Viernes, 26 de marzo de 2010, 12.45 h
Ben Corey cerró la última revista de la pila que había sobre su escritorio y después la tiró sobre la montaña que se había ido formando en el suelo, a su lado. Era la primera vez que gozaba de la oportunidad de terminar de echar un vistazo a todas las revistas desde que había fundado iPS USA, lo cual le proporcionaba una sensación reconfortante de controlar la situación, todo lo contrario del fracaso de comunicarse con Satoshi.
Sacó un post-it, escribió «RECICLAR» y pegó la nota encima de la revista que acababa de examinar. Después estiró los brazos sobre la cabeza y observó que faltaba poco para la una. Por un momento, acarició la idea de pedir a Jacqueline que comiera con él. Habían quedado para comer juntos bastantes veces durante el último mes, y se preguntaba si había llegado el momento de pasar al siguiente nivel. Desde su punto de vista, pensaba que ella había lanzado alguna insinuación en tal sentido, y creía que debía aprovecharlo, pues su relación con su relativamente reciente esposa, Stephanie, se había deteriorado desde el nacimiento de su hijo Jonathan. Como Ben había trabajado con ahínco para conseguir que iPS USA despegara, opinaba que merecía alguna diversión agradable, algo que no obtenía en casa.
—Voy a salir —dijo Jacqueline, parada en la puerta que comunicaba ambos despachos.
—Ah, ¿sí? —preguntó Ben. Su aparición le había pillado por sorpresa.
—Cuando pediste que cancelara tus reuniones de hoy, pensé que sería un buen día para acompañar a mi madre a su chequeo anual. ¿Necesitas algo antes de que me vaya?
Ben reprimió una carcajada.
—No, gracias. Acompaña a tu madre al médico. Yo me quedaré aquí y languideceré.
El comentario desconcertó a Jacqueline. Por un momento, se quedó callada sin saber qué decir.
—Un silencio sepulcral reinaba en la oficina —explicó Ben—. De hecho, me voy a marchar dentro de unos minutos.
—Vale, de acuerdo —se apresuró a contestar Jacqueline, decidida a aceptar la explicación aunque no fuera una explicación—. Hasta el lunes.
—Hasta el lunes —repitió Ben.
Después de que ella se marchara, Ben siguió sentado unos momentos, mientras se preguntaba hasta qué punto el atractivo de Jacqueline había influido en su decisión de contratarla, por encima y con independencia de su inteligencia y su soberbio currículo. Con Stephanie, la clave había sido su cuerpo y su predisposición a utilizarlo.
Camino de la salida paró en el despacho de Carl, donde este le comunicó que iPS RAPID le había enviado un torrente de correos electrónicos aquella mañana.
—Parecen muy interesados en vender cuanto antes —dijo el director financiero—. No sé si sentirme alentado o ser más circunspecto.
—Estoy seguro de que tú sabrás qué hacer —contestó Ben, confiado en las aptitudes profesionales de Carl—. Me voy a casa. Tal vez deberías hacer lo mismo. Jacqueline ya se ha ido.
—Tengo mucho que hacer. Hasta el lunes.
Ben salió a la bulliciosa Quinta Avenida y experimentó una leve oleada de euforia, pues ya había encajado la decepción de que Jacqueline no estuviera disponible. El tiempo era espléndido, con un potente aroma a primavera en el aire. Las cosas no podrían pintar mejor para iPS USA, salvo por el hecho de que Satoshi no llamaba, pero teniendo en cuenta el sol y el cielo azul, era optimista incluso en ese aspecto. Le gustaba que el fin de semana hubiera llegado. Y por último, intuía que, como mínimo, había roto el hielo con Jacqueline, gracias a su hábil comentario acerca de languidecer cuando ella se marchaba.
Con la ligereza de la primavera en el paso, se dirigió hacia el garaje, pero después se detuvo en la calle Cincuenta y siete. Por suerte, se percató a tiempo de que había olvidado la dirección de Satoshi. Recordaba el nombre de la calle, pero no así el número. Volvió a su despacho a buscarla.
Debido al fin de semana, más gente se estaba marchando temprano, y Ben tuvo que esperar en el garaje más de lo que hubiera deseado. Pero tampoco fue tanto, y como estaba de buen humor tuvo la oportunidad de flirtear con varias secretarias mientras esperaba a que su Range Rover surgiera de las profundidades del garaje. Como alquilaba por meses, tenía más ventajas que quienes alquilaban por días.
Una vez dentro del coche y con las puertas cerradas, Ben entró Pleasant Lane, 417, en el GPS y después encendió el CD. Aislado del ruido de la ciudad, seleccionó una pista de Mozart y se zambulló en una oleada de puro placer auditivo.
El tráfico avanzaba sin detenerse hacia la zona alta. Como de costumbre, prefirió tomar la calzada superior del puente George Washington para disfrutar de una vista sin obstáculos de los Palisades, que corrían a lo largo de la orilla de New Jersey, acompañado por el Concierto para piano número 21 en Do mayor de Mozart.
En cuanto llegó al lado de New Jersey, Ben tomó la segunda salida cuando el GPS le avisó. Las instrucciones le condujeron a una pequeña zona venida a menos, con cierto número de edificios comerciales de dos plantas de ladrillo abandonados, lo cual le recordó algo que poca gente sabía: Fort Lee había sido el Hollywood del país antes de que el Hollywood de California monopolizara el negocio del cine. Pleasant Lane era una calle de tres manzanas relativamente corta. Entre los edificios comerciales abandonados había pequeñas casas, más o menos del mismo diseño. La mayoría también parecían abandonadas, con ventanas rotas y puertas entreabiertas. Había basura por todas partes, incluidos algunos viejos vehículos oxidados apoyados sobre sus ejes y algunos colchones, cuyos muelles sobresalían a través del cutí.
«Ha llegado», dijo el GPS con agradable voz de barítono, mientras Ben paraba junto al bordillo.
—Ya lo creo que he llegado —se burló Ben.
Examinó la casa. Parecía algo mejor que sus vecinas, en el sentido de que las ventanas estaban intactas y la puerta principal se veía cerrada. Lo que preocupó a Ben fue no ver el menor indicio de que la casa estuviera ocupada. Entonces reparó en algo todavía más inquietante. Aunque la puerta principal estaba cerrada, un cristal del centro estaba roto, con algunos fragmentos aferrados con desesperación al marco de la ventana.
Convencido de que nadie podía vivir en aquella casa, y mientras empezaba a preguntarse si le habían enviado a una dirección errónea, a modo de broma de mal gusto, abrió la puerta del conductor y se dispuso a bajar del coche. Pero no llegó muy lejos. El hedor de la putrefacción impregnaba la zona, lo bastante intenso para que Ben padeciera náuseas antes de que consiguiera volver al coche y cerrar la puerta. Una vez dentro, sufrió unas cuantas arcadas más, como si fuera a vomitar.
Se recuperó hasta cierto punto y miró la casa horrorizado, intentando dilucidar qué había sucedido y qué debía hacer. La casa y la zona circundante olían a muerto, un hedor que Ben había percibido en muy raras ocasiones, y solo cuando era niño y se topaba con un animal descompuesto en el bosque, como un conejo o una ardilla.
Ben cogió un trapo del coche y lo apretó contra la nariz. Salió del 4 × 4 y subió por el camino de entrada.
Aunque tuvo náuseas varias veces más, llegó a la escalinata del frente. Sabía que debía llamar al 911, pero quería asegurarse de que no estaba percibiendo el hedor de un perro u otro animal grande. Ben subió al porche y vio que había fragmentos de cristal sembrados por el suelo. Para no dejar huellas dactilares, utilizó el trapo que apretaba contra la nariz para abrir la puerta. No estaba cerrada con llave.
Pasó de la luz del sol a una relativa oscuridad. No tuvo que ir muy lejos. En la sala de estar vio los restos destrozados de seis personas, todas tendidas boca abajo con las manos en la nuca y la cabeza descansando sobre charcos secos de sangre negra coagulada.
Casi se desmayó al ver y percibir el intenso olor de la muerte. Fue mirando de uno en uno los cadáveres para localizar el de Satoshi, pero se llevó una sorpresa al descubrir que el científico no se hallaba entre ellos. Sabía que debía salir de la casa, y que el olor era sobrecogedor, pero las circunstancias le tenían petrificado. Quería moverse, pero su cuerpo se negaba, estaba paralizado en el tiempo y el espacio, y en completo silencio. Por un momento, contuvo la respiración, y entonces lo oyó. Era un lamento agudo y suave. Sin saber muy bien si se trataba de un sonido real o de algo que escapaba de su propio cerebro, Ben prestó oídos de nuevo. Lo oyó…, y después enmudeció.
—¿Qué coño…? —se preguntó en voz alta.
Aún no sabía si el sonido era real o imaginario. Reprimió el deseo de salir huyendo y avanzó hacia la escalera. Se detuvo en la base y atisbó las tinieblas del segundo piso. Estaba a punto de decidir que el sonido era un producto de su imaginación, cuando lo oyó de nuevo. Esta vez tuvo la impresión de que procedía del segundo piso.
Ben subió la escalera con el vello de la nuca erizado, el trapo apretado contra la nariz y respirando por la boca. Cuando llegó arriba, el sonido enmudeció de nuevo. Se detuvo. Había dos dormitorios comunicados por un corto pasillo, con un pequeño cuarto de baño al fondo. Vio que habían registrado las cómodas de cada dormitorio, pues los cajones estaban abiertos y el contenido, desparramado por el suelo.
Registró ambos dormitorios. Cada uno tenía un armario, cuyo contenido también habían arrojado al suelo. El primer dormitorio tenía un pequeño secreter. Los cajones y su contenido también estaban diseminados por doquier. Ben comprendió que alguien había puesto la casa patas arriba, probablemente en busca de algo. En aquel momento, volvió a oír el sonido, más intenso que desde abajo. Al principio creyó que procedía del cuarto de baño, pero mientras lo registraba se percató de que había una librería empotrada justo enfrente de la puerta del cuarto de baño. Era en el pasillo donde el sonido se oía con más fuerza. Ben aplicó el oído a la pared por encima de la librería. Ante su sorpresa, el sonido se oyó con mayor intensidad que antes, como si hubiera una habitación o un armario oculto que ocupara el espacio equivalente al del cuarto de baño.
Ben pasó a toda prisa de dormitorio en dormitorio. Cada armario se internaba en el presunto espacio, pero no había forma de acceder. Volvió al pasillo, agarró la librería empotrada y tiró. Ante su sorpresa, se desprendió y los gemidos enmudecieron. Ahora, un nuevo olor se sumó al hedor de la putrefacción. Era el olor a excrementos humanos. De repente se acordó de Shigeru, que no se encontraba entre los cadáveres de la sala de estar.
Se agachó y entró en una diminuta habitación completamente a oscuras. Casi al instante retrocedió: algo suave había rozado su cara. Extendió el brazo, aferró un cordel y encendió una bombilla desnuda.
Bajó la vista y contempló el rostro pálido y suplicante de Shigeru, cuyas pupilas tenían el tamaño de monedas de veinticinco centavos.
—¡Dios mío! —exclamó Ben—. Pobre crío.
Se inclinó para levantar al niño en brazos, pero después cambió de idea. Salió de la habitación secreta para coger una manta. Oyó que Shigeru empezaba a lloriquear de nuevo.
—¡Ya voy! —gritó.
Agarró una manta y volvió a la habitación. Al instante, Shigeru dejó de llorar. La soledad aterrorizaba al niño.
—Tranquilo, chavalote —dijo Ben, al tiempo que le envolvía en la manta.
Mientras lo hacía, reparó en un biberón que tenía al lado. Después de levantar a Shigeru, paseó la vista alrededor de la pequeña habitación sin ventanas, que probablemente había salvado la vida al niño. Si la casa era un piso franco, la habitación debía utilizarse para esconder drogas, armas o ambas cosas. Imaginó a Yunie-chan, la esposa de Satoshi, esperando lo peor y escondiendo con desesperación al pequeño.
Ben volvió a salir de la habitación y no se molestó en apagar la luz ni en devolver la librería a su sitio, pues sostenía a Shigeru con un brazo y el trapo contra la nariz con la otra mano. Bajó con el niño a la cocina para darle agua, consciente de que debía de estar deshidratado. También quería ver si había más cadáveres, incluido el de Satoshi.
Sujetando a Shigeru con una mano y el agua con la otra, salió corriendo por la puerta en dirección a su coche, y depositó al niño en el asiento del pasajero. A continuación, subió con el agua. Consciente de que el pequeño necesitaba con desesperación terapia intravenosa, Ben dejó que bebiera un poco de agua. Después reclinó a Shigeru en el asiento y llamó al 911. Cubrió por completo al niño, excepto la cabeza, porque olía a mil demonios.