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Jueves, 25 de marzo de 2010, 14.45 h

Louie se sentía pletórico de energía cuando se acercó a su restaurante. Había aprovechado el trayecto en autobús desde Rikers Island para reflexionar sobre el consejo de Paulie, y cuando volvió a su coche ya había decidido seguir sus sugerencias. Ahora tenía claro que había un tiempo para evitar la violencia y un tiempo en que la violencia era la única solución. Y esta era una de esas situaciones. Por otra parte, estaba convencido de que tenía razón al no romper la alianza con Hideki. Había demasiados elementos negativos, incluida la preocupación de perder el chorro de ingresos japoneses y el flujo de cristal, aun a corto plazo. En cambio, la desaparición de Susumu Nomura y Yoshiaki Eto era el mensaje perfecto para todo el mundo, pero en especial para Hideki. El plan no iba a resultar fácil, pero era viable. En consecuencia, Louie había empezado por llamar a Hideki para solicitar una entrevista en el Veneciano a las tres y media, con la intención de repasar los planes para la noche, a lo cual Hideki accedió de inmediato.

Louie dejó el coche en el aparcamiento situado en la parte posterior del restaurante y entró por la puerta de atrás. Sabía que todos los chicos continuarían allí, porque después de llamar a Hideki para concertar la entrevista de la tarde, había llamado a Carlo.

—¿Conseguiste ver a Paulie? —había preguntado Carlo—. ¿Tenemos un plan para esta noche, con los dos japoneses chiflados?

—Sí a las dos preguntas. Tenemos un plan, pero diferentes reglas de enfrentamiento.

—¿Y eso? —había preguntado Carlo, sin intentar disimular su decepción.

—Pronto lo sabrás —contestó Louie—. Llamo para asegurarme de que estaréis ahí cuando yo vuelva.

—Estaremos aquí.

Después de recorrer un breve pasillo que albergaba los lavabos, Louie abrió la puerta batiente que conducía a la cocina y pilló a Benito desprevenido, sentado sobre la encimera mientras charlaba con el chef, John Franco. Benito bajó al suelo con semblante culpable y se puso rígido. Louie le fulminó con la mirada un momento, pero decidió enseguida que estaba demasiado ocupado para regañarle por un comportamiento que el departamento de salud pública no perdonaría.

—¿Han comido los chicos?

—Sí —contestó Benito al instante.

—¿Queda pasta?

—Queda salsa. Tendré pasta fresca dentro de diez minutos.

Sin contestar, Louie atravesó las puertas batientes que daban acceso al comedor. Carlo, Brennan, Arthur y Ted estaban sentados alrededor de una mesa, con fichas de póquer y billetes de un dólar apilados en el centro de la mesa. Tazas de café vacías sembraban la periferia de la mesa. Carlo salió del reservado para que Louie pudiera ocupar su lugar acostumbrado.

—¿Cómo está Paulie? —preguntó Carlo, después de que Louie hubiera saludado con un cabeceo a cada uno de sus secuaces.

—Raro. Ha perdido mucho peso. Además, ha encontrado a Dios.

—¿Quieres decir que se ha convertido en un meapilas? —preguntó Carlo.

—La verdad es que no lo sé —admitió Louie—. Dijo que había encontrado al Señor, y después habló como el Paulie Cerino de siempre. No se habló del problema hasta casi finalizada nuestra conversación, y fue muy breve. Puede que lo haga de cara a la junta de libertad condicional. Creo que está desesperado por obtenerla.

—¿Cuál es el plan para esta noche?

Louie les habló de su conversación con Paulie, intentando recordar todos los detalles, como la brillante idea de la explosión de distracción que convencería a Hideki de que Louie apoyaba en serio el plan del robo. La única vez que hizo una pausa fue cuando Benito trajo el plato de pasta y lo depositó ante sus narices. Luego le sirvió una copa de Barolo y otra de agua mineral con gas.

—¿Querrá algo más? —preguntó Benito.

Louie no respondió, despidió al camarero con un ademán y, en cuanto este se alejó, volvió a relatar su conversación con Paulie y sus sugerencias, en concreto lo de deshacerse de Susumu y Yoshiaki.

—¿Vamos a pasar a la ofensiva? —preguntó Carlo. Estaba contento, y feliz de demostrarlo.

—Desde luego —respondió Louie—. En este negocio a veces hay que utilizar la violencia para mantener la paz. No podemos permitir que esos dos vayan por ahí pegando tiros a quien les dé la gana y donde les dé la gana. Nos dan mala fama. Al mismo tiempo, cuando utilizas la violencia has de minimizar los riesgos, lo cual nos conduce al tema del depósito de cadáveres. Todos lo habéis entendido, ¿verdad?

Nadie habló, de modo que Louie repitió la pregunta.

—Yo diría que sí —contestó Carlo. Como jefe de los secuaces, se esperaba que Carlo hablara en nombre del grupo.

—La cuestión reside en que es importante que la muerte de Satoshi siga pareciendo una muerte natural. Seríamos cómplices si la consideraran homicidio, y eso no nos interesa.

—Desde luego —corroboró Carlo.

—Paulie también insistió sobre esa forense, Laurie Montgomery. Tenemos que averiguar si está relacionada con el caso. Si lo está, debemos hacer todo lo posible para apartarla de él. Así de sencillo.

—¿Qué haremos exactamente si trabaja en ello? —preguntó Carlo.

—Paulie no sugirió nada. Solo insistió en que no debía entrometerse. Pero ya nos ocuparemos de ese problema cuando llegue el momento.

—Bien, volvamos a lo de Susumu Nomura y Yoshiaki Eto —dijo Carlo—. Se supone que hemos de recogerlos como si fuéramos a ayudarles a entrar en iPS USA, pero en cambio los liquidaremos.

—Exacto. Y no quiero que encuentren sus cuerpos. Llevadlos al extremo de Brooklyn, cerca del puente Verrazano-Narrows. Los quiero en el mar, no en la bahía.

Carlo miró a Brennan y se encogió de hombros, mientras se preguntaba si su compañero querría hacer alguna pregunta.

—¿Dónde los recogeremos? —preguntó Brennan—. ¿Igual que anoche, delante de sus apartamentos del Lower East Side?

—No —dijo Louie—. Siempre existe la posibilidad de que alguien os vea rondando por el barrio. Quiero que los recojáis en un lugar público. ¿Alguna preferencia?

Carlo y Brennan intercambiaron una mirada.

—Venga, muchachos, decidme un sitio. Hideki llegará a las tres y media, y quiero que todo esté planificado.

—¿Qué te parece en Union Square, delante de la librería Barnes & Noble? —dijo Brennan—. Siempre hay bastante gente paseando por la zona.

—Decidido —dijo Louie, mientras seguía comiendo pasta—. ¿A qué hora les decimos que estén en Union Square?

—Bien —dijo Brennan—, si hemos de entrar a robar en un edificio de oficinas de la Quinta Avenida, no debería ser muy temprano.

—No creo que la hora importe mucho —dijo Carlo—. Nosotros no vamos a llevar a cabo el robo.

—Bien, pues elegid, por los clavos de Cristo —se encrespó Louie—. ¿Dónde os los pensáis cargar?

Una vez más, Carlo y Brennan se miraron como si esperaran a que el otro decidiera.

Louie alzó la vista hacia el cielo, frustrado.

—No estamos hablando de ecuaciones matemáticas —se lamentó—. ¿Qué os parece en el muelle?

La organización Vaccarro había sido propietaria en otro tiempo de una empresa tapadera de importación de frutas en Maspeth, a orillas del East River, justo al sur del túnel Queens-Midtown. El almacén y el muelle seguían en pie, pero en un estado deplorable. No habían podido venderlos. Utilizaban el almacén como depósito.

—Bien —dijo Carlo. Brennan asintió. Toda la zona estaba desierta, sobre todo de noche.

Louie miró a Arthur y Ted.

—¿Estáis de acuerdo? Porque quiero que todos participéis para que no haya problemas, por salvajes que sean esos japoneses.

Arthur y Ted asintieron.

—De acuerdo —continuó Louie—. Tenemos el lugar de la cita, tenemos el lugar del golpe, pero aún nos queda la hora de la cita. ¿Qué tal las once?

—Bien —dijo Carlo, al tiempo que miraba a Brennan, quien asintió.

—Jesús —suspiró Louie—. ¿Debo acompañaros y ejercer de jefe de la banda? Sois patéticos.

—¿Cómo vamos a engañarles para que vayan al muelle? —preguntó Carlo.

—¿Es que os lo he de explicar todo? —se lamentó Louie, al tiempo que sacudía la cabeza desesperado—. Decidles que allí tenemos explosivos almacenados para la maniobra de distracción durante el robo. Yo qué sé. Pensad algo. —Louie hizo una pausa—. ¿Todo entendido? Sabemos el lugar y la hora de la cita, y el lugar del golpe, y lo que vais a hacer con los cuerpos. Os llevaréis toda su documentación. No lo olvidéis, es indispensable.

Todos asintieron.

—Ahora, volvamos al tema del depósito de cadáveres. Carlo, tú y Brennan os vais para allí ahora mismo. —Louie consultó su reloj. Eran casi las tres y media—. Preguntad por Vinnie Amendola. Decid que sois familiares. Cuando habléis con él, decidle que trabajáis para Paulie, y que sabéis lo que Paulie hizo por su padre.

—¿Qué hizo?

—No estoy seguro de todos los detalles, pero Paulie dijo que estaba relacionado con que el padre había desfalcado un par de cientos de pavos de los fondos del sindicato, poca cosa. Por ello, iban a liquidar al padre de Vinnie, a menos que devolviera el dinero, más un cincuenta por ciento. Como había hecho algunos trabajillos para Paulie, este le prestó el dinero y salvó su vida.

—¿Y si se niega a hablar conmigo?

Louie miró con incredulidad a Carlo.

—¿Qué es esto, un Carlo nuevo? Por lo general, cuando te digo que hagas algo, obedeces sin hacer preguntas. ¿Qué deberías hacer si se niega a hablar contigo? Amenazar con matar a su perro. Eres un profesional. Además, lo único que quieres es cierta información sobre Satoshi. No utilizarás el nombre de Satoshi, por supuesto. Llámale «el cadáver del metro». Y no amenaces de entrada a Vinnie. Muéstrate tranquilo y razonable. No le digas quién eres. Dile que has oído que Laurie Montgomery es buena en su especialidad. Sé creativo.

—De acuerdo. Ya lo pillo.

—Si resulta que le han asignado el caso y sigue trabajando en él, y si Vinnie parece inclinado a nuestro favor, lo cual significa que no va a ir con el cuento a las autoridades, pregúntale si se le ocurre algo para animarla a abandonar el caso. Sin ser demasiado explícito, insinúa que habrá cierta cantidad para él y para ella. Si eso no funciona, que Vinnie le transmita alguna amenaza. ¿Lo pillas?

—Lo pillo.

—¡Pues sal de aquí cagando leches!

Carlo se levantó de la mesa, tiró las cartas que había sostenido desde la llegada de Louie, recogió la cantidad que creía haber aportado al bote e indicó a Brennan que le siguiera. Cuando los dos hombres estaban a mitad de camino de la puerta, entró Hideki Shimoda, flanqueado por Susumu y Yoshiaki.

El saiko-komon era del tamaño y la forma de un luchador de sumo, con un rostro abotargado y rubicundo cuyas facciones parecían perdidas en pliegues de piel. Mientras caminaba, se bamboleaba de un lado a otro.

Carlo y Brennan tuvieron que apartarse a toda prisa para evitar chocar con él. Susumu y Yoshiaki se mantuvieron al lado de su saiko-komon, un poco detrás del inmenso hombre, lo cual provocaba que el grupo avanzara como una cuña. Como indiferentes al mundo que les rodeaba, y con sonrisas despectivas en el rostro, ni siquiera reconocieron la presencia de Carlo y Brennan, pese a haber pasado juntos la tarde y la noche anteriores.

En contraste con la aparente camaradería que existía entre Louie y sus esbirros, la relación entre Hideki y sus secuaces era impersonal, casi marcial. Su atuendo no podía ser más diferente. Los japoneses vestían como el día anterior: trajes de zapa, camisa blanca, corbata negra y gafas de sol, mientras que los estadounidenses, en su mayoría, llevaban jersey y vaqueros. Solo Carlo iba vestido elegantemente, con chaqueta de seda gris, jersey de cuello cisne de seda negro y pantalones de gabardina negros.

Cuando Louie se levantó de la mesa, Hideki se detuvo e hizo una breve reverencia.

—Hola, Barbera-san.

—Bienvenido, Shimoda-san —contestó Louie, que se sintió un poco torpe cuando intentó imitar la reverencia de Hideki. Retrocedió y le indicó que tomara asiento en un reservado limpio, sin tazas de café ni platos de pasta.

Hideki y Louie se acomodaron en el reservado, mientras Susumu y Yoshiaki se acercaban al bar y se sentaban muy tiesos en un par de taburetes, con los brazos cruzados. No hablaron, sino que continuaron mirando a su jefe.

—Gracias por venir a visitar mi humilde restaurante —empezó Louie. Mientras hablaba, deseó que fuera Hideki la víctima de aquella noche, o mejor todavía, que murieran los tres y no tan solo los insolentes sicarios, sentados en la barra con sus estúpidas gafas de sol y el pelo pincho.

—Es un placer —contestó Hideki en un inglés pasable—. Y también es un placer darle las gracias por su generosa ayuda, sobre todo esta noche. Sería difícil para nosotros hacerlo solos, en una avenida tan famosa.

—Es un placer ayudarle, y tiene razón al suponer que el emplazamiento dificulta más la tarea. Para nosotros, sería el equivalente a robar en una oficina de la calle más bulliciosa del distrito de Ginza, en Tokio.

—No es fácil.

—No es fácil —admitió Louie—. Perdone, Shimoda-san. —Louie llamó a Carlo y Brennan, quienes se encontraban apoyados contra la pared opuesta a la barra, con la vista clavada en Susumu y Yoshiaki—. Id a hacer lo que hemos acordado, y llamadme en cuanto terminéis.

Ambos asintieron y salieron a toda prisa de la sala.

—Siento muchísimo la interrupción, Shimoda-san —dijo Louie—. Envío a dos de mis hombres al depósito de cadáveres de la ciudad para comprobar lo que usted dijo sobre su compatriota. Quiero estar seguro de que lo consideran una muerte natural y no un homicidio premeditado.

—¿Tiene contactos en el depósito de cadáveres municipal? —preguntó Hideki. Estaba muy impresionado.

—Un recurso al que pocas veces acudimos —contestó Louie.

—Me gustaría que me informara de lo que averigüen.

—Volviendo a lo que hablábamos, quiero que sepa que no será fácil entrar a robar en las oficinas de iPS USA. Puede hacerse, pero habrá que proceder con celeridad. Para mayor seguridad, solo podremos estar unos minutos en la oficina. Tengo entendido que buscan cuadernos de laboratorio. ¿Estoy en lo cierto?

—Por completo. Hemos de apoderarnos de esos cuadernos.

—¿Qué clase de cuadernos son?

—No estoy autorizado a decirlo.

Louie se quedó estupefacto. Miró fijamente a Hideki. El tipo tenía la cara dura de intentar extorsionar a Louie para que le ayudara a obtener unos cuadernos de laboratorio, pero no quería contar nada sobre ellos. Era irritante, por decir algo. Y lo más irritante era que, después de hablar con Paulie, Louie sabía que la base de la extorsión era, en expresión del propio Louie, una chorrada. La Aizukotetsu-kai de Hideki jamás se aliaría con Dominick, porque significaría coaligarse con la odiada Yamaguchi, lo cual no ocurriría jamás. Louie sintió que se iba irritando más a cada momento que pasaba, pero también le picaba la curiosidad. ¿Por qué eran tan importantes aquellos malditos cuadernos de laboratorio?

—¿Cuál es su aspecto? Quiero decir, una vez dentro de la oficina, mis chicos y sus chicos no tendrán mucho tiempo. Todo el mundo tendrá que buscar los cuadernos desaparecidos.

—Me han dicho que son de color azul oscuro, pero la mejor manera de reconocerlos es que pone «Satoshi Machita» en la cubierta, en letras amarillas. Será fácil reconocerlos.

—¿Qué demonios…? Usted dijo que fueron robados.

—Fueron robados. Los robó el propietario de iPS USA.

Louie se masajeó la frente con saña. Nada tenía lógica. Empezaba a creer que Hideki le estaba tomando el pelo, pero ignoraba por qué motivo.

—Creo que deberíamos dejar de hablar de los cuadernos y concentrarnos en los planes de esta noche —dijo Hideki.

—Solo unas preguntas más. Quiero comprender lo que está pasando. Debe entender que nos arriesgamos por usted.

—No estoy autorizado a hablar de los cuadernos.

—¡Escuche! —dijo de repente Louie—. Me estoy cabreando. Hasta llegar a esos cuadernos, usted y yo nos hemos llevado la mar de bien. Nunca hemos tenido un desacuerdo y estamos ganando dinero a espuertas. O contesta a mis preguntas o hemos terminado, y consiga esos cuadernos sin mi ayuda. El problema es que no fue sincero conmigo sobre Satoshi desde el primer momento. Dijo que era un susto, y me convenció de que era una deuda de juego o algo por el estilo. Pero resulta que es mucho más y quiero saber de qué va este rollo.

—Me obligará a acudir a la competencia —advirtió Hideki.

—¡Chorradas! —bramó Louie.

Susumu y Yoshiaki percibieron el cambio en la atmósfera y se pusieron en pie. Al mismo tiempo, Arthur y Ted salieron de su reservado. Los cuatro se miraron fijamente.

—No pedirá la ayuda de Vinnie más que yo —continuó Louie—. Ayer me enteré de algo. La Aizukotetsu-kai y la Yamaguchi-gumi se llevan como el perro y el gato.

Durante unos breves minutos, nadie se movió en la sala. Era como en aquellos momentos cargados de tensión previos a una tormenta de verano, cuando un rayo está a punto de caer pero nadie sabe cuándo. Después, de pronto, la atmósfera se relajó, cuando Hideki exhaló un audible suspiro.

—Tiene razón.

—¿En qué? —preguntó Louie. Se había dado cuenta de que Hideki le había tomado por idiota.

—En todo lo que ha dicho. No he sido sincero con usted. Recibí órdenes de matar a Satoshi y conseguir los cuadernos. Esperaba lograr ambos objetivos al mismo tiempo, pero no fue así. Ni siquiera yo conozco los detalles de los cuadernos, pues se trata de una historia complicada relacionada con quién será el propietario de las importantes patentes de la próxima generación de células madre, las células madre pluripotentes inducidas.

—Más despacio. ¿Qué es eso?

—¿Qué sabe usted de células madre?

—Nada —admitió Louie.

—No soy un experto, pero es un tema del que los medios japoneses no paran de hablar. Se nos recuerda de manera constante que fue un científico japonés, llamado Shigeo Takayama, quien produjo la primera célula madre pluripotente. La Universidad de Kioto patentó el procedimiento a su nombre. Después, mi oyabun se enteró de que otro investigador, Satoshi Machita, había superado a Takayama al crear las células especiales, cosa demostrada por sus cuadernos de laboratorio. Si bien de día trabajaba con ratones bajo la tutela de Takayama, por la noche trabajaba solo en sus propios fibroblastos maduros, y creó células humanas iPS antes que nadie.

—De modo que el tipo al que sus chicos mataron ayer es considerado el abuelo de estas células especiales.

—Exacto.

—Lo cual aumenta el valor de esos cuadernos.

—Sí. En Japón se utilizarán para contrarrestar las patentes de la Universidad de Kioto, y aquí en Estados Unidos se utilizarán para conseguir las patentes. Lo mismo pasará con la oficina de patentes europea y la OMC.

Louie reflexionó sobre esta revelación durante unos momentos, y pensó en las posibles ganancias económicas, pero después las retiró al fondo de su mente. De ninguna manera iba a participar en el robo de la oficina de iPS USA. Después, Hideki le dijo algo que le dejó patidifuso.

—El gobierno informó de estas cosas a mi oyabun.

—¿El gobierno? —preguntó Louie, sorprendido—. ¿Qué gobierno?

—El gobierno japonés.

—Me cuesta creerlo.

—Pero es cierto. Un viceministro se entrevistó con mi oyabun y le contó todo esto, incluido el hecho de que Satoshi había huido del país ilegalmente con la ayuda de la Yamaguchi-gumi. Fueron ellos quienes organizaron el robo de los cuadernos de laboratorio en la Universidad de Kioto. Era precisamente la Universidad de Kioto la que tenía el control material, pero no legal, de los cuadernos de laboratorio, pues Satoshi había sido empleado suyo. Es el gobierno japonés quien quiere los cuadernos.

—¡Por Dios! No puedo creer que el gobierno japonés acudiera a su jefe para pedirle ayuda. Repítame su nombre.

—Hisayuki Ishii-san.

—Nuestro gobierno jamás habría acudido a mí —dijo Louie, y lanzó una carcajada estentórea.

—Siempre ha habido concesiones entre la yakuza y nuestro gobierno. Por eso funcionamos de una forma tan descarada en Japón. El gobierno japonés nos ha considerado útiles en determinados momentos, y las autoridades suelen dejar en paz a la yakuza. Pasa lo mismo con el pueblo japonés. También nos considera útiles en el seno de una cultura por lo demás estricta y estratificada.

—Si eso es cierto, ¿por qué la Yamaguchi-gumi se opone a su gobierno, ayudando a Satoshi a huir del país y a iPS USA, probablemente con el fin de obtener los cuadernos?

—No estamos seguros, pero mi jefe supone que la Yamaguchi-gumi es una organización más joven que otras yakuza, y no se siente tan ceñida a la tradición. También es mucho más grande, casi el doble del tamaño de la anterior más pequeña.

»Ahora que me he sincerado con usted, ¿por qué no hablamos del robo de esta noche?

Antes de proseguir, Louie se preguntó en silencio si deseaba saber algo más sobre los cuadernos de laboratorio y sus antecedentes, pero no se le ocurrió nada. Debido a la aparente sinceridad de Hideki, Louie se alegraba de no haber planeado su asesinato.

Bastaría con matar a los dos sicarios descontrolados.

Louie describió con la mayor concisión posible los falsos planes de la noche, incluido el lugar y la hora donde recogerían a los yakuza, y el hecho de que el robo hubiera sido planificado con la ayuda de una explosión que distrajera a la policía, una explosión que tendría lugar en la Quinta Avenida, al sur del lugar del robo, tal vez en la Biblioteca Pública de Nueva York. Cuando terminó, hizo una pausa para que Hideki tuviera tiempo de hacer preguntas. Estaba seguro de que el plan sonaba real.

—¿Qué pasará si todavía hay policía o público en los alrededores de iPS USA después de la explosión?

Louie pensó que era una buena pregunta, y la meditó un poco antes de contestar.

—Si hay público o policía en las inmediaciones, abortaremos la misión. No entraremos a robar. La aplazaremos a otro día. No puede haber bajas civiles si podemos evitarlo. Ha de ser un robo limpio sin violencia, salvo por el guardia de seguridad, si lo hay. Que sus chicos lleven mascarillas, guantes y ropa oscura corriente, sin camisas blancas ni gafas de sol.

Louie miró a Hideki. Siguió una pausa. No podía creer que aquel tipo no tuviera más preguntas. Estaba claro que el japonés carecía de experiencia en organizar tales acontecimientos, y se estaba tragando el plan, aunque desde la perspectiva de Louie era, como diría él, una chorrada.

—Si no tiene más preguntas —dijo por fin—, yo le haré una. Cuando hablamos por teléfono, usted me aseguró que la muerte de Satoshi sería considerada natural. ¿Cómo se llevó a cabo el asesinato?

—He sido sincero con usted respecto a los cuadernos de laboratorio —respondió Hideki—, pero no puedo decir nada sobre esta técnica concreta, pues mi oyabun me lo ha prohibido expresamente. La utilizamos en muy raras ocasiones, pero siempre ha funcionado tal como esperábamos.

—¿Por qué la utilizaron en esta ocasión?

—En concreto, porque no queríamos que el asesinato pareciera un asesinato.

—Agradezco el esfuerzo. Si lo declaran muerte natural, la policía no se inquietará. Eso es importante para mí, pero ¿por qué lo hicieron así?

—Debido a la intervención de la Yamaguchi-gumi. Hicieron un gran esfuerzo para trasladar a Satoshi a Estados Unidos, después de ayudar a iPS USA a apoderarse de sus cuadernos de laboratorio. Si su muerte hubiera sido un asesinato, temíamos que sospecharan de nosotros, la Aizukotetsu-kai, como instigadores. Son nuestros rivales y ha existido tensión entre nosotros porque robaron los cuadernos ante nuestras propias narices, en nuestra ciudad de Kioto. En el pasado, esa situación podría haber provocado un desenlace violento. El problema es que han crecido demasiado. Nos aplastarían aunque actuáramos de manera preventiva.

—¡Dios mío! —exclamó Louie—. Menudas intrigas.

—Vivimos un tiempo de cambios, me temo. La yakuza respetaba más las tradiciones. Los de la Yamaguchi-gumi son unos advenedizos.

Después de confirmar que Susumu y Yoshiaki estarían esperando delante de la librería Barnes & Noble de Union Square a las once de la noche, los tres yakuza se fueron, y todos hicieron reverencias antes de salir.

—Qué gente más rara —dijo Arthur en cuanto el sonido de la puerta al cerrarse se filtró a través de los pesados cortinajes.

—Toda la situación es rara —respondió Louie.