ben.
—Ya viene.
—Eso he oído.
—Acabemos cuanto antes. Quiero que escriba en varias de estas fotos «Este es Satoshi Machita», y después firme.
—De acuerdo.
—¿Sabe la última dirección de Satoshi?
—Sí, pero su teléfono no. Lo tengo en el despacho.
—¿Sabe si el señor Machita tenía problemas de salud, antiguas heridas o señales por las que reconocerle?
—No tengo ni idea. A mí me parecía sano.
Rebecca estaba rellenando el formulario de identificación mientras hacía las preguntas.
—¿Cuál era su relación con el fallecido? Es la última pregunta.
—Era su jefe —dijo Ben.