Jueves, 25 de marzo de 2010, 11.10 h
Ben bajó del taxi delante del edificio de Michael Calabrese. Era una nueva aguja de granito y cristal reflectante, a un tiro de piedra de la Zona Cero. Se registró en seguridad, en el primer piso, recibió una etiqueta con su nombre que pegó en el bolsillo superior de la chaqueta y subió en el ascensor hasta el piso cincuenta y cuatro.
La disposición de la oficina de Michael era única. Él y un grupo de chanchulleros financieros compartían toda la planta, y solo pagaban de alquiler la proporción de metros cuadrados que ocupaban como oficina particular. En cuanto a los empleados y el material de oficina, incluidas secretarias, recepcionistas, fotocopiadoras, monitores de ordenador, servidores informáticos, conserjes y zonas comunes, como salas de conferencias y lavabos, todos pagaban una cantidad común basada en la ocupación mensual. Dicha relación concedía la oportunidad a cada individuo de disfrutar de mejores servicios y alojamiento que si lo hiciera por su cuenta y riesgo. Hasta contaban con un técnico en informática que trabajaba a tiempo completo.
Ben fue directamente al despacho de Michael. Como las secretarias y recepcionistas habituales no estaban cerca, Ben se dirigió a la puerta abierta de Michael y llamó con los nudillos en la jamba. Michael estaba hablando por teléfono, como siempre, reclinado en la butaca con los pies apoyados en la esquina del escritorio. Alzó la vista y utilizó la mano libre para indicar a Ben que entrara y tomara asiento en el sofá de cuero negro.
Ben examinó el despacho mientras se sentaba. A juzgar por los muebles, no cabía duda de que la pequeña agencia bursátil de Michael gozaba de mucho éxito. Las paredes de caoba francesa pulidas brillaban con un acabado que recordó a Ben su nuevo Range Rover. Diversas baratijas de bronce, junto con un gran telescopio sobre un trípode, centelleaban como el oro. Sobre la mesita auxiliar descansaba un humidificador de nogal negro con un indicador de humedad incorporado.
El despacho estaba en una esquina, con paredes de cristal, no simples ventanas, como en el despacho de Ben, y una vista impresionante sobre el río Hudson. A su izquierda se encontraba la elegante Estatua de la Libertad, aposentada sobre su diminuta isla.
Unas carcajadas devolvieron la atención de Ben hacia Michael. Aunque Ben intentaba no escuchar la conversación de Michael por cortesía, cayó en la cuenta de que estaba hablando con alguien acerca de Angels Healthcare, una empresa que había demostrado la cantidad de dinero que podía ganarse en la industria hospitalaria. Angels Healthcare había sido una de las primeras en aprovechar el boom relacionado con hospitales especializados en cirugía, en campos tan diversos como la cardiología, la ortopedia, la oftalmología y la cirugía plástica. Como carecían de salas de urgencias y acogían tan solo a sus socios y beneficiarios, y hacían caso omiso de los verdaderos enfermos, los que carecían de seguro médico y los de Medicaid[3], tales hospitales eran fábricas de dinero, y el valor de mercado de Angels Healthcare se salía de la gráfica. De hecho, debido a que Michael Calabrese había desempeñado un papel fundamental en las fases iniciales de reunir capital para Angels Healthcare, Ben había oído hablar de él y de su pequeña empresa de inversiones, Calabrese y Asociados.
La primera impresión que recibió Ben de Michael no fue muy positiva, pues se había enterado de que Michael había sido acusado de diversas actividades delictivas de guante blanco, e incluso en una ocasión de un acto violento. Pero después tuvieron que retirar todos los cargos, porque las pruebas obtenidas por la policía y los fiscales habían sido contaminadas y no hubieran podido utilizarse en un juicio.
En cuanto Michael fue absuelto de toda fechoría, Ben había convocado una reunión con él para hablar de iPS USA. Desde aquel primer encuentro, los dos hombres habían conectado: Michael era un enamorado de la biotecnología y se había especializado en empresas nuevas de este sector, mientras que Ben ya poseía una amplia experiencia y había imaginado el espectacular plan de monopolizar la propiedad intelectual relacionada con la comercialización de células madre pluripotentes inducidas. En muchos aspectos formaban una pareja ideal, pues compartían ciertas características personales: ambos eran excesivamente competitivos, tanto en el trabajo como en el deporte, ambos consideraban la riqueza individual un motivador fundamental y ambos concebían el comportamiento ético como una desventaja en potencia en el trayecto vital.
En cuanto concluyó su llamada telefónica, Michael bajó los pies al suelo. Se levantó, caminó hacia Ben y ambos se estrecharon la mano.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Michael con fuerte acento neoyorquino. Acercó una silla de respaldo recto y le dio la vuelta para sentarse a horcajadas.
Aunque el comentario de Michael era más una figura retórica que una pregunta auténtica, Ben contestó.
—Poca cosa. —Pero se corrigió enseguida—: De hecho, están pasando muchas cosas.
—¿Como cuáles?
Ben contó a Michael lo de la revista de biotécnica y el artículo relativo al nuevo método de multiplicar por cien la formación de células iPS.
—¿Eso es importante?
—Muy importante. De hecho, tan importante que voy a cambiar el tema del que he venido a hablar contigo.
—¿Te refieres a poner de patitas en la calle a la gente de Lucia y de la Yamaguchi?
—Exacto. Creo que tal vez nos gustaría comprar esta nueva empresa, o al menos sublicenciar en exclusiva el nuevo procedimiento. Hemos estado negociando con otra empresa de Worcester, Massachusetts, su procedimiento para hacer lo mismo, pero este ya no sirve de nada comparado con el nuevo de San Diego.
—¿De cuánto dinero estamos hablando y cómo piensas hacerlo? ¿Como acciones o como crédito puente?
—En acciones si decidimos comprar, y tal vez un crédito puente si decidimos sublicenciar en exclusiva.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
—Yo diría que alrededor de medio millón si sublicenciamos, que es lo creo que deberíamos hacer. Al principio pensé en comprar, pero la cantidad se dispararía y es más arriesgado teniendo en cuenta la rapidez con que avanza la tecnología.
—Tras la firma de ayer, yo recomendaría utilizar acciones tanto si compramos como si sublicenciamos. Puedo aducir que nuestro valor de mercado ha aumentado considerablemente.
—¿Crees que nuestros ángeles picarán el anzuelo?
—No veo por qué no. Sé con certeza que su negocio funciona a tope, sobre todo en el terreno del juego. Prácticamente, están nadando en dinero.
—Nunca lo he preguntado, pero algo despierta mi curiosidad sobre cómo funciona su asociación.
—¿Te refieres entre la mafia y la yakuza? Es una pregunta interesante. Y yo también tuve que hacerla. En realidad, es muy sencillo. Es la gente de Lucia la que elige el sitio, monta y dirige las casas de juego que han sembrado por todo el Upper East Side bajo la apariencia de restaurantes italianos. También se encargan de las mujeres, o lo que sea. Es la yakuza quien encuentra la clientela, sobre todo ejecutivos importantes de Japón que, por cierto, adoran el juego. O sea, les encanta. Es la gente de Lucia la que también aporta el crédito cuando es necesario, y suele serlo, pues con frecuencia los clientes japoneses se quedan sin blanca. Les animan a pedir prestado todo cuanto quieran a la mafia, con el acuerdo de que ya pagarán en el siguiente viaje a Nueva York. Por supuesto, esto da a los jugadores la oportunidad de pedir prestado mucho más de lo que solicitarían en circunstancias normales, porque tienen la idea equivocada de que pueden evitar el pago de la deuda si no vuelven nunca más a Nueva York. Pero ahí es donde la asociación funciona de verdad. El muy endeudado ejecutivo japonés regresa a Japón, donde cree que se encuentra a salvo de la mafia. Pero pronto descubre que ese no es el caso. Es la yakuza quien pasa a cobrar, y la yakuza es una experta en eso, pues su violencia puede alcanzar un grado extraordinario. Después, la yakuza se reparte el cobro con la mafia, con frecuencia en forma de cristal, no en metálico. Es un acuerdo muy lucrativo para ambos bandos.
Ben se estremeció al pensar en la desagradable sorpresa que se llevaría un ejecutivo japonés desprevenido.
—Bien, vamos a repasar de nuevo esto para evitar malentendidos —dijo Michael—. Quieres que vaya a ver al capo de la Lucia, Vinnie Dominick, y al saiko-komon de la Yamaguchi-gumi, Saboru Fukuda, y les hable de aumentar su apuesta por iPS USA, aunque ayer por la tarde estábamos hablando de dejarlos en la estacada. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, a menos que cuentes con otro inversor ángel en potencia.
—Podría acudir a un par de personas, pero creo que es mejor quedarnos con lo que tenemos.
—¡Tú eres el agente bursátil, no yo!
—Me alegro mucho de que hayas cambiado de opinión.
—¿Por qué?
—Estaba preocupado por si venías esta mañana para insistir en que fuera a verlos para decirles que habían sido degradados a la categoría de inversores vulgares y corrientes.
—Eso tendrá que suceder, pero ahora no. Y tendrá que ocurrir antes de cualquier OPA. La auditoría podría sacarlo a la luz.
—Creo que eres un poco ingenuo. No hay que decir a ninguno de esos tipos lo que haces y lo que no haces.
—Pienso recompensarles con acciones extra por el papel que han desempeñado.
—Creo que lo único que conseguirás así es cabrearles, algo que no debemos hacer. Pero no discutamos y nos distraigamos. Centrémonos en cuándo queremos lanzar la OPA, porque es cuando todos recibiremos nuestra justa recompensa.
—Mantener una relación laboral me pone nervioso —admitió Ben—. En cuanto no los necesitemos, quiero romper con ellos.
—Fui franco contigo cuando llamaste la primera vez. A esta gente no se le puede dar órdenes.
—Sé que fuiste franco conmigo, y te lo agradecí.
—Te diré lo que vamos a hacer. Llamaré a nuestros amigos y averiguaré si puedo verles esta tarde. Les comunicaré la buena noticia de la firma del contrato de ayer, y entonces les daré un sablazo, cosa que les gustará. Después, sacaré a colación el tema de que tendrán que desaparecer de escena cuando la OPA. Con la buena noticia, tal vez se lo tomen con calma. Veré lo que puedo hacer y te volveré a llamar.
—Te lo agradezco —dijo Ben, al tiempo que se ponía en pie.
Unos minutos después, mientras bajaba en el ascensor, Ben llamó a Jacqueline y le dijo que no tardaría en volver al despacho, y preguntó si le apetecía comer en Cipriano, sito en el Sherry Netherland, un poco más arriba de la oficina de iPS USA, en la misma calle. Lo que en realidad deseaba era oír de sus labios que Satoshi había aparecido, porque era supersticioso a la hora de preguntar. Como ella no le aportó la información, preguntó por fin, y la secretaria le comunicó que no había aparecido. Debido a la misma superstición, Ben había evitado volver a llamar al móvil de Satoshi, pero al final lo hizo. Le salió el buzón de voz, y decidió no dejar ningún mensaje, en plan agresivo pasivo. Ben estaba irritado porque el hombre no hubiera tenido el sentido común de llamar si no pensaba hacer acto de presencia.