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Viernes, 26 de marzo de 2010, 10.45 h

El teléfono de Ben sonó con un timbrazo mucho más alto de lo normal, lo cual provocó que pegara un brinco.

—¡Caramba! —exclamó Michael, muy impresionado—. Has descolgado antes de que terminara el primer tono. Debes de estar esperando una llamada muy importante.

—El teléfono me ha dado un susto de muerte —confesó Ben—. Esto está silencioso como una tumba. Dije a mi ayudante que no me asignara reuniones para hoy, y lo ha cumplido. Es una delicia.

—Ni reuniones, ni llamadas telefónicas —comentó Michael—. Tendría miedo de estar muerto.

—Es una forma estupenda de poder leer algo. En fin, ¿qué pasa?

—Acaba de llamarme Dominick. Le dejé un mensaje acerca de que querías la dirección y el número de teléfono de la casa de Satoshi. ¿Tienes bolígrafo y algo para escribir?

—Adelante.

—La dirección es Pleasant Lane, 417, Fort Lee. Suena encantadoramente residencial.

—Es un piso franco, no puede ser encantador. Aunque Satoshi no se quejó nunca, imagino que es poco menos que inhabitable. ¿Y el número de teléfono?

Ben anotó el número y observó que era el mismo código de zona que el suyo en Englewood Cliffs.

—¿Alguna noticia sobre la empresa que estás pensando comprar? —preguntó Michael.

—Ninguna. Carl está en ello. Creo que no habrá respuesta hasta dentro de un par de semanas.

—Me alegro de que lo digas. Te había entendido mal. Pensé que era cuestión de días, no de semanas. Tendré que llamar al presunto inversor y decirle que espere. Él también creía que era cuestión de días, como yo.

—¿Conoces bien a ese sujeto?

—Hace mucho tiempo que le conozco, y ya he trabajado con él otras veces. Es un tipo legal.

—¿Sería correcto decir que se dedica a lo mismo que los demás ángeles?

—Sería correcto. Tiene éxito, y no es del estilo de Vinnie Dominick, sino que se trata de una persona respetable.

Después de dar las gracias a su agente, Ben colgó y contempló la dirección y el número de teléfono de Satoshi. La dirección se encontraba a pocos kilómetros de su domicilio, de modo que sería fácil dejarse caer por allí, para comprobar que Satoshi estaba sano y salvo.

—Oh, a la mierda —dijo Ben, y descolgó el teléfono. Aunque su paranoia continuaba avivando la superstición de que sería más fácil encontrar a alguien en la casa si se tomaba la molestia de desplazarse en coche, decidió llamar. Si la casa era un piso franco destinado a ocultar un puñado de haraganes de la mafia, sería sucia y deprimente, como mínimo.

Ben marcó el número, se reclinó en la butaca y sonrió para sí. Se estaba portando como un adolescente. Pero después de veinte tonos sin obtener respuesta, tuvo que admitir que no había nadie en la casa. Daba la impresión de que convenía ir de visita, aunque estaba convencido de que iba a ser tan inútil como llamar al móvil de Satoshi. No cabía duda de que estaba con su familia en Washington pasándoselo en grande, mientras él era presa de los nervios.