Jueves, 25 de marzo de 2010, 14.30 h
Laurie se quitó la chaqueta y la colgó detrás de la puerta del despacho, y después cerró la puerta. Quería estar aislada del resto del mundo, al menos un rato. Acababa de volver de una alegre comida celebrada en su honor en un restaurante de las cercanías, llamado el Waterfront Ale House. Tal como se sentía, habría preferido no ir, pero no pudo negarse, porque la comida era para celebrar su vuelta al trabajo y la había organizado Jack. Casi todos los forenses habían acudido, y habían reinado el buen humor y las carcajadas. Para Laurie había resultado agotador fingir alegría. El día no iba tan bien como había esperado, con solo un caso sin identidad y ninguna causa o modo de la muerte. Además, no podía dejar de pensar en J. J. y Leticia. Laurie había dejado de llamar cuando Leticia le había dicho que estaba interfiriendo en su capacidad de prestar la debida atención a J. J. «Si existe el menor problema, te llamaré yo», había insistido antes Leticia. «Haz el favor de relajarte y dedicarte a tu trabajo. Todo irá bien».
Laurie se sentó ante su escritorio, inmaculado. Contempló el teléfono un momento.
—¡Que se joda! —dijo con brusquedad, y marcó irritada el número de Leticia—. ¡Nadie va a decirme que no puedo interesarme por mi hijo!
El teléfono sonó más veces de las que Laurie había esperado y le provocó una alarma instantánea, que se exacerbó cuando Leticia contestó sin aliento.
—Lo siento —dijo Leticia—. Estaba empujando el carrito de J. J. por una cuesta empinada cuando el teléfono empezó a sonar. Quería llegar arriba.
—Parece que estáis en el parque —contestó Laurie, con una combinación de culpa y alivio.
—Exacto. Le encanta, y el día no podía ser más bonito.
—Siento molestar.
Leticia no contestó.
—¿Todo bien?
—Todo bien.
—¿Ya ha comido?
—No, le he retirado la comida y el agua —dijo Leticia, y después rió—. Era una broma. Ha comido mucho, y luego se ha dormido. No podría estar mejor. Ahora, vuelve al trabajo.
—Lo que usted diga, señora.
Tras unos cuantos comentarios más, Laurie se decidió a colgar el teléfono.
Después contempló su escritorio y reparó de nuevo en que no había casos pendientes, solo el expediente de su paciente no identificado. Pensó en lo poco que sabía del hombre y lo triste que era tenerlo solo abajo, en el frigorífico. Se preguntó dónde estaría su esposa, si le echaba de menos. Laurie se mordisqueó el labio inferior e intentó pensar en alguna forma de averiguar algo más, cualquier cosa sobre aquel solitario cadáver sin identificar.
De repente se apoderó de la carpeta y esparció su contenido hasta encontrar la nota de Cheryl. Lo que había suscitado tan repentino interés era la hora de la llamada al 911. Después de localizarla, a las 17.37 horas, encendió su monitor y buscó en su libreta de direcciones la centralita del 911 en Brooklyn. Presa de los nervios, que intentó reprimir, marcó y pidió que la pasaran con su antiguo contacto, Cynthia Bellows.
Cuando le salió el buzón de voz de Cynthia, dejó un mensaje, y después probó de nuevo con el detective Ron Steadman. Si todavía se resistía, llamaría a Lou Soldano. Imaginó que Lou, recién ascendido a capitán, podría azuzar a aquel tipo.
Para su sorpresa, el detective contestó al cabo de dos tonos y sonó como un hombre diferente, tal vez no más cordial, pero sí mucho más despierto. Laurie volvió a presentarse y preguntó si la recordaba de la llamada de aquella mañana.
—Vagamente —dijo Ron—. ¿Para qué llamó?
—Un cadáver asiático no identificado de la estación de metro de la Cincuenta y nueve, que llegó anoche.
—¡Ahora me acuerdo! Me dio la paliza por no apresurarme a solucionar yo solito el problema de la identidad. ¿Qué pasa? ¿Ha aparecido alguien y lo ha identificado?
—Ojalá. Aún no ha sido identificado, así que se me ha ocurrido ver las cintas de las cámaras del andén.
Ron no respondió enseguida.
—¿Por qué quiere que llame para conseguir las cintas de un caso de muerte natural, y más cuando todavía no han transcurrido veinticuatro horas? —preguntó por fin, algo exasperado—. Es un montón de trabajo por nada, sobre todo si un miembro de la familia aparece antes de dos horas.
—¿Cómo puedo conseguir copias de las cintas, o lo que sea? —insistió Laurie. Oyó que Ron respiraba hondo.
—¿De verdad quiere hacer eso?
—Sí. Quien llamó al 911 dijo que la víctima tal vez había sufrido un ataque, pero no estaba seguro. Sería importante confirmarlo. Apuntaría a una causa neurológica de la muerte, en lugar de circulatoria, lo cual significaría que deberíamos concentrarnos en el cerebro, aunque no se viera nada a simple vista.
—Jesús, señora…
—Me llamo Laurie Stapleton.
—Tengo ciento y pico casos sobre mi escritorio sin resolver y necesitan mi atención. No es la mejor forma de utilizar mi tiempo. No han transcurrido ni veinticuatro horas.
—¿Le llevará mucho esfuerzo? —preguntó Laurie, con la esperanza de que no se negara.
—He de ponerme en contacto con los agentes de la Unidad Especial de Investigación de Brooklyn y decirles lo que necesito.
—Vale. ¿Eso es todo?
—Supongo —dijo Ron, algo avergonzado porque la petición de Laurie, en realidad, era muy sencilla.
—¿Cómo va a conseguir la información?
—Por correo electrónico. Se la grabaré en uno o dos discos. Es un montón de datos.
—¿Podría enviármela como adjunto?
—Sé que suena raro, pero no estoy autorizado a hacer eso. Pero puedo darle un disco si usted es quien dice que es.
—¿Cuándo podría hacerlo?
—Ahora, si me pongo en contacto con la gente adecuada. ¿Qué período de tiempo le interesa?
—Supongo que una media hora, a partir de la llamada al 911 de las cinco y treinta y siete minutos, así que digamos que de cinco y diez a cinco y cincuenta y cinco.
—De acuerdo. ¿Las nueve cámaras?
—Hay que ser concienzudo.
—Eso son más de seis horas de visionado. ¿Puede hacerlo?
—Es curioso que lo pregunte. Resulta que tengo un montón de tiempo libre. ¿Cuándo lo tendrá?
—Deje que llame a la Unidad de Investigación Especial del Departamento de Tráfico. La llamaré en cuanto lo reciba. Tal vez antes de una hora.
—Dios mío —comentó Laurie. Con los años, había descubierto que los funcionarios municipales nunca eran tan amables. Ron había pasado de un extremo a otro.
—La llamo enseguida. ¿Trato hecho?
—Por supuesto. Espero que no se ofenda —añadió Laurie antes de colgar—, pero es una persona diferente de la de esta mañana, y lo digo como un cumplido.
—Esta mañana me pilló entre el café y el Red Bull.
En cuanto Laurie colgó, el teléfono volvió a sonar. Descolgó y descubrió que era Cynthia Bellows, que la llamaba desde la centralita del 911. Después de intercambiar unas cuantas trivialidades, Laurie describió los detalles del caso y dijo que le gustaría ponerse en contacto con la persona que había llamado al 911.
—¿Tienes la hora de la llamada? —preguntó Cynthia—. Eso nos facilitará las cosas.
Laurie le dijo la hora.
—De acuerdo, lo tengo en pantalla —dijo Cynthia—, y vamos a ver lo que hay. De hecho, tenemos tres llamadas, aunque supongo que solo te interesa la primera. A los otros dos que llamaron les dijeron que ya habían informado del incidente, y que la policía y los paramédicos de urgencias estaban de camino.
—Vamos a ver… —dijo Laurie. Mientras buscaba papel y lápiz, oyó el clic del modo en espera de su teléfono. Se excusó y pidió a Cynthia que aguardara un momento, cambió de línea y, tal como esperaba, era Ron.
—Buenas noticias, amiga mía —dijo el detective—. He hablado con los tíos de la Unidad Especial de Investigación. Por lo visto, hay dos cámaras más aparte de las nueve del nuevo sistema de seguridad. El sistema antiguo incluye dos cámaras que no graban y que utilizan el conductor y el revisor del tren para comprobar que todas las puertas están despejadas, más otras dos cámaras grabadoras en la taquilla y en el ascensor.
Nerviosa porque Cynthia estaba esperando al otro lado, Laurie interrumpió a Ron y le preguntó si podía llamarle al cabo de unos minutos.
—No hace falta —dijo Ron—. Solo quería informarte de que hay dos grabaciones más. Debería llegarme el material en cuestión de minutos, y te grabaré los discos para que puedas venir a buscarlos cuando quieras.
—Fantástico. ¿Tu comisaría está en la calle Cincuenta y cuatro Oeste?
—En el 306 de la Cincuenta y cuatro Oeste. Hasta luego. Estaré aquí hasta las cinco.
Laurie dio las gracias a Ron, y después volvió con Cynthia, sintiéndose algo culpable.
—Lo siento —empezó.
—Ningún problema —la tranquilizó Cynthia—. ¿Tienes algo para escribir?
El hombre que había llamado se llamaba Robert Delacroix. Después de dar las gracias a Cynthia y colgar, Laurie marcó de inmediato el número de Robert Delacroix. Mientras esperaba a que contestara, anotó el número en una tarjeta y la añadió al expediente del caso. Cuando salió el buzón de voz, dejó su número de móvil con la petición de que la llamara cuanto antes. Explicó que era forense, pero le dejaba el número de móvil, no el del despacho, pues se marchaba a la comisaría de policía.
Laurie salió y paró un taxi para ir a Midtown North y encontrarse con Ron. Durante el trayecto, la mente de Laurie volvió a centrarse en J. J. y en lo bien que parecía estar con Leticia. De pronto, su móvil sonó. Era Robert Delacroix.
Laurie dio las gracias al hombre por llamar, y también por comportarse como un ciudadano responsable y llamar al 911.
—Demasiados neoyorquinos son capaces de pasar de largo cuando ven a alguien en apuros —continuó Laurie.
—Al principio supuse que alguien habría llamado ya, como suele pensar la mayoría de la gente. Pero después me dije, caramba, no hay motivos para dejar de llamar aunque no sea el primero.
—Como ya le dije en el mensaje, soy médico forense.
—Supongo que el hombre del andén murió.
—En efecto.
—Lástima. Parecía joven.
—¿Puedo preguntarle qué vio exactamente?
—Bien, poca cosa. O sea, todo sucedió muy deprisa. El tren llegó con retraso y el andén estaba abarrotado. Cuando las puertas se abrieron, la gente se precipitó hacia delante, con las consiguientes dificultades para los que querían bajar.
—De modo que hubo empujones y forcejeos.
—Yo diría que bastantes. Sea como sea, por el rabillo del ojo vi a ese asiático, a un metro de distancia más o menos, que se sacudía, como si su cabeza se moviera de un lado a otro.
—Pensó que estaba sufriendo un ataque o algo por el estilo… Al menos, eso fue lo que dijo.
—Así lo describí a la operadora. Me dije, hay tanta gente que ese hombre está sufriendo un ataque y ni siquiera puede caerse. O sea, todos estábamos apretujados y empujando hacia delante, porque todo el mundo temía no poder subir al tren.
—Ya me lo imagino. ¿Intentó ayudarle?
—La verdad es que no. En aquel momento se encontraba a mi izquierda. Ni siquiera estoy seguro de haber podido llegar a su lado de haberlo intentado. La gente que tenía detrás me empujaba hacia delante. Y, para ser sincero, pensé que los que estaban a su lado intentaban ayudarle. De hecho, cuando llegué a la puerta del tren intenté mirar atrás. Al principio ni siquiera pude verle, porque no era muy alto.
—Ya hemos llegado, señora —dijo el taxista, mientras miraba a Laurie por el retrovisor.
—¿Puede esperar? —preguntó Laurie a Robert, un poco agobiada—. Estoy en un taxi, y debo pagar y bajar.
—Puedo esperar —la tranquilizó Robert.
Laurie pagó al taxista, bajó del vehículo y se quedó parada delante de la comisaría de Midtown North, cuya bandera ondeaba al viento, y frente a la cual había aparcados de cualquier manera un montón de coches patrulla.
—Ya estoy —dijo Laurie—. Estaba diciendo…
—Estaba diciendo que iba a subir, cuando miré hacia el hombre caído en el andén.
A su lado había otros dos asiáticos. Pero sucedió muy deprisa, porque estaba mirando a través de un montón de usuarios que empujaban para subir al tren. De hecho, algunos no lo consiguieron. Al mismo tiempo, estaba sacando mi móvil.
—En ese momento, ¿tuvo la impresión de que el hombre era víctima todavía del ataque?
—Sucedió muy deprisa, y no veía gran cosa, pero yo diría que no. Al mismo tiempo, estaba llamando a la operadora del 911 antes de que las puertas se cerraran, y se me fue la cobertura.
—Mire, le agradezco de veras que haya hablado conmigo. Ya tiene mi número, por si recuerda algo más, lo que sea.
—Lo haré. De hecho, ahora que me ha hecho revivir el momento, me siento culpable por haber subido a ese tren. Tal vez habría debido esforzarme más por ayudarle.
—No se atormente. Llamó al 911 para conseguir ayuda médica.
—Es usted muy amable.
Laurie cortó la llamada y subió la escalinata de la comisaría.