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Jueves, 25 de marzo de 2010, 22.44 h

—¡Ahí están! —dijo Carlo cuando Brennan dobló por la calle Diecisiete, en el lado norte de Union Square. Como de costumbre, la zona estaba llena de gente, incluidos músicos callejeros, mendigos y estudiantes de todas las edades y etnias. Pese a la multitud, Susumu Nomura y Yoshiaki Eto conseguían destacarse un poco debido a su atuendo. Como la noche anterior, iban vestidos con traje de zapa, camisa blanca, corbata negra y gafas de sol.

—Vamos a repasarlo una vez más —dijo Carlo—. Iremos al muelle, en teoría para recoger los explosivos que utilizaremos en la supuesta maniobra de distracción, con la excusa de que necesitamos todas las manos disponibles para cargar los explosivos hasta el 4 × 4, y entraremos. Allí es donde los mataremos. Recuerda que estos tipos van armados, y que no vacilan a la hora de utilizar sus armas.

Todos los presentes rezongaron en señal de aprobación. Brennan y Carlo iban delante, con Brennan otra vez al volante. Arthur y Ted estaban apretujados en la tercera fila. Los asientos de en medio estaban reservados a Susumu y Yoshiaki.

Brennan paró frente al bordillo que había delante de Barnes & Noble, que había cerrado unos cuarenta minutos antes, pero cuyas luces interiores continuaban encendidas. Susumu y Yoshiaki estaban mirando el escaparate.

—Vale —dijo Carlo, al tiempo que se volvía en el asiento y miraba a Arthur y Ted—. ¿Preparados? ¿Tenéis las armas a mano?

Tanto Arthur como Ted levantaron las manos para que Carlo echara un vistazo a sus respectivas automáticas, y después las ocultaron.

—Bien —dijo Carlo—. No esperamos problemas, pero hay que estar prevenidos. —Se volvió hacia Brennan—. ¿Preparado?

—Es evidente —respondió Brennan en tono aburrido. A veces pensaba que Carlo era un poco melodramático.

Carlo bajó la ventanilla y silbó. Susumu y Yoshiaki dieron media vuelta al instante y se acercaron a toda prisa al coche, al tiempo que hacían una reverencia a Carlo. Subieron a la fila de en medio, aunque hicieron una brevísima pausa al darse cuenta de que había gente en el asiento de atrás, cuyos rostros apenas iluminaban las luces de la calle.

—Arthur y Ted están ahí atrás —explicó Carlo.

Los japoneses se volvieron en su asiento para mirar a Arthur y Ted en cuanto se acomodaron y cerraron la puerta. Se inclinaron múltiples veces, mientras repetían «Hai, hai» una y otra vez. Los demás supusieron que estaban muy animados por el robo que iban a cometer.

Brennan rodeó por la izquierda Union Square y se desplazó hacia el este por la calle Catorce hasta East River. Allí se desvió hacia el norte por el FDR Drive. Nadie habló durante un rato. Todo el mundo estaba nervioso, pero por motivos diferentes. Arthur era el único preocupado por lo que podía suceder, pues era el más meditabundo del grupo y un firme creyente en el adagio de que, si algo puede salir mal, saldrá mal.

Brennan salió del FDR en la calle Treinta y cuatro, pasó a la Tercera Avenida, y desde allí descendió por el túnel de QueensMidtown. Como Susumu y Yoshiaki esperaban llegar más al norte del FDR, se pusieron nerviosos por haber entrado en el túnel y se enzarzaron de inmediato en una discusión en japonés. Era evidente que se hallaban confusos. Fue Yoshiaki quien habló.

—Perdón —dijo, al tiempo que se inclinaba hacia delante—. ¿Por qué vamos a Queens?

Carlo se volvió en el asiento y estableció contacto visual con Yoshiaki.

—Hemos de recoger explosivos —dijo, creyendo equivocadamente que hablaba en un inglés rudimentario—. Utilizamos explosivos como distracción mientras entramos en iPS USA para robar los cuadernos de laboratorio. ¿Comprendido?

—¿A qué lugar de Queens vamos? —preguntó Yoshiaki.

—A un antiguo depósito de la familia Vaccarro, en un muelle del río —explicó Carlo—. Lo utilizamos como almacén. Hay explosivos allí que utilizaremos esta noche.

—¿Qué es un muelle?

—Una cosa larga hecha de madera que se adentra en el agua para que los barcos puedan aparcar al lado.

—¿Futou? —preguntó Yoshiaki.

—Sí, bueno, no lo sé.

—¿East River?

—Exacto. East River. El muelle está en East River.

Durante unos cuantos kilómetros, Yoshiaki y Susumu hablaron sin parar, hasta el punto de que Carlo empezó a preocuparse por si se negaban a continuar y pedían regresar a la ciudad. Pero eso no sucedió. Enmudecieron de repente, y Carlo confió en que siguieran así un rato más.

Cuando dejaron atrás el túnel, Brennan salió de la autopista en cuanto pudo, cruzó Newtown Creek por McGuinness Boulevard y giró a la derecha por Greenpoint Avenue. Al principio había montones de bares y restaurantes, pero a medida que se acercaban al río el barrio se deterioraba hasta el punto de que la palabra que mejor lo describía era «ruinoso». Mientras Carlo miraba por la ventanilla, lo que más destacaba era la ausencia de luces y de gente. En contraste con el bullicio de Union Square, aquella zona parecía el decorado de una película postapocalíptica. Daba la impresión de que no había nada vivo, hasta que vio una rata grande cuyos ojos relucieron de pronto como diamantes cuando el roedor miró en dirección a los faros del Denali.

Cinco minutos después, Brennan frenó ante la puerta cerrada con candado de la valla metálica de tres metros de altura, coronada con rollos de alambre de espino, que rodeaba la propiedad de la familia Vaccarro. Carlo bajó con la llave, y a la luz de los faros abrió la puerta para dejar que Brennan entrara. Después, en la oscuridad, volvió a cerrar la verja, avanzó corriendo y volvió a subir al 4 × 4.

El bulto del depósito de hormigón estaba a la izquierda de Brennan cuando avanzó hacia la base del muelle. A mitad de camino, del lado del edificio había un pequeño porche frente a una puerta de entrada provista de numerosos candados. Sobre la puerta había un letrero de madera con la pintura desportillada y podía leerse con cierta dificultad: AMERICAN FRUIT COMPANY.

—¿Explosivos aquí? —preguntó Yoshiaki, mientras contemplaba el depósito a oscuras.

—Eso es —contestó Carlo.

Deslizó la mano bajo la solapa de la chaqueta y soltó la correa que sujetaba su Glock 22 en la funda de la sobaquera. Después abrió el compartimiento que había entre los dos asientos delanteros y sacó dos linternas. Tendió una a Brennan. Cuando Brennan apagó los faros, Carlo y él encendieron las linternas. Sin luna, la oscuridad era absoluta.

—Vale —dijo Carlo—. Todo el mundo abajo para ayudar a transportar el material.

Brennan y él saltaron del coche al unísono. Carlo abrió la puerta trasera para que Yoshiaki bajara, mientras Brennan hacía lo propio con Susumu. Para hacer hincapié en la idea de que iban a trasladar material, Carlo continuó hasta la parte posterior del vehículo y abrió el maletero. El plan era entrar en la oficina para apoderarse de los explosivos.

Carlo continuó hasta la puerta de la oficina y sacó el mismo llavero que había utilizado para la verja. Con la linterna debajo del brazo, abrió el candado, y después la puerta. Justo cuando estaba a punto de abrir la puerta y encender la luz de dentro, oyó un alboroto a su espalda. Se volvió y vio que Yoshiaki apartaba de un golpe la mano de Brennan. Este solo intentaba que entrara. Tanto Yoshiaki como Susumu se habían parado en el porche.

—Nosotros esperamos fuera —dijo.

Carlo vio que Arthur y Ted bajaban del coche. El problema era que todavía sostenían sus armas tal como Carlo había ordenado, por si se producía una emergencia. El otro problema era que Susumu estaba mirando en esa dirección, mientras Yoshiaki tenía la vista clavada en el frente. Era evidente que los dos secuaces japoneses habían empezado a sospechar algo raro.

La reacción de Susumu fue gritar «¡Kaki!» (pistolas), sacar su arma y disparar varias veces, alcanzando a Arthur en el antebrazo derecho con una bala que salió por la espalda. Como llevaba el arma preparada, Ted lanzó una andanada de balas, varias de las cuales alcanzaron su objetivo. Una de ellas se hundió en el pecho de Susumu, perforó su corazón y le mató al instante.

Yoshiaki echó a correr. Como no podía elegir, fue en dirección al muelle, agachado y en zigzag, y su reacción pilló a todo el mundo por sorpresa. Carlo y Brennan enfocaron sus linternas hacia el hombre que huía, mientras se esforzaban por desenfundar sus armas. Ted tuvo que dar unos pasos adelante porque el coche le estorbaba. Disparó varias veces en rápida sucesión, pero no supo si había alcanzado al fugitivo o no. En cualquier caso, Yoshiaki siguió corriendo agachado y en zigzag, y no tardó en desaparecer en medio de la oscuridad brumosa que flotaba sobre el muelle.

—¡Ayuda a Arthur! —gritó Carlo a Ted. Arthur había caído de rodillas, y se aferraba el brazo derecho con la mano izquierda. Había dejado caer el arma después de ser alcanzado. Una mancha roja se iba extendiendo sobre su camisa, encima del antebrazo derecho.

—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó, como sorprendido—. ¿Por qué tuvo que dispararme a mí?

Como Carlo y Brennan se estaban alejando, y con ellos sus linternas, Ted y Arthur se encontraron inmersos en la negrura más absoluta. Por suerte para Arthur, casi no sentía dolor, tan solo una pesada lasitud.

Ted volvió al 4 × 4, abrió la puerta del conductor y encendió los faros. Pasar de una oscuridad casi total a una iluminación brillante provocó que ambos hombres entornaran los ojos. Sin perder tiempo, Ted buscó algo que pudiera utilizar como torniquete, y después se quitó el cinturón.

—Echemos un vistazo a esa herida —dijo a modo de advertencia, antes de rasgar la camisa de Arthur desde el puño hasta la axila. En la parte frontal del brazo de Arthur, a mitad de camino entre el hombro y el codo, había una herida limpia de unos seis milímetros. Detrás, el orificio de salida parecía un disco de hamburguesa. Por suerte para Arthur, no sangraba demasiado.

—Vivirás —anunció Ted, y al mismo tiempo constató que el torniquete no sería necesario.

Brennan y Carlo corrieron hacia el final del depósito, y entonces pararon en seco. Yoshiaki había corrido hasta el extremo del muelle y se hallaba inmóvil.

—No podemos permitir que escape —dijo Carlo, sin aliento.

—No hace falta que me lo digas —respondió Brennan, también sin aliento.

—¿Qué está haciendo?

—Parece que se está quitando los zapatos.

—¡Mierda! —exclamó Carlo—. No intentará nadar, ¿verdad?

—Creo que sí. Se está quitando la puta ropa.

—Corre y dispárale antes de que intente escapar.

—Y una mierda. Seguro que va armado. ¡Corre tú!

Los dos hombres se quedaron parados mirando. Por lo visto, Yoshiaki estaba apilando con pulcritud su ropa. Al momento siguiente, desapareció.

Sin necesidad de hablar, Carlo y Brennan, con una pistola en la mano y una linterna en la otra, corrieron como locos hacia el final del muelle. Cuando se acercaron, ambos disminuyeron la velocidad, temerosos de que fuera un truco para atraerles. Avanzaron con paso vacilante y las armas apuntando hacia delante y preparadas.

Brennan fue el primero en oír el chapuzón.

—¡Se ha tirado al agua! —gritó, al tiempo que corría y dejaba atrás la pulcra pila de ropa, depositada sobre un par de zapatos, colocados en paralelo al muelle.

Brennan corrió hacia el extremo del muelle. Vio a Yoshiaki nadando con torpeza, girando la cabeza de lado a lado, mientras movía un brazo y después el otro. Brennan le enfocó con la linterna, justo cuando Carlo se detenía a su lado. Los dos hombres apuntaron sus armas a Yoshiaki y vaciaron sus cargadores a toda prisa. Cuando el sonido del último disparo se disipó, junto con los ecos procedentes de los edificios y muelles cercanos, Brennan y Carlo examinaron el punto donde Yoshiaki había estado chapoteando unos momentos antes, mientras intentaba nadar hasta Manhattan. Ahora, como el resto del río, estaba inmóvil como un charco de petróleo, al tiempo que reflejaba la plácida línea del horizonte de Manhattan.

Primero durante cinco minutos, después durante diez, y por fin durante quince, Brennan y Carlo mantuvieron las linternas apuntadas hacia aquel punto, con la esperanza de que fuera el final de un asunto embarazoso. En un momento dado se produjo un repentino y veloz remolino, como sugiriendo la presencia de un animal grande, lo cual asustó a los dos hombres, pero Yoshiaki no emergió para dar una última y desesperada bocanada de aire. Estaba claro que había muerto.

—Seguro que le hemos dado —dijo Carlo para romper el silencio.

—Eso parece. No se nos ha ido por un pelo. Si hubiera escapado, Louie habría pedido nuestra cabeza.

—¿Por qué no nadamos hasta ahí y recuperamos el cadáver? —preguntó Carlo.

—¡Y una mierda! —replicó Brennan, estremecido. Tan solo pensar en sumergirse en aquel río negro y aceitoso, con lo que pudiera albergar, le ponía la piel de gallina.

—Solo estaba bromeando —dijo Carlo, y dio a Brennan una palmada en la espalda lo bastante vigorosa para que el hombre diera un paso adelante para evitar caer.

Brennan asió el antebrazo de Carlo antes de que este pudiera apartarlo.

—Te he dicho que no me pegues —rugió Brennan, y acercó su cara a la de Carlo.

La tensión de los anteriores acontecimientos provocó que reaccionara con exageración a esa provocación repetida.

Carlo le propinó un fuerte empujón.

—Madura de una vez. Por los clavos de Cristo, era una broma eso de que te lanzaras a nadar. No encontrarías el cuerpo ni en un millón de años. Con las corrientes de esta zona, es probable que el cadáver se encuentre ya a unos sesenta metros río abajo. —Carlo se agachó para recoger la ropa y los zapatos de Yoshiaki—. Volvamos a ver cómo está Arthur. Igual tenemos que pasar por urgencias antes de dirigirnos a los Estrechos para deshacernos de Susumu.

Los dos hombres regresaron a toda prisa por el muelle. De vez en cuando, el agua emitía un sonido remolineante alrededor de los pilotes, lo cual demostraba la fuerza de la corriente.

—Lo de Yoshiaki no hará ninguna gracia a Louie —comentó Carlo.

—Dímelo a mí —dijo Brennan, que se había tranquilizado un poco—. Pero la situación habría sido diez veces peor si el tipo hubiera llegado a Manhattan.

—Tal vez no deberíamos hablar de ello a menos que lo pregunte. Joder, con lo fuerte que es la corriente, quién sabe dónde acabará. Es posible que llegue al mar, adonde estaba destinado.

Brennan miró un momento a Carlo.

—Tú decides. Tu trabajo es comunicarte con el capo, pero si estás preguntando si me chivaré a tus espaldas, eso no sucederá.

—Bien. En ese caso, no se lo diré a menos que pregunte.

—¿Cómo explicarás lo de Arthur?

—Le diré la verdad. Estos japoneses son unos salvajes, por eso queríamos deshacernos de ellos. No se lo piensan dos veces a la hora de sacar las armas y disparar. Joder, Arthur es un buen ejemplo.

Al llegar al coche descubrieron que todo estaba controlado. Ted había vendado la herida de Arthur con la manga de la camisa del herido, y sangraba muy poco. El problema consistía en que Arthur padecía serias incomodidades. Aunque al principio no le había molestado mucho, en cuanto desapareció el entumecimiento comenzó a quejarse de que el dolor era terrible.

Metieron el cuerpo de Susumu en una bolsa de cadáveres, lo subieron al maletero del 4 × 4, entraron en el vehículo y salieron del recinto de American Fruit Company en dirección a Elmhurst. En cuanto llegaron a la autopista, Carlo llamó a Louie.

Cuando Louie cortó la comunicación después de hablar con Carlo, no sabía si encolerizarse o sentirse tranquilo. Por experiencia, sabía que los golpes podían salir bien o mal. Se alegraba hasta cierto punto de que todo hubiera terminado, pero le molestaba que Arthur hubiera resultado herido. Cuatro contra dos se le antojaba ventaja más que suficiente.

Sin colgar el auricular, Louie sacó su agenda del cajón central del escritorio y buscó el número del doctor Louis Trevino. Doc, tal como le llamaban, había sido el médico de la familia Vaccarro durante muchos años. Lo habían reclutado en el hospital de Santa María, donde había trabajado de interno y cuidado de las necesidades de la familia Vaccarro durante años, incluido cierto número de heridas de bala de dudosa explicación.

El teléfono sonó muchas veces antes de que contestara una voz cansada.

—Doc, soy Louie. Tenemos un problema con Arthur.

—¿Cuál?

—Una herida de bala en el antebrazo derecho. Entró y salió.

—¿Tocó el hueso?

—Creo que no.

—Mejor así. ¿Y los vasos mayores?

—Negativo de nuevo, al menos de momento.

—¿Dónde está?

—Les dije que fueran directamente a Santa María. Calculo que llegarán dentro de, digamos, media hora.

—Los recibiré en urgencias —dijo Trevino, y colgó.

Después de la llamada a Doc, Louie se sentó a su escritorio y se preparó para la siguiente llamada. Sabía cuál era el mensaje que deseaba transmitir, pero no estaba seguro de las palabras. Mientras reflexionaba, miró por la ventana de su estudio, situado frente a la sala de estar de su gran mansión de Whitestone, Nueva York. Como los árboles se habían quedado sin hojas, podía ver al otro lado del patio de su vecino el elegante puente de Whitestone con sus cables iluminados. Mirar el puente le recordó que tenía una vista mucho mejor del puente de Throgs Neck desde la sala de estar, que daba al lado opuesto, donde su jardín ondulante descendía hasta el muelle. Pensar en su muelle le recordó que pronto llegaría el momento de sacar el barco de su refugio invernal.

Pensó de nuevo en el problema que afrontaba y llamó a Hideki Shimoda, con la intención de eliminar cualquier sospecha de que los Vaccarro estuvieran implicados en la desaparición de Susumu y Yoshiaki, tal como Paulie había sugerido con astucia. El principal ingrediente era que debía comportarse como si estuviera muy cabreado.

Louie llamó, armándose de valor. Para su sorpresa, descolgaron el teléfono y contestaron al primer tono con un simple «Hai», como si Hideki hubiera estado durmiendo con la mano sobre el teléfono.

—Muy bien, Hideki, de qué va la puta historia, y no me venga con chorradas —rugió Louie—. Mis chicos acaban de llamarme, y dicen que aún están dando vueltas por Union Square esperando a que sus jodidos hombres lleguen. ¿Cuál es la puta historia?

Louie decía tacos muy pocas veces, pero se había dejado de cuentos, suponiendo que Hideki así lo esperaría. La respuesta no fue la que pensaba.

—Perdone, creo que quiere hablar con mi marido.

Louie puso los ojos en blanco cuando un irritado Hideki se puso al aparato. Louie intentó repetir la sarta de improperios de antes, pero con muchos menos tacos. Después del error de no preguntar quién se había puesto al teléfono, era lo mejor que podía hacer.

—¿Es usted Barbera-san? —preguntó Hideki.

—¿Quién cree que puede llamarle a esta hora? —preguntó Louie, en el tono más irritado que logró fingir.

—¿Está diciendo que Susumu y Yoshiaki no han aparecido esta noche?

—Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Y quiero recordarle que la operación la iban a llevar a cabo ustedes, no nosotros.

—Eso es cierto, Barbera-san. Espere un momento. Deje que les llame para preguntar dónde están. Tiene que ser un malentendido. Lo siento. Son mis hombres de confianza.

Louie oyó que Hideki hablaba en japonés con la persona que le acompañaba. Después volvió a ponerse.

—Mi esposa ha ido a buscar mi móvil. Lo lamento muchísimo. ¿Hay tiempo todavía para llevar a cabo la operación?

—Primero veamos dónde están sus hombres. Si se encuentran cerca de Union Square, tal vez podríamos intentarlo.

Louie oyó que Hideki hacía dos llamadas. Sin éxito.

—No puedo localizarles —dijo—. Esto es muy extraño.

—Por lo que usted sabe, ¿estaban enterados de que el robo era esta noche?

—Por supuesto.

—¿Cuándo fue la última vez que habló con ellos?

—Cuando me dejaron en la oficina después de ir a verle, Barbera-san. En aquel momento estaban ansiosos por trabajar con ustedes de nuevo esta noche. Así lo manifestaron.

—¿Cree que haya podido pasarles algo?

—¿A qué se refiere?

—Anoche mis chicos me dijeron que sus hombres habían expresado cierto temor sobre sus rivales. Algo acerca de una amenaza que recibieron si mataban a Satoshi.

—¿Qué rivales?

—La Yamaguchi-gumi.

Siguió una pausa. Louie dejó que la idea germinara un minuto entero.

—Podría preguntar a Carlo y Brennan si recuerdan con exactitud lo que dijeron —añadió.