Jueves, 25 de marzo de 2010, 11.35 h
Carlo Paparo entró con el coche en las galerías comerciales de Elmhurst Avenue que albergaban el restaurante Veneciano. El local se hallaba situado entre Gene’s Liquors, más una vinoteca que una licorería, y Fred’s DVD Rental. Fred’s había cerrado varios años antes, pero el antiguo letrero seguía en su sitio.
Sentado a su lado iba Brennan Monaghan. Todos los martes y jueves iban desde sus casas de New Jersey a Elmhurst, en Queens, para jugar al póquer con su jefe, Louie Barbera.
Varios años antes, el jefe de la familia Vaccarro había ordenado a Louie que ocupara el lugar de Paulie Cerino en Queens, mientras Paulie estaba en el talego. Antes, Louie había sido el jefe de la rama de New Jersey, pero la de Queens era muchísimo más grande e importante. Al principio, los mandamases pensaron que Louie obtendría la condicional al cabo de cinco años, pero los años se habían prolongado. Cada vez que Paulie se presentaba ante la junta de libertad condicional, su petición era denegada.
—¿Vamos a hablar enseguida de lo que pasó anoche y lo que hicieron aquellos chalados yakuza, o lo dejaremos hasta después de comer? —preguntó Brennan mientras bajaba del coche—. Sé que Louie se pondrá un poco tenso.
—Buena pregunta —contestó Carlo. Cerró la puerta del Denali y se encaminó hacia la entrada del Veneciano—. Creo que deberíamos decírselo ya. No quiero que la tome con nosotros de ninguna manera, cosa que podría suceder si nos demoramos.
—Sí, pero le va a estropear la partida, y él detesta que le estropeen las partidas.
—Cierto. Nos encontramos entre la espada y la pared. ¿Y si nos lo jugamos a cara o cruz?
—Buena idea.
Los dos hombres se detuvieron en mitad del aparcamiento, mientras buscaban una moneda en los bolsillos. Brennan fue el primero en sacar una de veinticinco centavos.
—Cara, se lo decimos ahora mismo. Cruz, esperamos a que termine la comida y la partida.
—¡De acuerdo! —dijo Carlo.
Brennan utilizó el pulgar para impulsar la moneda sobre su cabeza y se apoderó de ella en el aire, antes de que tocara el suelo. Dejó la moneda con un veloz movimiento sobre el dorso de la muñeca izquierda. Los dos hombres se inclinaron hacia delante. Cara.
—Decidido —dijo Brennan.
Sonó una bocina y los dos hombres se apartaron de un salto. Cuando miraron el vehículo culpable, vieron que el conductor era Arthur MacEwan, uno de sus colegas, que se estaba riendo por haber asustado a Brennan y Carlo. Cuando pasó de largo, Brennan le hizo un corte de mangas. Detrás de Arthur iba el Chevrolet Malibu negro conducido por otro colega, Ted Polowski. Ambos coches encontraron sitio libre en el aparcamiento, y sus conductores se reunieron con los demás.
—¿Qué estáis haciendo en mitad del aparcamiento, desgraciados? —preguntó Arthur, sin dejar de reír de lo mucho que se habían asustado Carlo y Brennan. Tenía una voz aguda que ponía a todo el mundo de los nervios.
—Que te jodan —replicó Carlo.
—Estábamos decidiendo cuándo vamos a contarle a Louie lo ocurrido anoche —explicó Brennan, indiferente a las excentricidades de Arthur.
—¿Qué pasó? —preguntó Arthur.
—Pronto te enterarás —replicó Carlo.
El grupo se dirigió hacia el restaurante, cuya fachada estaba revestida de piedra falsa. Al otro lado de la puerta, pasaron a través de una pesada cortina verde oscuro cuya misión consistía en impedir la entrada del frío en noches gélidas. Dentro, las paredes estaban llenas de cuadros de Venecia sobre terciopelo negro. Estaban representados casi todos los lugares clásicos, como el Puente de los Suspiros, la basílica de San Marcos, el puente del Rialto y el palacio del Dux.
A la izquierda había una pequeña barra con media docena de taburetes. Una hilera de reservados tapizados en terciopelo rojo corría a lo largo de la pared de la derecha, provistos de manteles blancos, y esas eran las mesas más codiciadas para cenar a altas horas de la madrugada. El local solo abría a la hora de comer los martes y los jueves, y solo para su propietario, Louie Barbera, y sus secuaces: Carlo, Brennan, Arthur y Ted. Sobre las demás mesas de la sala descansaba una botella de Chianti colocada dentro de una cesta de paja y cubierta de churretones de cera depositada por las velas. A juego con el resto de la decoración, los manteles y servilletas eran de tela a cuadros rojos y blancos. La sala estaba escasamente iluminada por diversos candelabros colgados sobre la barra y sobre cada reservado.
—Llegáis tarde —dijo con brusquedad Louie. Dobló el periódico y lo apartó a un lado mientras consultaba el reloj—. Cuando digo a las doce, digo a las doce. ¿Lo habéis pillado?
Louie era un hombre obeso de unos cuarenta y cinco años, de facciones anodinas talladas en un rostro del color y la textura de la pasta italiana. Iba vestido en consonancia con un traje de pana, con parches sobre las rodillas y los codos. Lo único excepcional de su apariencia eran los ojos. Asomaban agudos y penetrantes entre los párpados flácidos, y recordaban a los de un reptil gordo y perezoso.
Los hombres no respondieron, conscientes de que, dijeran lo que dijeran, Louie se abalanzaría sobre el que tuviera el coraje de abrir la boca. Algo que todos aprendían con los años era que cuando Louie estaba de mal humor, lo cual parecía ser a diario, era mejor hablar lo menos posible. Cuando entraron en el reservado por ambos lados, puesto que Louie estaba sentado al fondo, los hombres guardaron silencio.
Louie los miró de uno en uno con el fin de encontrar una víctima que calmara su irritación, pero nadie sostuvo su mirada.
—¡Benito! —gritó por fin Louie, en voz lo bastante alta para que le oyeran desde la cocina, lo que provocó que todos los de la mesa pegaran un bote—. Sois patéticos —añadió, al darse cuenta de que nadie estaba dispuesto a salir en defensa del grupo.
Benito salió disparado a través de las puertas batientes y corrió hacia el reservado. Era un hombre menudo con un bigote como dibujado a lápiz, e iba vestido con un raído esmoquin.
—¿Sí, señor Barbera? —preguntó, con un acento italiano que parecía salido de un casting.
—¿Qué hay para comer?
—Pasta con carciofi e pancetta.
Los ojos de Louie se iluminaron.
—¡Estupendo! Que nos traigan también un Barolo, San Pellegrino y ensalada de rúcula. —Paseó la vista alrededor del grupo—. ¿A todo el mundo le va bien?
Todos asintieron por turno.
—Pues ya está —dijo Louie a Benito, al tiempo que le despedía con un ademán—. ¡Y dile a John Franco que esté al dente o se la devolveré! —gritó.
Louie devolvió la atención a sus invitados, y miró directamente a Carlo.
—Bien, ¿has traído las cartas o no?
Carlo sacó una baraja nueva, rompió el sello y la dejó delante de Louie, mientras discutía consigo mismo si debía sacar a colación ahora el tema de los dos yakuza chiflados y lo que había sucedido la noche anterior, o más tarde, pese a los resultados del lanzamiento de la moneda. Tal como Brennan le había recordado, Carlo estaba seguro de que Louie se pondría como una moto, porque durante años no había parado de insistir en que debían moderar la violencia, o sea, los asesinatos, con todas las bandas locales, ya fueran asiáticas, hispanas, rusas o estadounidenses. Su autoridad en este sentido había dado unos resultados admirables, y todo el mundo ganaba dinero, a pesar del deprimido entorno económico. Afirmaba que, al renunciar al asesinato, la policía les dejaba en paz, permitiendo que el juego y el tráfico de drogas prosperaran, sobre todo las drogas. Sin interferencia policial, Louie había encabezado una asociación con el grupo yakuza japonés Aizukotetsu-kai, dirigido por Hideki Shimoda, quien se autodenominaba saiko-komon, lo cual interpretaba Louie como equivalente a capo, o sea, su igual. La asociación permitía a Louie un aprovisionamiento inagotable de «hielo», así como acceso a jugadores japoneses de primera categoría. La asociación había aumentado hasta constituir una parte muy importante de los ingresos de los Vaccarro. Por supuesto, el principal rival de Louie, la familia Lucia, se enteró de la operación y descubrió un grupo yakuza rival, la Yamaguchi-gumi, con la que formó una asociación similar. Ahora se hacían la competencia, una situación que en el pasado habría dado como resultado una especie de guerra intestina. Pero no bajo el liderazgo de Louie. Él consideraba más positiva que negativa la competencia, porque estimulaba la demanda. El hielo se estaba convirtiendo en una de las drogas recreativas más populares de la ciudad, un hecho que utilizó para convencer a Vinnie Dominick, de la familia Lucia, de que había espacio más que suficiente para ambas organizaciones.
Mientras Louie repartía la primera mano, Carlo se descubrió buscando un motivo convincente para comunicar la mala noticia de inmediato. Si lo hacía, estaba bastante seguro de que Louie no podría echarle la culpa, pues Louie había ordenado a Carlo que ayudara a los tipos de la yakuza. Por otra parte, si Carlo esperaba a más tarde, tal como estaba tentado de hacer, existían bastantes probabilidades de que le echara la culpa, al menos hasta cierto punto, de los asesinatos, con lo cual la situación empeoraría todavía más. Carlo sabía que Louie no era una buena compañía cuando estaba irritado, pero era mucho peor cuando se enfadaba con él.
—Ayer por la tarde, cuando nos enviaste a ayudar a los tipos de la Aizukotetsu-kai, las cosas salieron…
Carlo hizo una pausa, mientras intentaba pensar en la forma más tranquilizadora de sacar el tema a colación, pero las palabras no acudieron a su mente hasta que pensó en la palabra «torcidas». Era probable que jamás hubiera utilizado dicha palabra en su vida, y se preguntó de dónde habría salido cuando surgió de su boca.
Louie dejó de organizar sus cartas, las bajó muy lentamente y miró a Carlo.
—¿«Torcidas»? —preguntó muy confuso—. ¿Qué quieres decir?
—Como inesperadas —explicó Carlo.
—«Inesperadas» es tan confuso como «torcidas». ¿Inesperadamente bien o inesperadamente mal?
—Yo diría que mal.
Louie miró a Brennan, como si esperara que este explicara la elección de palabras de Carlo. Cuando Brennan se negó a establecer contacto visual, Louie dijo:
—Muy bien, tíos, creo que será mejor que me digáis qué coño pasó.
—No estamos seguros al cien por cien de la primera parte, pero sí de la segunda.
—Venga ya, basta de marear la perdiz.
—Nos dijiste que debíamos ayudar a esos dos yakuza a asustar a un japonés llamado Satoshi, que trabajaba para una empresa llamada iPS USA.
—Eso me dijo Hideki Shimoda. Habían tenido algunos problemas con ese tal Satoshi en Japón. Supuse que debía de ser una deuda de juego grande, pues el hombre había huido hacía poco de Japón para trasladarse aquí, a Nueva York.
—Bien, no se contentaron con un susto. Siguieron al tipo hasta la estación de metro de la calle Cincuenta y nueve. Pero no estuvieron abajo más de diez o quince minutos. Cuando volvieron, iban muy animados y llevaban la bolsa de deporte del hombre, cuyo contenido pareció decepcionarles. Cuando les pregunté qué había pasado, me dijeron que Satoshi había sufrido un infarto, lo cual provocó que el otro capullo se echara a reír.
—Sé lo de ese supuesto infarto —dijo Louie—. Hideki Shimoda me llamó para darnos las gracias por la ayuda que dispensasteis a sus chicos. De hecho, me llamó para informar de lo que le había dicho su jefe de Japón. Sea como sea, el pez gordo le dijo que me pidiera vuestra ayuda de nuevo esta noche, lo cual me llevó a preguntarle si todo había salido bien y si habían conseguido lo que querían. Entonces me dijo que no, que no tenían lo que buscaban, por eso os necesitaba otra vez esta noche. También me dijo que Satoshi había sufrido un infarto, pero al final admitió que había sido un asesinato. Cuando le eché la caballería encima, diciendo que las familias estadounidenses habíamos aprendido a evitar los asesinatos para sacarnos de encima a las autoridades, dijo que me calmara, que lo hicieron de una forma que parecería un infarto, o al menos por causas naturales, y que nadie iba a imaginar que habían asesinado al tipo. Bueno, no fueron sus palabras exactas, pero eso fue lo que dijo.
—¡Sabía que fue un asesinato! —dijo Carlo como autofelicitándose—. Todo fue demasiado rápido. Me mosquea que no fueran sinceros con nosotros. Tendrían que habernos dicho lo que tramaban. Nos trataron como si fuéramos taxistas, y supongo que lo éramos. Te digo una cosa: no me gusta nada tener que ayudarles otra vez.
—Lo entiendo —dijo Louie—, pero la situación se ha complicado un poco más. ¿Cuál es esa segunda parte a la que te referías?
—Cuando Susumu y Yoshiaki salieron de la estación de metro, llevaban el billetero de Satoshi y su bolsa de deporte. Gracias a la cartera descubrieron dónde vivía el tipo con su familia, en Fort Lee, New Jersey. Después discutieron entre ellos en japonés, y terminamos marchando todos hacia Fort Lee.
—No os dije que fuerais a New Jersey. ¿Qué coño hicieron en New Jersey?
—Sí, bien, tampoco nos dijiste en concreto que no fuéramos a New Jersey. Nos dijiste que les lleváramos a donde quisieran.
—¿Qué pasó en Jersey? —preguntó Louie, mientras empezaba a preguntarse si no sería mejor seguir en la ignorancia. El asesinato ya le había sacado de quicio.
—Localizamos la casa de Satoshi y los dos tíos entraron, pero antes sacaron pistolas como en las películas, y las sujetaron con las dos manos. Yo nunca sujeto una pistola con las dos manos.
—¡No me jodas! —bramó Louie. Sabía lo que venía a continuación.
—Mientras nosotros nos quedábamos sentados, oímos seis disparos. ¡Bam, bam, bam, bam, bam, bam! En aquel momento saqué el móvil para llamarte y preguntar qué coño pensabas que debíamos hacer. ¡Ahora somos cómplices por haberlos acompañado en coche!
—Nunca recibí tu llamada —replicó Louie.
—No, es que no tuve tiempo de hacerla. Enseguida vimos a Susumu y Yoshiaki salir pitando de la casa, cargados con fundas de almohada llenas de cosas, y se metieron en el coche. En aquel momento, lo único que deseaba era salir pitando yo también. Además, quería deshacerme de aquellos chiflados de gatillo fácil. ¡Ya estaba hasta el gorro! No quería tener nada más que ver con aquellos capullos. No les habría llevado a New Jersey de haber sabido que iban a entrar a sangre y fuego.
—¡Qué desastre! —gruñó Louie—. Un asesinato en el andén del metro y la masacre de toda una familia. Deletrea crimen organizado en mayúsculas. Pensar en todo el trabajo que me he tomado para disminuir la violencia y mantener contenta a la policía. Es indignante. ¿Por qué matar a la familia? ¿Qué se llevaron de la casa? ¿Drogas?
—No sabemos qué se llevaron, pero sabemos lo que no se llevaron.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que lo que iban buscando eran un par de cuadernos de laboratorio, sea eso lo que sea, porque cuando cruzamos de nuevo el puente George Washington nos explicaron con pelos y señales lo que habían estado buscando.
—¡Mierda! —gritó Louie, y sus invitados se encogieron—. Eso es lo que Hideki quiere conseguir esta noche. ¡Por un par de cuadernos de laboratorio, que evidentemente no encontraron, vamos a tener que lidiar con el desaguisado de un atentado en el metro y el asesinato de la familia! —bramó mientras los demás guardaban silencio—. Y si descubren que el supuesto infarto fue un homicidio, en lugar de una muerte natural, las autoridades se van a volver locas, porque el público exigirá que reaccionen. Para nosotros podría convertirse en una zona de guerra y nos obligaría a retroceder en todo. ¡Mierda! Dos años de esfuerzos al carajo. Se me está pasando por la cabeza quebrantar mi propia regla, liquidar a Hideki Shimoda y lanzarlo a los Estrechos para que sea pasto de los peces. De hecho, lo haría sin dudarlo si tuviéramos una fuente alternativa de cristal. Hemos aumentado la demanda de hielo, de modo que debemos mantener una fuente segura, así que acabar con Hideki sería como dispararnos en el pie. El problema reside en que, en estos tiempos difíciles, el hielo se ha convertido en una parte considerable de nuestros ingresos, y la principal fuente de hielo es Japón.
—De modo que Susumu y Yoshiaki no han terminado —añadió Carlo—. Pedir nuestra ayuda de nuevo esta noche significa que van a seguir causando problemas. Son dos tipos que no se lo piensan dos veces a la hora de sacar la pistola y empezar a disparar.
—Por desgracia, creo que tienes toda la razón —admitió Louie, al tiempo que dejaba caer sus cartas sobre la mesa—. Esto es indignante, y todo por un par de cuadernos de laboratorio. Ese tal Hideki tiene pelotas. Primero intenta decirme que Satoshi sufrió un infarto, y después ni siquiera menciona de pasada lo que acabas de contarme sobre New Jersey. No puedo creerlo.
—Lo creas o no, y te lo digo a la cara, no quiero volver a tener nada que ver con esos hijos de puta chiflados.
—¡Yo soy el que da las órdenes! —replicó Louie. Nadie habló durante unos momentos—. Lo que Hideki quiere es ayuda para forzar la entrada de iPS USA, sea eso lo que sea.
—La oficina de iPS USA está en la Quinta Avenida, por el amor de Dios —dijo Carlo, encolerizado—. Intentar algo así exigiría mucha planificación.
—Es probable que estés en lo cierto —repuso Louie, absorto en sus pensamientos—. Pero seguimos con el problema de retener nuestra fuente de cristal. Cuando Hideki intuyó mi reticencia a proporcionar ayuda, se apresuró a insinuar que a la organización de Lucia le encantaría ayudarle. ¿Puedes creerlo? Para colmo, amenaza con cambiar de aliado, en la persona de Vinnie Dominick, si no le ayudamos a conseguir los cuadernos de laboratorio. ¿Por qué Vinnie Dominick? ¿Por qué tiene tanta suerte? Para que luego hablen de The Teflon Don[4]. En primer lugar, se escapa de que le pillen en el asunto de Angels Healthcare, y ahora existe la posibilidad de que toda la lucrativa asociación entre la yakuza y la mafia vaya a caer en su regazo. Y todo por unos cuadernos de laboratorio.
—Por más amenazas que insinúe Hideki, es inimaginable que eso suceda —dijo Carlo—. No existe el menor cariño entre la Aizukotetsu-kai y la Yamaguchi-gumi, al menos según Susumu y Yoshiaki. Las dos organizaciones ni siquiera pueden compartir la misma sala, y mucho menos cooperar y trabajar juntas. ¿Quieres que intentemos convencer a Susumu y Yoshiaki? Les explicaremos que sería un suicidio entrar por la fuerza en iPS USA. Yoshiaki parece más razonable, y puede que siguiera nuestro consejo. Al menos, más que Susumu. Este es el que me asusta.
—Nos estamos olvidando de algo —intervino Brennan, que hablaba por primera vez—. Ningún episodio, ni el asesinato en el metro ni la matanza en la casa de New Jersey, ha salido en los periódicos. Creo que eso nos dice dos cosas. El asesinato en el metro, al menos de momento, se ha considerado muerte natural, y si Susumu y Yoshiaki se llevaron todas sus tarjetas de identificación, cosa que creo que hicieron, se convertirá en la muerte natural de un individuo desconocido, un tipo de caso que no recibe mucha atención. Pero los asesinatos de New Jersey son algo muy diferente, y la única explicación de que no hayan aparecido en los medios es que no han sido descubiertos. Y el hecho de que no hayan sido descubiertos no te sorprendería si hubieras visto el barrio. La casa y el barrio son de lo más cutre que puedas imaginar, y parecía todo abandonado. No vimos ni un alma o una luz en ningún edificio.
—Eso es cierto —admitió Carlo.
Louie miró a Brennan y se dio cuenta por enésima vez de que había subestimado al chico. Como de costumbre, lo que Brennan decía era sensato. Tal vez la situación no era tan mala como había pensado al principio.
—Si mataron a todos los miembros de la familia —continuó Brennan—, y nadie va a la casa y descubre los cadáveres, y si nadie se acerca y capta el olor en un plazo de dos semanas, pues bien, es posible que tarden semanas, meses o incluso años en descubrir la masacre.
Reinó el silencio después del comentario de Brennan, hasta que Louie habló.
—Creo que tienes razón en ambas cosas, lo del asesinato y lo de la casa; pero si nos quedamos sentados sin hacer nada, lo dejaremos todo en manos del azar: puede que la policía continúe considerando el asesinato una muerte natural y puede que el cartero no vomite hasta la primera papilla cuando vaya a entregar el correo. Yo diría que hemos de intervenir. Nuestra relación con Hideki y la Aizukotetsu-kai está en el aire.
—Espero que no estés pensando en enviarnos con Susumu y Yoshiaki a dar un golpe en la Quinta Avenida, porque sería un suicidio —dijo Carlo—. Sería convertir un problema en un desastre.
—No sé qué coño hacer —admitió Louie—. Necesito el consejo de un experto. Necesito otra opinión antes de decidir.
—¿A quién vas a consultar? —preguntó Carlo. Era inimaginable que Louie acudiera al don, Victorio Vaccarro. El hombre tenía más de noventa años. A todos los efectos, Louie era el jefe de la familia Vaccarro.
—Voy a ver a Paulie Cerino al talego —dijo Louie, antes de gritar a Benito que trajera la maldita comida.