Viernes, 26 de marzo de 2010, 10.50 h
Cuando Laurie se dedicaba a una tarea, solía olvidarse del mundo que la rodeaba.
Tal era la situación mientras examinaba las placas de histología del caso del día anterior. En lugar de «Juan Nadie», había empezado a llamar al cadáver «Kenji», teniendo en cuenta su parecido genealógico con un compañero de clase de la facultad de medicina. Además, poner un nombre al individuo daba la impresión de estrechar el cerco a su alrededor.
El típico punto de partida cuando se revisaban placas era descubrir dónde residía la patología, pero en el caso de Kenji no existía ninguna. Empezó con el órgano más estrechamente relacionado con los ataques, el cerebro. Sabiendo que los ataques podían ser causados por lesiones ínfimas, o incluso originarse en zonas donde no existían lesiones, Laurie revisó cada placa metódicamente. Como confiaba en Maureen y en su meticulosa supervisión de los técnicos de histología, Laurie esperaba poder contar con secciones representativas de todas las áreas del cerebro. Comenzó con la corteza frontal y retrocedió hacia los lóbulos temporal y parietal. Primero examinaba cada placa con baja potencia, la estudiaba en su totalidad y después aumentaba la potencia. Tuvo que dedicar tiempo y atención, de modo que el sonido del teléfono la sobresaltó, más aún cuando oyó a Vinnie en lugar de a Marvin, y porque habían transcurrido cuarenta minutos.
—Ya puedes bajar —dijo Vinnie—. El cuerpo está sobre la mesa.
Hablaba con el mismo tono mecánico e indiferente que la había irritado antes.
—¡Estupendo! —mintió Laurie. Estaba a punto de colgar, cuando su curiosidad se sobrepuso—. Esperaba que llamara Marvin. ¿A qué viene el cambio?
—Marvin está ocupado en otro caso con el subdirector. Además, Twyla Robinson me dijo que no podía irme hasta que acabara contigo.
Su respuesta la pilló desprevenida. Cuando el subdirector intervenía en un caso, significaba con frecuencia que era interesante. Pocas veces practicaba autopsias, a menos que hubiera aspectos políticos implicados. También le sorprendía que hubiera salido a colación el nombre de Twyla Robinson. Era una menuda mujer negra, tan delgada como una modelo, de pómulos salientes y glorioso pelo negro como ala de cuervo. Como jefa de personal del IML, era una mujer de hierro. A Laurie siempre le había impresionado su capacidad de dirigir con tanta disciplina una organización tan numerosa, plagada de personalidades muy diferentes entre sí.
—¿He de preguntar por qué Twyla ha intervenido en que me ayudaras a repetir un examen externo? —preguntó con brusquedad Laurie. No era normal—. ¿Qué quiere decir que te vas?
—He pedido permiso por una emergencia familiar —dijo Vinnie, con cierta emoción en la voz.
—Lo siento mucho —dijo Laurie al cabo de una pausa. De pronto se sintió culpable por haber sido tan egoísta en su reacción al humor poco habitual de Vinnie.
—¿Puedo pedirte que bajes cuanto antes? He de irme, y Marvin está ocupado con un caso extra, después del que ha estado haciendo.
—Bajo ahora mismo. ¿Por qué no te vas? Solo voy a repetir el examen externo. No necesito ayuda. Ya encontraré a alguien que me ayude a depositar el cadáver sobre la camilla cuando haya terminado. De veras, no pasa nada. Deberías irte.
—¿De veras?
—De veras.
Laurie estuvo tentada de preguntar a Vinnie cuál era la emergencia familiar, pero no lo hizo. Vinnie no le había dado pie a hacer tal pregunta.
—¿Y Twyla?
—No te preocupes por eso. Hablaré con ella si es necesario. Ve a ocuparte de tu emergencia familiar.
—Gracias, doctora —dijo Vinnie por fin.
—De nada, Vinnie.
Por un momento, Laurie mantuvo la línea abierta, con la esperanza de que Vinnie dijera algo más, pero entonces oyó un clic. Ella también colgó.
Laurie hizo una pausa con el microscopio delante, que aún tenía la luz encendida. Meneó la cabeza. Sabía que era humano tener una visión del mundo algo egoísta, pero estaba decepcionada consigo misma por no haber sido más comprensiva con Vinnie, en lugar de tomarse su comportamiento como algo personal.
Apagó la luz del microscopio, se puso en pie, agarró un traje Tyvek del cajón inferior de su archivador, se lo puso y salió.
Mientras el anticuado ascensor bajaba y veía los números retroceder, al parecer con más lentitud de la habitual, dio un golpe a la puerta como si quisiera acelerar la velocidad. Si creía que antes estaba nerviosa, ahora todavía lo estaba más. El caso estaba adquiriendo una complejidad poco habitual, de lo cual podía arrogarse el mérito por haber perseverado, incluso frente a los intentos de Jack de debilitar su determinación. No pensaba criticar a Jack por ello, pues sabía que se había preocupado por su bienestar.
Una vez en el nivel del sótano, Laurie corrió hacia el vestidor, se puso la indumentaria adecuada y entró en el depósito, que se encontraba en pleno apogeo.
Se detuvo nada más entrar e inspeccionó la escena. Todas las mesas estaban ocupadas con cadáveres, rodeadas del personal que se encargaba del caso, salvo una, y Laurie supuso que era la de su Kenji. A continuación, vio a Calvin Washington, sobre todo debido a su tamaño intimidante y porque había cuatro personas en su mesa en lugar de las dos habituales. La única otra persona a la que Laurie reconoció fue a Jack, solo por su forma de moverse y reír. Pocas personas encontraban motivos para reír en una sala de autopsias, pero daba la impresión de que Jack siempre descubría un motivo, sobre todo cuando trabajaba con Vinnie.
En lugar de acercarse directamente a Kenji, Laurie se detuvo en la mesa de Jack. Estaba trabajando en un hombre relativamente joven, de unos treinta o cuarenta años. Laurie vio que tenía una pierna rota, con una fractura abierta. También tenía una herida grave en la cabeza y abrasiones en el pecho. No cabía duda de que se trataba de un accidente.
—¡Deprisa, Eddie! —gritó Jack cuando vio acercarse a Laurie—. Tapa a Henry. Aquí viene mi mujer.
—Apresúrate, Eddie, antes de que pueda ver algo —dijo Laurie, con las manos enguantadas delante de ella como un cirujano que mantuviera la esterilización. Eddie Prince era un técnico del depósito de cadáveres relativamente nuevo, al que no había conocido hasta el día anterior—. Vaya, vaya. A mí me parece un accidente grave. ¿Sería correcto dar por sentado que este hombre era un ciclista que tuvo un encuentro con un taxi?
—Un autobús —corrigió Jack.
Laurie solo pudo asentir. En realidad, no le gustaba bromear sobre el tema. Cuando Jack y ella se habían conocido, pensó que había algo encantadoramente infantil en la insistencia de Jack en ir y venir del trabajo en bicicleta, pero ahora, sobre todo con un hijo, pensaba que era una estupidez egoísta.
—¿Cómo va todo? —preguntó Jack—. Veo que tu caso de ayer ha vuelto. ¿Alguna pista?
—Podría ser —contestó Laurie, consciente de que Jack había desviado al instante el tema de la colisión entre la bicicleta y el autobús. Incluso trabajando en casos como el que le ocupaba en aquel momento, y siendo consciente de las estadísticas, que hablaban de entre treinta y cuarenta ciclistas muertos cada año en Nueva York, nada conseguía cambiar el comportamiento de Jack.
—¿Vamos a celebrar una rueda de prensa esta tarde? —preguntó Jack.
—No va a ser una gran revelación. —Laurie rió—. Aunque si resulta ser lo que sospecho, me sentiré muy satisfecha conmigo misma, y tú y Lou os vais a llevar una buena sorpresa.
—Pues esperemos que se confirmen tus sospechas.
Laurie se acercó a Kenji. Colocó los papeles que había bajado de su despacho sobre la superficie de escribir. Eran copias de esbozos del cuerpo humano desde las perspectivas dorsal y ventral, en los que podía anotar cualquier descubrimiento externo importante. Después se encaminó hacia el único material que creía necesitar: un escalpelo, una cámara digital, un microscopio de disección manual y una sonda de acero inoxidable, apenas una delgada aguja metálica con un extremo levemente nodular, utilizada para explorar heridas producidas por objetos puntiagudos, como la trayectoria de balas o perdigones.
Con el cuerpo tendido de espaldas, Laurie empezó por la cabeza y examinó el cuero cabelludo, las orejas, la cara, incluso la parte interior de la boca, los oídos y la nariz de Kenji. Tras reconocer que el día anterior había hecho un trabajo mediocre con el examen externo, hoy se proponía superarse a sí misma.
Pasó a las extremidades superiores y tomó nota de cada irregularidad, incluidos cortes, cardenales, lunares, hemangiomas y hasta callosidades. A continuación, exploró el pecho, el abdomen y las extremidades inferiores. Cuando terminó con la superficie ventral, fue en busca de alguien que la ayudara a dar la vuelta al cadáver. Jack había terminado su caso y Eddie estaba libre. Jack se alegró de echar una mano a su mujer.
Laurie repitió la rutina con la superficie dorsal. Mientras exploraba la espalda, su pulso se aceleró. Si algo sospechoso aparecía en la piel, suponía que lo encontraría en las nalgas o en la parte posterior o lateral de las piernas. Solo porque no había visto nada sospechoso en su examen superficial inicial, Laurie continuó su meticuloso y metódico escrutinio, hasta que su enfoque sistemático la recompensó. En el interior del pliegue de la nalga, donde los glúteos se articulaban con la pierna, Laurie creyó descubrir lo que andaba buscando: una diminuta herida provocada por un elemento puntiagudo. Era una zona enrojecida circular que exigió alisar la piel para distinguirla. Tomó una fotografía digital de la zona.
Con la aguja en la mano derecha, Laurie alisó la piel con la izquierda. Aplicó con suavidad el extremo más pequeño de la aguja a la zona de piel enrojecida, y con una leve presión el extremo nodular penetró en el interior. No cabía duda de que era una herida producida por un objeto puntiagudo.
Apretó un poco más, pero no tanto como para provocar daños, y deslizó hacia delante el extremo nodular de la aguja hasta llegar al final de la trayectoria. Laurie tomó otra fotografía de la aguja en la trayectoria. Después colocó los dedos alrededor de la aguja, en el punto donde desaparecía en el interior de la piel, la extrajo y midió. La trayectoria tenía una profundidad de dos centímetros y medio.
Laurie tiró los guantes y salió de la sala de autopsias. Utilizó el número de entrada del caso para encontrar las radiografías, volvió a la morgue y las colocó en el visor.
Examinó con detenimiento la zona en cuestión, tanto la vista central como la frontal, con la esperanza de distinguir alguna especie de proyectil, pero no había nada. Eso significaba que, o bien habían utilizado un proyectil capaz de disolverse en el cuerpo, o le habían inyectado una toxina directamente. En cualquier caso, Laurie daba por supuesto que la mayor concentración del agente venenoso tenía que hallarse al final de la trayectoria.
Volvió con Kenji, provista de un par de guantes nuevos, levantó el escalpelo y se puso a trabajar. Lo que quería era la trayectoria en sí, contenida en un núcleo de tejido muscular del tamaño de un tapón de corcho. Parecía bastante sencillo, pero Laurie encontró dificultades. Como el tejido se comprimía, era difícil no cortar la trayectoria. Quería que la muestra saliera en un bloque. El microscopio de disección manual le resultó de ayuda, pero le impedía usar la mano izquierda, y al final no lo utilizó.
Mientras Laurie trabajaba con el escalpelo, tras obtener la prueba de que Kenji había sido asesinado, probablemente con una pistola de aire comprimido camuflada en un paraguas, sus pensamientos derivaron hacia el posible agente utilizado. Ya sabía que no podía ser ricino, el que habían utilizado en el caso del búlgaro. Aunque ignoraba cuál era el veneno concreto, sí sabía algunas cosas sobre él. Tenía que ser extraordinariamente tóxico, tal como indicaban las cintas de seguridad. Según lo que había visto en ellas, el veneno había actuado casi al instante. También sabía que debía ser neurotóxico, debido a la apoplejía, como los venenos de algunas serpientes y peces. Por fin, decidió acudir a la red y buscar neurotóxicos acuáticos y reptilianos que provocaran apoplejías.
Laurie se esforzó durante casi media hora, pero la muestra final, de unos cuatro centímetros de largo y dos y medio de grosor, parecía estar muy cerca de lo que imaginaba.
Se quitó los guantes una vez más y fue al cuarto de material en busca de un frasco de muestras y una etiqueta de identificación, que incluía el número de registro del caso, la fecha y el lugar de donde procedía la muestra del cuerpo, y después firmó. Su minuciosidad era exquisita: si había un juicio relacionado con el caso, lo cual consideraba ahora bastante probable, la muestra que sostenía sería una prueba fundamental.
Terminada su última tarea, Laurie fue a buscar a un técnico del depósito de cadáveres que estuviera libre para que le echara una mano. Gracias a la práctica, no les costó nada levantar a Kenji de la mesa de autopsias y depositarlo sobre una camilla.
Sacaron el cuerpo de la sala de autopsias y lo devolvieron a la cámara frigorífica, donde el cadáver permanecería durante los siguientes meses, a menos que tuviera la suerte de ser identificado y enviado a sus parientes más próximos.
—Sé que estás intentando decirme cosas, Kenji —dijo Laurie en voz alta, en el ominoso silencio de la morgue—, y yo procuro escucharte. Ya sabemos quién te mató, pero por desgracia no sabemos quiénes sois ninguno de los dos. ¡Ten paciencia!
Salió de la cámara frigorífica y cerró la pesada puerta aislante, que emitió un chasquido.
Laurie había pensado llevar la muestra a toxicología, en la quinta planta, pero cuando consultó su reloj cambió de opinión. Sabía que John DeVries era una de las personas más obsesivas que conocía, y una forma de manifestar su compulsión era parar todo cuanto estaba haciendo a las doce del mediodía en punto, para luego llevarse su anticuada fiambrera, con un termo montado en la parte superior redondeada, al deprimente comedor del IML, situado en el segundo piso. La habitación carecía de ventanas, con paredes de bloques de cemento. Allí no había otra cosa que una hilera de máquinas llenas de comida basura, mesas de acero tubulares con sobre de plástico y sillas también de plástico. Aunque Laurie habría podido pasar a saludarle, no quiso interrumpir su almuerzo.
Además era cierto que la habitación la deprimía. Subió a su despacho para no perder más tiempo. John era tan puntual en ir al comedor a las doce como en volver a su puesto a las doce y media, y Laurie pensaba entregarle la muestra entonces.