Jueves, 25 de marzo de 2010, 10.18 h
Laurie cayó en la cuenta de que no se estaba concentrando cuando regresó al principio del capítulo del libro que estaba leyendo. Sin otra cosa que hacer, se resignó a revisar textos forenses de carácter general, y leyó uno sobre heridas de bala. Había elegido esa modalidad después de haber escuchado la historia de Lou sobre el caso del que Jack se estaba ocupando en aquellos momentos. El problema consistía en que su mente saltaba de un tema a otro. Ya había llamado a Leticia tantas veces que había detectado cierta frustración por parte de la joven. Durante su última llamada, Laurie incluso había detectado irritación. Si bien Leticia dijo que todo iba bien, insinuó que tal vez debería ser ella la que volviera a llamar, y solo si surgía algún problema. En su estado hipersensible, Laurie experimentó la sensación de que le estaban comunicando que no era tan importante como creía, y que era ella quien tenía problemas de adaptación, no J. J.
En cuanto a su recibimiento en el IML, Jack había estado en lo cierto. Todo el mundo, desde los conserjes y el personal de mantenimiento, hasta el director y el subdirector, se había mostrado de lo más efusivo al darle la bienvenida. La reacción unánime había sido cálida, pero no había conseguido calmar sus angustias profesionales. En todo caso, las había acentuado en parte, como consecuencia de que no le hubieran asignado un caso. Se había descubierto interpretando de forma equivocada la situación, no como un favor, para que se fuera adaptando, sino porque la gente, es decir, Bingham, no creía que estuviera a la altura de sus expectativas. Sin embargo, el problema concreto era que tenía demasiado tiempo libre sin nada que hacer.
Los ojos de Laurie vagaron alrededor de su despacho. No había post-its pegados encima, a los lados o en la parte inferior de la pantalla del ordenador, como había sucedido en el pasado. No había pilas de expedientes en la esquina del escritorio, a la espera de que los informara, ni resultados de laboratorio para que los firmara. De hecho, toda la habitación parecía tan pulcra como si la hubieran esterilizado. El microscopio sin portaobjetos parecía de lo más solitario, con cubiertas protectoras para los oculares.
Laurie estaba a punto de abandonar la lectura, con la idea de ir a la sala de autopsias para colaborar con Jack y Lou en el caso de la herida de bala. De esa forma esperaba experimentar la sensación de que estaba participando en algo, ya que no contribuía en nada. En ese momento su teléfono la sorprendió al invadir la habitación con su insistente y desagradable timbre. Laurie se apoderó de él como si se tratara de una emergencia desesperada, agradecida de que alguien deseara hablar con ella.
—Laurie, tengo un problema —dijo una voz. Tardó un momento en reconocer que era el doctor Arnold Besserman, el forense de guardia que le había negado un caso por la mañana, y por tanto culpable de haber exacerbado sus angustias, como pensaba ella de manera irracional.
—Ah, ¿sí? —preguntó Laurie con una pizca de esperanza. Tal vez acababa de entrar un caso nuevo.
—Kevin se ha ido a casa enfermo —continuó Arnold. Kevin era el doctor Kevin Southgate, uno de los adláteres de Arnold. Los dos discutían de todo, sobre todo de religión y política, pese a que se apreciaban mucho—. Le encargué un solo caso, por lo visto sencillo: una muerte por causas aparentemente naturales, tras un desmayo en el andén del tren A de la calle Cincuenta y nueve. Un caso rutinario. La cuestión es que dice que ha pillado la gripe A y se va a casa. —Arnold rió—. ¿Ya has visto a Bingham?, y si es así, ¿podrías bajar y ocuparte tú? Sé que te había concedido el día libre, pero voy un poco agobiado, y tú eres la única profesional libre. ¿Qué me dices?
Laurie sonrió. Pues claro que quería el caso, aunque resultara ser una muerte natural. De hecho, pensaba que una muerte natural era un buen comienzo. Era difícil cagarla con una muerte natural. El motivo de su sonrisa fue que Arnold no aclarara si estaba ocupado o no. Con frecuencia, cuando estaba de guardia, en muy pocas ocasiones se autoasignaba casos.
—¿Quién es el técnico del depósito de cadáveres en este caso? —preguntó Laurie, más por curiosidad que por otra cosa.
—Marvin —dijo Arnold—. Otro motivo de que pensara en ti.
Arnold estaba diciendo la verdad. Marvin Fletcher era el técnico favorito de Laurie, y trabajaba con él siempre que podía.
—Estaré encantada —dijo—. Bajo enseguida.
Fiel a su palabra, Laurie salió del despacho en cuanto colgó el teléfono y se proveyó enseguida de un traje de protección química Tyvek, guantes y la mascarilla de plástico. Vestida de esa guisa, entró en la sala de autopsias y paseó la vista a su alrededor. Las ocho mesas estaban ocupadas y Marvin la saludó desde la cabecera de la cuarta. Por casualidad, Jack y Lou trabajaban en la quinta. Estaban terminando de cerrar la incisión de la autopsia. Lou se encargaba del cosido. Se había convertido en un visitante tan frecuente que le encantaba ayudar. Laurie se detuvo un momento para saludarlos.
—¿Cómo va? —preguntó Jack cuando la vio—. Me habían dicho que tenías el día libre, gracias a nuestro intrépido líder. ¿Qué te trae por aquí?
—Eso fue antes de que Kevin Southgate cayera enfermo a vuestro lado, chicos.
Jack echó un vistazo a la mesa que tenía detrás y saludó con un cabeceo a Marvin, que esperaba con paciencia.
—No tenía ni idea —dijo Jack, al tiempo que volvía la vista hacia Laurie—. Arnold no pudo bajar para ocupar el puesto de su amigo, por supuesto.
—Por supuesto —corroboró Laurie—. Pero estoy contenta. Quería un caso, sobre todo un caso normal.
Como no quería enzarzarse en una discusión sobre la propensión a la vagancia de Arnold, uno de los temas favoritos de Jack, preguntó cómo había ido el caso de la herida de bala.
—Yo diría que bien —respondió Jack.
—Estoy totalmente de acuerdo con él —coreó Lou—. La dirección de la bala al entrar en el pecho del conductor fue de derecha a izquierda, lo cual significa que estaba mirando hacia delante cuando le dispararon, y no de frente, como habría pasado si hubiera estado vuelto en el asiento, dando marcha atrás, tal como afirman los cómplices. Y el casquillo, que saltó cuando la bala atravesó el parabrisas, hizo un estropicio en el antebrazo del hombre, cosa que no habría sucedido si este hubiera tenido el brazo sobre el respaldo del asiento de la furgoneta, como también sostienen sus cómplices.
—Felicidades —comentó Laurie, y lo dijo en serio. Era un buen caso para demostrar el poder de la ciencia forense.
Laurie fue a saludar a Marvin, quien le devolvió el saludo con gran entusiasmo. Hasta aquel momento, no se habían visto desde el regreso de Laurie al trabajo. Tras una breve charla sobre los rigores de la paternidad, puesto que Marvin tenía tres hijos, Laurie encaminó la conversación hacia la víctima tendida sobre la mesa de autopsias.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó.
Marvin contempló el cadáver, al que habían practicado la típica incisión en forma de Y para exponer los órganos internos.
—La víctima es un varón asiático, a quien el doctor Southgate calcula una edad de unos treinta y cinco años y un peso de unos sesenta y cinco kilos, que se desmayó en el andén del metro. No existe historial médico conocido y no llevaba medicamentos encima.
Mientras Marvin continuaba su descripción, Laurie levantó el expediente y sacó el informe del investigador médico-legal. Había sido redactado por Cheryl Meyers. Sin dejar de escuchar a Marvin, sus ojos exploraron el informe y destacaron enseguida el hecho de que la víctima no llevaba ningún documento de identificación encima.
—¿Se trata de un individuo no identificado? —preguntó Laurie, interrumpiendo a Marvin.
—Sí.
Laurie abrió el expediente de nuevo y sacó la hoja de la comunicación del fallecimiento y el formulario de identificación del cuerpo. Este último estaba en blanco, y apenas constaba que el cadáver fue recogido por paramédicos de urgencias que acudieron al lugar de los hechos después de una llamada al 911. Habían encontrado a la víctima insensible, sin ritmo cardíaco, presión sanguínea ni respiración. Se procedió a la reanimación cardiopulmonar y continuó hasta la llegada a urgencias del Harlem Hospital Center, donde fue declarado muerto.
Laurie miró a Marvin. Para ella, un caso no identificado era una complicación, y se sentía decepcionada hasta cierto punto. Sabía que no era una reacción racional, porque podía llevar a cabo su trabajo de forense tanto si el cuerpo estaba identificado como si no, pero en su primer caso después de la baja por maternidad quería que los resultados fueran concluyentes, sin cabos sueltos. Para ella, un cadáver sin identificar era un cabo suelto, y, lo más importante, era un cabo suelto en el que no podría influir. No habría historial médico que la ayudara a confirmar sus hallazgos.
—¿Algo especial en el examen externo? —preguntó.
Marvin negó con la cabeza.
—Ni cicatrices, ni tatuajes, si te refieres a eso.
—¿Joyas?
—La policía guarda en custodia una alianza.
Los ojos de Laurie se iluminaron. Una alianza significaba una esposa, y a juzgar por la apariencia general de la víctima sabía que no se trataba de un indigente, porque se veía atildado.
—¿Cómo iba vestido?
—Bien, con camisa, corbata, chaqueta y abrigo. El abrigo parecía nuevo, aunque estaba sucio del andén del metro.
—Buenas señales —dijo aliviada Laurie. Por experiencia, sabía que la identificación de cadáveres dependía en gran medida de que hubieran denunciando a la víctima y, en una situación como la que afrontaba en aquel momento, una esposa que diera aviso en un plazo inferior a veinticuatro horas era la norma, no la excepción. Por contra, identificar un cadáver en una situación en que nadie lo buscara era una tarea muy difícil, incluso en estos tiempos, con herramientas como el ADN—. ¿El doctor Southgate dijo si albergaba alguna sospecha sobre la causa de la muerte? —preguntó.
—No dijo nada, pero creo que se inclinaba por un ataque o algo intracraneal. Un testigo, el hombre que llamó al 911, dijo que tal vez sufrió un breve ataque.
Laurie echó un vistazo a la nota de Cheryl Meyers y vio que había incluido la sugerencia de un ataque, pero por lo que habían comentado los paramédicos de urgencias, sin que llegara a hablar con el individuo.
—¿Y las radiografías? ¿Has visto algo interesante?
—El doctor Southgate dijo que eran negativas, pero continúan en el negatoscopio, si quieres examinarlas.
—Quiero —dijo Laurie. Enlazó las manos y se acercó a mirarlas, concentrándose en la cabeza y el pecho. No vio nada anormal. Después, examinó el abdomen, y por fin las extremidades. Nada.
—De acuerdo —dijo, y volvió con Marvin—. Pongámonos manos a la obra, y ya veremos qué encontramos.
Como Laurie y Marvin trabajaban juntos con frecuencia, la autopsia se desarrolló con rapidez. La parte más lenta consistió en extraer los pulmones y el corazón en bloque, pues la parada cardíaca solía estar relacionada con la muerte súbita. Pero el corazón era normal y no observaron anomalías en los vasos sanguíneos, sobre todo en las arterias coronarias. La segunda vez que disminuyeron el ritmo fue después de que Marvin seccionara la coronilla y extrajera con cuidado la tapa craneal. Ambos esperaban ver sangre si se hubiera producido algo fatal en el cerebro, pero no había sangre, ni en las zonas adyacentes al cerebro ni en el cerebro en sí.
—Bien —dijo Laurie, después de acabar de suturar la incisión de la autopsia—. Es una de las autopsias más normales que se puedan dar. Por lo general, se encuentra alguna patología, pero en el caso de este infortunado individuo, daba la impresión de que estaba de lo más sano.
—¿Qué causa apuntarías tú?
—Supongo que padecía alguna especie de anomalía del sistema de conducción cardíaca, pese a la posibilidad de haber sufrido una apoplejía —sugirió Laurie mientras sacudía la cabeza, desalentada—. Después de que el corazón y los vasos sanguíneos primarios parecieran normales, me sorprendió no encontrar un tumor bien formado cuando seccionamos el cerebro. Por lo tanto, ahora le llegará el turno a histología. Espero que nos sirvan de ayuda. No quiero cerrar este caso como causa de la muerte desconocida de un individuo desconocido, y sobre todo cuando se trata de mi primer caso después de la baja por maternidad. No aumentará la confianza en mí misma.
—¿Y el líquido extra que descubrimos en el estómago y el principio del intestino delgado? —preguntó Marvin—. Eso pareció sorprenderte. ¿Se te ocurre alguna explicación?
—La verdad es que no —admitió Laurie—. Por lo que yo sé, no está relacionado con ninguna causa natural de la muerte súbita. El hombre debió de comer y beber poco antes de morir. Será interesante averiguar el nivel de alcohol en la sangre.
—¿Sospechas de alguna causa no natural?
Laurie hizo una pausa. Marvin le había recordado que siempre era importante mantener la mente abierta a todas las posibilidades, pues podía haber otras explicaciones engañosas, por ejemplo, un homicidio disfrazado de suicidio o accidente. No obstante, la posibilidad de que ese caso perteneciera a esa categoría era muy improbable, pues la víctima se había desmayado en el andén del metro. Al mismo tiempo, para ser minuciosa, ya había decidido llevar a cabo una batería de pruebas de toxicología, así como un análisis del nivel de alcohol, y había tomado las muestras apropiadas. Las pruebas de toxicología del IML incluían unas doscientas o trescientas drogas legales o ilegales, de modo que estaba convencida de poder detectar cualquier envenenamiento por drogas o sobredosis.
—Estoy convencida de que, cuando se haya dicho y hecho todo, será una muerte natural —predijo Laurie—. Tendremos que esperar a que toxicología e histología nos echen una mano si se trata de otra cosa.
—¿Tienes reservado otro caso? —preguntó Marvin.
—Lo dudo. Ni siquiera me habían reservado este.
Laurie ayudó a cargar el cuerpo sobre una camilla, después recogió los frascos de muestras para toxicología e histología, y los guardó en dos bolsas de papel marrón.
—Yo los subiré —dijo a Marvin—. Quiero solicitar en persona que los analicen cuanto antes. No tengo otra cosa que hacer.
—Como quieras —respondió Marvin.
Cuando salía, se detuvo en la mesa de Jack, que ya estaba empezando otro caso. Hacía rato que Lou se había marchado a dormir a casa.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Jack, en referencia al caso de Laurie. Después de empezar su segundo caso, había decidido no molestar a Laurie, quien daba la impresión de estar concentrada por completo en el asiático—. ¿Qué has descubierto?
—Nada, por desgracia —respondió Laurie—. Para empeorar las cosas, se trata de un cadáver no identificado.
—¿A qué viene esa cara tan larga?
—Qué sé yo. No he encontrado ninguna patología. Y como no hay historial médico, mis probabilidades de pasar por alto algo importante aumentan de manera considerable.
—¿Y qué? Suele pasar. A veces no existen patologías. No es frecuente, pero ocurre.
—Sí, ocurre, pero no quería que sucediera en mi primer caso PMS.
—¿PMS? ¿Tienes PMS?
Jack no daba crédito a sus oídos. Laurie nunca se había quejado de PMS[1].
—Temporada post maternidad[2] —dijo Laurie, con la intención de mostrarse divertida para levantar los ánimos, pero su supuesto chiste no triunfó—. Pero no voy a rendirme. Voy a encontrar alguna patología caiga quien caiga. Al menos, tengo tiempo. Es mi único caso.
Jack se limitó a sacudir la cabeza.
—No estarás utilizando una autopsia negativa para airear tus preocupaciones sobre tu competencia profesional, ¿verdad? —preguntó sin ni siquiera sonreír—. Porque, en tal caso, te comportas como… —Hizo una pausa, mientras intentaba encontrar la palabra adecuada—… una tonta.
—Me niego a contestar para no incriminarme —contestó Laurie, mientras intentaba sonreír.
—¡Eres imposible! —dijo Jack, con un ademán desdeñoso—. Ni siquiera voy a responder, por temor a alentar esa tontería.
—¿Cuál es tu segundo caso? —preguntó Laurie para cambiar de tema. Estaba contemplando el cuerpo de una mujer joven y saludable sin aparentes anormalidades ni traumatismos. Vinnie estaba parado ante la mesa, impaciente por comenzar, mientras trasladaba su peso de un pie al otro, nervioso.
—Supongo que similar al tuyo: muerte súbita. El novio dice que la vio salir del cuarto de baño tal como la ves ahora, desnuda por completo. Describió su aspecto como sorprendido o confuso, y después se desmayó.
—¿Algún problema de salud?
—Ninguno. Era azafata de Delta. Acababa de llegar de un viaje a Estambul.
—Tienes razón. Se parece a mi caso —sugirió Laurie.
—Salvo por una cosa. El novio no debía estar allí. Había una orden de alejamiento contra él, pues al parecer intentó asesinarla hace un mes, cuando ella empezó a salir con un piloto.
—Ajá.
—«Ajá» es lo correcto.
—Mantenme informada —dijo Laurie. Se parecía a su caso, pero con el beneficio de una identificación y un historial.
Laurie salió de la sala de autopsias, cargada con las bolsas que contenían los frascos de muestras para histología y toxicología. En el vestidor, se quitó el traje Tyvek y guardó el gorro. Mientras subía a la cuarta planta en ascensor, pensó en el caso de Jack. Estaba celosa de que sin duda encontraría una causa delictiva de la muerte de la mujer. Ojalá su caso fuera similar en ese aspecto.
—¡Vaya, vaya, señoras! —exclamó Maureen O’Conner, la supervisora del laboratorio de histología, con su famoso acento irlandés cuando Laurie le entregó la bolsa marrón. Maureen había pasado la primera mitad de su vida trabajando en un hospital de Dublín, antes de trasladarse a Nueva York. Vivacidad era su segundo apellido, y nadie estaba a salvo de su afilada y humorística lengua, desde el jefe hasta los conserjes. Laurie era una de sus favoritas, pues era la única forense que visitaba con regularidad los dominios de Maureen. Laurie siempre estaba ansiosa por tener las placas de histología en sus estuches mejor antes que después.
—¡Pero si es la doctora Laurie Montgomery! —continuó Maureen, lo cual provocó que todas las cabezas del departamento se volvieran en dirección a Laurie—. ¡Bienvenida! ¿Cómo está tu pequeñín? Bien, supongo.
Todo el mundo en el IML conocía la historia del neuroblastoma de J. J., así como la buena noticia de su milagrosa curación.
Laurie se tomó con calma la atención recibida, incluso la rechifla habitual sobre sus frecuentes peticiones de recibir las placas al día siguiente. La broma habitual de Maureen era recordar a Laurie que todos sus pacientes estaban muertos, de modo que no había ninguna necesidad de darse prisa, un comentario que nunca dejaba de provocar carcajadas entre el personal del laboratorio de histología.
A continuación, Laurie bajó al primer piso y fue a ver al sargento Murphy, del Departamento de Policía de Nueva York. Su diminuto cubículo estaba situado frente a la sala de comunicaciones, donde las veinticuatro horas del día había operadoras que recibían notificaciones de fallecimientos. Aparte del escritorio, apenas había espacio para dos sillas metálicas plegables y un archivador vertical. El sobre del escritorio y la parte superior del archivador estaban sembrados de periódicos, tazas de café sucias y envoltorios arrugados de Burger King.
—¿Te informaron sobre el asiático no identificado que llegó ayer a última hora de la tarde? —preguntó Laurie. Ya se había encontrado antes con el sargento, que le había dado la bienvenida.
—Sí —contestó Murphy—. Los agentes de tráfico del Distrito Uno que respondieron a la llamada al 911 me dieron cuenta de su informe a la Brigada de Personas Desaparecidas, como debe ser. Por lo visto, la víctima no llevaba encima billetero ni tarjetas de identificación. De hecho, no llevaba nada, salvo una alianza. Ni siquiera reloj.
—¿Sabes si hubo testigos de que robaran su billetero? Teniendo en cuenta que iba bien vestido, parece improbable que no llevara.
—No, que yo sepa.
—¿En qué situación se encuentra el caso?
—Ha sido asignado a un detective experto en personas desaparecidas de la comisaría de Midtown North como cuerpo no identificado. Están en ello.
—¿Sabes el nombre del detective?
—Sí. Lo tengo por aquí. —Murphy abrió el cajón central del escritorio, para lo cual tuvo que encoger el estómago. Apenas había espacio para abrir el cajón. Rebuscó entre el contenido un momento, y al final sacó una hoja arrugada—. Detective Ron Steadman, que a veces trabaja para la comisaría Veinte. —Anotó los números en un trozo de papel y se lo dio—. Si intentas llamarle, hazlo a la comisaría de Midtown North, porque pasa allí el noventa y nueve por ciento de su tiempo.
—Lo haré. Entretanto, si te enteras de algo, avísame, por favor.
—¡Sin duda! —dijo Murphy en tono jovial.
A continuación, Laurie subió la escalera hasta el departamento de antropología, que se había expandido de forma significativa después del 11-S, cuando la identificación se había convertido en una pesadilla. Llamó con los nudillos a la puerta vidriada cerrada de Hank Monroe, el director de identificación. En principio, identificación había sido tan solo el ámbito del sargento Murphy, como enlace de la Brigada de Personas Desaparecidas del Departamento de Policía de Nueva York, pero después del 11-S el trabajo aumentó muchísimo, y se había creado un departamento interno.
—¡Entre! —tronó una voz. Hank Monroe era un individuo de tamaño mediano, con una cara llena de ángulos agudos.
—Me llamo Laurie Stapleton —se presentó Laurie. Hank era relativamente nuevo en la nómina del IML, y Laurie y él no se conocían. Después de intercambiar las trivialidades de rigor, Laurie preguntó si estaba enterado del caso no identificado que había llegado la tarde anterior.
—Aún no —confesó Hank—. Por lo general, algún técnico del depósito de cadáveres me envía una nota, pero esta vez no. El cuerpo debió de llegar durante el cambio de turno, pero no supondrá ningún problema. ¿Cuál es la historia?
Laurie le resumió el caso de Juan Nadie.
—No tenemos gran cosa en qué basarnos —dijo Hank. Se proveyó de una libreta y un lápiz para anotar los detalles fundamentales, limitados a «asiático, muy acicalado» y «llevaba una alianza»—. ¿Alguna cicatriz u otras características peculiares?
—No, por desgracia.
—¿Alguna ayuda de Personas Desaparecidas?
—Nada, al menos de momento.
—Es pronto. Supongo que se habrá dado cuenta.
—Sí, pero este caso es importante para mí por motivos personales.
Hank miró a Laurie, confuso por el hecho de que la identificación de un cadáver pudiera significar una preocupación personal para una forense, pero decidió no preguntar.
Al mismo tiempo, deseaba que su colega fuera realista.
—Intentaré ayudar —dijo—, pero estos casos son muy difíciles si no aparece alguien como una esposa, un compañero de trabajo, un amigo o un hijo. El período crítico son las primeras veinticuatro horas. Pasado ese tiempo, las probabilidades de llevar a cabo una identificación positiva empiezan a disminuir. Casi nadie se da cuenta de esto, sobre todo en la era de la tecnología del ADN, pero es la realidad.
—Eso no parece alentador.
—Bien, intentemos ser positivos. Aún nos encontramos dentro de ese período de veinticuatro horas.
Laurie, que se sentía cada vez más deprimida, dio las gracias a Hank después de que él se ofreciera a estar ojo avizor, incluso a llamar a sus contactos de la Brigada de Personas Desaparecidas del Departamento de Policía de Nueva York. Laurie subió poco a poco la escalera, con la sensación de que su primer día de vuelta al trabajo iba a acabar como el rosario de la aurora.
Estuvo sentada un rato a su escritorio, con la vista perdida en la pantalla del ordenador, mientras se preguntaba si debería abandonar la profesión de forense y dedicarse de lleno a la maternidad, algo mucho más exigente de lo que había sospechado, como ahora sabía bien. Por supuesto, el primer problema que se planteaba era qué pensaría Jack si le sugería algo semejante, y si podrían vivir solo con un sueldo. Con lo justos que iban cada mes, sabía que no sería fácil, y probablemente tendrían que vender la casa recién reformada de la que tanto disfrutaban.
Esa línea de pensamiento la deprimió más todavía, hasta el momento en que sacudió de repente la cabeza, respiró hondo y se enderezó en su silla. Recordó algunos de los cambios que había considerado normales después de dar a luz, y se preguntó si todavía estaría experimentando sus efectos. La tensión de dejar a J. J. en manos de otra persona, por capaz que fuera, combinada con la tensión de preocuparse por su capacidad laboral, era suficiente para deprimirla. Al mismo tiempo, pensó que debería concederse más tiempo y no tirar la toalla tan pronto.
Laurie descolgó el teléfono y llamó al detective Ron Steadman a la comisaría de Midtown North. Si alguien iba a averiguar algo sobre su cadáver, sería el detective, pues su trabajo como miembro de la Brigada de Personas Desaparecidas del departamento de policía consistía en investigar el caso. Laurie ignoraba cómo lo hacían, pues nunca se había sentido inclinada a husmear en el procedimiento. Esta vez opinaba de manera diferente, y esperaba descubrirlo.
Al cabo de diez tonos, que contó de uno en uno, Laurie empezó a desalentarse de nuevo. Sus experiencias en llamar a comisarías de policía para recabar información siempre habían sido difíciles, porque con mucha frecuencia el teléfono sonaba interminablemente.
Se obligó a ser paciente y dejó que sonara. Por fin, en el tono veintitrés, y justo cuando iba a colgar y a probar otro número, alguien contestó, y para su sorpresa era Ron Steadman.
Por lo general, con el Departamento de Policía de Nueva York tenía que dejar un nombre y confiar en que le devolvieran la llamada, lo cual sucedía la mitad de las veces.
Cualquier esperanza de un individuo dinámico se desvaneció en cuanto oyó la voz del hombre. Sonaba como si hasta respirar le agotara. Laurie explicó quién era y por qué llamaba, y cuando terminó se hizo el silencio al otro lado de la línea, un silencio que, al parecer, iba a prolongarse indefinidamente.
—¡Hola! —dijo Laurie, pensando que la conexión se había interrumpido. En cambio, dio la impresión de que el hombre se había dormido. Al menos, eso supuso Laurie.
—¿Puede repetir lo que ha dicho? —preguntó Ron sin disculparse.
Laurie se dijo que debía tomarse con calma la situación, y siguió su propio consejo. Habló con más lentitud y claridad, y repitió el mensaje.
—Tenemos el caso —respondió Ron con voz inexpresiva.
—¡Bien! ¿Qué ha pasado hasta el momento?
—¿Qué quiere decir con eso? Informé a su hombre, ¿cómo se llama?
—Sargento Murphy.
—Sí, ese. Le informé mientras lo enviaba a One Police Plaza, a Personas Desaparecidas, junto con la descripción de los agentes.
—¿Y qué ha hecho Personas Desaparecidas?
—No mucho, diría yo. Supongo que lo habrán añadido a la lista.
—La lista de personas desaparecidas, imagino —respondió Laurie con sarcasmo.
No daba crédito a sus oídos. El hombre parecía desinteresado por completo.
—No. Tenemos una lista de personas que quieren hacer de extras en series televisivas de policías… Pues claro que añadieron el caso a la lista de personas desaparecidas.
—Y como detective asignado al caso —dijo Laurie con más sarcasmo—, ¿qué ha hecho usted durante este período crítico?
Siguió otro breve silencio.
—Escuche, señora —dijo Ron al fin—, no sé por qué me está tocando las pelotas. Envío el informe a donde debo enviarlo, y después me siento a esperar.
—¿Esperar qué?
—Espero a que ustedes me envíen huellas, fotos y todo lo que tengan de la autopsia, incluida información sobre el ADN, para que podamos mejorar la descripción.
Investigamos las huellas a nivel local. Si no encontramos coincidencias, pasamos al nivel estatal y después al federal. Pero debo advertirle de que no encontramos muchas coincidencias en este tipo de casos. Depende de la familia acudir a nosotros o a ustedes. Claro que, en el caso de que hubiera existido algún delito, las cosas habrían funcionado de otra manera.
—¿Cómo sabe que no hubo delito?
Otro breve instante de silencio.
—¿Intenta decirme algo con tantos rodeos o qué? ¿Descubrió algo en la autopsia que sugiera un homicidio? En tal caso, le ruego que hable claro.
—No se descubrió nada en la autopsia que indicara la comisión de delito alguno.
—Bien, pues ya está. Si se produce algún cambio, infórmeme; yo haré lo propio. Entretanto, lo dejaré quieto aquí con mis otros cien casos.
Laurie colgó el teléfono sin responder a la última frase de Ron. Tenía muy claro que el hombre no pensaba hacer nada en esta fase inicial de intentar descubrir la identidad del cuerpo. Aunque frustrada, Laurie podía entender el razonamiento. No había gran cosa que hacer en esta coyuntura, salvo confiar en que apareciera alguien.
Se levantó de la silla y recogió la colección de muestras para los análisis toxicológicos. La prueba que más le interesaba era la del nivel de alcohol en sangre. Su intuición no paraba de repetir que sería alto. Hasta qué punto o qué significaría, lo ignoraba. En cuanto a los análisis de otras drogas, productos químicos o toxinas, Laurie consideraba importante ser exhaustivo. Opinaba lo mismo de los electrolitos como prueba indirecta de una posible enfermedad metabólica, como la diabetes, pero no era optimista con la autopsia normal.
En años anteriores, Laurie había mantenido una relación difícil con el supervisor de toxicología, John DeVries. John era un hombre cascarrabias, andaba paranoico porque el jefe del IML le negaba siempre los fondos adecuados, aunque exigía un laboratorio de primera categoría. Como sucedía con frecuencia en tales batallas, ambos tenían razón, de modo que el conflicto respondía más a un choque de personalidades que a otra cosa. El problema para Laurie era que, al igual que con Maureen, había ido a menudo al laboratorio para pedir que sus casos gozaran de prioridad. Siempre quería los resultados de inmediato, lo cual recordaba siempre a John sus problemas de presupuesto, ya que siempre iba corto de fondos. Era tan concienzudo, que a veces utilizaba su propio dinero para comprar los reactivos que necesitaba.
Pero el 11-S cambió las cosas. No solo aumentaron de manera significativa los presupuestos de todos los departamentos del IML a causa de los nuevos retos, sino que, al habilitar más espacio en el antiguo edificio gracias al nuevo situado en el 421 de la calle Veintiséis Este, el laboratorio de John pasó de ser completamente inadecuado a ocupar dos pisos completos del antiguo inmueble, y de contar con un equipo obsoleto a utilizar los mejores y más recientes aparatos. Coincidiendo con dicha modernización, la personalidad de John pasó de ser protestona y exaltada a colaboradora, e incluso jovial. También había cambiado las batas sucias y raídas que reflejaban su opinión sobre el estado financiero de su laboratorio por otras nuevas, limpias y planchadas, que se cambiaba cada día.
Laurie le encontró en compañía de su ayudante, Peter Letterman, en su nuevo despacho que daba al sur y al este sobre la esquina de la Primera Avenida con la calle Treinta. El sol era cegador, incluso a través de las minipersianas cerradas en parte y las ventanas irremediablemente sucias.
Como aún no había visto a los dos hombres que reinaban ahora sobre el rebaño de técnicos de laboratorio, tuvo que padecer la cálida bienvenida no solo de John y Peter, sino de todos los técnicos, que desfilaron a petición de John. Más de la mitad habían sido contratados durante su baja maternal, lo cual exigió una presentación oficial. En total, la sesión se prolongó casi media hora.
—Bien, ¿qué podemos hacer por ti? —preguntó John, después de que todos los técnicos se fueran. Laurie contó la historia de su Juan Nadie y las dificultades de identificar al hombre o descubrir una causa del fallecimiento. Añadió que estaba muy disgustada.
John miró a Peter, y ambos hombres enarcaron las cejas intrigados.
—¿Por qué estás disgustada? —preguntó John en nombre de los dos.
—Porque…
Laurie paseó la mirada entre John y Peter. Pero no terminó. De pronto, se sintió avergonzada por haber hecho aquella admisión tan poco profesional.
—Bien, da igual —dijo John, que intuyó la incomodidad de Laurie—. ¿Qué podemos hacer por ti?
Laurie experimentó una oleada de emoción inadecuada, acompañada por el horror de que las lágrimas no estaban demasiado lejos. La exhibición repentina de sentimientos había constituido un leve problema para ella desde la adolescencia. Detestaba tal tendencia y la consideraba un defecto de personalidad. Con los años, a medida que ganaba confianza, había mejorado de forma drástica. Por desgracia, el diagnóstico de J. J. la había resucitado multiplicada. Como en su adolescencia, no controlaba muy bien sus emociones.
Tanto John como Peter se sentían confusos, mientras observaban la pugna de Laurie. Aunque deseaban colaborar, no sabían muy bien qué hacer.
Por fin, Laurie consiguió controlarse a base de respirar hondo y expulsar el aire.
—Lo siento muchísimo —dijo.
—Ningún problema —dijeron a la vez los dos hombres.
—Sí que hay un problema —admitió Laurie—. Lo siento. Estaba tan ansiosa por conseguir que el primer día saliera todo bien que, al suceder lo contrario, me siento irracionalmente emocional.
—Bien, no pasa nada —dijo John, con la idea de tranquilizar a Laurie—. Supongo que nos has traído algunas muestras.
Señaló la bolsa marrón que Laurie aferraba.
Laurie la contempló como si se hubiera olvidado de ella.
—¡Ah, sí! Os traigo unas muestras. Necesito un análisis toxicológico y también uno del nivel de alcohol en sangre.
Entregó la bolsa a las manos expectantes de John.
—Supongo que las necesitarás lo antes posible, como de costumbre —comentó John con la intención de relajar el ambiente.
—Eso sería estupendo —dijo Laurie; estaba deseando huir. Aún se sentía avergonzada.