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Jueves, 25 de marzo de 2010, 18.22 h

Acomodada en el asiento trasero de lo que le parecía un taxi nuevo, Laurie se descubrió contando en silencio los números de las calles, mientras Jack y ella iban hacia el norte, en dirección a Central Park West. Pasaron ante el Museo de Historia Natural y la calle Ochenta y seis, y su nerviosismo experimentó otro arrebato. Laurie notó que su pulso se aceleraba a causa de dicho nerviosismo. Aunque Jack iba sentado a su lado, dándole una charla sobre cómo Lou y él habían confirmado los descubrimientos de la autopsia de la víctima de los disparos, no podía concentrarse en lo que le estaba diciendo. Estaba demasiado ansiosa por ver a J. J. Dejó que Jack continuara divagando, pues no parecía importarle que ella hubiera dejado de hacerle observaciones durante los últimos dos kilómetros.

—¿Me puede repetir el número de la calle Ciento seis? —preguntó el conductor.

Laurie recitó el número, interrumpiendo a Jack en mitad de una frase.

—¿Me estás escuchando? —preguntó Jack, mientras Laurie se inclinaba hacia delante para mirar a través de la mampara de plástico y el parabrisas, a medida que se aproximaban a la calle. No fue hasta que el taxi giró a la izquierda cuando se calmó—. ¿Me has oído? —insistió Jack.

—No —admitió Laurie. A su derecha se encontraba el pequeño parque recreativo que Jack había renovado diez años antes, añadiendo luces a la pista de baloncesto, donde en aquel momento se estaba jugando un partido. También había renovado la sección infantil y añadido toboganes, columpios y un cercado grande con arena.

—Te he preguntado si me estabas escuchando.

—¿Debo mentir o decir la verdad?

—Miente para no herir mis sentimientos.

—¿Te importa pagar? —preguntó Laurie, mientras el taxi se acercaba al bordillo que había delante de su casa remozada de piedra caliza color rojizo. Laurie ya había abierto la puerta antes de que el vehículo parara por completo. Con el bolso en la mano, salió corriendo y entró en la casa. Sin quitarse la chaqueta, subió las escaleras todo lo deprisa que sus piernas le permitieron hasta la cocina, que se hallaba en el segundo piso.

Leticia oyó que se abría la puerta principal, cogió a J. J. y se encontró con Laurie en lo alto de la escalera. Leticia era una atractiva y atlética chica negra de unos veinticinco años, con una suave nube de pelo oscuro. Solía acompañarla una sonrisa irónica y, por principios, no soportaba a los imbéciles. Como prima de Warren Wilson, el compañero de baloncesto de Jack, compartía la característica familiar de un cuerpo bien esculpido, que unos vaqueros y un top ceñidos destacaban de manera espectacular. Indecisa sobre doctorarse después de terminar la universidad, Warren había sugerido que, mientras se decidía, trabajara de canguro para Jack y Laurie.

—Hola, pequeño —balbució Laurie mientras extendía las manos para recibir al niño. Pero a pesar de sus ansias, pilló al niño desprevenido, y J. J. reaccionó volviéndose hacia Leticia y agarrándose a ella con todas sus fuerzas. Lloró mientras Laurie y Leticia le desprendían los deditos del cuello de esta.

J. J. reconoció casi al instante a su madre y se tranquilizó, pero el daño ya estaba hecho. Laurie se sintió rechazada, al menos durante unos minutos, hasta que la racionalidad se impuso. En aquel momento la reacción de Laurie fue más de vergüenza que de sentimientos heridos.

Cuando Jack subió la escalera, las mujeres se estaban riendo del incidente. Escuchó mientras Leticia se disculpaba por haberse molestado a causa de las múltiples llamadas telefónicas de Laurie.

—Cada vez que llamabas, era en el peor de los momentos posibles —explicó—, como cuando le estaba bañando. Tuve que apresurarme a sacarle de la bañera, cosa que no le hizo la menor gracia y se resistió, y después tuve que secarle y envolverle en una toalla antes de poder llegar al teléfono.

—Mañana me portaré mejor, lo prometo —dijo Laurie—. Está claro que la separación ha sido peor para mí que para él.

—Me temo que así ha sido —admitió Leticia—. Se ha portado de maravilla todo el día. Le encantó ir al parque.

Jack intentó apoderarse de J. J., pero este se aferró a Laurie en esta ocasión. Ambas mujeres rieron cuando Jack desistió, confuso por las carcajadas. Jack levantó las manos para indicar que se rendía.

—Vale —dijo al niño—, ahora puedes quedarte con mamá, pero ya llegará mi turno.

Se despidió de Leticia y añadió que iba a jugar al baloncesto con su primo. Apretó el hombro de Laurie y subió la escalera para ir a buscar su equipo.

—Juegan casi todas las noches —explicó Laurie.

Después de hablar sobre la jornada de J. J. un rato más y concretar la hora en que llegaría Leticia por la mañana, la joven se marchó.

—Es un muñeco —dijo, antes de saludar con la mano a J. J. y salir.

Durante la ausencia de Jack, Laurie jugó con J. J. durante casi una hora y después lo puso en su sillita mientras preparaba una cena ligera para Jack y ella. Debido a las prisas, sería una ensalada con queso y pan. Después acostó a J. J. en la cuna y se sentó en la mecedora a su lado. Le alegró que se durmiera antes de lo habitual, lo cual confirmó lo que ya sabía: el día había sido más fácil para él que para ella.

Después de la cena, Jack y Laurie se retiraron a su estudio común. Jack quería echar un vistazo a uno de sus textos forenses para repasar la parte de las heridas de bala, mientras Laurie encendía su ordenador e introducía uno de los discos de seguridad del metro. No sabía qué podía esperar. Al lado del ordenador puso tres fotografías de Juan Nadie.

—Sigo creyendo que no deberías perder el tiempo con eso —dijo Jack.

—Ya me lo imagino —contestó Laurie, y recordó por primera vez la nota amenazadora desde que la había guardado en el cajón central de su escritorio—. ¿Por qué? ¿Crees que es demasiado peligroso?

Se volvió hacia Jack.

—¿Peligroso? —preguntó Jack, confuso—. ¿Peligroso por qué? Lo que quiero decir es que no vas a encontrar nada que vaya a modificar el caso. Vas a examinar con todo detenimiento el cerebro, aunque no confirmes si hubo ataque o no.

—¿De veras? —preguntó con ironía Laurie, mientras apretaba el botón de la bandeja del CD.

—Como quieras —dijo Jack, y volvió a lo suyo. Si quería perder el tiempo, adelante, pensó.

La primera pantalla que encontró Laurie era el menú de las cámaras grabadoras, dispuestas en orden numérico, de la uno a la nueve. Clicó la número uno y la acción empezó enseguida. La calidad del vídeo no era muy buena. El gran angular creaba distorsión y la imagen era tan granulada como temía. Para colmo, corría a doble velocidad. Cuando la disminuyó, se vio mejor, pero tampoco mucho.

—Voy al salón —dijo—. Lo miraré en el DVD, a ver si me ayuda en algo.

—Buena suerte —contestó Jack sin prestarle atención.

En el salón, Laurie introdujo el disco en el DVD. En la pantalla de la televisión la calidad mejoraba un poco. Con las fotos a su lado, en el sofá, apoyó los pies sobre la mesita auxiliar y miró unos veinte minutos. Era tan aburrido como cabía esperar, gente que bajaba o subía del tren. Después vio algo interesante. Un adolescente vestido con ropa varias tallas más grande, con la entrepierna de los pantalones colgando entre las rodillas, tropezaba a propósito con un hombre de edad madura que leía un periódico. Al mismo tiempo, la cartera del hombre desaparecía de su bolsillo a tal velocidad que Laurie tuvo que parar la cinta, rebobinarla y avanzarla fotograma a fotograma.

—¡Santo Dios! —exclamó, y llamó a Jack para que viera la secuencia. Él se quedó tan impresionado como ella.

—¿Qué debería hacer?

—No quiero parecer cínico, pero aunque lo denuncies, creo que no pasará nada. El NYPD está saturado de casos mucho más graves.

Laurie anotó la hora que aparecía en la pantalla, junto con el número de la pantalla en el reverso de una de las fotos. Pensó que se lo daría a Murphy por la mañana, para que decidiera él.

Al terminar con la cámara número uno, Laurie decidió saltar a la cámara número cuatro, con la esperanza de que el número de las cámaras indicara su posición en el andén, lo cual significaría que la número cuatro estaría cerca del centro del andén, donde Robert Delacroix pensaba que había estado. La cámara número uno había mostrado la entrada norte del túnel.

Al cabo de pocos minutos, Jack apareció en la puerta del salón y le hizo señas.

—Voy a leer a la cama.

—De acuerdo, cariño —dijo Laurie, y paró la cinta. Sabía muy bien que la idea de Jack de leer en la cama consistía en dormirse al cabo de una o dos páginas—. Hasta mañana.

Jack sonrió, consciente de que tenía razón. En respuesta, se acercó al sofá, se agachó y le dio un beso en los labios.

—No te quedes levantada hasta altas horas de la madrugada viendo esto. No conseguiré sacarte de la cama por la mañana.

—Solo me quedaré un ratito más —prometió Laurie, con buenas intenciones.

Cuando terminó la cámara cuatro, clicó la cámara cinco. Vio varios minutos hasta darse cuenta con un sobresalto de que se había dormido. El chorro silencioso de gente que entraba y salía de los trenes era hipnotizador. Como no tenía ni idea de cuándo se había dormido, rebobinó el vídeo hasta el principio, reconociendo que si no lo hacía corría el riesgo de pasar por alto lo que esperaba encontrar.

Se esforzó por permanecer despierta hasta terminar la cámara cinco, y de pronto tardó un momento en reaccionar. El hombre que estaba buscando se hallaba exactamente en el centro de la pantalla. Al menos, se le parecía mucho. Apretó el botón de pausa del mando a distancia para congelar la escena. En aquel momento, el hombre estaba mirando hacia atrás y hacia lo alto de la escalera por la que, en teoría, acababa de bajar, aunque no le reconoció hasta que se acercó al borde del andén. Levantó las fotos del cadáver y las comparó. Estaba bastante segura de que el hombre de las fotos y el de la pantalla eran el mismo. Aunque no podía estar segura al cien por cien debido al ángulo de la cámara, la hora coincidía: faltaban pocos minutos para la llamada al 911. Laurie echó hacia atrás la imagen y vio que el hombre retrocedía escaleras arriba. Aun viendo la grabación fotograma a fotograma, intuyó que el hombre corría, porque tropezaba con otras personas que se movían más despacio que él. Examinó el otro lado de la imagen y comprobó que la vía estaba desierta. El tren no había llegado todavía.

Laurie continuó rebobinando fotograma a fotograma, hasta que el tipo desapareció. Lo único que había averiguado era que llevaba una bolsa de lona. Reclinada en el asiento, dejó que el vídeo avanzara a velocidad normal. El hombre corría.

—No quiere perder el tren —dijo Laurie en voz alta, mientras le veía tropezar con la gente. A velocidad normal, las colisiones parecían más violentas que plano a plano.

Se abrió paso entre la muchedumbre del andén, irritando a la gente. Un hombre agarró el brazo del asiático, pero este se liberó del desconocido y continuó adelante, sin dejar de mirar hacia atrás como si le persiguieran.

—¡Le están persiguiendo! —exclamó Laurie, al tiempo que se inclinaba hacia delante. Dos asiáticos más habían bajado la escalera y, al igual que el primero, se abrieron paso entre la multitud, uno de ellos provisto de un paraguas, el otro con las manos vacías. Mientras Laurie miraba, los dos perseguidores alcanzaron a su presa justo cuando el metro entraba en la estación. En aquel momento, Laurie apenas podía ver a los hombres, pues eran más bajos que los demás usuarios apretujados a su alrededor. Durante los siguientes momentos el movimiento fue escaso, pues la gente que salía del tren se topaba con la que entraba. Por fin, la multitud volvió a moverse y en ese instante Laurie vio que el hombre de la bolsa estaba sufriendo un ataque, o al menos lo aparentaba, de pie, mientras su cabeza se bamboleaba rítmica y rápidamente, hasta que se relajó. Cuando la gente empezó a subir al tren y la multitud fue menguando, Laurie vio que los dos hombres dejaban caer al otro sobre el andén. La actividad ya no era frenética, y la bolsa se hallaba en poder de uno de los otros dos. Laurie también cayó en la cuenta de que los dos hombres podían haber desprovisto de la cartera con suma facilidad a su víctima mientras le sostenían erguido, lo cual explicaría por qué no llevaba ninguna identificación cuando llegó a urgencias.

—¡Dios mío! —exclamó Laurie—. ¡Fue un robo!

Continuó mirando mientras la gente seguía pasando alrededor y por encima del cuerpo caído. Le asombró la demostración de insensibilidad de los neoyorquinos. La única reacción positiva fue la de un hombre que se encontraba en la puerta del tren, quien se estaba llevando el móvil al oído, y Laurie se preguntó si sería Robert Delacroix. Desvió su atención hacia los dos asiáticos, mientras se perdían de vista con parsimonia.

Laurie paró el vídeo. Entró corriendo en el dormitorio con la intención de despertar a Jack. Quería que viera las imágenes, aunque sabía lo que iba a decir: «Vale, parece un robo, pero quizá no lo fue. Tal vez la bolsa era de uno de los hombres que la cogió. Lo importante es que la autopsia fue negativa».

Entró en la habitación y paró en seco. Como de costumbre, cuando Jack decía que iba a la cama a leer, ya se había dormido. El pesado libro de texto que se había llevado al dormitorio estaba abierto y extendido sobre su pecho. Laurie lo levantó con cuidado y lo dejó sobre la mesita de noche. Era un ritual que tenía lugar casi todas las noches. Al contrario que Laurie, Jack no tenía problemas en dormirse o levantarse por la mañana, dos actividades que siempre habían resultado difíciles para ella.

De nuevo en el salón, Laurie sacó el disco del DVD y volvió al estudio. Lo introdujo en el ordenador, fue a la cámara cinco y examinó toda la secuencia hasta encontrar el mejor plano de los dos hombres, y después imprimió una copia. Cuando miró a los dos ladrones, cambió de opinión por completo sobre el caso. Al principio se había sentido decepcionada porque su primer caso era una muerte natural sin identificar, y totalmente libre de patologías, un caso que no podía poner a prueba su competencia. Ahora su perseverancia estaba demostrando que era mucho más interesante de lo que nadie esperaba, sobre todo ella.

Laurie empezó a experimentar aquella antigua emoción que la embargaba cuando dilucidaba casos complicados y diferentes, y ardía en deseos de llegar a su despacho por la mañana para ver los resultados de laboratorio y las placas de histología. La verdad del asunto era que su intuición, pese a la preocupación de que la hubiera abandonado durante la baja maternal, había regresado y sugería que le aguardaban más sorpresas. Su plan consistía en ocultar lo que había descubierto gracias a las cintas de seguridad, hasta averiguar quién había matado al hombre. Laurie sabía que, por ley, los perpetradores de delitos tenían que asumir la responsabilidad de la salud de sus víctimas. Si una persona sufre un infarto y muere a consecuencia de que está huyendo de un ladrón, se considera homicidio, no muerte natural, y el ladrón será juzgado y penado en consecuencia. Laurie sabía que tenía entre manos un homicidio, y el caso había pasado de ser aburrido a ser atractivo, al menos eso pensaba mientras guardaba las fotos y el disco en la bolsa que llevaba al IML.

El siguiente trabajo era intentar dormir, un reto para ella, teniendo en cuenta las nuevas circunstancias que había descubierto por mediación de las cintas de seguridad. Además, existía la preocupación muy real de que J. J. se despertara. A veces, Laurie deseaba no tener necesidad de dormir, pues creía que se contentaría con leer durante toda la noche. Pero cada mañana, sin excepción, se sentía agotada más o menos durante la primera hora, de modo que sabía cuál era la realidad.

Después de ir a ver a J. J., que dormía profundamente, Laurie se dispuso a acostarse. Cuando se tendió por fin entre las sábanas y apagó la luz, reflexionó sobre el día. No había sido tan tranquilo. De hecho, había sido bastante ajetreado. Había echado de menos a J. J., tal como reflejaban todas sus llamadas a casa, y se había sentido herida cuando dio la impresión de rechazarla, lo cual sugería una vulnerabilidad definitiva. En el aspecto laboral, su caso no había tranquilizado su sensación de incompetencia, pero parecía que eso estaba cambiando con los descubrimientos de la noche. Una vez dicho y hecho todo, reconoció que le gustaba muchísimo su trabajo, y se sintió razonablemente segura de que era capaz de compaginar la profesión con la maternidad y de dar lo mejor de sí en ambas.